NINGÚN HERMANO MÍO

ROBERT PRESSLIE

En un mundo de información total, en el que la crueldad del hombre con el hombre nos es cada vez más evidente, va creciendo la legión de los que se despreocupan por considerar que no es de su incumbencia lo que no les afecta directamente. Como a Caín, cada vez se oye repetir más la frase ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

ilustrado por LUIS-EDUARDO AUTE

Davey se agachó según entraba a la casa por la parte trasera, a través de la puerta de la cocina. Entraba con cierto temor.

Disimuló, como si le remordiera la conciencia.

—¿Dónde has estado?

—Afuera. Me dijiste que podía, Ma.

—No dije toda la noche.

—Las siete no es toda la noche.

La madre de Davey alzó su mano y la dejó caer de nuevo. Hacía falta más valor que el que la vida le había dejado para abofetear el rostro de un ángel, cuando los ojos azules del ángel miraban inocentemente a los suyos.

—No me engañes —le dijo—. Te había dicho que podías ir al parque recreativo con Billy Joe Damon durante una hora después de salir del colegio. El colegio ha cerrado a las cuatro. Espera a que venga tu padre a casa. Ya veremos qué es lo que tiene que decir de todo esto.

—Fuimos al parque. Yo y Billy Joe.

—Tú no te has ensuciado todo eso jugando en el parque. ¿Cómo crees que te voy a quitar toda esa porquería de tu ropa? ¿Te crees que no tengo nada más que hacer que limpiaros a ti y a tu padre? Porquería, esa es mi vida. Limpiar la porquería de los demás. Si no eres tú es tu padre, y si no es él es la casa. Todo el día nada más que limpiando porquería.

Davey colocó su brazo alrededor de ella. Ya era lo suficientemente grande como para hacerlo al estilo de un hombre.

Su brazo rodeó la cintura de su madre. Pero todavía tenía que mirar hacia arriba para que ella le pudiese ver la cara.

—Algún día saldremos de aquí. Ma. Cuando Pa tenga su nuevo trabajo. Entonces no viviremos en una casa vieja como esta casa vieja. Tomaremos una nueva, más pequeña, brillante y nueva y fácil de tener limpia. Como dice Pa que tendremos cuando nos vayamos a un pueblo nuevo.

La forma femenina bajo el brazo del niño se tensó y se relajó de nuevo. La madre de Davey suspiró. Logró salirse del abrazo.

—El día que tu padre nos saque de aquí me moriré del susto.

Davey analizó los tonos de la voz de su madre y se tranquilizó. Ya no estaba enfadada. Sus quejas se sometieron a un nivel rutinario.

—Voy a lavarme antes de que Pa vuelva —dijo. Su rostro de querubín compuso un gesto maquiavélico.

—Haz eso, hijo —dijo su madre; y él sabía que había dicho lo debido. Se dirigió a la escalera.

—¡Davey!

—¿Qué pasa ahora, Ma?

—Tus zapatos. Ese barro que tienen. Tú no has estado nunca en ese parque, pequeño embustero. Sé dónde has estado. Has estado en ese pozo otra vez. ¿Sabes lo que dije que pasaría si te acercabas alguna vez al pozo?

—¿Qué pozo, Ma?

—¡No me tomes el pelo! Tú sabes qué pozo es.

—No es un pozo. Es una parte de la mina que ya no trabajan. Pa lo dijo.

—¡Pa lo dijo, Pa lo dijo! Tu padre habla con los pies. Todos los días sale en los periódicos alguien que se ha matado en ese pozo, y si los periódicos dicen que es un pozo, es un pozo.

—No todos los días.

—Es-un-pozo. Métete eso en tu cabezota. Tú y tu padre sois un par de gusanos. Los dos. La Tierra del Señor no es lo suficientemente buena. Tenéis que meteros en sus tripas. El en las minas y tú en el pozo. Y toda esa charla sobre el cambio de casa y de pueblo. ¡Él! Nunca se marchará, porque eso significa dejar la mina.

