VIII
Hasta los inválidos pueden ser dichosos
Puesto que hemos pronunciado la palabra «pudor», y puesto que nada ocultamos, debemos decir que una vez, sin embargo, a través de su éxtasis «su Ursule» le infirió un agravio muy serio. Era uno de esos días en que la joven hacía levantarse y pasear por la avenida al señor Leblanc. Una fresca brisa de mayo agitaba las hojas de los plátanos. El padre y la hija, enlazados del brazo, acababan de pasar delante del banco de Marius. Marius se había levantado al momento, y los seguía con la mirada, como conviene a la situación en que se encontraba su ánimo.
De repente, una ráfaga de viento, un poco más alegre que las demás, y encargada probablemente de llevar a cabo los asuntos de la primavera, voló desde el vivero, se abatió sobre la avenida, envolvió a la joven en un encantador estremecimiento digno de las ninfas de Virgilio y de los faunos de Teócrito, y levantó su vestido, aquel vestido más sagrado que la túnica de Isis, casi hasta la altura de la liga, mostrando una pierna de forma exquisita. Marius la vio, y aquel espectáculo le exasperó y le puso furioso.
La joven se había bajado rápidamente el vestido, con un movimiento de susto delicioso, pero no por ello indignó menos a Marius. Estaba solo en el paseo, es cierto. Pero podía haber habido alguien. ¿Y si hubiera habido alguien? ¿Se comprende una cosa semejante? ¡Es horrible lo que la joven acababa de hacer! ¡Ay!, la pobre niña nada había hecho; sólo había un culpable: el viento; pero Marius, en quien rugía confusamente el Bartolo que hay en el Querubín, estaba determinado a enfadarse, y estaba celoso hasta de su sombra. Así, en efecto, se despiertan en el corazón humano, y se imponen, aun sin derecho, los acres y extraños celos de la carne. Por lo demás, e incluso prescindiendo de los celos, la visión de aquella pierna encantadora no había resultado para él nada agradable; la media blanca de la primera mujer que hubiera encontrado le habría resultado más hermosa.
Cuando «su Ursule», después de haber alcanzado el extremo de la alameda, volvió sobre sus pasos con el señor Leblanc, y pasó delante del banco donde Marius había vuelto a sentarse, éste le dirigió una mirada furtiva y feroz. La joven hizo ese movimiento de hombros y ese arqueo de cejas que significa: «¿Qué le pasa a usted?».
Fue ésta su «primera riña».
Apenas acababa Marius de hacerle esta escena con los ojos cuando alguien atravesó la avenida. Era un inválido encorvado, arrugado en extremo, con uniforme de tiempos de Luis XV, que llevaba sobre el pecho la pequeña placa ovalada de paño encarnado, con espadas cruzadas, cruz de San Luis del soldado, y adornado además de una manga del uniforme sin brazo dentro, una barbilla de plata y una pierna de palo. Marius creyó observar que aquel ente tenía el aire extremadamente satisfecho. Incluso le pareció que el viejo cínico, al pasar cojeando por su lado, le había dirigido un guiño fraternal y alegre, como si una casualidad cualquiera hubiese hecho que estuviesen en inteligencia y que hubieran saboreado en común alguna buena fortuna. ¿Qué tenía para estar tan contento aquel resto de Marte? ¿Qué había pasado entre aquella pierna de palo y la otra? Marius llegó hasta el paroxismo de los celos. «¡Tal vez estaba…! ¡Tal vez habrá visto…!», pensó. Y tuvo deseos de exterminar al inválido.
Con ayuda del tiempo, todo se olvida. Esa cólera de Marius contra «Ursule», por justa y legítima que fuera, pasó. Acabó por perdonar; pero tuvo que realizar un gran esfuerzo; se mostró enfadado con ella durante tres días.
Sin embargo, a través de todo esto, y a causa de todo esto, su pasión aumentaba y llegaba hasta la locura.