Rufianes que se aprovechan de los nacidos en las estrellas
Las librerías de viejo son unos verdaderos paraísos para el bibliófilo, y en sus normalmente atestados interiores se hallan los más peregrinos volúmenes, varados en sus estanterías por las mareas del tiempo. Pero, en ocasiones, la búsqueda se convierte en odisea cuando el aficionado a la lectura tiene que enfrentarse con los guardianes de los tesoros llamados libreros. Este artículo nos cuenta el combate de un aficionado de Los Ángeles, Estados Unidos, con los libreros de lance de su población, y está tomado del fanzine Odd.
Los fans son gente rara, pero algunas de las personas con las que tratan en el curso de su práctica de aficionados también se hallan fuera de este mundo.
Me refiero a los libreros de segunda mano.
Esa gente realizan negocios. Se enfrentan con los mismos problemas con que se encuentran las grandes empresas. Esto hace que hablen en el mismo lenguaje que las grandes corporaciones, por así decirlo, pero esto no surte efecto en sus ojos apagados, su caminar cansino, su eterno pasmo. Ciertamente son hombres de negocios, pero la mayor parte de sus tiendas se hallan en los barrios bajos, entre las dedicadas a la venta de chatarra, ropa vieja, remiendos de calzado y de radios viejas.
La mayor parte de ustedes habrán recorrido las tiendas de libros viejos de sus ciudades. Sin duda podrían añadir bastantes escenas de sus propias experiencias a este artículo. ¿Por qué no las escriben y se las mandan al editor? Pueden hacerlo en una carta. El editor ama las cartas.
Esas gentes viven en un continuo pasmo. Tenemos, por ejemplo, los propietarios de la Holmes Book Store de Los Ángeles. Tenían dos tiendas, solo que la pasada semana tuvieron que vender una de ellas para evitar la bancarrota. La forma en que operaban sus tiendas era simplemente esperar sentados cerca de la puerta, leyendo un libro, para cazar a todos los clientes antes de que lograsen entrar. Le preguntaban a uno que libro estaba buscando, y casi antes de que uno pudiera contestarles, ya decían: «Lo siento, no lo tenemos». Si uno seguía insistiendo en dar una mirada, hacían todo lo posible para descorazonarle. ¡No deseaban que la gente mirase sus libros! Esta tienda ha sido comprada por un hombre emprendedor que ha rebajado todos los precios y que está encantado en recibir a los clientes. Hasta les deja ir al piso de arriba, al que los propietarios anteriores no dejaban ir a nadie y a donde ellos tampoco subían nunca, a juzgar por el dedo de polvo que lo cubre todo. En ese piso hay un tesoro de libros que parecen haber sido depositados hacia el año 1935. A los que preguntaban se les decía que arriba no había nada.
Esa reluctancia por mostrar sus géneros parece ser bastante común entre estos libreros. Había una tienda en Hollywood en la que el dueño llegaba a cobrar una entrada de 25 centavos como «derecho a hojear». Esa librería ya ha dejado de existir.
Uno de mis informadores encontró una maravillosa colección de volúmenes encuadernados con las obras primitivas de Lovecraft publicadas en revistas de aficionados en los años veinte. Cuando mostró los libros al propietario, el hombre se enfadó sobremanera. Aquellos libros eran suyos personales, y no estaban en venta. Naturalmente, se suponía que uno debía de leer su mente, pues los libros estaban en los mismos estantes que los demás que sí estaban en venta.
Recuerdo una pequeña tienda de Alvarado, a la que fui en busca de comics de Albert y Pogo. Me metí en la librería, pasando al lado de la propietaria, que me contemplaba con sospechas. Me dirigí a un gran montón de comics. «¿Qué desea?», me preguntó. «Revistas de historietas cómicas», le respondí. «No tengo ninguna», me espetó. Saqué una de la pila. «Como esta», le dije. «Bien, es la única que hay», afirmó. No le presté más atención, sino que seguí mirando rápidamente el montón. Se acercó hasta ponerse a mi lado. «Si es todo lo que desea, no tenemos más». Bueno, una persona tan solo puede soportar hasta cierto punto, aunque sea por Albert y Pogo. Le pagué la que había encontrado y me fui. ¿Les parece que volveré a esa tienda alguna vez?