—Lo prometió, Ma.

—Ha estado prometiendo desde antes de que nacieses. Más de doce años ha estado prometiendo. Y todo lo que tengo de sus promesas es un niño que se cree que me toma el pelo con su cara de ángel, pero siempre quiere bajar, bajar, bajar a donde vive el demonio. No creas que he terminado contigo, joven. Lávate primero y luego vuelve. Vamos a acabar con esto de una vez para siempre cuando vuelva tu padre.

Davey conocía su psicología madre-hijo. Quitó su pie del peldaño y se acercó a ella. La miró fijamente a los ojos.

—Lo siento —dijo—. No tenía que haber vuelto tan tarde. Pero Billy Joe y yo nos olvidamos de la hora. El guarda del parque estaba desaguando el estanque en caso de polio. Tuvo que marcharse a curar a un niño que se hirió al caerse de su bicicleta. Billy Joe y yo nos metimos entonces en el estanque —apenas quedaba algo de agua— y encontramos un montón de monedas en el lodo que hay en el fondo y así es como nos olvidamos de volver a casa más temprano. Y esa es la verdad, Ma.

—¿Quieres decir que no has estado en el pozo para «nada?»

—Nunca te dije que estuviera. Fuiste tú, Ma. Sacaste tus propias conclusiones.

La madre de Davey se ablandó.

—Bueno, hijo. También yo lo siento. —Entonces, porque ella era todavía una mujer y todavía su madre. —Pero podrías haber estado en el pozo. Dicen que deberían de cerrarlo porque es peligroso. Podría hundirse cualquier día. Entérate bien de eso. No te acerques al pozo.

—Parte sí. Se ha hundido. —Davey aprendió hacía tiempo que a veces era rentable estar de acuerdo con los mayores. —Pa dice que es porque el nuevo pozo de la mina está muy cerca. Por eso no me acerco. No desde que tú me lo prohibiste.

La madre de Davey hizo un gesto frecuente. Removió y repeinó los cabellos de su hijo con la ternura de un tigre hacia su cachorro.

—Te diré una cosa, Davey. Todavía queda una hora para que vuelva tu padre y para que esté la comida preparada. Si quieres, puedes salir hasta entonces. Pero sólo esta vez, no lo olvides. No te creas que me has ablandado.

Davey sonrió.

—Eso está bien. Así sólo me lavaré una vez. ¡Oye, Ma! ¿Puedo ir abajo? ¿Al refugio subterráneo? Hace años que no voy.

—No hay nada que hacer allá abajo.

Nada que hacer, pensó Davey. Eso es todo lo que ella sabe. Allá abajo, bien abajo, si apagabas las luces, era como...

...pero ella sí lo sabía. Sabía, y envidiaba las fascinación que su hijo y su padre sentían por las profundidades. Lo sabía y lo odiaba porque no era capaz de compartirlo con ellos. Esto la hacía una extraña.

Cedió. Cansada. Cansada de luchar contra lo inevitable.

—Está bien —dijo—. Pero solamente una hora. Y no toques nada.

Davey no tenía ninguna intención de tocar. El generador de emergencia no le interesaba. Sólo podría estropear la magia de la oscuridad. Las raciones de comida en conserva no podrían alimentar la imaginación como lo haría el estar en las profundidades... Y no había nada más para tocar. No tenían un refugio bien equipado como aquellos de los ricachones que había visto en las películas. Pero todo eso era parte de la magia. Su crudeza, su frío enterramiento era lo más atrayente de todo.

—¿Ma? —el niño titubeó a la puerta del refugio.

—¿Qué pasa ahora?

—En caso de que me olvide otra vez. ¿Tocarás el timbre? Avísame cuando sea hora de subir otra vez.

—Si no te das prisa y te largas de mi vista no podré tener lista la comida de tu padre.

