Capítulo 4
Un dossier y algunas vísceras
Trataba de recordar algo sobre el tipo de espalda ancha, algo que le había chocado, algo peculiar. No era el goteo de la tinta de bolígrafo. Había algo más. Algo que no conseguía identificar, algo peligroso y turbulento que le atraía y repugnaba a partes iguales. Siempre se colgaba de hombres oscuros. Ya le daría vueltas más tarde; si venía su padre y veía aquel reguero, le iba a caer una buena bronca. Mejor limpiarlo cuanto antes.
Cuando se abrió la puerta del bar con un chirrido de goznes, la camarera volvía del interior del almacén con un cubo medio lleno y una fregona. Era una patrulla rutinaria de municipales que hacían la ronda y paraban a tomarse un descanso. El agente Lamas llevaba toda la tarde con la tripa suelta y necesitaba visitar el baño. Ya era la cuarta vez que le ocurría desde que habían empezado el turno.
—Hay que vigilar lo que se come, Lamas —le amonestó el compañero—, que no podemos andar buscando un retrete cada dos por tres.
—Han sido esos calamares —se justificó Lamas mientras buscaba desesperado y sudoroso el camino del baño.
—Y eso, ¿qué es? Parece sangre. —El agente señaló el reguero rojo en el suelo.
—Tinta de bolígrafo —contestó Tere.
—Tenía que ser un bolígrafo muy grande...
—Es lo que dijo el cliente.
—¿Qué cliente?
—Uno. No lo había visto nunca.
Tere hablaba mientras pasaba la fregona por el suelo y limpiaba el desaguisado. Para entonces ya se había dado cuenta de que no era tinta de bolígrafo porque se iba con relativa facilidad.
—Espere un momento. Tengo que recoger una muestra para llevarla a comisaría. No tengo nada con que... Deme un trozo de papel de aluminio y un palillo. Saldremos del paso.
La camarera dejó de fregar y fue a buscar lo que se le pedía sin ninguna prisa, como si no le afectara. Estaba convencida de que así era. Ninguno de los dos agentes tenía el más mínimo atractivo. Y Tere sólo vivía para que alguien la sacara de aquella vida miserable.
—Descríbame a ese cliente.
—Alto, ancho, pelo blanco, con una gorra...
Fue en ese instante cuando Tere cayó en la cuenta: no le había visto los ojos más que de refilón, unos ojos duros, pequeños y de distinto color. Eso era lo que le había producido la inquietud que sentía. Un ojo muy oscuro y el otro claro, azul o gris. Decidió, en un segundo, no compartirlo con el agente. A ver si iban a pensar que se inventaba las cosas para darse importancia.
Lamas volvió del baño, pálido, como si hubiese visto a una corte de fantasmas. Pidió una manzanilla. Tere le preparó la infusión y terminó de fregar el suelo. El agua del cubo quedó teñida de rojo.
—Parece sangre, ¿verdad? —comentó con desinterés.
—Parece...
En cuanto el enfermo se tomó la manzanilla, la patrulla abandonó el bar con la prueba en el bolsillo. La camarera encendió la radio y buscó la sintonía de los 40 Principales. Le faltaban todavía un par de horas para terminar el turno.
* * *
La madre de Rosa procuraba tranquilizar a su hija. Desde luego, presentaría una denuncia por la poca consideración con la que habían tratado a la niña. Había sido un atentado contra la dignidad de su pequeña dejarla en ropa interior en medio de la calle, a la vista de todo el mundo, por muy importante que fuese el vestido como prueba. ¿No podían haber recogido una muestra del suelo? Se había formado un charco enorme con el reguero que caía de la marquesina. Y puesta a quejarse, ¿por qué tenía la mala suerte de que su niña fuera la única testigo de los hechos? Ahora la iban a marear. Una cosa era la colaboración ciudadana y otra muy distinta que alterasen la vida a una familia por estar en el sitio equivocado en el momento más inoportuno. Y lo que más rabia le daba de todo: ese día su niña llevaba la ropa interior más gastada y amarillenta de todo su armario. Si al menos le hubiese puesto el conjunto rosa de puntillas... Las demás madres se habrían fijado en ese detalle. Su hija había sido expuesta a la vergüenza pública por la decisión precipitada e inconsciente de un inspector que no sabía nada de niños ni tenía la más mínima delicadeza por los sentimientos de una madre.
—Tenía los ojos de distinto color...
