Capítulo 1
Colifatto y el caos
High School Musical. Y ahora, ambos sueños se harían realidad en la misma noche.
Bueno, en sentido estricto, no estaba saliendo de casa sola. La delegación de compañeritas del cole constaba de cinco chicas más y dos adultas, pero en la medida en que ninguna de esas madres era SU madre, la niña no las consideraba unas guardianas sino unas amiguitas más, en igualdad de condiciones a ella, y sujetas a las mismas normas de comportamiento, que incluían no pegar alaridos cuando apareciese en escena Zac Efron.
Y tampoco, en sentido estricto, estaría frente a Zac Efron. En algún lugar de su mente, sin duda, la niña era consciente de que el actor que saldría a escena sería un imitador hispano probablemente más barrigón y bajito que su amado Zac. Pero daba igual. Ella estaba decidida a ver a su ídolo estuviera ahí o no.
Así que, cuando se abrieron las puertas y el teatro comenzó a devorar a decenas de niños, centenares de adolescentes y millones de espinillas, la niña sintió que se le franqueaba la entrada al paraíso de las hormonas pubescentes, aunque fuese incapaz de pronunciar, ni tan siquiera deletrear, esas palabras.
Su emoción ero tan intensa que incluso sintió las lágrimas rociar por sus mejillas y caer sobre los encajes con que su precavida madre, en un intento por enfatizar su minoría de edad en ese espectáculo de naturaleza abiertamente erótica, había adornado su vestido. Esas lágrimas rociaban de inocencia su despertar a la adultez. Esas gotas en su rostro probaban que ya no era una mocosa, que una nueva vida comenzaba para ella. No eran lágrimas de niña, sino de mujer.
Trató de secarse un poco los ojos para disimular su turbación. Pero para su sorpresa, estaban secos como el cutis de un cocodrilo. Ni sus párpados ni sus hermosas pestañas tenían rastros de líquido, ni siquiera de sudor. De su cuerpo no había salido, al menos en las últimas horas, nada parecido al agua. Entonces ¿de dónde caían esas gotas?
A lo mejor estaba lloviendo. Miró hacia la calle, pero nadie llevaba paraguas en la cola del teatro, ni en la Gran Vía. Y además, las gotas eran calientes. Ahora, algunas caían también sobre su cabeza y sus hombros. Al tacto, eran más cálidas y espesas que la lluvia, parecidas más bien a las de una taza de chocolate a medio enfriar. La niña se miró los hombros y descubrió que tenía el vestido manchado de algo color cucaracha. Pero, ¿qué era ese líquido exactamente?
Presa de la curiosidad, levantó el rostro hacia la marquesina que anunciaba el espectáculo. Lo había hecho miles de veces antes, siempre que iba de compras con su madre por la avenida. Y en cada ocasión había encontrado en la marquesina la promesa de un mundo de música y color. Pero esta vez, al alzar su rostro, en lugar de eso le devolvió la mirada la figura de un hombre contrahecho y retorcido, con el rostro hinchado y un rictus de terror, de cuyo cuerpo caían goterones oscuros como una sopa podrida.
La niña nunca había visto un cadáver, ni había escuchado esa palabra, ni nadie le había dado instrucciones para semejante eventualidad. Pero de manera instintiva, sabía qué hacer.
Gritó tan fuerte, tan larga y tan desesperadamente, que muchos chicos del público salieron a la calle de nuevo, creyendo que sin duda ahí estaba Zac Efron.
* * *

* * *
—Yo creo que no vamos a avanzar más, colega.
El teniente detective Fermín Colifatto sintió un vahído. Uno más. El taxista de marras, sin duda un principiante, se había perdido ya dos veces en el camino, prolongando la tortura de escuchar en su radio La mandanga. Por supuesto, se había «olvidado» de apagar el taxímetro ambas veces, y lo peor de todo, no dejaba de llamar a su pasajero «colega». A Colifatto no le molestaban la distracción del conductor, ni su informalidad, ni siquiera su evidente voluntad de robarle. Lo que no podía soportar era el desorden. Las cosas tenían que hacerse de la manera en que tenían que hacerse. Cualquier desviación de la norma, cualquier detalle fuera del lugar correspondiente, lo sacaban de quicio. Y en esa calle, a esa hora, todo estaba fuera de lugar. Desde el primer vistazo, Colifatto constató que el tráfico habitualmente insoportable de la Gran Vía estaba mucho peor de lo que cabía esperar en temporada navideña. La calle estaba cerrada a la altura del lugar del crimen, de modo que ya en la plaza de España todos los coches estaban paralizados. Bajo la iluminación de las fiestas, las luces de los automóviles lucían como adornos de un gigantesco árbol de Navidad horizontal. Pero si uno observaba con atención a través de sus ventanillas, rebosaban regalos amontonados, niños en crisis de histeria y padres al borde del suicidio. En suma: más desorden.