Davey tradujo y sonrió. Ella tocaría el timbre como él se lo había pedido.

Diez minutos después, ella se limpió las manos en su falda y cogió el intercom.

—¿Qué quieres? Todavía no es hora.

—He encontrado una cosa, Ma.

—Siempre estás encontrando cosas. O subes o dejas de llamar cada cinco minutos. Tengo trabajo.

—Pero de verdad que he encontrado una cosa, Ma. Es un hombre. —Los dedos de su madre se crisparon en el intercom.

—¿Qué hombre? ¿Un extraño? ¿Qué es lo que te he dicho de los extraños?

Echó una mirada al reloj de la cocina, computó la hora con la llegada de su marido.

—Davey —trató de que él no se diese cuenta de su miedo—. ¿Como podría un hombre llegar hasta nuestro refugio? ¿Estás seguro de que no te estás inventando historias? Te conozco. Todo sueños y fantasías, como tu padre.

—Es una especie de hombre, Ma.

La madre de Davey descansó un poco.

—Lo sabía. Te estás inventando historias otra vez. Ahora escúchame, David. —David era cuando la reprimenda era seria, —sube inmediatamente, lávate y métete en la cama. Tú solo has estropeado las cosas. Es la última vez que vas a bajar al refugio. Lo digo en serio.

No hubo respuesta. Solamente la forma que tiene un teléfono de ampliar el sonido de la respiración, le avisaba que todavía estaba en contacto con el refugio subterráneo.

—¡Davey! —gritó. Tal vez era cierto que había un hombre extraño allá abajo.

—Ahora mismo subo, Ma.

Le hubiese abofeteado por haberle hecho creer cosas como esas.

—¿Qué es lo que te ha tenido tanto tiempo? ¿Por qué no contestabas? Si estás tratando de asustarme, voy a...

—Estaba pensando, Ma.

—Eso es todo lo que haces. Pero nunca piensas que podrías ayudarme algo en la casa.

—Estaba pensando si debiera traer al hombre conmigo.

Ella se exasperó.

—David. Sube ahora mismo.

—Ahora voy. Te he dicho que subiría.

Se oyó un click al colgarse el teléfono del subterráneo. Entonces, el sonido del ascensor subiendo del refugio. En unos minutos Davey llegó a la cocina. Dio un paso a un lado para que su madre pudiese ver la cabina del ascensor.

Su madre cayó al suelo de la cocina.

Davey la puso en una postura más cómoda y le dio un vaso de agua. Ella tomó mecánicamente el vaso y trató de beber algo. La mayor parte del agua cayó y le mojó la blusa, haciéndola transparente, marcando sus caídos senos como huevos fritos.

Se sentó y se apoyó contra la pared. Puso el vaso de agua en el suelo. Sin mirar para arriba, dijo:

—Saca esa cosa fuera de aquí. Llévatelo, hijo.

Davey frunció el ceño. Conocía la mayor parte de sus humores. Su enfado había sido fácil de tratar. Esta quietud resignada era algo nuevo.

—¿Adónde le puedo llevar?

—Solamente te pido que lo saques de aquí, Davey.

—Pero no es una cosa. Es un hombre. Un hombre de verdad. No te hará daño, Ma. Míralo. Está asustado. No te hará nada de daño.

El hombre en la cabina del ascensor se hallaba acurrucado en una posición fetal. No se había movido desde que la puerta del ascensor se había abierto en la cocina.

La madre de Davey enderezó su cuello y sus hombros. Miró hacia la cabina del ascensor. Se sonrojó enseguida, una sensación de pudor y vergüenza se asomó a su rostro. No podía mirar al hombre de nuevo.

—Cielos —dijo—. Sencillamente no sé lo que voy a hacer contigo, Davey. No lo sé. ¿Te ha tocado? ¿En algún sitio? Tú ya me entiendes.

