Capítulo 9

Viajes de medianoche

—Acá me va a costar —dijo en una voz tan baja que los numerosos transeúntes que invadían la puerta de Alcalá se la tragaron sin esfuerzo.

Eso no lo había dudado ni por un instante. Tenía una tarea importante que llevar a cabo. Volver a ser él mismo. Pero, ¿cómo debía obrar? Creía que una vez con los pies en el lugar estos le dirían hacia qué lugar caminar. Pero daba la casualidad de que no era así. Allí no había marea a la que encomendar su destino. Ni sal que inundase sus pulmones de decisión. Sólo un millón de miradas vacías que habría arrancado una a una por carecer de lo que a él le sobraba. Pero todo a su tiempo. Respiró hondo y se serenó. Su pulso volvió a su cauce, y su sonrisa, a su rostro.

—Perdoná, pibe —dijo de pronto interrumpiendo a un chico que andaba cambiando canciones frenéticamente en su Ipod—. ¿Sabés dónde se ubica la calle Silva?

El muchacho se quitó los auriculares, puso su memoria a trabajar y le dijo cómo llegar allí usando el metro. Recibió un escueto «gracias» a cambio de la información cuando reanudó su marcha.

Si algo le gustaba menos que estar tierra adentro era meterse bajo ésta. Pero ¿de qué tenía miedo ya? Se rio de sí mismo mientras bajaba, compraba un billete y tomaba la línea correcta. Se colgó de uno de los asideros y decidió matar la espera de las cuatro paradas que le separaban de su destino mirando las noticias mudas que pasaban por uno de los monitores que había repartidos por el vagón. «Crimen en el teatro Lope de Vega», rezaban los subtítulos que ilustraban la información, que no era otra que la muerte de McAndrews. Sin querer se adelantó un paso, como si la cercanía pudiese añadir un plus a sus sentidos. Allí estaba. Aquél que no era él. ¿Cómo hacerlo salir? No era un cualquiera, de eso estaba seguro. Había visto las incisiones en las fotografías que las agencias colgaron por la red. Certeras. Inmisericordes. Letales. Una obra mucho más fina que la suya. Pero carente de sentimientos. No se puede matar a nadie sin que la sangre bulla después. No puedes quitarle a alguien lo más importante y después irte a tomar un café. No. Había que disfrutar el pecado. Dejar que éste luchase en el interior de uno para vencerlo también. Para ser más fuerte. Para encontrar la paz. Pero ese tipo no era como él. Tenían que moverlo otras fuerzas. Otros objetivos. ¿Cuáles? Tendría que acordarse de arrancárselos antes de hacer lo propio con el corazón.

Cuando entró en el Leven Anclas, el olor a fritanga, a humo de segunda mano y a destilería casera le insuflaron nuevos bríos. Mucho más que la decoración marinera, esmerada aunque para su gusto poco acertada.

—¿Qué le pongo? —preguntaron a su espalda.

La reconoció al momento. Tere. Aunque él la había conocido como Teresita. Mocosa de diez años de edad y poco estómago para la mar. Hubo de confesar que el tiempo la había tratado bien. Los pechos firmes y deslumbrantes que asomaban por el abismo de la blusa, y la mirada despierta y vivaracha que no rehuía la suya así lo atestiguaban.

—¿Tenés Quilmes?

—¿Fría o del tiempo?

Fuera debían de rondar los dos o tres grados a lo sumo, así que la elección lo colocó en un gracioso brete.

—Como querás. ¿Está el patrón?

—Mi padre está en la cocina. ¿Le debemos o nos debe dinero?

De nuevo casi le gana la sonrisa el pulso. Definitivamente Madrid le estaba gustando.

—Decíle que el médico está aquí para verle la gonorrea.

—¿Disculpe?

—Andá y decíselo.

Extrañada fue y lo hizo. Desapareció por la puerta que daba a la cocina y en menos de tres parpadeos José López, orgulloso dueño del establecimiento y padre de Teresa, salió en tromba.

—¡La madre que me parió! —exclamó a modo de saludo—. ¿Qué cojones haces tú aquí?

Ambos hombres intercambiaron un abrazo más sentido que duradero. Hacía mucho que no se veían. Cuando ambos eran hombres diferentes en la forma aunque no en el fondo.

—Al final el laburo dio de sí —contestó él mientras comprobaba con un par de cachetazos a los bíceps que la masa muscular de su amigo seguía casi toda en su sitio—. ¿Leven Anclas?

—¿Qué pasa, no te gusta? Bien que te reías cuando aquel enano de Mar del Plata lo gritaba cada vez que zarpábamos.

Sí que lo recordaba. Igual que aquellos dos años en la marina argentina en los que compartió con aquel gallego más anécdotas de las que podía recordar. José, hijo de emigrantes que salieron escopeteados de España durante la dictadura, había echado raíces en Buenos Aires y se había enrolado en la marina después de que su esposa, oriunda de Neuquén y tan ligera de pies como de cascos, le abandonara endilgándole a aquella mocosa, ahora mujer, que no le quitaba ojo de encima. Como sus conocimientos en mecánica naval eran sobresalientes, no le costó convencer al almirantazgo de que le dejaran embarcarse junto con su hija. A cambio dio dos años extra de servicio, clases a toda una generación de tuercas que acabaron reparando motores casi con los ojos cerrados. La necesidad de dar estabilidad a una Tere que ya estaba alcanzando la edad en la que no se podía dejar rondando cerca de ella una treintena de grumetes con las hormonas a flor de piel le hizo echar el ancla. Y curiosamente una ciudad sin puerto como Madrid fue el lugar donde varó el barco de su vida.

