Se piensa

La Isla del Doctor Moreau

La Isla del Doctor Moreau fue una de las más famosas obras del gran escritor anticipativo, uno de los precursores de la moderna SF, Herbert George Wells. Hace algún tiempo, nos llegó por correo este artículo en que se estudiaba la obra, realizado por nuestro lector Jorge Fuentes Duchemin, doctor en Química y Profesor adjunto de la Facultad de Ciencias. No es esta su primera incursión en el campo de las letras, habiendo ya publicado algunos trabajos de investigación en revistas nacionales y extranjeras, pero sí el primero —y esperamos que no sea el último— que nos remite.

La angustia no se describe, únicamente se comunica. Decir de un relato que es «abominable», «siniestro», «horrible», «terrorífico», es no decir en realidad nada. Al contrario, el lector se pone en guardia y se prepara a pasarlo muy divertido. (¿Acaso es otra cosa la lectura?).

La angustia, en literatura, es más difícil de provocar que la risa. Simplemente, porque esta es más contagiosa que la otra. Las novelas de horror abusan generalmente de palabras que, describiendo el espanto, lejos de provocarlo lo entorpecen.

En «La Isla del Dr. Moreau», el espanto es algo que desemboca sobre cualquier cosa que lo amplifica y lo traspasa, y que no es más que una manera de reconsiderar nuestras preconcebidas ideas sobre el hombre. La angustia, de pura sensación física, se transforma así en metafísica, desborda del libro, ocupa nuestro pensamiento y lo trasciende.

Ya, desde las primeras líneas del libro, sabemos que Prentick, el narrador, acaba de vivir horas espantosas, y que es una víctima marcada por otros espantos mucho más grandes todavía.

Sin gran esfuerzo, reconocemos la atmósfera de las «Aventuras de Arturo Gordon Pym»: el mismo tono sordo, secreto, como de relato de una voz a la que el miedo estrangulase o velara, la misma enumeración negligente, indiferente, de detalles insólitos, inexplicables. Se sigue también un procedimiento similar porque, naufragado Prentick, desembarca en la pequeña isla perdida donde el Dr. Moreau se dedica a sus experiencias. El recién llegado se sorprende ante los extraños seres deformes y torcidos que sirven allí de marineros y peones. Los encuentra grotescos y hasta repulsivos. Sin embargo, nada inquietante se ha dicho todavía. Pero, por un sutil trabajo de estilo, Wells anuncia al lector, entre líneas y por debajo del texto, el terror que nuestro héroe no parece presentir aún.

Súbitamente, Prentick descubre que el singular doméstico que le sirve su comida tiene unas orejas puntiagudas, recubiertas de enormes pelos negros. Es el disparador del miedo. Entonces, el terror surge. Montgomery, el ayudante del Dr. Moreau, proporciona unas explicaciones oscuras e incompletas, que no hacen sino aumentar el malestar. Luego, el mismo nombre del médico, Moreau, célebre en otros tiempos en Gran Bretaña por sus extraordinarios trabajos sobre la vivisección, viene a esclarecer este terror y a proporcionarle un sentido...

No nos hemos topado todavía con nada realmente horrible. Nada pavoroso en torno a Prentick. Ni alaridos atroces, ni visiones de pesadilla. Solamente una lenta y pesada progresión de la sensación de malestar, que sin relacionarse con ninguna causa precisa se hace, sin embargo, cada vez más intolerable... Repentinamente, restalla en la noche un alarido de bestia torturada que se eleva y perdura hasta un grado casi insostenible. Después, el alarido se transforma, cambia a humano. Prentick ya no se contiene, y se precipita hacia el laboratorio de Moreau, en el que percibe una forma sangrante que parece humana: ¡El Dr. practica, pues, la vivisección con seres humanos!