—¡Qué cosas se te ocurren, hija!
—¡Es verdad! —La madre la arropó con toda la delicadeza de la que fue capaz en su estado de indignación—. Mamá, ¿volveré otro día para ver el musical?
—Seguramente, con todo este lío, cerrarán el teatro durante un tiempo.
—Yo no puedo seguir viviendo sin conocer, ver y tocar a Zac Efron.
—No depende de mí, pero si lo vuelven a poner, te prometo que irás. Anda, bébete el colacao, que tienes que descansar.
* * *
María Fernanda Gambazza Aguirre se frotaba las manos en la habitación de la séptima planta de un céntrico hotel. Es un decir. En realidad, se había descalzado sus carísimos Manolos, que habían caído de cualquier manera sobre la moqueta de lana australiana, y se hallaba recostada en la cama sobre cuatro almohadas mientras disfrutaba de un gintonic muy seco, que a ella le gustaba tomar con aceituna, como los martinis.
Su hijastro era un ingenuo. Y además, un cobarde. En cuanto las cosas se ponían feas salía con el rabo entre las piernas, como si cerrando los ojos desapareciera la realidad. Fermín era tan estúpido que daba risa. Tanta capacidad de observación parecía que esta vez no había sido suficiente. Lo sobrevaloraban, estaba claro.
Cuántas veces pensó meterlo en el negocio, recordó María Fernanda. Menos mal que se dio cuenta a tiempo de que no tenía agallas. Allá en Buenos Aires, la inspectora Gambazza había conseguido reunir un buen plantel de incondicionales. No había sido difícil. Un poco de organización y mucho cuajo. Hacía cerca de veinte años que habían puesto en marcha una de las empresas más prósperas que se podía imaginar: el tráfico de órganos.
—Fermín, ¿te interesaría formar parte de un proyecto en el que estoy trabajando? —le preguntó un día de verano, bajo la sombra fresca de unos laureles de indias.
—¿Es legal? —Él siempre con sus pejigaterías.
María Fernanda no contestó. Lo cual era una respuesta en sí misma.
—Guárdatelo para tu disfrute personal. No me fío de tus proyectos —le espetó el hijastro aquel día.
Y así había quedado fuera del negocio, sin querer saber nada más, sin molestarse en conocer las condiciones, los riesgos ni las ganancias.
Fue por esa época cuando entró en contacto con Greg, el albino de ojos bicolores, una mala bestia con la fuerza de un martillo neumático y la precisión de un bisturí japonés. La organización recibía todo tipo de peticiones de órganos. El comité fijaba un precio según la dificultad, siempre ajustable dependiendo de los imprevistos surgidos, y el resto del equipo se ponía en marcha. María Fernanda era la encargada de marcar la pieza, Greg conseguía el premio gordo y extirpaba los órganos en las operaciones quirúrgicas, y otro tipo, Luc, alto y estrecho como una longaniza, que siempre viajaba con una nevera de mano, se ocupaba del traslado urgente a destino. Era un sistema infalible, como habían comprobado multitud de veces, salvo que una recua de incompetentes se cruzara en el camino. Y el equipo de Quijano, Fermín y Navarro no parecían precisamente unos genios. De momento, no habían hecho nada excepto entorpecer su misión.
También era verdad que en esta ocasión todo había salido mal, por primera vez. Greg y Luc habían perdido los nervios y se habían enfrentado en plena actuación, y ahora sabía que el equipo formado por Fermín, Quijano y Navarro, el imbécil de Navarro, tenía en sus manos una prueba abandonada a la carrera por sus hombres.
La víspera, María Fernanda se había reunido con sus dos cómplices en un callejón oscuro de Lavapiés. Había identificado las piezas y entregado los dos dossiers donde se detallaba lo que se necesitaba para cada ocasión. La primera víctima era Christopher E. McAndrews, que se hallaba de viaje para asistir a un congreso, y debían abordarlo, tras haber pronunciado su conferencia, en el cuarto piso de un edificio de la Gran Vía en cuyos bajos había un teatro. Habría suficiente barullo para pasar desapercibidos, porque esos días se representaba High School Musical y la avalancha de niños y adolescentes estaba más que asegurada. Ya se sabe cómo gritan los críos. El coro de sus voces agudas amortiguaría cualquier otra cosa, especialmente los gritos de un hombre siendo asesinado. Pero McAndrews resultó más escurridizo de lo que se pensaba: al ver a los dos matones aproximándose cuchillo en mano a lo largo de los pasillos del piso vacío, entró en pánico e intentó escapar saltando por la primera ventana que encontró abierta, yendo a caer sobre la marquesina que cubría la puerta principal del teatro en el que actuaba el pseudo Zac Efron, el delirio de las nenas.
