Capítulo 10
Si sueñas con la suficiente fuerza
a otro hombre en otra isla
—¿Desea usted algo, caballero?
—Ji, ji, ji, perdón, ji, sí deseo, ji, ji, sí... ¡Deseo algo!
La hilarante flojera no le viene solo de la nueva sensación, sino del convencimiento de que podría saltar sobre aquella muchacha prácticamente enana cuya presencia sólo se explica por la decadencia del avión como transporte de lujo, saltar sobre ella e iniciar un acto evidentemente amatorio sembrando el pasillo de prendas precipitadas, y pisarlas, e incluso perderlas en el encuentro convertidas en guiñapos.
El detective Fermín Colifatto se recompone y, sin reconocer su voz, le pide otro güisqui para apartarla en la medida de lo posible. Entonces, procede a pegarse un nuevo golpe de la frente contra el canto de la ventanilla: «Este por Aguedita, cuyas medias doblé con tanto esmero que escapó a la carrera y nunca la volví a ver.» Tampoco se reconoce en la mano que, en cuanto llega la chica, sale disparada y agarra la de ella para besarla con una pasión evidentemente impropia. La azafata menea la cabeza con algo de contrariedad y también con un deje de añoranza, a lo que Colifatto responde con un nuevo cabezazo duro que acaba de reventarle por fin la ceja: «Por Susana, que desapareció cuando trataba de colgar adecuadamente su jerseicito en el armario.»
Si sueñas con la suficiente fuerza a otro hombre en otra isla, ¿acabará existiendo ese hombre? ¿Cuál es la base de nuestras pesadillas?
Son las 22:15 hora española, con el avión sobrevolando ya la selva amazónica, cuando Colifatto decide dejar que el alcohol lo tumbe un rato. En el mismo momento en que él abre las piernas y se quita los zapatos abandonándolos a su suerte junto a botellines vacíos, una manta de mano maltrecha y algunas revistas deshojadas, el agente Navarro tropieza al entrar en la habitación Royal Premier del hotel Miguel Ángel de Madrid con lo que parece una morsa varada y es el cadáver de un albino. Frente a él, descubre seis segundos más tarde los restos de la inspectora María Fernanda Gambazza Aguirre, atada como un pollo relleno a punto de entrar en el horno para la cena de Navidad.
«Ah», se dice Colifatto en sus últimos segundos consciente, «tantos días perdidos, tantos cuerpos desperdiciados, tanta pasión sin vivir.» Siente que ahora tiene que hacer las cosas deprisa, no debe desperdiciar la potencia con la que el nuevo Colifatto ha nacido en él. Era eso, tan simple que, de no tener ya la ceja izquierda reventada, se la saltaría de otro leñazo en la ventanilla.
El primer indicio le llegó con el descubrimiento de los informes, la falsedad del albino, los cinco primeros crímenes. Y todo cayó por su propio peso.
* * *

* * *
—Mi hijo me ha mandado un mensaje desde el más allá.
El hombre que gemía, arrugado más que encogido, bajo el escritorio de Quijano ya no era Quijano, sino sus restos.
—Capitán, no me joda, su hijo murió hace ya tiempo, no volvamos con eso.
El andrajo humano vomitó una pequeña bocanada de líquido picante y ni se esforzó en volver la cara.
—Mi hijo me ha mandado su bota y un mensaje escrito.
Fermín Colifatto se sintió cómodo sin poder explicárselo y también se sintió cercano a su capitán por primera vez desde que se conocían. Todo iba encajando, todo tenía su lugar. No supo bien si era él u otro hombre dentro de él el que hacía la pregunta, pero aun así la enunció:
—Si sueñas con la suficiente fuerza a otro hombre en otra isla, ¿acabará existiendo ese hombre?
El bulto bajo el escritorio rodó lentamente hasta quedar tendido a sus pies.
—Usted siempre ha estado loco.
Lágrimas sin cuerpo en las mejillas de Quijano.
—Quijano, ¿cuál es la base de nuestras pesadillas?
—Colifatto, usted está loco y siempre lo ha estado.
El detective argentino tomó la única botella a la que le quedaba líquido y la terminó de un trago feroz.
—Ande, enséñeme la nota, capitán.
—Qué coño, ¿la nota?
—La nota de su hijo, déjeme verla.
Quijano inició un movimiento tembloroso que dejó a medias.