—Ponéme al día, pibe —le pidió a López ya con la segunda cerveza en camino—. ¿Qué se está cociendo acá?

—Nada bueno. Parece que de un tiempo a esta parte Madrid se está llenando de locos. El otro día se cargaron a un fulano en plena Gran Vía, y ayer mismo un par de chavales, clientes asiduos, se tiraron de un tejado. Me parece que la han palmado los dos.

—¡Papá, no digas esas cosas! —interrumpió Tere—. ¡Además, esos dos no se han tirado de ningún tejado, leche! Yo los conocía muy bien, ¿sabes? Eran clientes habituales. Se sentaban ahí atrás y se ponían a trabajar en cuentos y películas que iban a hacer. ¡Si incluso me habían metido a mí en una novela que andaban escribiendo!

—Eso es porque te querían llevar al huerto, niña. Con lo mayorcita que es y no se entera de cómo funciona el mundo. Anda que tú y yo no hemos inventado cuentos con tal de meterla en caliente...

—¡Qué no, papá! Que lo hacían con todo el mundo. ¿Te acuerdas del albino que te dije que vino el otro día? Pues a ese también le metieron en la trama como si fuera un asesino psicótico de esos...

—Psicópata —corrigió automáticamente tras el final de un nuevo sorbo a su cerveza—. Se dice psicópata, peque.

—¡Eso, psicópata! Sobre él también escribieron, y la verdad es que estaba muy interesado en saber cómo iba su personaje y tal. Pero me parece que los dos nos vamos a quedar con las ganas de ser famosos.

—¿Y cuando decís que pasó? —preguntó, enmascarando bastante bien su interés.

—Pues se tiraron ayer a las...

—No. Lo de la pregunta del albino.

—La tarde antes sería... No, fue por la mañana. Me acuerdo porque se tomó de desayuno un bocadillo de...

Se levantó tan rápido que casi provoca un pasmo a padre e hija. Si había algo en lo que no creía era en las coincidencias. Sí. Definitivamente el viento soplaba a su favor. Y le encantaba.

—¿En qué hospital están los dos pibes?

—Pues se los habrán llevado al Gregorio Marañón, que es el que coge más cerca —contestó José—. ¿Qué pasa, que tienes ganas de buscar curro en tierra firme?

¿Ejercer de nuevo la medicina?

Le dieron ganas de reír a mandíbula batiente. No. Su tiempo de salvar vidas ya había pasado.

—Nunca se sabe —contestó sin contestar—. Me ha alegrado mucho verte, López. Y a ti también, Teresita. Ya estás hecha toda una mujer.

—Una sin un macho que la arrope todas las noches —se mofó su padre—. Por cierto, si todavía te interesa el diseño naval, creo que hoy presentan una especie de barco súper moderno en el hotel Auditorium Madrid, para no sé qué autopista marítima nueva.

—Lo sé —mintió—. Ya tenía pensado pasarme.

No lo tenía, pero en cuanto salió por la puerta del Leven Anclas ya lo tenía decidido. ¿Un barco en pleno Madrid? Sí. Ésa era su ocasión. Ya tenía una pista y un objetivo. Un día excelente. Más que excelente.

* * *

—No va a querer y lo sabes.

Mónica tenía razón. Y Fermín lo sabía muy bien. Pero no tenía otra opción que recurrir a él. Si quería salvarse a sí mismo en el otro lado de la realidad, le necesitaban. Por eso el grupo se encontraba bañado por la luz eterna de los focos halógenos del campo de fútbol situado cerca de Barajas. Por lo que había explicado Mónica durante el trayecto a las nuevas incorporaciones al grupo de basureros, había más de un habitante del mundo de los desterritorializados con la capacidad de comunicarse con el otro lado. El problema radicaba en que ninguno solía querer hacerlo por razones diversas. Y aquél al que iban a molestar no era una excepción.

—¿A qué viene el gorrito? —preguntó Gabriel a una Julia que se había deshecho de su mono de trabajo y se acababa de calar un gorro de lana con forma de carita sonriente.

Esta no perdió el tiempo ni en dedicarle una mirada de desdén. Ocultó su melena desecha y sucia tan bien como pudo dentro de éste, se ajustó los vaqueros gastados y se colocó en su sitio el jersey rojo fuego de cuello de cisne que eran sus únicas ropas «normales». Mónica acabó el trabajo limpiándole un lamparón de hollín que tenía alojado en la mejilla izquierda lamiéndose el dedo con gesto puramente maternal.

—¿Me he perdido algo? —intervino McAndrews totalmente fuera de juego.

—¿Es que una chica no puede ponerse guapa o qué?

Julia era guapa ya de por sí. Y aquella mezcla de inocencia en su atuendo que contrastaba con una mirada madura y profunda le confería una presencia especial. Fermín Colifatto suspiró cuando dieron por terminado aquel ritual. Siempre igual. Pero esa vez no iba a decir nada. Por más que quisiera aquella vez la iba a necesitar.

—No creo que le haga gracia que aparezcamos todos de golpe —puntualizó Fermín dirigiéndose a Mónica—. ¿Puedes?

