Capítulo 15
El peor día de su vida
Con estas palabras irrumpió Colifatto en la oficina del capitán Quijano, llevando en mano el móvil de Navarro y las libretas que encontró en el paquete que halló en su escritorio. No entró en detalles.
* * *
La cabeza apoyada sobre su pecho. Fue abriendo los ojos lentamente. Era difícil penetrar en la oscuridad. Lo intentó mientras era arrastrado por el suelo y atado a una vieja silla ubicada con antelación aguardando su espera. Una vez allí sentado, atado de pies y manos, despojado de sus armas, probó a abrir nuevamente los ojos. Le dolía la mandíbula. El golpe propinado certeramente en el punto donde se unen las quijadas estuvo cerca de destrozarle la boca y fue suficiente para dejarle grogui varios segundos, incluso algún minuto, dándole el tiempo suficiente a sus atacantes a abordarle, reducirlo y hacerle prisionero.
Sabía de antemano a lo que se había expuesto cuando habló con el capitán y aceptó la misión, pero no esperaba que los acontecimientos se desarrollaran de esta forma y menos ver allí en esa situación una cara conocida que ahora quisiera matar.
* * *
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* * *
Apenas acababa de llegar a la unidad. Casi no había dormido ya que había sido despertado súbitamente a las cuatro de la mañana para avisarle de la aparición, gracias a una llamada anónima, del cadáver de Navarro en el desguace del Baratón. Eran las seis en punto de la mañana cuando bebiendo apenas su primer sorbo de café que la recepcionista, Laura, le tenía preparado a su llegada sobre su escritorio, fue interrumpido por uno de sus agentes que irrumpía cuidadosamente en su oficina.
—Señor, han traído esto para usted —y con un sutil movimiento estiró solícitamente el brazo acercándolo a su capitán.
—Bien —le contestó sonriente y continuó—, ábrelo tú y dime lo que es.
—Pero señor, es para usted, es personal... agradezco el honor pero...
—¡¿Qué?! ¡Le he dado una orden! ¿Acaso es una sorpresita para mí? —todo lo contrario a lo esperado por lo sucedido, el capitán Quijano se encontraba bastante calmado, razonable y notablemente sereno. El agente no sabía qué hacer así que Quijano continuó— ¿Hace tic-tac, tic-tac?
—No, señor.
—Pues déjalo sobre el escritorio y cierra la puerta al salir.
—¿Está seguro? Puedo llamar a alguien de...
—¡Vete, cojones! —le interrumpió Quijano.
El agente depositó el paquete sobre el escritorio de su capitán y salió de la oficina como éste le pidió. Veinte minutos después Quijano sale de su oficina apresuradamente, se acerca a Laura la recepcionista y le dice:
—Laura, me voy. Sobre las doce intente contactar con el teniente Colifatto, si lo consigue le dice que vaya a los desguaces y me avisa, por favor, quiero revisar con él el sitio donde murió Navarro.
Acto seguido sale de la unidad.
* * *
Colifatto meditaba sus opciones mientras recuperaba el aliento. Reconocía a uno de sus opresores: era un tal Winston, al que conoció mientras investigaba los crímenes del asesino del ojo de buey en Argentina, y recordó también que era compañero o amigo de Greg Babic, el albino que había asesinado en la habitación del hotel Miguel Ángel. Supuso que si Babic estaba con su madrastra, él, Winston, también. Al acostumbrarse sus ojos a la casi penumbra en la que le tenían los vio sentados a unos metros frente a él, esperando que se espabilara. También divisó sus armas, la Magnum y la reglamentaria que le habían asignado en la unidad.
—¿Qué querés, puto perro de Gambazza? —dijo dirigiéndose a Winston, que lo observaba en silencio mientras en sus manos jugaba con un bisturí.
—Venimos por ti, detective —le contestó el tipo joven y alto que tenía a sus pies una pequeña nevera.
—Aún no lo entendés, Colifatto, es la hora de tu muerte y estás solo, ya tenías que haberlo comprendido, venimos a terminar el trabajo que falta, mataste a la jefa, a mi amigo Babic, pero aún quedamos nosotros —agregó Winston.
Mientras hablaba, Fermín, manteniendo la calma, estudiaba sus ataduras. Sabía mucho de nudos porque los había estudiado muy bien mientras investigaba los crímenes de Argentina.
—Así que los perritos van a vengar a la perra —les dijo con desprecio.
Al decirlo, Winston y el tipo alto se miraron y se echaron a reír.
—Muy gracioso, Colifatto, pero mi amigo Luc y yo, la verdad, vamos a aprovechar la oportunidad que nos dejó la perra, que tú dices.
