Capítulo 13
Trece
Bogart que ha comprado por quince euros en Modas Jung. Es para no mojarse tanto. Le levanta el cuello y entierra el suyo en la intimidad del poliéster. Vuelve del Leven Anclas. Navarro no es un tipo de mucha estatura. Suele llevar los pantalones altos y las cazadoras cortas; toreritas, las llama él. Le parece que así le gana unos centímetros al cielo. La gabardina no le sienta tan bien como las toreritas, ni tampoco tan bien como al detective Colifatto le sientan las gabardinas. Pero la ha comprado para no mojarse tanto. Gotitas de agua cayendo sobre las alas del sombrero. El sonido le distrae. Ni un taxi. De nuevo, a traición, la retina. El cuerpo de Teresa rociado de lluvia que no entiende de ángeles. Expuesto a Madrid en su profanada intimidad; la boca abierta esperando nada, y dentro la flor abrochada que él extravió. Embutida. Sin cuidado; deformando la redondez de los pómulos de ella; con la fuerza de un brazo que no midiera su propia fuerza. Sangrando los labios y manchando los dientes. Amoratada la periferia de unos ojos donde ayer quiso ver algo y en los que hoy solo lee un mensaje que el asesino ha dejado para él: «Tú me la entregaste, Navarro.»
«Hijo de puta, te voy a matar», piensa. En verdad, Navarro no ha comprado una gabardina cutre y mal cortada para no mojarse porque la ha comprado justo antes de que empezara a llover. Navarro ha entendido que ya no quiere parecerse a nadie ni ser nadie más que él. Sólo Javier Navarro, el agente Navarro. La sutil diferencia entre ser y parecer. Miraba el Mike Hammer de Stacy Keach cuando era niño. Ha admirado al Mike Hammer de Stacy Keach desde que fuera hombre. De siempre ha intentado parecérsele. Así ha ido incorporando el sombrero inclinado y el bigote; o el chaleco beige y la camisa blanca; pero nunca hasta hoy una gabardina. Porque no le quedan como a Mike. Porque él no es Mike aunque ha creído que se le parece. A Colifatto la gabardina sí le queda como a Hammer, aunque un día le confesó entre copas que era el alter ego de Steve McQueen. Mike Colifatto y Fermín Hammer. Imbricado lo ficticio y lo tangible. Ellos y otros mejores que él le han convertido en el bufón de la UDEAV. Y a Arias. Requiescat in pace, Arias. Y mientras, la lluvia empapando el tejido permeable de la gabardina impermeable. Navarro, ahora, parece un detective pero no lo es. A Navarro todos le quieren, todos le ríen, todos le ningunean y ninguno lo toma en serio. Él se esfuerza: ya hace un año que toma notas en libretitas tontas que compra en Modas Jung. Fotografía y filma cuanto puede con su teléfono. Trata de ser diligente y leal dando y recibiendo órdenes. En la intimidad de su apartamento, cada noche, repasa los casos en los que está trabajando. Le fascina el análisis, el contraste y la deducción. Considera que la investigación es una forma de arte y está convencido de que los investigadores son auténticos creadores de realidades ocultas. Artífices de una obra que ilumina las verdades elípticas que subyacen a cada crimen. El investigador es un artista creador tal como pueda serlo el músico, el escultor o el escritor. Navarro en su apartamento creando arte. Entonces las hipótesis se concretan en diagramas, flechas y notas subrayadas en otra libreta estúpida que no saldrá nunca de su mesita. Teoriza y jamás practica porque siempre hay alguien que crea mejor. Alguien con más oído, mejor cincel o pluma más excelsa. Navarro creador en la sombra. Navarro, entonces, es un detective pero no lo parece. Quijano siempre lo ha sabido, Navarro quiere pero no puede. Es y no parece. Se lo ha vuelto a dejar claro hace una hora al apartarlo de los asesinatos de Teresa y su padre. A las 23 del día 12.
—La chica que atendió usted ayer... ¿la recuerda, Navarro?
—Claro, Teresa López. Era la novia de Greg Babic. Identificó su cadáver. Andaba buscando al teniente Colifatto. Estaba muy angustiada, temía ser la próxima víctima del asesino... —Un relámpago en la boca del estómago—. Un momento, capitán, ¿no me diga que...?