—Ya cuido yo de los niños. Venga señores, hay un par de contenedores un poco más abajo. ¡A trabajar!

—Pero ¿con quién van a hablar? —preguntó Gabriel, mientras veía alejarse a la pareja compuesta por el detective y la chica del gorro optimista.

—Con Elías Quijano.

—Espera... ¿Quijano? —dijo con los ojos abiertos de par en par Gabriel— Quijano... ¡¿Quijano?!

Sí. Elías Quijano era un Quijano de pura cepa. O más bien lo había sido tiempo atrás. Ahora tan sólo era un jugador solitario que se dedicaba a zigzaguear entre conos con un despellejado balón pegado a los pies para acabar disparando a puerta con su desnudo pie derecho. El esférico besó las mallas rozando el larguero. Un tiro excelente que este no celebró. Bajó la cabeza y corrió para recuperar el cuero, volver al principio de la fila de conos y disponerse a reanudar aquel entrenamiento eterno. Así lo encontraron Fermín y Julia. Perlado por el sudor, jadeante, con una sola bota y la mirada perdida entre el balón y el infinito. Ni se percató que estaban allí. Nunca lo haría. Siempre estaba concentrado en su entrenamiento. En ser más rápido. Más preciso. Mejor. Siempre con sus recuerdos como su peor adversario. Por eso cada chut iba con un extra de rabia. Por eso el número 5 que brillaba en su espalda con un fulgor espectral nunca se apagaba. Porque aún no era suficiente.

—¿Lista?

Julia asintió un poco ruborizada ante la pregunta del detective. Hacía mucho que lo único que daba un mínimo de sentido a aquella vida desterritorializada era aquel muchacho de espalda poderosa y vigor infinito. El problema residía en que, aunque ella había aceptado su situación proponiéndose ser lo más feliz que pudiera en aquel mundo de dolor, los planes del muchacho rondaban por otros derroteros. Y esos incluían fusilar aquellos tres palos antes que afrontar sus sentimientos hacia ella.

—Vamos allá...

Fermín se lanzó a la carrera, alcanzó la portería, se volvió y encaró el disparo de Elías. Su plan era detenerlo para así llamar su atención y no tragarse un pelotazo de lleno en la boca del estómago.

—¿Colifatto?

—Hola, Elías.

Fue Julia, a su espalda, la que contestó, pues el detective estaba de rodillas buscando el resuello perdido. Los ojos color caramelo del muchacho se posaron en la figura de la chica. La miró con un desdén impropio de cualquier caballero, pero aun así ésta no se amedrentó y caminó hacia él con aire altivo.

—Sois vosotros...

—¿Esperabas al Madrid?

—Muy graciosa.

Como si la pelota tuviese vida propia, rodó lenta y parsimoniosamente por el césped hasta ir a posarse junto a los pies del jugador. La detuvo con la puntera de su única bota y fue a darse la vuelta para continuar con su entrenamiento, cuando Julia le detuvo.

—¿Podrías parar un instante, Elías? Hay algo que tenemos que contarte.

—Hay algo que necesitáis de mí, querrás decir.

El rubor de las mejillas de Julia se tornó en bochorno. Como casi siempre que hablaban con él, el muchacho tenía una dolorosa forma de apuntillar la verdad antes incluso de que ésta aflorase.

—Sí. Necesitamos algo de ti —dijo un recuperado Colifatto pisando el esférico y quedándose cara a cara con el jugador—. Y es importante.

Pero Elías no lo consideró así. Venció la resistencia del detective con pasmosa facilidad, le arrebató el cuero y salió en dirección a la portería con la intención de chutar de nuevo. Pero por primera vez en mucho tiempo se detuvo en seco. Julia se había interpuesto entre la portería y él con los brazos abiertos en cruz.

—¡Aparta! —amenazó, armando la pierna.

Pero esta negó con la cabeza mientras las pequeñas borlas de su gorro repiqueteaban contra sus mejillas. Sabía que no dispararía contra ella.

—Mierda...

Elías pisó el balón y lo levantó con maestría para aferrarlo con las manos. El entrenamiento había acabado para él.

—Gracias...

—Ya... —fue la malhumorada contestación de Elías.

—Necesito que le mandes un mensaje a tu padre de mi parte. Es cuestión de vida o muerte.

—¿La de quién?

—La mía.

La risa de Elías resonó por todas partes. Y extrañamente el sonido no parecía provenir de su garganta, sino de la megafonía del estadio. Aquello puso los pelos de punta a Julia. No así a un Fermín que aguantó el tipo consciente de lo que se jugaba.

—¿Y a mí que me importa lo que te pase, Colifatto? Mejor aún, ¿a ti que te importa lo que te pase en el otro lado? Que sigas vivo no significa que puedas volver a ser lo que fuiste. Por eso no pienses que voy a joder a mi padre con tus tonterías. Ya tiene bastante con lo suyo... Y yo con lo mío.

