IX
Eclipse

Acabamos de ver de qué modo Marius había descubierto o creído descubrir que Ella se llamaba Ursule.

Amando, viene el apetito. Saber que ella se llamaba Ursule era mucho y era poco. Marius, al cabo de tres o cuatro semanas había devorado esta felicidad. Deseó otra. Deseó saber dónde vivía.

Había cometido una primera falta: caer en la emboscada del banco del Gladiador. Había cometido la segunda: no quedarse en el Luxemburgo cuando el señor Leblanc iba solo. Cometió una tercera que fue inmensa: siguió a «Ursule».

Vivía en la calle Ouest, en el sitio menos frecuentado de la calle, en una casa nueva de tres pisos, de apariencia modesta.

A partir de aquel instante, Marius añadió a la felicidad de verla en el Luxemburgo la felicidad de seguirla hasta su casa.

Su hambre aumentaba. Sabía cómo se llamaba, al menos su nombre de pila, nombre encantador, el verdadero nombre de una mujer; ya sabía dónde vivía, y quiso saber quién era ella.

Una noche, después de seguir al padre y a la hija hasta su casa, luego que los vio desaparecer tras la puerta cochera, entró detrás de ellos, y preguntó valientemente al portero:

—¿Es el señor del primero quien acaba de entrar?

—No —respondió el portero—. Es el inquilino del tercero.

Había dado un paso más; ese triunfo alentó a Marius.

—¿Interior o exterior? —preguntó.

—¡Pardiez! —dijo el portero—, la casa no tiene más que pisos a la calle.

—¿Y cuál es la profesión de ese caballero? —continuó Marius.

—Es rentista, señor. Un hombre muy bueno, y que hace el bien a los desgraciados, aunque no es rico.

—¿Cómo se llama? —preguntó Marius.

El portero levantó la cabeza e inquirió:

—¿Acaso sois polizonte?

Marius se fue un poco mohíno, pero encantado. Progresaba.

«¡Bien! —pensó—. Sé que se llama Ursule, que es hija de un rentista y que vive en la calle Ouest, en el tercer piso».

Al día siguiente, el señor Leblanc y su hija fueron al Luxemburgo y sólo dieron un pequeño paseo; se marchaban cuando todavía era muy de día. Marius los siguió hasta la calle Ouest, como acostumbraba. Al llegar a la puerta cochera, el señor Leblanc hizo entrar a su hija, luego se detuvo antes de franquear el umbral, se volvió y miró fijamente a Marius.

Al día siguiente no fueron al Luxemburgo. Marius esperó en vano durante todo el día.

Al caer la noche se dirigió a la calle Ouest y vio luz en las ventanas del tercer piso. Se paseó ante aquellas ventanas hasta que la luz se apagó.

Al día siguiente tampoco fueron al Luxemburgo. Marius esperó durante todo el día, y luego fue a ponerse de centinela bajo las ventanas. Esto le entretenía hasta las diez de la noche. Ya no comía. La fiebre alimenta al enfermo y el amor al enamorado.

Transcurrieron de esta suerte ocho días. El señor Leblanc y su hija ya no aparecían por el Luxemburgo. Marius hacía tristes conjeturas; no se atrevía a espiar la puerta cochera durante el día. Se contentaba con ir allí por la noche, a contemplar la claridad rojiza de los cristales. De vez en cuando veía algunas sombras, y el corazón le latía.

Al octavo día, cuando llegó bajo las ventanas, no había luz en ellas. «¡Vaya! —dijo—. Aún no han encendido la lámpara. Sin embargo, es ya de noche. ¿Habrán salido?». Esperó. Hasta las diez. Hasta medianoche. Hasta la una de la madrugada. Ninguna luz se encendió en las ventanas del tercer piso, y nadie regresó a la casa. Se marchó muy sombrío.

Al día siguiente —pues no vivía sino de día siguiente en día siguiente, ni existía hoy para él, digámoslo así—, no vio a nadie en el Luxemburgo; lo esperaba; al anochecer, se dirigió a la casa. Ninguna luz en las ventanas; las persianas estaban cerradas; el piso tercero estaba oscuro.

Marius llamó a la puerta cochera y preguntó al portero:

—¿El señor del tercero?

—Se ha mudado —respondió el portero.

Marius vaciló y dijo débilmente:

—¿Desde cuándo?

—Desde ayer.

—¿Dónde vive ahora?

—No lo sé.

—¿No ha dejado su nueva dirección?

—No. —Y el portero, levantando la nariz, reconoció a Marius—. ¡Vaya!, sois vos. ¿Conque, decididamente, sois de la policía?

Marius
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