V
La pobreza, buena vecina de la miseria

Marius sentía simpatía por aquel cándido anciano que se veía cogido lentamente por la indigencia y que se iba asombrando poco a poco, sin entristecerse aún. Marius encontraba a Courfeyrac y buscaba al señor Mabeuf. No obstante, lo hacía muy raramente; a lo sumo una o dos veces por mes.

El mayor placer de Marius era dar largos paseos solo por los bulevares exteriores, o por el Campo de Marte, o también por las avenidas menos frecuentadas del Luxemburgo. Algunas veces pasaba medio día contemplando el jardín de un hortelano, los cuadros de lechugas, las gallinas en el estiércol, o un caballo dando vueltas a una noria. Los paseantes le miraban con sorpresa y algunos hallaban en él un aspecto siniestro y una fisonomía sospechosa. Empero, no era más que un joven pobre, meditando sin objeto.

En uno de estos paseos había descubierto la casa Gorbeau, y su aislamiento y bajo precio le tentaron, por lo que se instaló en ella. No se le conocía allí por otro nombre que por el de señor Marius.

Algunos de los antiguos generales o compañeros de su padre le invitaron, cuando le conocieron, a que fuese a visitarlos; y Marius no había rehusado. Eran ocasiones de hablar de su padre. Así, pues, de vez en cuando iba a casa del conde Pajol, a casa del general Bellavesne, del general Fririon, en los Inválidos. Había música y baile. En aquellas noches, Marius se ponía su traje nuevo. Pero no iba nunca a aquellas reuniones ni bailes más que los días en que helaba mucho, porque no podía pagar un coche, y no quería llevar las botas sino como un espejo.

Decía algunas veces, pero sin amargura: «Los hombres están constituidos de tal modo que en un salón pueden entrar cubiertos de lodo por todas partes, excepto en las botas. Para entrar allí, no os piden más que una cosa irreprochable: ¿la conciencia?, no, las botas».

Todas las pasiones, excepto las del corazón, se disipan con la meditación. La fiebre política de Marius se había desvanecido. La Revolución de 1830, satisfaciéndole y calmándole, había ayudado a este fin. Seguía teniendo las mismas opiniones, pero se habían dulcificado. Propiamente hablando, no tenía ya opiniones, tenía simpatías. ¿De qué parte estaba? De parte de la humanidad. En la humanidad escogía a Francia; en la nación escogía al pueblo; en el pueblo escogía a la mujer. A ésta dirigía especialmente su piedad. Ahora prefería una idea a un hecho, un poeta a un héroe, y admiraba más un libro como el de Job que un suceso como Marengo. Y luego, cuando tras un día de meditación se iba por las noches a los bulevares, y a través de las ramas de los árboles descubría el espacio sin fondo, los resplandores sin nombre, el abismo, la sombra, el misterio, todo lo que es humano le resultaba pequeño.

Creía, y tal vez con razón, haber llegado a la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había terminado por no mirar casi más que al cielo, única cosa que la verdad puede ver desde el fondo de su pozo.

Esto no le impedía multiplicar los planes, las combinaciones, los castillos en el aire, los proyectos para el porvenir. En este estado de meditación, si un ojo humano hubiera mirado el interior de Marius, se habría quedado deslumbrado por la pureza de su alma. En efecto, si hubiese sido dado a nuestros ojos de carne ver en la conciencia del prójimo, se juzgaría con más acierto a un hombre por lo que suena en su imaginación que por lo que piensa. En el pensamiento hay voluntad, pero no la hay en el sueño. El sueño, cuando es espontáneo, adopta y conserva, aun en lo gigantesco e ideal, la figura de nuestro espíritu; nada sale más directa y más sinceramente del fondo mismo de nuestra alma que nuestras aspiraciones irreflexivas y desmesuradas hacia los esplendores del destino. En estas aspiraciones, más que en las ideas compuestas, razonadas y coordinadas, es posible encontrar el verdadero carácter del hombre. Nuestras quimeras son los objetos que más se nos parecen. Cada uno sueña con lo desconocido y lo imposible según su naturaleza.

Hacia mediados de aquel año de 1831, la vieja que servía a Marius le contó que iban a despedir a sus vecinos, a la miserable familia Jondrette. Marius, que pasaba casi todo el día fuera de casa, apenas conocía a sus vecinos.

—¿Y por qué los despiden? —preguntó.

—Porque no pagan el alquiler. Deben dos trimestres.

—¿Cuánto es?

—Veinte francos —contestó la vieja.

—Tomad —dijo a la vieja—, aquí tenéis veinticinco francos. Pagad por esa pobre gente, dadles cinco francos y no digáis que lo hago yo.

Marius
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