Lo suyo no era más que otra de esas historias que estropean la sobremesa a cualquiera. Una que tuvo lugar un triste domingo de febrero en el que Elías Quijano, joven promesa del fútbol español, caía fulminado en mitad de un partido ante la mirada atónita de sus compañeros, sus padres y los ojeadores que habían acudido al encuentro con la esperanza de ver en él a una nueva perla del balompié. Tras los intentos inútiles de reanimación por parte del médico del equipo rival, un extranjero que rehusó hacer declaraciones a pesar de que todos coincidieron en que no salvó al muchacho por pura mala suerte, Elías falleció entre terribles dolores. Según el parte médico, un defecto congénito aórtico le costó la vida. Aquella escena, narrada por la impersonal voz de un locutor deportivo al que aquello ni le iba ni le venía, era lo que veía cada vez que sus manos tocaban la basura. Por eso dejó de hacerlo. Y para no volverse loco comenzó a entrenar. Y de manera frenética, sin atender a Colifatto ni a nadie que quisiera ayudarle porque cada vez que golpeaba el balón el dolor desaparecía unos segundos. Conforme se hacía mejor jugador su mente se liberaba de un trozo de aquel pasado truncado. Por eso siguió jugando, hasta que un día una rosa blanca apareció plantada junto al poste de la portería donde se había desplomado en el otro mundo. La reconoció en seguida. Aquella rosa era de su madre. Una que no le olvidó nunca y que plantaba cada semana en el lugar donde su hijo perdió la vida. Una que, de alguna manera, floreció en aquel mundo desterritorializado. Entonces cometió el mayor error de su vida. Si aquella muestra de amor de su madre podía llegar a él, tal vez pudiera hacerle saber que estaba bien. Por eso un día dejó junto a la rosa una de sus botas con un mensaje para ella. Y como sospechaba ésta apareció al otro lado. Sólo que a partir de ahí todo fue de mal en peor...

—No pienso dejar que a mi padre le suceda lo mismo que a mi madre, Fermín. No lo voy a hacer ni por ti ni por nadie.

—¿Tampoco por mí?

Elías miró a Julia con odio, por entrometerse. Sí. Él también sentía algo por aquella muchacha. Pero cada vez que desviaba su pensamiento del fútbol el dolor le desgarraba con furia. Y la figura de su madre volvía a su memoria. Y la culpa por lo que le sucedió. Por eso no podía ofrecerle más que fríos desaires. Por eso no podía permitirse pensar siquiera en enamorarse. Porque dolía más de lo que estaba dispuesto a afrontar.

—No pienso destrozar lo poco que queda de mi familia. Sé que mi padre te trataba a patadas, pero no pienso dejar que te vengues de él de esa manera.

—¡Esto no es por venganza! ¿Acaso no te das cuenta? Alguien está jugando con ambos mundos. En menos de dos días han desterritorializado a dos nuevos, Elías.

—Aquí hay espacio de sobra.

—No es el espacio lo que me preocupa. Es quien puede llegar aquí proveniente del otro lado. Sospecho que alguien quiere llegar de manera consciente. Y sabes el daño que puede causar una persona así.

—¿El mismo que tú, quizás?

Colifatto bajó la mirada. Era consciente de cuánto había alterado su llegada aquel mundo. Y aquello le mortificaba aún más que el hecho de no haber hecho nada hasta ese momento.

—Dale la oportunidad de arreglar las cosas, Elías. Hazlo por nosotros.

Y aunque no estaba seguro de a cuántas personas incluía aquel «nosotros» pronunciado por Julia, asintió tras un momento de tenso silencio. No tenía, ni quería hacer nada. Pero si la cosa iba a peor...

—Vale. Dime qué quieres que le escriba —dijo, desatándose la única bota que le quedaba.

El eterno partido que tenía por delante iba a tener que jugarlo descalzo.

* * *

* * *

—Voy a echar un meo y de paso me la veo.

Navarro puso los ojos en blanco. Era la cuarta vez que Arias, recién aterrizado en la deshonrosa brigada del Arca de Noé, iba al baño. Y siempre se lo hacía saber con un pareado de mal gusto. Llegó a la conclusión de que o tenía la vejiga más pequeña que su cerebro o estaba teniendo encuentros sexuales esporádicos con cualquiera de las numerosas camareras que les circundaban. Fuese lo que fuese, rezaba para que no echase a perder aquella vigilancia, porque si no el capitán Quijano textualmente «le iba a dar tal hostia que le vestiría de torero».

Así, a través de la ex novia de un primo de un amigo de etcétera y de etcétera, Navarro había conseguido dos acreditaciones para el III Congreso Internacional de la FIMT, evitando los circuitos oficiales, que únicamente traían más preguntas que soluciones. Roberto Nievas y Ricardo Carrasco eran sus nuevas identidades. Sus legítimos dueños, ilustres administradores de la ruta de comercio entre los puertos de Málaga y Mdiq, en Marruecos, no habían podido acudir al congreso porque a esas alturas andaban disfrutando de la marejadilla que provocan los muslos de dos mulatas complacientes que habían enviado los miembros del Arca de Noé, previa recaudación para pagar sus honorarios, asegurándose así de que no fastidiaran la coartada de los agentes. O al menos la de Navarro, porque Arias estaba a un paso de ser declarado «desaparecido en combate».

—¿Un canapé?