—La nota... se la llevó su madrastra.
Fermín Colifatto se acercó al capitán y lo tapó con su propio abrigo. Después, le arregló ligeramente el pelo, salió del despacho, dejó atrás la comisaría, montó en un taxi y, sin prisa ni tensión, esperó a que lo llevara hasta una ferretería, compró lo que iba a buscar, y siguió camino hasta el hotel Miguel Ángel, en el Paseo de la Castellana.
Por la forma en la que María Fernanda abrió la puerta y por su expresión, Fermín Colifatto tuvo claro que esperaba a alguien y que no era a él.
—No te preocupes, sólo vengo cumpliendo órdenes.
—Vos siempre sos bienvenido, nene.
—El capitán Quijano me ha mandado encontrar al impostor de una nota que ha recibido.
La habitación Royal Premier del Miguel Ángel parecía un retrato de su madrastra, falsamente blanca y pulcra, pero con rincones cuyos secretos harían estremecer a la sirvienta del diablo. Colifatto pensó que el retrato de la niña que presidía el cabecero de la cama era el de Gretel. «Oh, Hansel y Gretel, sí, bruja mala, voy a sacarte la patita de pollo para que muerdas el anzuelo.» Y la sacó:
—Perdóname, che. —El detective se retiró el sudor que no sudaba—. Estoy en las últimas, este caso me ha golpeado, y ahora la locura del capitán...
Y la bruja, la muy miope, aceptó patita de ave como muestra de muslo infantil.
—Nada, pibe, nada. Tené, podés mirarla, pero no te la afanes, que la necesito yo también.
La bruja madrastra se veía nerviosa. Le tendió un papel rugoso que había estado mojado en algún momento. Estaba claro que tenía ganas de ventilar rápido a su hijastro, estaba claro que la bruja esperaba al lobo feroz.
El detective argentino Fermín Colifatto miró detenidamente la desastrosa nota sabiendo de antemano lo que iba a ver. Allí había una escena que se remontaba a dos décadas atrás.
* * *
—Vamos, chicos, vamos allá. Ésta es la sesión número 67 de la terapia de grupo que hemos llamado y llamaremos BÚSQUEDA SUAVE DE NUESTROS DOLORES.
—Hola, me llamo Mónica, y mi madre...
—Vamos, Mónica, seguí, estamos con vos.
—Y mi madre... coño, la basura... mi madre...
—Vamos, Mónica, vamos.
—Hola, me llamo Mónica... la basura es mi madre... y mi madre era una puta zorra de la que no he sabido nada desde que cumplí 10.
—Venga, todos: Mónica estamos con vos.
—¡Mónica estamos con vos!
—Esta es la sesión número 67 de la terapia de grupo que hemos llamado y llamaremos BÚSQUEDA SUAVE DE NUESTROS DOLORES. Vamos, Julia, estamos con vos.
* * *
El ruido del picaporte lo sacó de su propia caligrafía, las líneas de letrillas apretadas, pulcras, cada trazo exacto al anterior, ni el maltrato que había sufrido el papel lograba ensuciar su caligrafía histérica. Desde el lejanísimo lugar en el que se encontraba vio a su madrastra abrirle la puerta a un hombre grande y espantoso. Sin haberlo tenido nunca delante, supo quién era. Fermín Colifatto no se sintió dueño de sus actos cuando sacó el revólver sin ruido, y sin que nadie, ni él mismo, lo esperara, le descerrajó tres tiros fatales al gigante blanco.
—Bueno, bruja, te quedaste sin el ogro.
La inspectora Gambazza Aguirre intentó durante algunos segundos mantener su palmito de mujer libre de sorpresas. Después, no pudo evitar mirar los restos del albino con un gesto de asco y dirigirse a aquél que fue su hijastro.
—¿Qué hacés? ¿Qué es esto? ¿Qué decís?
—Sentate, Fernanda, sentate acá que tenemos que conversar un rato.
El revólver fue un buen argumento para que la Gambazza sorteara el muerto y fuera a acomodarse tras el escritorio que partía en dos la Royal Premier del Miguel Ángel.
—Me olvidé de que mataste al viejo, che, puta.
El arma golpeaba la rodilla derecha de un Colifatto seguro, sonriente y, por primera vez en muchos años, sin alertas. A la inspectora Gambazza no se le escapó que, aquel tipo que hasta hacía nada parecía un pibe crecido y torpe, se había convertido en un hombre y tenía fuerza.