—¿Y qué hacemos ahora? María Fernanda nos va a hacer picadillo —preguntó Luc, el hombre pegado a una nevera.
—Tenemos que buscar un acceso desde el interior del teatro. No vamos a tirarnos también nosotros por la ventana —propuso el albino—, y tiene que ser antes de que se le pase la conmoción. Así no se pondrá a chillar como un gorrino cuando lo destripemos.
De esa manera, le había contado Luc tremendamente agitado por teléfono a Gambazza, habían accedido a lo alto de la marquesina. Pero una vez allí, volvió a surgir el conflicto. Greg, con los nervios destrozados y llevado por la excitación previa al desarrollo de su trabajo, se había adelantado y le había sacado los dos ojos al sujeto, además de haberle rajado la cara para desfigurarle como había ordenado Gambazza, y los enarbolaba orgulloso ante Luc.
—Es el riñón izquierdo —apuntó Luc.
—¿Cómo?
—Que es el riñón.
—¡Déjame ver!
Luc le mostró el dossier que llevaba consigo.
Sin más preámbulos, Greg abrió en canal al pomposo director general de Red Sailor Cruises y extrajo con precisión de cirujano ambos riñones, para introducirlos en el interior de la nevera portátil.
—Ahí tienes, llévate los dos y que elijan el que más les guste. —El albino era así de flamenco a veces.
—Lo has jodido todo, imbécil. Y solo necesitamos uno. El otro te lo meriendas entre pan y pan.
Y tras dejar el riñón sobrante sobre la marquesina, Luc desapareció con la nevera en la mano rumbo a su destino.
Greg colocó el cadáver en el interior de la O, como había ordenado Gambazza y, presa del pánico posterior a una intervención fallida, lo dejó todo como estaba, riñón abandonado incluido, y salió por el mismo lugar por el que había entrado.
Luego echó a andar sin un destino concreto. Hasta que llegó a la altura del Leven Anclas y entró a confraternizar con un vaso bien cargado de cualquier cosa que tuviera más de 40° de alcohol. Cuando la cháchara de la camarera falsamente francesa calentó los cascos a Greg lo suficiente como para desear cortarle las cuerdas vocales de un certero golpe de bisturí, decidió que era el momento de irse. Ya había cedido a suficientes impulsos.
Había alquilado un piso diminuto en el que sólo pensaba dormir y ducharse. Y planificar el golpe siguiente en cuanto Luc volviese de Zurich, adonde se había dirigido para hacer la última entrega. Greg se desnudó y se dio la recompensa de una ducha larga y caliente hasta quedar completamente relajado. Lo necesitaba. A pesar de su imagen fría y despiadada, los años no pasaban en vano y, últimamente, había empezado a notar que estas misiones rápidas, en las que incluso había que improvisar, le originaban unas contracturas que sólo se aliviaban con la acción benefactora del agua corriendo espalda abajo. Mientras se secaba, se observó en el espejo. No le extrañó que la gente sufriera temblores al verle. Su propia envergadura ya impresionaba. El pelo tan blanco, la aparente ausencia de cejas y aquella paradoja en la coloración de sus ojos le conferían un aspecto monstruoso.
—Parece que estuvieras hecho de retales —solía decirle Luc cuando quería burlarse de él.
Era duro enfrentarse con sus demonios interiores. Por eso procuraba evitarlos y centrarse en la acción. En realidad, era lo único que podía hacer. No tenía elección. El próximo trabajo sería el número 53, el que enmarcaba en un círculo rojo el rostro del teniente Colifatto. Un jeque de Qatar se estaba quedando ciego a causa de la luz hiriente del desierto que reverberaba en la arena y le quemaba incluso los párpados. Necesitaba un par de ojos nuevos para un transplante de córnea. Greg miró los dos ojos que había extraído en un arranque de profesionalidad equivocada, en la que era su primera operación fallida e inexplicablemente torpe, que ahora descansaban sobre la mesa de su piso. Se preguntó si esos podrían haber servido. Ya sabía lo que contestaría María Fernanda. Ella quería los ojos de su hijastro.