El interpelado bajó la mirada desde el infinito hasta la bandeja de minúsculas exquisiteces de pulpo de Lastres con salsa suave de nata y beicon. El agente de incógnito negó con la cabeza, y el camarero siguió su camino en busca de alguien con menos remilgos y más hambre. Y de esos el congreso estaba a rebosar. No lo suficiente como para llenar el salón del Hotel Auditorium Madrid, pero casi. Aquella jornada tenía como punto fuerte la presentación del proyecto de la que sería una nueva autopista marítima que uniría España, Francia y el Reino Unido. Un proyecto que, gracias a un sencillo vídeo explicativo que no cesaba de rotar en las numerosas pantallas de plasma que había repartidas por doquier, ya no tenía secretos para Navarro y menos para los presentes, cuyos lustrosos trajes valían más que el cascado Opel Astra del agente, y que estaban más que dispuestos a sacarse los ojos unos a otros para conseguir una parte de aquel pastel que se auguraba tan sabroso como beneficioso.

* * *

—Meada conseguida, vejiga agradecida —anunció Arias a su regreso, recolocándose el paquete.

Navarro le miró de reojo y se encontró con la sonrisa abierta y blanquísima de su compañero, que era un palmo más alto que él, dos más guapo y tres más enchufado. El tal Arias, en cuanto se enteró de que iba a haber una operación de vigilancia off the record para la brigada, se apuntó solito. Y como era hijo de quien era, o primo, o lo que fuera, pues casi nadie lo tenía claro, le dieron el puesto de comparsa de Navarro en el tiempo en el que se tarda en chasquear los dedos.

—¿Sería mucho pedir que te concentraras en la misión, Arias?

—No puedo concentrarme si tengo pis, machote —le recriminó este, dándole dos golpecitos en el hombro y cultivando la duda en Navarro de si se estaba limpiando los restos de orina en él o si era otro de sus gestos de desproporcionada animosidad—. ¿Algo nuevo?

Lo habría en menos de diez minutos, cuando estaba programado que el presidente del FIMT tomara su posición dominante en el atril principal tras el cual descansaba, oculta bajo una gigantesca sábana, la maqueta del buque que se haría cargo de llevar mercancías y pasajeros por los procelosos mares de la Unión Europea, ahorrándoles tiempo y dinero a la par de enormes beneficios de aquella empresa.

—Nada. Entre tus idas y venidas he preguntado por McAndrews. Muchos de los de aquí lo conocían, aunque no sabían que estaba invitado a este congreso.

—¿No? Hombre, si dices que trabajaba en una naviera...

—Americana, que por si no lo sabes no pertenece a Europa.

—Ya. —Le dedicó una mirada perspicaz a Navarro—. Y este congreso es sólo para el turismo europeo.

—Más bien comercio. Esto es una tapadera para hablar de negocios bajo cuerda.

—Y un co-ña-zo —enfatizó Arias—. La importancia de las reuniones se mide en el ratio de gachís por maromo cuadrado, el cual es insignificante. Además, me he sacado mocos más grandes que cualquiera de estos canapés.

—No hemos venido ni a comer ni a ligar.

Aunque en su fuero interno, a Navarro le hubiese gustado que así fuera. Se sintió halagado cuando el propio Colifatto le propuso para aquella misión que podía, o no, tener trascendencia según lo que obtuviesen. Era su momento de demostrar que podía sumar dos más dos como cualquiera. Llevaba demasiado tiempo controlando el tráfico o haciendo recados que hasta un chimpancé, y no los de la NASA —que esos eran listísimos—, sería capaz de hacer. Por eso la corbata opresiva. La actitud sobrevigilante. Y, sobre todo, la impotencia de haber descubierto cero pistas aderezada por la compañía de un tipo que, probablemente, tuviese uno de los síndromes de déficit de atención más apabullantes de la historia. Allí no había ni un indicio posible que relacionara a McAndrews con el Congreso de la FITM. Si querían saber qué estaba haciendo en Madrid tendrían que buscar en otro lado. Y eso era de verdad lo que le jodía, y no que Arias se estuviese metiendo entre pecho y espalda otra copa de champán, posterior eructo y confesión de intenciones.

—Me voy al baño que me hago daño.

Pero esa vez no pudo escapar, pues la llegada del director del congreso al estrado atrajo todas las miradas del lugar.

—Vamos —ordenó Navarro.

—Tío, que me meo.

—Te aguantas. En cuanto acabe la conferencia nos largamos. Ya le diremos a Fermín que no hemos sacado nada en claro de aquí.

Porque lo de informar directamente a Quijano podía ser considerado suicidio premeditado.

—Queridos amigos —comenzó el presidente de la FITM, hombre orondo, rostro de luna, ojillos color aguamarina y una doble papada de esas que traen a la mente a las morsas—. Me alegra mucho contar con su presencia para presentar el que será el proyecto más importante de este decenio para el turismo marítimo europeo...

Aquel discurso estándar y aprendido de memoria se alargó durante unos interminables quince minutos, en los que repasó la historia de las autopistas marítimas, las excelencias de los buques que las recorrían y demás cera para el sector. El proyecto «Scaramouche», dijo, sería una realidad en poco tiempo. Y el Galileo, nombre provisional del buque oculto tras la sábana, sería el encargado de llevar a cabo la travesía a través de aquel «mar de fantasía».

—Así, para surcar el nuevo rumbo del progreso, hemos creado el ¡Galileo! —Un torrente de aplausos llenó el silencio estratégicamente colocado para tal fin— ¡Demos todos la bienvenida al buque del futuro!

* * *

Entonces, y con un leve estallido, la cortina cayó al suelo cuan larga era. El presidente del FITM cerró los ojos y esperó impaciente la cascada de aplausos y vítores. Pero se quedó con el deseo. Igual que el público, permaneció a medio batir de palmas. Nadie podía dar crédito a lo que estaban viendo. Policías de incógnito incluidos. Entonces comenzaron los gritos y las carreras. Nació el caos.