Otro tipo, en Venice, me produjo una impresión que aún me dura. Encontré un libro que me interesaba en su estante privado y estaba molesto por ello. Comencé a mirar su montón de comics y me lo prohibió. «¿Por qué?», le pregunté, «cuando acabe con ellos los dejaré mejor amontonados que como estaban antes». «Usted no quiere comprar ninguno de esos comics, son todos viejos». «Precisamente los busco viejos», le contesté. «Bueno, de todas maneras no quiero que los mire». «¿Por qué no, acaso también forman parte de su colección privada?», le interrogué. Me respondió que no, pero que no quería que una manada de gente los manosease. «Pero no soy un crío de dedos sucios que solo busca leerlos», me quejé. «Le compraré veinte o treinta de los comics si son de los que ando buscando». Siguió negándose. «Usted se dedica a la compraventa de libros y revistas de segunda mano, ¿no?», le pregunté. Admitió que sí. «Y esta es su tienda, y no está aquí simplemente vigilándola para hacer un favor a un amigo, ¿no?». Reconoció que era su tienda. «Y no se dedica a coleccionar esos comics para usted, ¿no?». Me confirmó que no.
Por fin aceptó que mirara el montón, pero en el mostrador, un montoncito cada vez. Un montoncito que me traía él mismo, y que se llevaba en cuanto lo había mirado. Creo que me gasté 20 centavos en aquel lugar, y jamás he vuelto.
Las librerías de viejo, lugares de misterio y emoción.
Me imagino que ya ha sido descrito antes, pero quiero contarles que hay un lugar en la Main Street de Los Ángeles en el que los libros están realmente amontonados en el suelo. Tiene montañas de libros, en el sentido estricto de la palabra. Naturalmente, uno solo puede ver una fracción de los títulos de los montones. Los volúmenes están colocados a lo largo de las paredes en una profundidad de cinco o seis hileras... cuando se llega al fondo, uno se encuentra moviendo veinte libros para mirar uno solo. Al cabo de poco tiempo uno se da cuenta que debería emplear al menos toda una semana de incesante trabajo sucio tan solo para dar una ojeada a cada uno de los títulos contenidos en aquel mal iluminado lugar. Además, casi no hay sitio donde ponerse. Cuando hay pasillo, es tan estrecho que a duras penas puede pasar una persona. A duras penas porque los pasillos no son más que desfiladeros entre montañas y montañas de libros. Mi estimación es que al menos un 80% de los libros de aquella tienda están ocultos. Sería un lugar estupendo para que un bibliófilo pasase en él sus vacaciones. Tendría que llevar una linterna con pilas extra y usar ropa vieja, pero quizá descubriese algo único.
Pero, de cualquier forma, si encontrase algo bueno, el propietario le pediría por ello un precio fabuloso. Recuerdo haber estado sondeando en un montón durante dos horas diarias para al fin emerger con un ejemplar en buen estado de un libro bastante corriente. El dependiente quería 3 dólares por él. Traté de regatearle, pero negó con la cabeza. «Tres dólares es su precio», insistió. «Al menos ya sabe donde tiene ese libro», le dije, y me fui. Otro día estaba ya abandonando el lugar cuando el propietario me preguntó que libro deseaba. Le dije que ya lo había buscado, y que no lo tenían. «¿Cómo sabe que no lo tenemos?». Contemplé el tremendo panorama de material de lectura encuadernado y le contesté: «¿Y cómo demonios va a saber usted que lo tiene?» De vez en cuando aún voy por allí. El lugar me fascina a causa de los libros que no puedo ver.