Quijano asiente y eructa y le explica todo. El padre vencido, sin entrañas y decapitado en el vestuario. Teresa sin rostro, degollada, sin alma y sin vida en el ojo de buey. Teresa doblada y rígida como un arco. El broche cercano a la garganta como si se tratase del grito desafiante del asesino fluyendo a través de ella. ¡Cómo pudo llegar hasta allí! Navarro busca entre las hojas de su libreta, en el bolsillo de la torerita. No está. «Tú me la entregaste, Navarro». Navarro desespera. Deshace sus pasos. Hotel Miguel Ángel. Allí pudo perderlo. ¿Lo encontró el asesino? La hipótesis parece acertada, pero no va a compartirla con Quijano. De nuevo la soledad del artista. El dolor de la creación. Calla el secreto de la aguja y anuncia que sale de inmediato hacia el Leven Anclas. Y Quijano que no, coño. Navarro pregunta por qué. Porque no, cojones. E implora finalmente.
—Macagüen Satanás... ¡Que no Navarro! —Quijano lo sabe: Navarro quiere pero no puede—. Basta por hoy. Es muy tarde. Moya y sus chavales ya han salido hacia el tugurio de marras. Hijo, estamos todos muy nerviosos. La chica le caía bien, lo sé. Y también cuánto le jodió lo del pobre Arias. Hágame y hágase un favor: váyase a casa a descansar. No le voy ni a preguntar qué ha averiguado en el Hotel Miguel Ángel del mamón Colifatto. Descanse, Navarro. Es una orden.
Por primera vez desde que lo conoce, Quijano se ha mostrado amable con él. Piensa que tal vez al capitán no le esté pasando desapercibido su esfuerzo. Navarro se sienta en el banco del pasillo de la planta cuatro que hay frente al despacho de Quijano. Coge su móvil y escribe: «Teniente, dónde está. El Asesino del ojo de buey ha vuelto a matar a dos personas. Tiene que venir». Y luego: Enviar a. Recientes. Colifatto. Enviar.
«Siempre he sentido franca inclinación por los intríngulis de la micción». Recuerda a Arias. El peso de la culpa. Mandarlo a sellar los accesos del hotel fue un error. Arias era inexperto y era un cachondo. «No es factible un vis a vis si antes no se va a hacer un pis». Un buen tipo. Sabe que para los demás eran más parecidos de lo que le gustaría. Arias y Navarro, caricaturas complementarias. La pareja de payasos del Arca de Noé. Pero él es más hábil que todo eso. Es más que un buen poli. Él es un artista. Tintinea entonces el politono del Superagente 86. Contesta.
—Navarro, ¿me escuchas bien? Soy yo, Colifatto. Acabo de leer tu mensaje.
—Teniente, qué alegría volver a oírle. Me tenía preocupado.
Navarro adopta el tono afable que todos esperan de él. Es servil y habla de usted. Le explica a Colifatto que su madrastra y el albino han sido asesinados. El detective se exalta, pero Navarro tiene bastante con representar su papel. Esgrime un pésame de circunstancias.
—Siento que se haya enterado así, teniente —le dice.
Colifatto pregunta por los dos nuevos asesinados. Toma aire. Seca una lágrima. De Teresa. De Arias. Y le cuenta todo como si nada.
—¿Puedo pasar, capitán?
—Adelante, Navarro. Le hacía a usted de camino a casa.
—He hablado con el teniente. Está en Buenos Aires por asuntos personales.
—¡Su puta madre! ¿En Buenos Aires? Asuntos personales va a tener cuando le ponga los huevos por pendientes. ¿Y usted por qué narices no me lo ha pasado?
Quijano tiene una forma anticuada de ejercer la autoridad. Pregunta más que ordena, de forma retórica y acusadora, ofensiva en el mejor de los casos.
—No se oía bien, capitán. La llamada se ha cortado —miente—. Me ha dado la impresión de que la noticia del asesinato de su madrastra ha sido un duro golpe. Va a tomar el primer vuelo a España. Calculo que llegará mañana a primera hora.
—Está bien, Navarro. Escúcheme con atención: esto no cambia las cosas. El detective sigue siendo el eje de su misión. Les necesito a ambos. Mañana le quiero plantado en Barajas cual encina de la Sierra haciendo la fotosíntesis con el primer rayo de sol. Alguien tiene que ponerle al día de todo este follón, ¿estamos? —Navarro asiente pero no está—. Es inaplazable que Colifatto atrape al malnacido ese del buey y los ojos y qué se yo qué diantres. Los gerifaltes me tienen frito. Ya sabe, fresco como una lechuga, agente, ¿me escucha? —Navarro asiente pero no escucha—. Y nada de hazañas extraordinarias. Ambos sabemos que usted no es el maldito Dick Tracy, carajo —en realidad no. Es el mismísimo Mike Hammer.