Davey se asombraba de lo estúpidas que podían ser las mujeres. Todo tenía que ser complicado con las mujeres. Nada era sencillo y recto. Siempre veían cosas dónde no las había.

—¿Bien? ¿Lo hizo?

—Te he dicho, Ma. El no tocaría a nadie. Está demasiado asustado.

—No es de extrañar que esté asustado. Yo te voy a decir por qué está asustado. Porque si yo fuese a buscar un poli, le encerraría por ser un viejo asqueroso. Corriendo por ahí sin nada puesto.

—No estaba corriendo. Solo estaba sentado tranquilamente en el refugio.

—Escondiéndose probablemente. Eso es lo que hace. Esconderse. No me sorprendería que se haya escapado de alguna cárcel. Siempre lees cosas sobre ellos, que se escapan y se esconden en las casas. Cierra la puerta, Davey. Enciérrale.

—¿Para qué?

—Para que llamemos a la policía. A lo mejor hasta hay alguna recompensa. Además, no está bien que tu lo veas así, desnudo como está.

—Lo taparé.

—No harás nada de eso.

—Decídete de una vez, Ma. O se queda desnudo o le cubro con algo. ¿Qué se hace?

—¡Si me dices algo más!

La puerta trasera de la cocina se abrió y su desafío se cortó. Pasó su enfado a su marido.

—¿Y en dónde has estado?

—¿A dónde voy habitualmente todos los días? He estado trabajando. ¿Qué es lo que te tiene tan enfurecida esta vez?

—Él. Tu hijo. Si no son gatos y perros sarnosos son conejos o ratones blancos. Hoy se ha excedido. Ha traído un hombre a casa. Un extraño. Un extraño, desnudo y con ideas sucias.

—Está equivocada, Pa. Lo encontré abajo. Acurrucado como está ahora. Creo que está herido o algo semejante. No se ha movido desde la primera vez que lo vi. No ha hecho nada ni ha dicho nada como ella te quiere hacer creer.

El padre de Davey miró de hijo a esposa. Dijo:

—No tienes buena cara, Mary.

—No me encuentro bien. Me desmayé. Tuve tal susto cuando se trajo esa cosa.

—Siéntate. Voy a echar una ojeada.

—¿Puedo mirar, Pa?

—Mejor quédate junto a tu madre.

  

El padre de Davey se quitó su chaquetón de trabajo y se arrodilló junto al extraño desnudo. No sabía nada de medicina excepto lo que aprendió de primeros auxilios en las clases que daban periódicamente en la mina. Su examen era crudo y primario. Puso al extraño sobre sus espaldas, sintió su pecho y escuchó por los agujeros de la nariz por si había respiración.

—Está exhausto, creo. Probablemente esté medio muerto de hambre. Dame un vaso de agua.

David cumplió ansioso y se tomó la oportunidad para quedarse junto a su padre mientras éste abría los labios pálidos con el borde del vaso y forzaba el agua dentro de la boca del extraño.

—Mira sus ojos —dijo el chico—. ¿Verdad que son pequeños? Como las pequeñas cuentas negras que Ma lleva los domingos.

—Al menos se ha despertado.

El extraño hombre desnudo empujó con manos y pies para escaparse del padre de Davey. Se encogió contra la esquina más lejana de la cabina del ascensor. Se puso el brazo a lo largo de la cara.

—No quería insultar —dijo Davey—. No puedes remediar que tus ojos sean pequeños. No tienes por qué esconderlos. Siento haber dicho lo que dije. —Entonces, el extraño se quitó el brazo de la cara y se tapó las orejas con las manos.

Davey retrocedió para permitir que la luz de la cocina entrase en la cabina. Y otra vez los ojillos de cerdo se escudaron tras un brazo. El niño apretó los labios y silbó como lo hacen los vendedores de periódicos. Y el hombre trató de cubrir sus oídos y sus ojos al mismo tiempo. El padre de Davey vio lo que perseguía su hijo. Dijo:

—Está ciego como un murciélago a la luz del día.