El barco, un imponente trasbordador a escala 1:20, color cobalto, de estilizada figura, cubierta en forma de triángulo y que se sostenía sobre una enorme base de metal, era el causante de todo aquel revuelo. Bueno, más bien el cuerpo que asomaba por la portezuela de carga, cuya figura desmadejada y rostro ensangrentado no dejaba dudas de que allí se había cometido un asesinato.

—¡Mierda! ¡¿Qué hacemos?! —preguntó Navarro totalmente superado por las circunstancias.

Entonces, y contra todo procedimiento policial estándar, Arias metió la mano dentro de su chaqueta, sacó su arma reglamentaria y disparó dos veces al techo.

—¡Quieto todo el mundo! —gritó cual Tejero en un 23-F—. ¡ Somos policías!

Pero, como cabía esperar, aquello causó el efecto contrario. La multitud, ya histérica, entró en el más absoluto pánico. Lo que comenzó como una huida descontrolada se convirtió en un huracán de pisotones y arañazos.

—¡Tú eres idiota o qué! —le gritó Navarro mientras le bajaba el arma de un manotazo—. ¡Grítalo más alto, tonto del culo!

—¡Coño, somos la policía! —repitió este mientras señalaba el cadáver con el arma—. ¡Algo habrá que hacer con eso!

Y tenía razón. Algo iban a tener que hacer porque el asunto les había sobrepasado. Y más que ampliamente, por lo frío que le corría el sudor por la espalda.

—¡Corre y asegúrate que nadie salga o entre al hotel! —le salió del alma a Navarro. Aquel cliché tan manido de las series de detectives.

—¿Y tú que vas a hacer?

Lo único que podía en esa situación. Y lo único que sonaba a lógico y posible en su cabeza.

—Llamar a Colifatto.

* * *

—La he cagado...

Sabía que lo había hecho. Y a lo grande. Por eso Navarro no podía controlar las lágrimas. Colifatto sopesó qué decir. Pero no había palabras en este mundo que fuesen capaces de consolar al destrozado agente. Por eso, renegando de sus costumbres y haciendo gala de una humanidad ya casi gastada por el desuso, Colifatto abrazó a su compañero. Hasta que su llanto le manchó la gabardina no se percató de cuán joven era éste y cuán viejo se sentía él. Viejo y culpable. Dos hombres habían muerto esa noche, y en su interior se sentía responsable de una de las muertes. Una que los forenses habían tratado de ocultar con una manta térmica. Pero Colifatto sabía que bajo esta yacía el cuerpo sin vida de Arias. Muerto en acto de servicio.

—¿Qué ha pasado?

El detective separó gentilmente a Navarro de su abrazo, y este, tratando de contener las lágrimas frotándose la cara con el puño de la chaqueta, asintió dos veces.

—Yo... Cuando descubrimos el cadáver le dije a Arias que corriese para que bloqueasen las salidas, tratando así de que el asesino no escapase. Le perdí de vista un minuto mientras te llamaba, cuando escuché a alguien gritar. Vine hacia aquí a toda prisa y me lo encontré...

A un Arias desangrándose ante la puerta de emergencia de aquella planta del hotel con la carótida seccionada y el estómago abierto en dos. El policía había tratado de impedir que la gente usara esa puerta para escapar. Y aquel gesto le había costado la vida y el corazón. Aquello no tenía sentido para Colifatto. Porque aunque todo apuntaba a que aquello podía ser obra del mismo tipo que acabó con McAndrews, ¿a qué venía lo del barco? O peor, ¿por qué había trazado un círculo de sangre alrededor de Arias antes de huir? Aquella macabra «O» hizo que sus tripas y su mente racional coincidieran en algo por una vez. Fuese quien fuese el causante de todo aquello, no iba a parar.

—¿Qué diablos quiere? —se preguntó el detective.

—¿Quién? —preguntó el sollozante Navarro mientras los ATS hacían acto de presencia interesándose por su estado de salud.

—El asesino —susurró, con la mirada clavada en el cuerpo atravesado en aquel buque simulado que dominaba macabramente la sala—. ¿Qué es lo que pretende?

Pero por más que se lo repetía la respuesta no venía a él. Sus dudas. Sus sospechas. Su pasado. Todo yacía a sus pies, como el pobre Arias. Atrapado por aquel círculo de sangre del que no había podido escapar.

* * *

Fácil. Demasiado como para considerarse un reto siquiera.

Se había colado en Urgencias del Gregorio Marañón con una facilidad pasmosa. Con las ambulancias entrando y saliendo de una noche madrileña que generosamente creaba heridos y enfermos a un ritmo vertiginoso, sólo tuvo que esperar pacientemente en la sala de espera hasta que las enfermeras de guardia salieran a toda prisa a atender una crisis nerviosa —provocada por la ira de una familia, tan intransigente como corta de entendederas, que al ver desplomarse a uno de sus miembros estalló en furia provocando que también la seguridad hubiese de acudir para evitar males mayores—. Con todos los ojos puestos en aquel triste espectáculo, él únicamente tuvo que pulsar el botón reservado al personal, y las entrañas del hospital se le abrieron de par en par.