Estaba husmeando un día en la Goodwill Book Store de Pasadena, cuando un joven trajo un libro de un estante hasta donde estaba el dependiente y le preguntó el precio. El dependiente le dio varias vueltas al libro y lo hojeó. «Doce dólares», respondió al fin. El joven recibió el precio como si hubiera dado un bocado a un ciempiés que se le hubiera metido en el bocadillo. «¿De qué se extraña?», dijo el dependiente; «este libro tiene ya veinte años y costaba cinco dólares de nuevo. Fíjese en la buena calidad del papel y del encuadernado». Yo también me fijé. Trataba de algún aspecto de la arquitectura de mediados de los años veinte, y parecía tan aburrido como los escritos de Lovecraft. El joven trató de negociar, llegando hasta a ofrecer 3 dólares por él, pero el dependiente, con ese aire omnisciente que solo poseen los haraganes de los parques públicos, los empleados de servicios públicos y los fans, se mantuvo en los doce dólares. Me imagino que aún debe de tener aquel libro en la tienda, con su papel de buena calidad y todo.
Un lugar de la Florence Avenue está regentado por una viejecita que no le deja a uno fumar dentro. Las estanterías, cuidadosamente repletas, están iluminadas por bombillas desnudas que cuelgan por todas partes, sujetas por hilos y trozos de cuerda gastada. Le pone muy nerviosa el que uno mire sus libros, pero no lo prohíbe. Tengo la impresión de que desearía poderle decir a uno que no mirara los libros, pero que nunca reúne el valor necesario para hacerlo. La mayor parte de sus libros están a precios razonables, pero valora con cantidades fabulosamente altas todo lo que ella cree que es fantástico, especialmente los volúmenes de Jack London. Le pregunté por qué, y me contestó que en cierta ocasión, hacía mucho, un tipo de voz agradable que llevaba gafas le dijo que esos libros valían mucho. Los que lo conocen me aseguran que quien le dijo eso no era otro que el hombre que siempre se ha considerado a sí mismo el fan número uno.
Sí, los libreros de lance son unos tipos raros. Me pregunto lo que deben pensar de los fragmentos de la sociedad que caen en sus tiendas. Me pregunto lo que debió pensar aquella buena viejecita de South Broadway, cerca de Gage, cuando entró en su tienda un muchacho de 16 ó 17 años con la intención de cambiar un AMAZING por otra revista. Ella le contestó que no podía cambiar ejemplar por ejemplar, pero que si le daba 5 centavos podría llevarse otro AMAZING. Él la contempló con ojos asombrados y doloridos. «Pero... pero... ¡Eso no es correcto!», le dijo. «Sí, sí que lo es», le contestó ella. «Mira, esto es un negocio. No puedo cambiar por nada. Cuando lo hago, doy un libro a cambio de dos, ¿comprendes? Tengo que tener ganancias para mantener el negocio». Lo decía con aire alegre. «Pero este ejemplar es grande y grueso...», comentó él, «¿No podría cambiármelo por dos delgaditos?». La señora le volvió a explicar su política comercial. «Pero, esto... así se aprovecha de la gente», exclamó él. Por fin, la paciencia de la señora se estaba acabando, y le preguntó si quería comprar algo o no. Le contestó que no, y luego le preguntó: «¿Cuánto vale esta revista?», señalando a otro AMAZING. Ella le contestó que 10 centavos o 5 y la revista que él tenía. «¿Cuánto por dos?» volvió a preguntar. «Veinte centavos», le dijo ella, «pero, ¿por qué lo preguntas? La verdad es que no tienes dinero». «No», asintió él, «pero sé quién me lo prestará», y saliendo fuera saltó a un patinete y se fue corriendo. Entonces la señora me preguntó si había visto los comics que estaban detrás del mostrador. Cuando le dije que no porque no quería mirar en sitios en los que podía tener libros o revistas que no quisiese vender, ella se rió alegremente. «Este sitio está lleno de libros y revistas», me dijo, «todos son para vender».
Jamás antes había oído una afirmación tan asombrosa y estupenda en una librería de segunda mano.
Me parece que me quedé parado como un tonto.
CHARLES BURBEE