«Las familias en Navidad tienen que parecerse a los anuncios de la tele —pensó Colifatto—, no a las bombas de relojería.»
El taxi trató de colarse por un resquicio entre los parachoques, pero un Seat azul le cerró el paso. Desde el volante, un honesto padre de familia le hizo al taxista un gesto con el dedo medio, antes de perderse entre las luces de frenos.
—¿Sabes lo que te digo, tío? —insistió el taxista—, que esta gente no tiene educación, macho. Que es la puta ley de la selva, como toda la puta vida.
El teniente Colifatto pensó que prefería que lo llamasen «colega» a «macho».
—Aquí me bajo —dijo, extendiéndole un billete de veinte al conductor.
El taxista empezó a buscar el cambio en una bolsa en la que Colifatto pudo distinguir el carné de conducir, calendarios porno, páginas arrancadas de periódicos deportivos, fotos de varios niños (probablemente hijos o hermanos del susodicho), porros a medio fumar, un disco de David Bisbal...
Colifatto se bajó del taxi. No pensaba aceptar nada, ni siquiera dinero, proveniente de semejante caos, Suficiente recompensa era alejarse de la banda sonora de El Fary. Sus oídos necesitaban cuartetos de cuerda o conciertos para piano: piezas musicales milimétricamente calculadas que le hiciesen creer que la vida tenía algún sentido.
Echó a andar entre los automóviles paralizados, bajo el exceso de alegría que la decoración navideña imponía a la calle. A lo mejor su incontenible mal humor de ese día se debía a la Navidad. El teniente Colifatto odiaba la Navidad, porque en esa fecha era obligatorio estar contento, y en cambio a él, le traía recuerdos tristes.
A medio camino entre Callao y la plaza de España estaba el teatro, escenario del crimen, causa del cuello de botella del atasco vial. Ahí, en esa zona liberada de automóviles, la calzada estaba atestada de adolescentes llorosos y de policías que trataban de calmarlos con palmaditas en los hombros y tacitas de chocolate. Colifatto pensó que esa noche todo el mundo estaba enloquecido: Adolescentes en lugar de coches. Llantos en lugar de compras. Policías en actitud de psicólogos escolares. Como si Dios, harto de jugar con estas piezas, hubiese pateado el tablero.
Desorden. Fermín Colifatto tenía máxima sensibilidad ante él: una especie de oído absoluto para las anomalías e irregularidades. Sus compañeros decían que por eso resolvía los casos, porque era capaz de detectar hasta el más mínimo detalle fuera de sitio. Pero él empezaba a sospechar que no era un don sino una enfermedad: en su casa, todos los adornos estaban colocados de menor a mayor; los libros seguían una estricta serie alfabética por géneros y autores; las alfombras y tapices eran blancos, de manera que cualquier impureza pudiese ser detectada y erradicada instantáneamente.
La intimidad de Colifatto se regía por el mismo principio: la decoración de su dormitorio era perfectamente simétrica, con la cama como gran eje divisor y dos mesas de noche gemelas, aunque la verdad, una de ellas no había sido usada nunca. La obsesión por el orden había arruinado cada posible encuentro sexual de Colifatto. Y es que las invitadas a su casa no podían soportarlo. Cuando, por ejemplo, durante una cena romántica, servía vino, se mantenía en guardia ante su invitada con una servilleta en la mano, listo para salir al ataque de cualquier posible mancha morada en el mantel. Cuando ella iba al baño, Colifatto entraba a continuación para devolver la toalla de manos a la posición correcta y revisar el enrollado del papel higiénico. Si por algún milagro, o acaso por desesperación, alguna chica se entregaba a sus brazos a pesar de todo, Colifatto ni siquiera era capaz de arrancarle la ropa apasionadamente: tenía que retirar cada prenda, doblarla y colocarla encima de la cómoda para evitar arrugas. La mayoría de sus citas terminaban antes de llegar a ese momento. Y las restantes, justo ahí.
—¿Qué pasa, Colifatto? ¿Has venido en burro o te has parado a visitar a tu abuela?
La voz del capitán Quijano lo puso en guardia. Quijano se acercaba con su única ceja de velero fruncida bajo la calva incipiente. En la mano llevaba un vaso humeante, quizá de café, o quizá sólo de mala leche.