Con andares de un pasado ya casi olvidado y la orientación pertinente gracias a los mapas de cada planta, que a esas horas estaban prácticamente desiertas, subió dos pisos y encontró la meta donde terminar su solitario deambular. El área donde guardaban los vegetales, como se les llamaba en la jerga. O los comatosos, si todavía te quedaba un poco de corazón. A él no le quedaba. Y lo único que se interponía entre su objetivo era una enfermera pelirroja y más alta que él mismo que velaba armas en el puesto de enfermería de la entrada. Algo sencillo de sortear. Entró en una de las habitaciones donde descansaban plácidamente dos pacientes cuyos ronquidos se habían sincronizado de tanto tiempo que llevaban compartiendo miserias. Desenganchó el monitor cardíaco más cercano, que se puso a pitar como un loco indicando una parada cardio-respiratoria que no existía. La enfermera, adormilada, tardó un poco en reaccionar, dándole el tiempo justo para salir de su vista y allanar el terreno dedicado al descanso de los que únicamente podían descansar. Al cuarto expediente encontró el nombre que buscaba: «Alonso Pedraza Ruiz. Politraumatismo con derrame pleural. Actividad cerebral derivada del daño masivo sufrido por el cuerpo: 0%.» Aquel muchacho, que seguía en el mundo de los vivos gracias a un respirador automático, no tenía ya las respuestas que buscaba. Una pena. La noche había salido de maravilla hasta ese momento. El Congreso del FITM. Su renacer artístico. Incluso despachar a aquel policía que se había interpuesto en su camino arrancándole el corazón para provocar así a su imitador. Todo como la seda. Por eso pensó: «Qué diablos, ¿y si el pibe no está tan mal?» Pero lo estaba. Y tanto que lo estaba. Pocos eran los huesos que no se habían quebrado e incontables debían de ser las operaciones que hubiese habido que efectuar para recomponerlo. Pero nadie movería un músculo si aquella línea plana de actividad cerebral no formaba unas salvadoras olas.

—Ché, mala suerte —le dijo al muchacho, a sabiendas que no le escuchaba—. La jodiste como los valientes, ¿eh?

Iba a marcharse con viento fresco cuando lo vio por el rabillo del ojo. El meñique de Alonso. ¿Se había movido? Quiso comprobarlo. Se agachó junto a su oreja y volvió a preguntar:

—¿Estás ahí dentro, pibe?

El meñique del chaval tembló levemente. ¿Dos movimientos reflejos consecutivos? Imposible. Buscó en la mesa cercana una de las pequeñas linternas que se utilizaban para los exámenes oculares. La encendió y un pequeño haz de luz azul cobalto le iluminó la palma de la mano. De pronto sintió como si alguien le estuviera observando. Se giró rápido como un rayo, pero allí no había nadie. Cuatro pacientes comatosos, uno dudoso y él. El jet lag debía estar por fin haciéndole mella. Pero antes de abandonarse al sueño reparador debía cerciorarse de una última cosa. Abrió uno de los ojos de Alonso y le enfocó directamente con la luz. Ni respuesta pupilar ni seguimiento de la luz. Nada.

—Si estás ahí, mirá a la derecha.

Esperó. Nada. Aquel ojo seguía fijo en el infinito. Perdido en la luz.

—¡Loco, sé que estás jodido, pero si querés salir de ésta mové el ojo a la derecha! ¡Échale huevos!

Y se los echó. Todos. Lenta y fatigosamente el ojo de Alonso se movió hacia donde le indicaban antes de desfallecer y volver a su lugar.

—Así que estás ahí. ¡Qué cojones gastás! —le felicitó de corazón—. Atendé. Vos sufrís el «síndrome del encierro». Estás perfectamente, sólo que tu mente y tu cuerpo no están sincronizados. Pero vos no os preocupéis. El doctor ya está aquí. Te voy a sacar de ésta, pibe.

Alonso hubiese dado todo por gritar de alegría. Por levantarse y darle las gracias a aquel hombre misterioso que no cesaba de sonreír ante él. Desde que despertó dentro de su propia mente para ser espectador y cautivo impotente de sí mismo, casi había perdido la razón. Había escuchado a los médicos darle por muerto. A las enfermeras compadecerse de él e incluso a alguien del seguro preguntar si era donante de órganos. Pero lo peor había sido escuchar cómo declaraban muerto a su amigo Gabriel. Eso casi lo destroza del todo. Pero aguantó. Gritando sin boca. Peleando sin puños. Suplicando por una ayuda que por fin había llegado.

—No desesperes —le alentó al tiempo que le pegaba los párpados con cinta adhesiva, ahuyentando su oscuridad.

Tomó una bolsa de suero a rebosar del paciente anexo, la colgó del porta sueros de Alonso y le hizo una pequeña incisión. Lentamente una gota cayó justo delante de la mirada de Alonso.

—No puedo hacer nada por ti ahora, pibe. Pero mirá las gotas. Concentrate en ellas hasta que vuelva. Entonces te pondré en marcha. Y vos y yo tendremos una amigable charla.

* * *

—¡Idos a tomar por culo todos! —gritó fuera de sí Quijano, lanzando una botella vacía de DYC contra la puerta de su despacho.