Navarro da un portazo al marchar. Siempre se dan al marchar. Quijano es imbécil. Una misión de segunda, como es costumbre. Informar a Colifatto. Ser el eterno aspirante a Colifatto. Está harto. Documentar al escritor, buscar el mejor mármol para esculpir el busto o afinar los instrumentos de cuerda. A la puta mierda. Desde ahora, él compone. Anda apresuradamente por la calle del Pez en dirección al Leven Anclas. Son las 23 del día 12 y Madrid está desierto. La noche es más oscura de lo habitual. De camino, una gabardina en el escaparate de Modas Jung capta su atención. Está abierto todavía. Entra.
—Hola gualdia, hacía tiempo no venía —saluda el presunto Jung.
—Sí, es cierto. He estado ocupado.
—Ah, vale. Mu bié. Glacia —responde Jung, que es así, un tipo alucinante.
Navarro pide a Jung que le muestre la gabardina. Le parece preciosa. «Qué tela más noble», se dice.
—Tú plueba —le dice mientras desembolsa la prenda.
Navarro se contempla y ve que no se parece a Mike Hammer. Es delgado y es pequeño y entiende que nunca se le parecerá. Porque no lo es. La sutil diferencia entre ser y parecer se difumina entre frascos de perfume apócrifo. Un nuevo Javier Navarro es alumbrado al calor de la luz dorada de la prenda china.
—Palece igual como modelo. Sólo quince eulo.
Se gusta. Da a Jung el montante de la gabardina y este le entrega como obsequio un bote de Jean Paul Voltaire. Nada más salir de la tienda tira la torerita al primer contenedor que le sale al paso. Se enfunda la gabardina. Da las buenas noches a un tipo que permanece junto al contenedor de la orgánica. Un par de coches le avanzan y se detienen ante el semáforo en rojo del final de la calle. A excepción de Jung, no ha visto a nadie más desde que ha salido de las oficinas de la UDEAV. Madrid continúa desierto. Y empieza a llover.
Las 23:40. Día 12. Cuando Navarro llega a las inmediaciones del Leven Anclas, el agente Moya mantiene una acalorada discusión por el teléfono móvil. Es un sofista.
—¿Lo cuálo? Que no, nen. Que no es asín como quedemos. Pero ¿qué me ejtaj contando, pavo, qué me ejtaj contando?
«Semántica justa y sintaxis de mierda», piensa Navarro.
Y accede al local. La muerte en un círculo. Teresa quebrada, llovida y extinta. El broche en la boca; escapando un grito sordo de su garganta abierta. La piel y la lluvia. Y la lluvia sin vida. El rostro apagado mirando la noche más negra. La noche más muerta. Sólo el saltarín contorno del agua. El local calla lo que sabe. Navarro escudriña sus rincones. Da con el padre. Callado le cuenta la derrota, la defensa sometida. Enrocó. Pero jaque mate.
—Pssst, ¡eh, tú, tolái! El cajcarrabias me dice que te largue, asín que desfilando o mañana te lo pasas mamando silbato en Gran Vía. Coño, Navarro, que con esa chupa no se te ve el body, nen. Peazo paracaídas tas pillao, colega.
Moya es gilipollas.
—¿Habéis encontrado algo?
—Poj no, pavo. Bueno, sí: dos fiambres y la tarjeta de visita que se te acaba de caer, empanao —se la entrega—. Que llegas aquí y me contaminas el ehcenario del crimen. Anda, ten, notas. Aún tenemos de retirar los fiambres, con que a pirarse, inspector Gadget, que aquí hay currele.
Navarro examina la tarjeta. La toca. Aspira el anverso. Perfume de Teresa. Recuerda cuando se la dio. «Si necesita algo, sólo tiene que llamarme». Le da la vuelta. La caligrafía del diablo en el reverso. Sus pupilas dilatadas. Una dirección le cita con la muerte. Apenas han pasado unos segundos cuando recibe un mensaje de texto desde el móvil de ella. «Agente Navarro, le espero». Es él.
Los portazos se dan al marchar. Las 00. Día 13. A Navarro el alma le duele. El gesto le duele. Ni un solo taxi. La noche se cierra en Madrid. Y arranca el principio del final.