—Simplemente, se me olvidó, ¿viste? Así, plaf, mataste al viejo y yo lo borré de la cabeza.
—¡Estás loco, vos!
—Claro que estoy loco, zorra, claro que estoy loco. En español te lo digo, por no tener ya nada en común contigo, estoy loco por tu culpa y también estuve loco por ti. Pero de eso hace ya mucho tiempo, y lo que no sanaron las terapias, lo ha resuelto tu torpeza. Ahora, déjame hacer.
El detective se acercó hasta María Fernanda Gambazza, la que había sido su madrastra, asesina de su padre y que ya empezaba a ser sólo una pesadilla olvidable. Cuando estivo a su altura, le acarició el pelo de tal forma que ella pensó en algo sexual, e incluso sintió algo sexual, pero sólo durante los dos segundos que Colifatto tardó en golpearle la sien con el arma y dejarla grogui el tiempo suficiente para atarla con el hilo de nailon que guardaba en el bolsillo.
—Puta.
Después, al sentarse a esperar, volvieron los recuerdos acallados.
* * *
—Vamos, chicos, vamos allá. Esta es la sesión número 68 de la terapia de grupo que hemos llamado y llamaremos BÚSQUEDA SUAVE DE NUESTROS DOLORES.
—Hola, me llamo Julia y mi hijo...
—Vamos, Julia, estamos con vos.
—Hola, me llamo Julia y mi hijo desapareció porque su padre... la basura... lo olvidó.
—Venga, todos: Julia estamos con vos.
—¡Julia, estamos con vos!
—Mi hijo desapareció... porque la basura de su padre lo olvidó para ir a ver a su amante, y lo estoy buscando.
* * *
La inspectora María Fernanda Gambazza Aguirre se revolvió y notó que podía rasgarse la piel si hacía fuerza. Abrió los ojos.
—El tráfico de órganos fue una memez propia de una inteligencia deficiente.
Las palabras de su hijastro le llegaron afiladas, y en el fondo le hablaban de su propia muerte.
—Liar al puto albino con el rollo del tráfico de órganos... ¿A quién se le ocurre?
—Nene, por favor...
—Nene, tu puta madre. Mataste al viejo. Y luego has seguido matando y haciendo picadillo la carne a medias con ese.
Señaló con la cabeza. El cadáver del albino parecía un animal de arco vestido para una función cruel que hubiera caído de la escalera del número especial.
—Vos eso no podés probarlo. ¡Eso es una patraña!
—Tengo los informes. El asesino del ojo de buey mató a cinco desgraciados. Sólo a cinco. Tú y el idiota albino os cargasteis al resto.
La inspectora Gambazza no perdía el señorío ni siquiera atada y dolorida. Le lanzó en una mirada todo el desprecio que le quedaba.
—¿Y cómo pensás probarlo?
—No tengo ninguna intención de probar nada, pobre idiota, me importa un carajo lo que piense la policía de todo esto. Lo que estoy arreglando aquí es un asunto personal, algo entre tú y yo.
—Entre vos y yo...
—Entre tú y yo no va a haber nada en unos minutos, pero fue muy torpe por tu parte aparecer en Madrid justo con el primer cadáver destripado. A mí las pruebas no me interesan, la cabeza es la que acierta, la intuición, vieja, la intuición. Y la mía me dice que estoy salvando el pellejo. ¿O no? Yo venía aquí a por la nota, a comprobar que mis sospechas sobre cierto mundo paralelo, mi mundo paralelo, eran fundadas. Ha sido la aparición de esa morsa blanca la que me ha abierto los ojos. Y ahora mato dos pájaros de un tiro, ya ves qué suerte. Sí, empiezo a tener suerte.
—Vos siempre fuiste torpe, Fermín, tan calladito, tan ordenado, algo loquito, como un gato. Y mirá, mirate ahora, delirando.
—Los vi desfilar por tu dormitorio, uno a uno, a todo el puto barrio, por el dormitorio de mi viejo. Te oí gemir de pura perra, nada de eso se me borró, ya ves, todo seguía acá dentro aunque estaba callado.
Fermín Colifatto se golpeó la cabeza con los nudillos, recuperó el arma y apoyó el cañón contra la sien de la mujer.