Winston se encontraba sudoroso, odiaba estar allí, pero era la misión, y había que cumplirla. El reloj se había puesto en marcha y ahora corría en contra de todos. Fermín había conseguido aflojar las ataduras que tenía en sus manos, y, mientras Winston hablaba, observaba su Magnum, su consentida que le acompañaba ya un buen trecho de su vida. Luc observó el interés de Fermín en sus ojos y se percató de que lo que observaba era su arma, sonrió.
—¿Te gusta la Magnum, detective?
—Sí, no te mentiré, si todo debe acabarse aquí, me gustaría morir junto a ella.
—Se puede arreglar —dijo Winston mientras se acercó a la mesa donde se encontraba.
«Bien, un poco más», pensó Colifatto, que veía una oportunidad en medio de su desastrosa situación. Winston se había acercado lo suficiente. En su mano izquierda tenía la Magnum y en la derecha el bisturí, pero en ese instante un ruido llamó su atención, una puerta en la entrada del matadero se abrió de repente, y unos gritos perturbaron la casi perfecta situación creada por Winston y Luc.
—¡Hola!, teniente. ¿Está aquí? Somos Moya y Bernal. ¿Colifatto?
«Perfecto, refuerzos». Fermín había encontrado su oportunidad, era como una simple jugada de estrategia, atraer a tu rival a tu campo lo más cerca posible. Haciendo gala de una rapidez insuperable, Colifatto soltó sus cuerdas y arrebató el revólver a Winston mientras, levantándose de la silla, le propinaba a este un empujón que lo enviaba contra Luc, a quien la reacción de Colifatto le tomó por sorpresa. Ambos cayeron al suelo. El crujir de la silla en la que se hallaba Luc y el grito desgarrador de dolor del mismo alertaron a los agentes que se encontraban a la entrada del matadero. Por instinto, Fermín disparó, realizó dos disparos en la dirección en la que caían sus opresores, al tiempo que los dos agentes entraban con linternas en mano, apuntando a todo lo que podían.
—¡Soy yo! ¡Soy yo! —gritó Fermín a los agentes que le cegaban con sus linternas.
Al reconocerlo, bajaron las armas y las linternas a una nube de polvo que se disipaba lentamente a través de la luz que los iluminaba. Winston había muerto por un disparo en la cabeza y Luc se desangraba a chorros porque al caer Winston sobre él, le había cercenado la garganta.
—Gracias chicos, habéis llegado en el momento justo, salgamos de aquí, que quiero respirar.
Al salir, la noche ya había consumido la ciudad y las sirenas de los coches patrullas que llegaban al lugar iluminaban la oscuridad.
—¿Colifatto, estás herido?
—No, capitán. No era uno, eran dos.
Quijano no respondió.
—Sí, capitán, nos han engañado todo el tiempo, no existe el asesino del ojo de buey, sólo ha sido una farsa para mantener en secreto una operación de tráfico de órganos.
—¿Cómo cojones puedes saberlo, Colifatto?
—Las conjeturas de Navarro, los hechos, la muerte de mi madrastra, el albino... Ahora todo encaja. Seguramente ellos fueron los que también mataron a María Fernanda.
—¿Y la ristra de muertos del Leven Anclas?
—Detalles capitán, pequeños detalles... Daños colaterales. Igual hasta eran colaboradores ¿Acaso no ponen en el informe que la Teresa era novia del albino?
—¿Estás bien, Colifatto?
—Sí, estoy cansado...
—Te llevaré a casa. Pero antes he de revisar la escena.
—No se preocupe, capitán. Allí está mi coche.
—De eso nada, Fermín, ya lo llevarán a la unidad alguno de estos. Podríamos parar por ahí a brindar por esta victoria.
Fermín guardó silencio un instante, pero respondió.
—No hace falta capitán. Hay alcohol en mi casa.
—Bien, ahora vuelvo.
* * *
Quijano utilizó las llaves que le había dejado Navarro por si perdía las suyas o por si surgía una emergencia. Se sentía extraño paseando por ese piso. Nunca había estado en él aunque había sido invitado varias veces a cenar y a comer, pero siempre lo rechazó pensando que sólo era para comprarle de alguna forma y que no le pusiera nuevamente a dirigir el tráfico. Navarro le había indicado que sus notas se encontraban en la mesita de noche ubicada en la parte derecha de la cama en la que dormía a diario, y fue allí donde Quijano las encontró. Se sentó en la cama y comenzó a ojearlas.