—Estudiamos a los murciélagos en el colegio —dijo Davey, dolido de que le robasen sus conocimientos.

—¿Quién te ha pedido que te metas?

—Estudiamos a los murciélagos, y el maestro nos explicó cómo no ven por los ojos.

—Deberían de enseñarte a hablar sólo cuando te hablen.

—Y no solamente murciélagos. Muchas más cosas como los murciélagos viven en la oscuridad. No les hacen falta los ojos.

—¡Yo sé lo que tú necesitas!

—Es de vivir tanto tiempo en la oscuridad, nos dijo el maestro. No pueden ver en la oscuridad y por eso, gradualmente, sus ojos se hacen inservibles. Se guían por el sonido. Ya sabes, como el radar. Por eso se tapó los oídos cuando silbé. Sus ojos son casi inservibles. Todavía puede ver un poco, lo suficiente como para que la luz le moleste. Y sus oídos se han desarrollado extra sensitivos de modo que los ruidos ordinarios son demasiado fuertes para él.

—Tu eres un pequeño sabelotodo, ¿verdad? No es extraño que tu madre siempre se queje de las cosas que haces mientras estoy en el trabajo.

—¿Qué es lo que he hecho ahora? Sólo dije...

—Alardear, eso es lo que haces. No nos has dicho nada que no supiéramos ya.

Davey olfateó injusticia en el aire. Dijo, humildemente:

—Muy bien, Pa, ¿de dónde ha venido entonces?

Su padre se defendió.

—Tú deberías de saberlo. Tú lo encontraste.

—Quiero decir, antes de eso.

—Podría haber un sinfín de explicaciones. Podría ser hasta un convicto escapado.

—Yo ya le he dicho eso, —dijo la madre de Davey—. Lo que quiero saber es qué es lo que vamos a hacer con él. No os vais a estar ahí mirándolo todo el rato, ¿verdad?

—Me parece bastante inofensivo. Vamos a comer algo primero y después decidiremos.

—¡Comer algo! ¿Qué es lo que crees que he estado haciendo sino prepararte algo para comer? Pero no, siempre tiene que fastidiarme.

Desde afuera, a través del campo abierto, vino un largo, persistente balido fuera de tono. El padre de Davey rascó su boca y respiró duro y profundamente.

—Si no es una cosa es otra —dijo—. Voy a tener que esperar a que vuelva para comer.

—No me vas a dejar sola con eso —dijo su mujer.

—Tengo que hacerlo. Algo ha ocurrido en la mina, y ya conoces la regla cuando suena la sirena.

—¿Con que prefieres ir a salvar a alguno de tus compañeros en vez de quedarte para proteger a tu mujer?

—Consigues poner las cosas de la manera más ridícula, Mary.

—Es verdad ¿no es cierto?

—No, no es verdad. Y tú lo sabes. Si yo estuviese en esa mina y sonara la sirena, contarías con que los otros hombres fuesen a ver que es lo que iba mal. Lo mismo va por mí. De todas formas, tienes a Davey.

—¡Ese!

—Yo no quiero irme. Quiero quedarme aquí. Pero...

—Pero tienes miedo de lo que te dirían si no vas. No importa nada que ese animal pueda violarme.

El padre de Davey lanzó a la mujer una mirada de odio. Recogió el teléfono, preparándose para dar sus excusas.

—Debería de haberlo sabido —dijo, volviendo a colgar el auricular—. Es una obligación estar comprometido con una emergencia. Llamaré a la policía; que manden a alguien para que se quede aquí. No tardarán mucho. Estarán aquí antes de que yo esté a mitad de camino de la calle.

—Tú no te irás de esta casa hasta que no hayan llegado.

El padre de Davey se dio por vencido.

—Está bien. Los llamaré y esperaré a que lleguen.

Se volvió hacia su hijo.

—¿Qué crees que estás haciendo ahora?