De la buena cantidad de alcohol, decomisado por supuesto, que guardaba siempre en la pequeña neverita de su despacho, apenas quedaba media botella de un licor ucraniano de nombre impronunciable. El resto corría libre desde hacía dos horas por sus venas. Desde que volviera de depositar la rosa que todas las semanas colocaba en el lugar donde su hijo se había dejado la vida. Desde que descubriera allí aquella bota. La misma con las que le habían enterrado. Al principio no pudo dar crédito a lo que veía. Tras una semana de mierda aquello era lo último que necesitaba. Pero el campo llevaba desierto años. Y los pocos que conocían su deambular semanal por allí le tenían el suficiente respeto o miedo para no tratar de gastarle una broma de aquel calibre. Pero eso no era una broma. Era real. Igual de real cuando años atrás su mujer le mostró la bota hermana de aquella. La que llevaba bordada en su interior, con el amor de una madre, el nombre de su retoño. El de Elías. Un Elías que su madre no pudo olvidar. Que acabó por volverla loca. Que acabó con ella... Quien fuera el que hubiese hecho aquello podía darse por muerto y enterrado. Incluso pensaba, de los pocos pensamientos lúcidos que tenía, en contratar a un par de necrófilos para que le dieran más tarde por culo al cadáver del desgraciado. Pero antes necesitaba beber y a ser posible ahogar las penas en alcohol.

—¿Qué pasa? —preguntó María Fernanda, al otro lado de la puerta, al preocupado agente que trataba de hacer entrar en razón a Quijano.

—Ni idea. Ha llegado hace una hora hecho un basilisco, se ha metido ahí dentro y se ha puesto a pegar tiros y a tirar cosas contra la puerta.

Gambazza se agachó y miró por uno de los dos agujeros de bala que habían horadado la puerta. Dentro, Quijano apuraba aquel licor ucraniano de color aguacate. Había dejado orden de que la llamaran inmediatamente si ocurría algo. Aunque se había referido a algún suceso referido al caso y no a algo como aquello. Pero como ya estaba allí...

—Aparta.

Y propinó una patada con tanta puntería a la puerta que el tacón de aguja de su zapato atravesó la cerradura, otorgándole vía libre a aquel espectáculo desolador. Quijano, fuera de sí y sobresaltado por lo súbito del golpe, agarró su arma y apuntó a la recién llegada, que no se amedrentó ni ante la amenaza ni cuando este, con los ojos muy abiertos, tiró del gatillo. Pero nada ocurrió. De no haber estado borracho se hubiese percatado que el carro del arma estaba atorado hacia atrás, señal que ya no quedaban balas. Por suerte el temple de María Fernanda estaba mucho más entero que la pantomima de hombre que tenía ante él.

—¡Vete a la mierda! —gritó el alcohol por Quijano, tirando el arma a un lado.

—¿No es un poco temprano para andar celebrando la Navidad?

—¿Qué cojones sabrás tú? ¡Eres como todas! Mi Lucía. ¡Esa si me quería!

Y no debía de hacer mucho que dejó de quererle, pues la decoloración irregular del dedo corazón de su mano indicaba que ahí había habido una alianza durante muchos días felices de playa. Pero esos días buenos y el anillo ya se habían ido. Ahora sólo quedaban días como aquel.

—¿Se puede saber qué es lo que le pasa, Quijano?

—¡¿Qué me pasa?! ¡Me pasa esto, cojones! —balbuceó esgrimiendo una vieja bota de fútbol ante las narices de la mujer—. ¡Y tú! ¡No tengo ni idea de lo que haces aquí, pero como eso sea verdad te juro que te va a faltar cielo para dar vueltas de la hostia que le voy a dar!

Gambazza no entendía nada, pero atrapó la bota al vuelo cuando los dedos del capitán dejaron de coordinar y la hicieron caer. Era una bota corriente y moliente. Un 43 con tacos de goma muy desgastados por el uso, y poco más. Aunque ese poco más se escondía en el fondo con forma de bola de papel arrugado. Lo sacó justo cuando Quijano trató de levantarse y su endolinfa, que se había convertido casi en aguardiente, le jugó una mala pasada mandándolo a un suelo que no dejaba de ondular ante él.

—¡Me lo voy a cargar! —repetía con un hilo de voz que indicaba que seguía vivo aunque no ileso—. ¡Me voy a mear en su puta calavera!

Hubiese lo que hubiese escrito en aquel papel, debía de ser lo suficientemente importante como para tumbar física y anímicamente a un hombre como aquél. Y lo era. Cada una de las líneas escritas lo era. Y de no haberse encontrado Quijano en el limbo se hubiese percatado de que Gambazza se ponía lívida de terror al leerlo. Tanto que le costó dos largos tragos de aquel licor eslavo, que le arrasaron la garganta, conseguir marcar el número de Babic.

—¿Sí? —sonó la voz átona de este al otro lado del auricular.

—Tenemos un problema... Y tú, razón.

—No entiendo.

—Los desterritorializados existen. —Ese fue el escueto avance que le pudo hacer mientras salía del despacho de Quijano a toda prisa—. Y tengo la prueba de ello. Reúnete conmigo mañana. Hay mucho que hacer.

—Y tanto. He estado en el hospital...

—¿Y?

—El chico sigue vivo. Cuando llegué había alguien con él y no pude acabar el trabajo...

Por cómo cortó la llamada, abruptamente y sin explicaciones, Greg supo cuán poco le importaba aquello a Gambazza en esos momentos. Algo había sucedido. Algo importante.