«Quijano está implicado de alguna forma, las pruebas le apuntan, según ellas recibió dinero de parte de Gambazza por la venta de alguna cosa u objeto. Con la reciente muerte de McAndrews y la falta de uno de sus riñones, me atrevo a pensar que está implicado en un tráfico de órganos. Tampoco puedo confiar del todo en Fermín, las pruebas me indican seriamente que él pudo haber matado a su madrastra y al albino, pero ellos eran malos, así que Fermín habrá tenido algún motivo para hacerlo. No sé a quién acudir, a lo mejor esto lo pueda terminar resolviendo yo solo.»
—Cabrón —susurró Quijano, pero en aquel momento sonó su móvil y, mientras contestaba, decidió arrancar esa hoja. Ahora sabía gracias a Navarro que Colifatto estaba implicado en la muerte de María Fernanda, que él de hecho había apretado el gatillo del arma que le asesinó.
—¿Qué quieres? —dijo al contestar.
—Necesitamos encontrarle, el tiempo se acaba.
—Llegará pronto, no te preocupes. Pero aún tenemos el otro problema.
—Puedo ubicarle, y ponerle en contacto contigo ¿Podrás tratar con él?
—Llegaremos a un acuerdo que nos beneficiará a todos. Encuéntrale lo más pronto posible, me urge hablar con él, Winston.
Colgó el teléfono, recogió las libretas, fue a la cocina y encontró papel y cola, envolvió con el papel las libretas y el móvil de Navarro, las pegó y luego envolvió de nuevo el paquete de papel en el trozo de tela en el que lo había recibido esa misma mañana. Al terminar apagó las luces y salió del apartamento. Había decidido no regresar aún a la unidad. Se fue a su casa y decidió descansar hasta que Colifatto apareciera. Media hora más tarde su móvil sonó nuevamente.
—¿Quién? —contestó.
—Vos querías hablar conmigo, capitán.
—¿Por qué él? No había hecho nada malo, no tenía nada que ver con esto.
—Porque me daba igual, me gustaba ese pibe, tenía coraje y era listo, pero tenía ganas de matar a alguien y, ya que lo tenía a huevo, lo usé. Y no me equivoqué. Aún me divierto con sus ropitas.
—¡BASTA! —gritó Quijano, se hizo silencio y continuó—: ¿Le quieres? ¿Quieres a Fermín Colifatto?
—Que tenés que yo pueda querer para negociar con vos. Puedo tener a Fermín cuando quiera.
—Tienes razón, pero puedo ayudarte a salir del país, además me debes dos hombres.
—Decíme que querés que haga.
Quijano quería jugar con Colifatto y de paso deshacerse de Luc y Winston, así que le pidió a Sosa que citara a Fermín en el matadero de Valdemanco, luego se lo entregaría para que hiciera con él lo que quisiera. Quijano le pidió además una cosa que a Sosa le hizo mucha gracia.
—Pero es que no solo querés deshacerte de él, sino quitarle lo más bonito que tiene... son hermosos, a mí también me gustaría tenerlos... si me sacas de aquí son tuyos ¿Vale, poli?
—Hecho.
Sosa colgó el teléfono y Quijano sonrió para sus adentros. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Además, le parecía que el tan temible asesino del ojo de buey no era tan complicado ni tan malo como todos habían llegado a pensar. Él lo había conseguido controlar.
* * *
—No sabía hasta cuándo iba a aguantarlo, capitán, baje el arma, esto no tiene por qué acabar así.
—Bájala tú y abre la puerta, después de todo esto es gracias a tu buena vista.
—Ahora resulta que la culpa es mía, yo no fui quien traicionó sus principios y se vendió a una puta como mi madrastra... Que por cierto, ¿a qué dices que vino ella a España?
—Aún no lo pillas ¿No? McAndrews era sólo el primer objetivo; el otro eres tú.
—Sería yo.
—No, eres tú. Ahora baja el arma, quiero que veas a alguien.
Quijano bajó su arma lentamente y, sin apartar la vista de Fermín, se dirigió a la puerta para abrir a la muerte que esperaba fuera. Colifatto, dudando, hizo lo mismo. Bajó su arma pero se colocó enfrente de la puerta. Fuese quien fuese, si intentaba llegar hasta él, se llevaría a tiros a quien tuviera delante. No era un plan de lujo, pero era un plan.
Al abrirse la puerta, Quijano se apartó para que su invitado entrara, Fermín se quedó de piedra al verle. ¿Él? ¿Qué haría aquí? Ya hacía tanto tiempo que había olvidado su rostro y le costó reconocerlo, pero el odio que sintió por él en aquel entonces revivió de repente y levantó de nuevo su arma apuntando a un nuevo y único objetivo.