Fuera de sí, Prentick deambula por la isla, descubriendo, aquí y allá, formas alucinantes, semi-hombres, semi-bestias, y llegando a la conclusión de que el repulsivo Moreau ha animalizado a sus semejantes. Nos hallamos así ante un nivel de la angustia que parece difícilmente superable. Pero Wells lo eleva todavía más: Moreau llega, disipa el malentendido, se explica. Él no animaliza a los hombres, antes al contrario, humaniza a los animales por medio de injertos, de esciciones, de manipulaciones de todo orden. La isla, en efecto, está poblada de hombres-cerdo, hombres-hiena, hombres-jaguares. Prentick, y el lector con él, deberían darse por satisfechos al comprobar que el horror no estaba en lo que ellos creían.

Y así es, en efecto. El horror es precisamente otro. La explicación tranquilizadora, gravemente ofrecida por Moreau, debería cancelar el drama. Pero, en realidad, lo que hace es renovarlo desde otras perspectivas. Así, la angustia, que había desaparecido, surge nuevamente, más intensa que nunca y sin punto de reposo. Los verdugos saben muy bien que las torturas más eficaces no son, necesariamente, las más dolorosas, sino las más inesperadas, aquellas que sorprenden al paciente cuando este se creía ya fuera de peligro. Bajo este aspecto, los escritores de relatos de angustia tienen mucho de la técnica de los torturadores...

Pero Wells sobrepasa también este estadio, aún después de habernos destilado el espanto largamente, sabiamente. El secreto de este libro está, precisamente, en esta constante superación del tono angustioso, y así, el nivel superior, metafísico, de la angustia, solo se alcanza cuando Prentick, héroe y víctima, fuera ya de la isla y de sus monstruos, liberado por fin del pavor sufrido, descubre, de pronto, que sus razones para estar asustado están, y estarán de ahora en adelante, siempre presentes en torno suyo.

Ciertamente, es aquí donde nos encontramos plenamente con el gran Wells. El Wells que, so color de escribir relatos de ficciones científicas, difunde constantemente las concepciones éticas y sociales que le son más queridas. Y ello sin monsergas, ni sermones. Esto tiene, más bien, el aspecto de una Revelación. La visión de un Wells que, desde detrás de los decorados y los actores del drama futurista al cual asistimos, surge de pronto y lo reduce todo a una simple yuxtaposición de símbolos: «Este drama, parece decir el autor, este drama de otro planeta, de otro siglo futuro, de una isla desierta. ¡Este drama, al que habéis asistido con la absoluta certeza de que no os concernía en nada, es vuestro drama! ¡Estos marcianos, estos hombres del año 10.000, estos hombres-cerdos del Dr. Moreau, sois vosotros!».

  

La novela de Wells fue trasladada a la pantalla en una cinta denominada Island of Lost Souls, con Charles Laughton y Bela Lugosi en los papeles estelares

Y, bajo este aspecto, Wells, es el verdadero padre de la S. F., pues Verne, que tiene indudablemente otras cualidades, no alcanzó esta dimensión en la que el presente y el futuro se confunden en una misma interrogación. La aventura del hombre invisible, la del piloto de la máquina del tiempo, o la del durmiente que despierta en un mundo futuro, o esta misma de Prentick en la isla de los hombres-bestias, son nuestras aventuras. Con su mezcla de ciencia y de ficción, Wells nos descubre otro mundo. Y, cuando ya estamos bien apercibidos de que este otro mundo nos es ajeno, de pronto nos muestra que todo ello somos nosotros mismos, pero vistos desde otro ángulo. Porque, una vez descubierta la isla diabólica, sus monstruos inquietantes, sus laboratorios llenos de escalpelos y alaridos, no es muy difícil el imaginar que hay otros «Doctores Moreau» mucho más próximos a nosotros en el tiempo, así como también otros monstruos, ni hombres ni bestias.

Novela de angustia esta, sí; pero de una angustia que es algo más que un simple pavor superficial o un estremecimiento nervioso. Una angustia que, en la sobrecargada atmósfera de la isla, hace resurgir el viejo miedo ancestral que asedia al hombre desde el día en que, adoptada la posición vertical y descubierto el fuego, se le ocurre pensar en lo que realmente sea esta cosa que llamamos hombre.

JORGE FUENTES DUCHEMIN