* * *

* * *
Nada más salir de la tienda, Navarro tira una chaqueta al primer contenedor que le sale al paso. Se enfunda la gabardina. Le da las buenas noches al pasar junto a él. «Vaya, esto sí que es una sorpresa», piensa junto al contenedor de la orgánica. Ve como un par de coches avanzan al agente y se detienen ante el semáforo en rojo del final de la calle. A excepción del chino, no ha visto a nadie más desde que empezó a seguirle en las oficinas de la UDEAV. Madrid continúa desierto. Y empieza a llover.
Llegan a las inmediaciones del Leven Anclas a las 23:40. Día 12 todavía. Sosa se camufla tras una furgoneta de reparto. Apenas diez metros les separan. Observa a Navarro. Navarro contempla a Teresa. Teresa nada. Navarro escudriña el local. Y al padre. El local nada. El padre menos. Llega el otro poli. Habla. Se burla. Le entrega la tarjeta. Sosa espectador.
«Bien Navarrito, así, dale. Mirá la tarjetita, tocala. Vamos. Pero qué... ¿la estás oliendo, pelotudo? Sos tan sensible. El perfume de tu chica, ¿verdad? Qué buena onda. Y ahora le das la vuelta, ahí. Ya lo viste. Perfecto. Ahora el mensajito de la muerta; tené: "Agente Navarro, le espero." Sí, Navarrito. Soy yo».
* * *
Las 00:40. Día 13. Alcobendas. El taxi se detiene frente al desguace. Navarro observa el escenario de su cita. Cubos de metal apilados que antaño fueron coches. Babelianas torres erigidas de neumáticos. Todo mojado y negro y quieto. Como la noche. Como Teresa. Navarro se arranca un bolsillo de la gabardina. Guarda dentro la tarjeta y el móvil. Ha hecho fotos del lugar. Aparta trescientos euros y mira con expresión grave al taxista.
—Hoy, a las seis, entregue este paquete en las oficinas de la UDEAV. Pregunte por el capitán Quijano. El dinero es para usted. Puede quedarse con la vuelta.
A Navarro las armas no le gustan. Revisa la reglamentaria. Está lista. Y él. El perímetro vallado. Saltar le cuesta un par de jirones a la gabardina. Avanza por calles hechas de coches muertos. Angostas. En silencio. Un portazo rompe la calma desde el fondo del recinto. Se dan al marchar. Alguien ha salido a buscarle. El cañón apuntando al cielo. La noche negra. El cañón aliviándose la sed de lluvia. Y silencio. Y avanza. Al poco, ante él una caseta con una ventana lateral. El asesino ha salido de ahí para encontrarle. Entorna la puerta. Sin chirridos. Atrás, a lo lejos, oye un chasquido. El asesino lo busca pero él ya le espera. Ventaja y estrategia. La caseta es de una sola estancia. Abarrotada de muebles de oficina. Callejea entre ellos. Apenas hay luz, pero distingue al fondo algo. Un neumático empotrado en la pared perforada. Un ojo de buey. Estar contemplando el propio féretro. Y entonces el pánico: su respiración se agita, el pulso se le agita y el paladar lo seca de valor. Recula hasta la ventana. Se aposta. Vigila. Y de nuevo silencio. Respira hacia el suelo para no empañar el cristal. Pero llueve y se empaña. El silencio negro se troca en un desfile de recuerdos. El Mike Hammer de Stacy Keach y el McQueen de Colifatto; Colifatto el verdadero artista; el Javier Navarro neonato; sus cuadernos de arte y diagramas y flechas; inútiles; mediocres; las mujeres que no ha amado; Teresa viva y vestida; y desnuda junto a él; la mujer que podría haber amado; y Greg, al que ella quería; Arias, Quijano y el Lope de Vega; la gabardina desvencijada y china; los días y las noches y la lluvia negra; Teresa muerta. Día 13. Y el comprender que no son recuerdos, sino la vida y los anhelos pasando ante sí en el último hálito. La vida escurriéndose en imágenes. El frío del filo en la garganta y el ardor de su hoja en el abdomen y el intentar disparar por un acto reflejo o responsable, al aire o a la pared o al cuerpo. Ya no lo sabrá. Navarro ganándole unos centímetros al cielo. No lo ha oído entrar, ni acercarse. Y es que, los portazos se dan al marchar.