—Pensé que a lo mejor querría comer algo. Tú mismo dijiste que estaba medio muerto de hambre. Le he dado parte de la pasta de harina que Ma iba a utilizar para hacer pan.

—Bueno, mientras le mantegan ocupado.

Davey estaba vagamente consciente de que su padre y su madre empezaban de nuevo con la discusión que habían mantenido anteriormente. Pero él estaba demasiado interesado en su tarea como para escuchar las palabras.

Si había alguna cosa que el extraño no había hecho era comerse la pasta de harina. Su primera reacción fue la de olería. Acaso porque era inaceptable o inidentificable como comida, no la comió. Se hallaba sentado, con su espalda apoyada contra la pared de la cabina, y acariciaba la pasta. Parecía inmensamente impresionado con su blandura, su plasticidad. Sus dedos amasaban, daban forma una y otra vez a la pasta.

Sin avisar, se la amontonó en una mano y estiró la otra hacia el rostro del niño. Davey inclinó su cabeza hacia atrás involuntariamente. Entonces vio que no le pretendía hacer ningún daño y permitió que los fríos, prehensibles dedos acariciasen su rostro. El toque era suave y delicado, no más molesto que las mojadas cuerdas colgantes en el túnel oscuro del Tren Fantasma en la feria que venía al pueblo dos veces al año. Pero enviaban el mismo tipo de escalofríos.

La mano volvió a la pasta de harina. Los ojos ciegos no miraban lo que los dedos hacían. Con la velocidad y oficio de un gran escultor, las manos blancas moldearon la pasta, haciendo hendiduras aquí, relieves allí, curvas precisas por todas partes. La forma final fue extendida para la inspección de Davey.

—Soy yo —suspiró este—. Soy yo exactamente ¿Se lo puedo enseñar a Ma? —Se rozó contra las manos del extraño en su intento de poseer la cabeza esculpida. Las manos se replegaron rápidamente, llevándose la cabeza consigo. Davey miró por encima de su hombro. No importaba. Todavía seguían discutiendo. No se hubiesen interesado.

El hombre en el ascensor estaba sentado tan inmóvil como el pan en sus manos, tanto que Davey pensó que estaba muerto. Puesto que parecía, si aún era posible, más pálido que nunca, y su respiración era tan débil que no hubiese molestado a una pasajera mota de polvo.

Pero no estaba muerto. Los dedos, al menos, cobraron vida de nuevo. Apretaron la pasta, destruyendo las formas, y volvían de nuevo a esculpir. Davey observaba mientras otra cabeza tomaba forma, incluso más deprisa que la vez anterior. Cuando vio la imagen resultante del propio extraño, se preguntó si la velocidad se debía a la familiaridad o a la desesperada lucha contra el tiempo.

Mientras miraba la pasta, surgía otra forma distinta. Estaba dividida en dos partes. Ambas partes moldearon otras dos cabezas. Una tenía los cabellos más largos que la otra, tenía un aire definitivamente femenino. Ambas cabezas poseían ojos no más grandes que cuentas. La otra cabeza podría haber sido la cabeza del propio escultor excepto que los rasgos eran más juveniles, mucho más juveniles.

Las esculturas de pan fueron puestas en el suelo. Dos manos, hasta ahora delicadas en el toque, se convirtieron en puños. Y dos puños machacaron las esculturas hasta convertirlas en dos montones de pasta.

—¿A dónde querías llegar y para qué has hecho eso?

Davey esperó para ver si habría otra muestra de virtuosismo escultórico próximo. Pero las manos estaban quietas. Todavía con el gesto de destrucción último, pero absolutamente quietas. Davey acercó su oreja al rostro frío y blanco. Salió del ascensor con lágrimas en los ojos.

—Está muerto, Pa. Está muerto.

—¿Qué? Espera, hay alguien en la puerta.