—Faltaba sólo un paso. Hay que meter las manos en la basura. Es de manual. Y liquidar al padre.
—Che, nene, aún podemos recuperar lo que se nos quedó pendiente, vos me gustás, me gustás desde siempre...
El Mágnum era una delicadeza, y Fermín Colifatto entendió en ese momento para qué lo estaba guardando con un esmero enfermizo. El disparo que había atravesado la sien de su madrastra le supo a dulce de leche. Y justo entonces pensó en un chico llamado Elías Quijano, el único fruto de su imaginación en aquel mundo paralelo donde vivían sus compañeros de terapia que no pertenecía al grupo, el mundo donde quiso que siguieran viviendo, el universo que construyó sin saberlo y que su propia caligrafía en la nota del chaval había puesto al descubierto. Pensó en el dolor del capitán Quijano, la locura de su esposa; pensó en la desaparición, la de Elías y la suya propia, su desaparición como hombre, bloqueada su sexualidad desde que la muerte visitara primero a su madre y luego a su padre por culpa de la mujer que ya era un cadáver anudado con hilo de nailon.
Si sueñas con la suficiente fuerza a otro hombre en otra isla, ¿acabará existiendo ese hombre? ¿Cuál es la base de nuestras pesadillas?
* * *
—Vamos, chicos, vamos allá. Esta es la sesión número 68 de la terapia de grupo que hemos llamado y llamaremos BÚSQUEDA SUAVE DE NUESTROS DOLORES.
—Hola, me llamo Fermín y mi padre... basura.
—Vamos, Fermín, estamos con vos.
—Hola, me llamo Fermín y mi padre se casó con una basura de mujer que me pone caliente.
—Venga todos: Fermín, estamos con vos.
—¡Fermín, estamos con vos!
—Vamos, Fermín, seguí, seguí, estamos con vos.
—Y mi madrastra trae a casa a todos los hombres y yo estoy ahí... Y yo estoy ahí...
—Vamos, Fermín, seguí, estamos con vos.
—Yo no puedo, mi papá murió...
—Fermín, Fermín, serenate, che, vení, ¿conoces el cuento de Borges Las ruinas circulares? Si soñás con la suficiente fuerza a otro hombre en otra isla, acabará existiendo ese hombre. ¿Cuál es la base de nuestras pesadillas? Pensá, pensalo con fuerza y tu papá vivirá allá. Porque será soñado.
* * *
El detective Fermín Colifatto va y vuelve del sueño etílico. Recuerda el fulgurante ataque de risa clara que le provocó la contemplación del cadáver de su madrastra, desmadejada, tan blanca, tan muerta, tan nada. Y acompañando aquella risa, un extraño escalofrío con base en la zona lumbar, un estallido erótico del que aún no ha escapado y del que desea no volver a salir. Tuvo claro que aquella gozosa sensación había que alargarla, así que salió del hotel Miguel Ángel, paró un taxi y, con lo puesto, se encaminó al aeropuerto de Barajas, a tomar un avión rumbo a Buenos Aires. Pensó que en Buenos Aires hay carne, mujeres, tango, vida y un asesino que es ya su última cuenta pendiente. En el taxi, a medida que dejaba la ciudad, se dio cuenta de que era un hombre con sexo, sin orden ni concierto, un hombre sucio y jadeante, y que amaba el caos circulatorio de la salida madrileña y de la entrada bonaerense. No pensó, porque no lo sabía, que él también era la última cuenta pendiente del asesino del ojo de buey, quien había llegado a Madrid a liquidar a dos personas a las que él, Colifatto, ya había dado matarile. No es bueno adelantarse a un asesino feroz, negarle el placer.
El detective es un hombre alto y lo que en términos clásicos se llama fornido. En el espejo, Colifatto siempre ha jugado a tener los rasgos Steve McQueen, porque se le parece, tiene el músculo duro sobre un esqueleto largo, el pelo claro, boca de lamida larga y nariz chata de boxeador. Mientras repasa todo eso, su cuerpo, sus rasgos, sus posibilidades, se le cuela el recuerdo del cadáver femenino y le devuelve a la realidad provocando en él un gemido que la corta azafata interpreta como reclamo.
—¿Qué desea el señor?
—El señor desea una relación carnal caótica y descompuesta.
—Jajaja, usted está loquito.
—Yo nunca estuve de otra manera, querida, sólo que ahora me va a gustar.