I
Noventa años y treinta y dos dientes

En las calles de Boucherat[22], de Normandie y de Saintonge, existen aún algunos vecinos antiguos que guardan el recuerdo de un buen hombre llamado Gillenormand, y que hablan de él con placer. Este buen hombre era un viejo cuando ellos eran jóvenes. Su silueta, contemplada por los que miran melancólicamente el vago movimiento de las sombras que se llama pasado, no ha desaparecido aún del laberinto de las calles próximas al Temple, a las cuales se dieron en tiempo de Luis XIV los nombres de todas las provincias de Francia, así como se dan en nuestros días a las calles del nuevo barrio Tivoli[23] los nombres de todas las capitales de Europa; en lo que, digámoslo de paso, se hace visible el progreso.

El señor Gillenormand, que vivía aún en 1831, era uno de esos hombres a quienes es curioso ver, porque han vivido mucho tiempo, y que son raros, porque antes fueron como todo el mundo y después no se parecen a nadie. Era un viejo particular, realmente un hombre de otra edad, el verdadero burgués completo y un poco altivo del siglo XVIII, que lleva su burguesía con la misma altivez con que el marqués lleva su marquesado. Había sobrepasado los noventa años, andaba derecho, hablaba en voz alta, veía claro, bebía seco, comía, dormía y roncaba. Conservaba sus treinta y dos dientes. No se ponía gafas más que para leer. Era muy aficionado a las aventuras amorosas, pero afirmaba que hacía ya una docena de años que había renunciado decididamente a las mujeres. «Ya no podía gustar», decía; no añadía: «Soy demasiado viejo», sino: «Soy demasiado pobre». Decía: «Si no estuviera arruinado… ¿eh?». No le quedaba, en efecto, más que una renta de unas quince mil libras. Su sueño era haber heredado, y poseer cien mil francos de renta para tener queridas. No pertenecía en absoluto, tal como se ve, a esa variedad enfermiza de octogenarios que, como Voltaire, han estado moribundos durante toda su vida; no era la suya una longevidad cascada; aquel gallardo viejo estaba siempre fuerte. Era superficial, rápido, iracundo. Enfurecíase por cualquier cosa, y muchas veces sin tener razón. Cuando se le contradecía, levantaba su bastón; golpeaba a las gentes como en el gran siglo. Tenía una hija de más de cincuenta años, soltera, a quien golpeaba a su placer cuando se encolerizaba, y a quien de buena gana hubiera dado azotes. La trataba como si tuviera ocho años. Abofeteaba enérgicamente a sus criadas, y decía: «¡Ah, perdida!». Uno de sus juramentos era: «¡Por la pantufla de la pantuflada!». Tenía otras costumbres tranquilas muy singulares; se hacía afeitar todos los días por un barbero que había estado loco, y que le detestaba, porque tenía celos del señor Gillenormand, a causa de su mujer, bonita y coqueta barbera. El señor Gillenormand admiraba su propio discernimiento en todo, y se declaraba muy sagaz; he aquí una de sus frases: «En verdad, tengo penetración; puedo decir, en cuanto me pica una pulga, de qué mujer me viene». Las palabras que pronunciaba con mayor frecuencia eran: «el hombre sensible» y «la naturaleza». No daba a esta última palabra la gran acepción que le ha dado nuestra época. Pero la hacía entrar a su manera en las sátiras del hogar: «La naturaleza —decía—, para que la civilización tenga un poco de todo, le da hasta el espécimen de una barbarie divertida. Europa tiene muestras de Asia y de África, en miniatura. El gato es un tigre de salón, el lagarto es un cocodrilo de bolsillo. Las bailarinas de la Ópera son salvajes de color de rosa. No comen a los hombres, pero los chupan; o bien con sus artes los convierten en ostras, y se los tragan. Los caribes no dejan más que los huesos, ellas no dejan más que la concha. Tales son nuestras costumbres. No devoramos, pero roemos; no exterminamos, pero arañamos».

Marius
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