VII
Aventuras de la letra «U» en el terreno de las conjeturas
El aislamiento, el desapego de todo, el orgullo, la independencia, la inclinación a la naturaleza, la ausencia de actividad cotidiana y material, la vida en sí, las luchas secretas de la castidad y el éxtasis benévolo ante toda creación habían preparado a Marius para esta posesión que se llama pasión. El culto a su padre se había convertido poco a poco en una religión, y como toda religión se había retirado al fondo del alma. Era preciso algo en primer término, y vino el amor.
Transcurrió un mes entero, durante el cual Marius fue todos los días al Luxemburgo. Llegada la hora, nada podía retenerle. «Está de servicio», decía Courfeyrac. Marius vivía en continuo éxtasis. Cierto es que la joven le miraba.
Había terminado por atreverse, y se acercaba al banco. Empero, no pasaba más adelante, obedeciendo a la vez al instinto de timidez y al instinto de prudencia de los enamorados. Juzgaba útil no «llamar la atención del padre». Combinaba sus paradas detrás de los árboles y los pedestales de las estatuas con un maquiavelismo profundo, de manera de mostrarse lo más posible a la joven, y dejarse ver lo menos posible del viejo señor. Algunas veces, permanecía inmóvil más de media hora, a la sombra de un Leónidas o un Espartaco cualquiera, llevando en la mano un libro por encima del cual sus ojos, suavemente levantados, iban a buscar a la hermosa joven, y ella, por su parte, volvía hacia él con una vaga sonrisa su encantador perfil. Mientras hablaba natural y tranquilamente con el hombre de los cabellos blancos, posaba en Marius todos los ensueños de una mirada virginal y apasionada. Antigua e inmemorial habilidad, que Eva dominaba desde el primer día del mundo, y que toda mujer sabe desde el principio de su vida. Su boca contestaba a uno y su mirada respondía a otro.
Preciso es creer que el señor Leblanc, sin embargo, había llegado al fin a notar algo, pues a menudo, cuando Marius llegaba, se levantaba y se ponía a pasear. Había abandonado su lugar habitual y había adoptado, al otro extremo del paseo, el banco vecino al Gladiador, como para ver si Marius le seguiría hasta allí. Marius no comprendió el juego, y cometió esta falta. El «padre» comenzó a no ser tan puntual como antes, y a no llevar todos los días a su «hija». Algunas veces iba solo; entonces Marius se marchaba. Otra equivocación.
Marius no se preocupaba de estos síntomas. De la fase de la timidez había pasado, progreso natural y fatal, a la fase de ceguera. Su amor crecía. Soñaba con él todas las noches. Y además había tenido una dicha inesperada, que fue como aceite sobre fuego, y redobló las tinieblas en derredor de sus ojos.
Una tarde, al anochecer, había hallado en el banco que «el señor Leblanc y su hija» acababan de abandonar un pañuelo. Un pañuelo muy sencillo, sin bordados, pero blanco, fino, y que le pareció que exhalaba inefables perfumes. Se apoderó de él, transportado. Aquel pañuelo estaba marcado con las letras «U. F.»; Marius no sabía nada de aquella hermosa joven, ni de su familia, ni su nombre, ni su casa. Aquellas dos letras eran la primera noticia que tenía de ella, adorables iniciales sobre las que comenzó inmediatamente a formar conjeturas. U era evidente el nombre. «¡Ursule! —pensó—. ¡Qué delicioso nombre!». Besó el pañuelo, lo aspiró, se lo puso sobre el corazón, sobre su carne durante el día, y por la noche junto a sus labios para dormirse.
—¡Aspiro en él toda su alma! —exclamaba.
Aquel pañuelo era sencillamente del anciano, que lo había dejado caer de su bolsillo.
Los días que siguieron al hallazgo, no se mostró ya en el Luxemburgo sino besando el pañuelo, y apoyándolo sobre su corazón. La hermosa joven no comprendía nada, y así lo daba a entender por medio de señas imperceptibles.
—¡Oh, pudor! —decía Marius.