Colifatto sabía que el capitán no lo tragaba. Lo consideraba un cursi, o en el mejor de los casos, un excéntrico, que no decía suficientes malas palabras para formar parte de un cuerpo policial en condiciones. Y desde que Colifatto había llegado a su brigada, había hecho todos los esfuerzos para que lo trasladasen de vuelta a su país. La verdad, a Colifatto no le habría importado alejarse de ese presuntuoso capitán, cuyo máximo objetivo era disimular la calva para los fotógrafos de prensa, pero no quería volver a su país. Si algo tenía claro en la vida es que no volvería nunca. Durante el último año, había ido convirtiendo su cursillo de Inteligencia originario en un programa de intercambio, luego en unas prácticas pagadas, y finalmente en una especie de residencia de trabajo indefinida, estado que pensaba prolongar todo lo posible. En realidad, no tenía un interés especial por Madrid. Le habría dado lo mismo que lo enviasen a Zimbabwe o a Afganistán. Pero volver, ni de broma. Su país, como la Navidad, le traía pésimos recuerdos.
—Buenas noches, capitán.
—¿Esta es tu idea de unas buenas noches? ¡Llevo una hora aquí con los cojones como dos helados de vainilla esperando que aparezcas!
—Lo siento, capitán. El tráfico estaba imposible.
—El tráfico. Sí, siempre hay una historia que contar. Bueno, ¿qué te parece?
El capitán señaló con el mentón hacia los carteles del teatro. Y Colifatto fue recorriendo el camino con la vista. Primero vio las figuras de chicos saltando, brincando y sonriendo, como burlándose de los chicos reales que lloriqueaban en la acera. Más arriba, entre las letras que anunciaban la representación, estaba la víctima.
Medio cuerpo emergía de la segunda O de «School», sugiriendo que en el interior estaba la otra mitad. La parte visible, en todo caso, estaba bastante maltratada. La cara debía de haber sido acuchillada con un arma, y aunque sólo quedaba de ella una masa sanguinolenta, con los ojos vaciados de sus cuencas, podía adivinarse la expresión de terror que la había sobrecogido en el momento final. Las manos estaban abiertas, con los dedos crispados, como las ramas de un árbol en invierno.
—Deben de haberlo arrojado desde alguna ventana —dijo Quijano—. He mandado dos agentes a preguntar en el edificio.
—No hace falta —replicó Colifatto—. Eso es imposible.
—¿Ah, no? —se enfadó el capitán—. ¿Y entonces de dónde coño cayó el cadáver, señor Premio Nobel de Física?
—La marquesina no está rota encima del cuerpo. De haber caído desde arriba, habría abierto una brecha hasta la O. Pero no. Simplemente, entró desde atrás.
—Pero, ¿qué dices? ¿Que alguien le disparó con un cañón?
—Lo he pensado, pero hay poco espacio detrás. Simplemente, alguien colocó el cuerpo ahí.
El capitán Quijano iba a responder algo, pero en ese mismo instante, dos policías subidos a una escalera trataban de bajar el cadáver a tierra con tan poca destreza que el cuerpo se les resbaló de las manos y cayó al lado de un par de niñas con camisetas de los Jonas Brothers. Las niñas acababan de ser reanimadas tras una crisis de histeria, pero la caída del muerto arruinó el eficiente trabajo del servicio médico.
—¡Cagüen...! ¿No podéis ser un poco más inútiles? —gritó Quijano, tratando de sobreponerse a los gritos de las niñas. Se olvidó de Colifatto y se apartó en dirección a la escalera.
El teniente detective, ya a solas con sus pensamientos, tuvo un mal pálpito. Desde algún lugar de su pasado, un recuerdo se abrió paso hasta el presente. Ese modus operandi le resultaba familiar. Más aún, todo en este caso le resultaba incómodamente personal. El cuerpo fileteado y colocado en un lugar escandalosamente público. La temporada navideña. Ya había visto todo eso, de hecho, precisamente huyendo de eso había terminado en España. Este caso tenía que ver con él, con Colifatto, y con las cosas que llevaba un buen tiempo tratando de olvidar y que ahora venían a buscarlo.
Alertado por el mal presentimiento, Colifatto se adelantó hacia el capitán, que examinaba a la víctima con más detenimiento. El cadáver había caído sobre la acera, y los chicos de cuatro metros a la redonda habían sido evacuados, sobre todo en dirección al baño.
—Capitán... —dijo Colifatto.
—Si ya sabía yo que no se podía confiar en estos gilipollas. Cuando lleguen los forenses, nos van a montar un follón.
—Eeeh... Capitán...
—A lo mejor no le ha pasado nada. ¿Crees que está torcido por la caída o que ya lo estaba desde antes? En todo caso, tú calladito. No quiero ni una palabra.
—Capitán, quiero que me releve de este caso.
El capitán tardó unos segundos en digerir sus palabras. Colifatto lo supo porque su entrecejo se volvió a fruncir. Esa mata de pelo uniforme era como el botón «Enter» de una computadora.
—¿Qué me has pedido?
—Creo que no soy la persona adecuada para esta investigación. Excede mis posibilidades. Le agradezco su confianza pero no es necesaria.