Desde este momento, Davey no captó ninguna palabra. Dos policías echaron una ojeada al cuerpo desnudo, hicieron muchas preguntas obvias. Y su padre se empeñaba en saber sobre la sirena de emergencia.

—¿De dónde vino? —preguntó el policía.

—De abajo. Mi hijo lo encontró en el refugio.

—Está muerto, Pa. Y me lo contó todo.

—Qué extraña criatura. Ojitos como cuentas. Sin ningún color. Debe de haber estado escondido allá abajo durante años.

—No sabría. Aparte de un chequeo mensual, nunca bajo al refugio. Davey juega allí a veces. Lo único que sé es que no había nadie abajo la última vez que estuve. Eso fue la semana pasada.

—No podía ver, Pa. Viviendo toda su vida en la oscuridad, nunca aprendió a ver. Por eso no podía dibujar como lo hacemos nosotros o como en las fotografías de las cuevas que tú me enseñaste una vez en la enciclopedia...

—¿Qué pasa en la mina? Debería irme en seguida.

—No hace falta. No ha habido ningún herido. Sólo un hundimiento en una de las galerías que estaban abandonadas durante años. Eso es todo.

—Está muerto, Pa. Y toda su familia. Tenía una mujer y un hijo pequeño.

—Gracias a Dios. Si hubiese sido serio y yo sin haber estado allí para ayudar, no podría volver a la mina.

—Fueron asesinados, Pa.

El policía dirigió una mirada de simpatía al padre de Davey. Ambos estaban casados. Algunas veces el deber les reclamaba en contra de los deseos de sus esposas. Sabían como era. Dijeron que se tenían que marchar. Mandarían un carro de la funeraria para el cadáver.

—¿Por qué nunca nadie escucha? —preguntó Davey.

Su madre dijo:

—Mejor será que hagas algo con esa cosa.

—Lo haré. He estado pensando. Quizá debiéramos marcharnos de aquí como tú siempre has querido. Tal vez sería mejor en algún otro lugar. Te diré una cosa; lo haré ahora. Telefonearé a la mina, les diré que no voy a volver.

—¿Por qué no te dejaban marchar cuando querías?

—Mira, ¿quieres irte o no?

—¿De esa manera? ¿No me das tiempo para recoger mis cosas?

—Creo que sería mejor. Sabes, coger carretera adelante. Coger el coche y dejar este infierno. Sé en donde puedo encontrar un trabajo. Una compañía que acaba de abrir. Podríamos estar en un motel mientras tanto.

Davey dijo:

—No os importa. A nadie le importa. Podría haber un pueblo entero allá abajo, pero no os importa.

—¿Bien, Mary?

—Creo que sí. Por una vez en tu vida tienes razón. Cuanto antes mejor. Voy a por mi maletín. No podría pasar un minuto más aquí.

Su marido cerró la puerta del ascensor del refugio, mandó la cabina abajo y puso el candado. Miró en su bolsillo buscando la llave de ignición. Notó las lágrimas de su hijo, le puso una mano en el hombro.

—Vamos, chico. Todavía eres joven. Aprenderás en seguida que un hombre tiene mucho que pensar en sus propios asuntos como para preocuparse por los demás. Deja que otro sea Jesucristo si lo desea. Tenemos un largo viaje por delante si queremos llegar al pueblo antes de que anochezca.

Davey miró por la ventana trasera del coche bastante después de que su casa se hubiese perdido en la distancia. Nadie se preocupa por nadie, pensó. No hacía más que recordar las manos y las esculturas. No era como si hubiese sido un animal lo que encontró. Era un hombre. Un hombre verdadero.

Entonces se puso de cara al frente y le dio un golpe a su padre en la espalda.

—Oye, Pa. —dijo—. ¡Mira eso! Un vuelo entero de jets. ¿A qué altura crees que están?

Título original:

NO BROTHER OF MINE

© 1963, by Nova Publications, reprinted by arrangement with E. J. Carnell

Traducción de Luis-Eduardo Aute