—¿Pero qué hacés Fermín? Dejá eso y hablemos.
Doctor Ronald Sosa, médico cirujano especializado en oncología, fue quien trató el maligno tumor cancerígeno que padecía la madre de Fermín durante los últimos cuatro años de su vida, y fue él también quien terminó con la vida de ella en el quirófano al tratar de extraerlo. La muerte de Susana fue catalogada como accidente y Sosa fue exculpado, pero Colifatto nunca pudo perdonar ni olvidar al hombre que en sus manos se había quedado con la vida de su madre.
—¿Cómo quieres que lo hagamos? —le preguntó Quijano a Sosa que aún estaba inmóvil en la puerta de entrada.
—¿Que cómo quiero? Yo sólo quiero hablar con Fermín. Él tiene que entender.
Y más rápida que el parpadeo de un ojo, la mano derecha de Sosa, armada con un afilado bisturí, sesgó la garganta del capitán, haciendo que éste olvidara la poderosa presencia de su arma para agarrarse el cuello mientras su vida comenzaba a escaparse por entre sus manos. Colifatto estaba congelado de miedo. Sosa aprovechó para cerrar la puerta y retirar de las manos de Fermín el arma con la que supuestamente le apuntaba.
—Sentate Fermín, ahora que este pesado ya no nos molesta, sentate y hablamos.
En un arrebato de locura, demencia o simplemente estúpida valentía, Fermín Colifatto superó su supremo miedo y se abalanzó sobre Sosa, que se había sentado en un sofá. Ambos forcejearon, ambos gritaron hasta que Fermín cayó al suelo sujetándose el abdomen con sus manos.
—¿Ya estás más tranquilo pibe? Podría decirse que tu madre fue la primera, y tú cerrarás el círculo. No preví que te alzaras contra la Gambazza, pero te perdono por los viejos tiempos porque ahora jugaremos a un juego que llamaremos: ¿Cuántas cuchilladas puede aguantar el cuerpo humano?
Ahora Sosa dominaba por completo la situación, mientras Quijano, que perdía la vida lentamente, observaba cómo Fermín era despojado de sus ropas y era acuchillado una y otra vez. Como último acto decente pensó: «Debería ayudarle ¡cagüen!», y dejándose caer inerte depositó aquel arma ahora embadurnada de sangre y baba lo más cerca que pudo de Fermín, esperando que éste aún tuviera fuerzas para salvar su vida.
—Veinte, creo que nunca había llegado tan lejos, se tiene que ser un experto para no hacer daño a los órganos vitales, pero no sufras, yo tengo mucha práctica, además sabía que contigo no me equivocaba, Fermincito. Me desconcertó no encontrar ojos de buey aquí en Madrid, pero he hallado otras cosas con que divertirme. La ropita del agente Navarro hizo lo suyo y ahora tú, tu dolor, tu sangre, tu piel... te poseo y eres mío.
El dolor que sentía Fermín era aterrador, sabía que si no hacía algo éste era su fin. «A lo mejor éste es el mejor fin para esta historia», se dijo a sí mismo mientras observaba caer a Quijano. Sintió cómo el arma que este soltó le golpeó su mano y sintió como una ligera, pequeña y simple llama que habitaba su cuerpo se hizo fuego ardiente, que le dio la fuerza suficiente para tomar el arma y propinarle a Sosa tres disparos en la cabeza que desfiguraron su rostro. La llama se apagó, las fuerzas le abandonan, la oscuridad se hace más grande... Todo termina.
* * *
—¿Cómo se encuentra, teniente?
—Bien, comandante, recuperándome rápidamente.
—Bien, espero que se recupere pronto, necesitamos el informe detallado de este caso urgentemente y usted es el único investigador del mismo que ha sobrevivido.
—Sí señor, se hará lo más pronto posible.
—Bien, teniente, o debería de llamarle capitán... Se rumorea que después de esto le ascenderán... Capitán Fermín Colifatto.
—Es un honor, señor, muchas gracias.
—Descanse, teniente, y redacte ese informe, el resto déjelo de mi cuenta.
El comandante en jefe salió de la habitación. Había un joven que no le quitaba el ojo de encima y lo observaba con detallada atención.
—Hola, mucho gusto, Fermín —le dijo.
—Alonso —contesto él.
Fermín sonrió, todo había acabado bien, o por lo menos hasta ahora era lo que así la vida le mostraba; porque durante todos los días por el resto de su vida, al mirar su cuerpo desnudo frente a un espejo, recordaría las marcas que por siempre le acompañarían y no le permitirían olvidar el peor día de su vida.