Ahora, el capitán Quijano alzó su monoceja, tanto que casi tocaba el inicio de su bastante retrasada línea capilar.
—Ni de coña —respondió de modo oficial.
—Pero, capitán...
—Ya sé lo que quieres oír: que eres bueno. ¿Quieres que te lo diga? ¿Quieres aprovecharte de que me pillas desesperado para que te lo diga? Pues venga, eres cojonudo. De hecho, eres el único detective en condiciones de la brigada. Eres raro de cojones, das mucha grima, y en condiciones normales te despacharía encantado. Pero como habrás notado, en esta brigada no hay mucha gente capaz de caminar y mascar chicle al mismo tiempo.
—Creo que subestima usted a mis compañeros... —trató de discutir Colifatto, pero en ese momento, uno de los agentes tropezó con el cuerpo que yacía sobre la acera y cayó al suelo. Dos o tres policías se echaron a reír a su alrededor.
En efecto, el grupo de investigaciones que dirigía el capitán Quijano era conocido en el cuerpo como El Arca de Noé. Quizá por estadística, quizá por odio de algún superior, acaso por simple casualidad, ahí terminaban todos los graduados de la escuela que mostraban déficits de comprensión, los menos cualificados, los expulsados de otros grupos del cuerpo, en suma, los intelectualmente desatendidos de la mano de Dios. Colifatto lo intuía desde hacía tiempo, pero no creía que fuese una situación tan explícita y, sobre todo, no quería considerar la posibilidad de ser él uno de ellos. Sin embargo, ya lo había dicho Quijano: Colifatto era raro, no tanto como para ser tonto, pero si lo suficiente para parecerlo. A lo mejor por eso le había resultado tan fácil conseguir una plaza bajo las órdenes del capitán a pesar de ser extranjero. En cierto sentido, en su brigada, todos eran extranjeros. Todos venían de un planeta distinto, de una dimensión desconocida.
Aún así, Colifatto no pensaba enredarse en este caso. No otra vez.
—Verá usted, capitán —insistió—. Hay algo de mi pasado que no le he contado y que quizá debería saber...
—Si me vas a decir que eres gay, ya me lo imaginaba. Pero ahora concéntrate en el trabajo.
—No creo que pueda, señor... De verdad.
El capitán Quijano se puso muy nervioso. Su calva enrojeció visiblemente, incluso bajo la luz de los coches policiales. Dejó encargado el cadáver al primer policía que encontró ajeno a su brigada y llevó a Colifatto a la platea del teatro, donde nadie podía verlos. Los teatros le resultaban reconfortantes a Colifatto, con todas sus sillas en orden y sus alfombras rectas. Pero parecían menos amables ahora que esperaba una dura reprimenda, una larga ráfaga de insultos castizos, una serie de gritos destemplados.
Y sin embargo, para su sorpresa, lo que Quijano le tenía preparado era una súplica:
—Venga, Colifatto, soy tu superior, no me obligues a humillarme. Tenemos un cadáver en la Gran Vía, esto va a tener mucha publicidad. Ya sé que tú y yo no nos llevamos bien, pero si tenemos éxito ahora, las cosas pueden cambiar. Seguro que sabes los chistes que cuentan sobre nosotros en todo el cuerpo, Colifatto. Vamos a cerrarles la boca, tío. Por favor. Esto no es sólo una cuestión de obediencia debida. Es una cuestión de honor. Y sólo tú puedes afrontarla.
Colifatto no supo cómo responder. Estaba tan acostumbrado a los desprecios del capitán que no sabía cómo encajar sus elogios. Quijano continuó:
—Además, alguien ha solicitado tu presencia explícitamente. Y es alguien a quien no puedo negarme.
—¿Alguien? ¿Quién?
Pero Colifatto no necesitaba una respuesta para eso. Llevaba sospechándolo desde que vio el cuerpo en la marquesina. Era alguien a quien había jurado no volver a ver, pero que ahora volvía a su vida, como si no pudiese escapar de ella ni siquiera a un océano de distancia. De hecho, el capitán no tuvo que responder. En ese momento, desde algún lugar por encima de sus cabezas, sonó una voz de mujer, aterciopelada pero amplificada por la acústica del lugar, una voz que removió al teniente Colifatto hasta los tuétanos.
—Hola, Fermín. Cuánto tiempo sin verte. ¿Me has echado de menos, querido?
En la banda sonora mental del teniente detective, comenzó a sonar la Quinta Sinfonía en C menor de Ludwig van Beethoven, una premonición de la catástrofe. Colifatto se volvió lentamente, deseando hasta el último instante no ver lo que iba a ver. Pero ahí arriba, precisamente en el escenario del teatro, estaba su pasado, que había venido a cazarlo.