EL GRUPO

ROGER ZELAZNY

Roger Zelazny es una de las más brillantes estrellas en el firmamento de la actual ciencia ficción. Aún muy joven, sus primeros relatos no comenzaron a aparecer hasta 1962, y al siguiente año su historia Una rosa para Eclesiastes, quedó finalista en el Premio Hugo. Igualmente, en la primera entrega de los Nebula, premios concedidos por el sindicato de autores de ciencia ficción norteamericanos, ganó dos de las cinco categorías en liza. Anteriormente, Nueva Dimensión había presentado uno de sus relatos: Mío es el reino, aunque fuera bajo el seudónimo de Harrison Denmark.

ilustrado por JOSÉ M.ª BEÁ

Estaban bailando...

...en la Fiesta del siglo, la Fiesta del milenio, la mayor Fiesta de todas las Fiestas...

...realmente, y también según el calendario...

...y deseaba aplastarla, hacerla pedazos...

En realidad, Moore no veía el pabellón por el que se movían, ni contemplaba los centenares de sombras sin rostro que planeaban a su alrededor. No prestaba ninguna atención particular a los flotantes globos de luz coloreada que los seguían por encima y detrás.

Notaba esas cosas, pero no olía el aroma de aquel abeto reliquia de la pasada Navidad que giraba en su brillante pedestal en el centro de la habitación, mientras perdía sus incombustibles hojas y tradiciones a seis días del hecho.

Todo ello era abstraído y olvidado, inhalado y archivado...

En unos pocos momentos estarían en el dos mil.

Leota (nacida Lilith) descansaba en el hueco de su brazo como una vibrante flecha, hasta que deseó quebrarla o dispararla (no sabía hacia que blanco), aplastarla hasta dejarla inerte, y hacer que la samadhi o miopía, o lo que fuese, desapareciera de sus ojos verdigrises. Pero entonces, cada vez, se apretaba contra él y susurraba algo a su oído, algo en francés, un idioma que él aún no hablaba. Por suerte, ella seguía a su inepto guía del baile con tal perfección, que no era raro que imaginase que podía leer su mente por pura quinestesia.

Lo cual lo hacía todo peor. Y, además su aliento envolvía su cuello con una cálida humedad que se extendía por debajo de su chaqueta como una infección invisible. Entonces, él murmuraba «C’est vrai», o «Maldición», o ambas cosas, y trataba de aplastar su blancura nupcial (bordeada por encajes negros), y ella se transformaba de nuevo en una flecha. Pero estaba bailando con él, lo cual era una cierta mejora sobre lo ocurrido el año pasado (para él) y ayer (para ella).

Ya casi estaban en el dos mil.

Ahora...

La música se hizo pedazos y volvió a renacer en una pieza mientras los globos escupían la luz del día. La tonada le recordó que las viejas amistades eran una cosa memorable.

Casi se rió entonces, pero las luces se apagaron un momento después, y se encontró ocupado.

Una voz que hablaba justamente tras él, tras todos ellos, dijo:

—Estamos en el dos mil. ¡Feliz año nuevo!

La aplastó.

Nadie se preocupaba por Times Square. Las multitudes de la citada plaza habían estado viendo una transmisión de la Fiesta en una pantalla del tamaño de un campo de fútbol. Ahora mismo, los mirones se estaban divirtiendo con primeros planos de parejas en la pista de baile, tomadas con luz negra. Tal vez en aquel preciso instante, se imaginó Moore, ellos mismos eran el tema de una hilarante escena que estaba siendo servida en aquella colosal placa de Petri al otro lado del océano. Era muy posible, si se consideraba a su pareja.

No obstante, no le importaba si se reían de él. Ya había llegado demasiado lejos para que le importase.

«Te amo», dijo silenciosamente (Usó de las mismas palabras mentalmente para suponer una respuesta, y esto le hizo sentirse algo más dichoso). Entonces las luces mariposearon una vez más y se recordaron a las viejas amistades. Un chubasco compuesto por un centenar de arcos iris desmenuzados comenzó a caer sobre las parejas; espirales de confetti que se disolvían lentamente flotaron entre las luces, esfumándose mientras descendían sobre los danzarines; las peludas proyecciones de cometas-dragones chinos nadaban por lo alto, sonriendo mientras se abrían paso por entre la tormenta.

Volvieron a bailar, y le hizo la misma pregunta que le había hecho el año anterior:

—¿No podríamos estar a solas, juntos, en alguna parte, aunque solo fuera un momento?

Ella ahogó un bostezo.

—No. Me aburro. Voy a irme dentro de media hora.

Si las voces pueden ser profundas y ricas, la de ella era de una opulencia que le llenaba la garganta. Su garganta era dorada, con un bello bronceado solar.

—Entonces pasémosla hablando... en uno de los comedores pequeños.

—Gracias, pero no tengo apetito. Tienen que verme durante esa media hora.

El Moore primitivo, que pasaba la mayor parte de su vida adormecido en lo profundo del cerebro del Moore civilizado, se alzó sobre sus patas, pero el Moore civilizado lo amordazó con un rugido, pues no quería estropear las cosas.

—¿Cuándo la veré de nuevo? —preguntó cariacontecido.

—Tal vez el día de la Bastilla —susurró ella—. Hay esa Liberté, Egalité, Fraternité Fête Nue...

—¿Dónde?

—En el Domo del Nuevo Versalles, a las nueve. Si desea una invitación veré que reciba una...

—Si, consígame una.

«Te la hizo pedir», masculló el Moore primitivo.

—Muy bien, la recibirá en Mayo.

—¿No podría perder un día o dos conmigo, ahora?

Negó con la cabeza, mientras su cofia rubio azulada encendía su rostro.

—El tiempo es demasiado precioso —susurró en un burlón pathos—, y los días de las Fiestas no tienen fin. Me pide que corte años de mi vida para regalárselos.

—En efecto.

—Pide demasiado —sonrió.

Deseaba maldecirla e irse inmediatamente, pero aún deseaba más seguir con ella. Tenía veintisiete años, una edad que no le gustaba en absoluto, y se había pasado el año 1999 deseándola. Hacía dos años, había decidido que se iba a enamorar y a casarse... porque finalmente estaba en condiciones económicas adecuadas para hacerlo sin alterar su nivel de vida. Pero, no hallando una mujer que combinase las mejores cualidades de Afrodita y de un computador digital, se pasó todo un año en un safari, siguiendo tras las huellas de su destino.

La invitación a la Fiesta Orbital de Año Nuevo de los Bledsoe —que había perseguido al año viejo a través de todo el mundo, siguiéndolo a lo largo de la línea internacional del tiempo hasta que hubo desaparecido del planeta— le había costado un mes de paga, pero le había dado la primera visión de Leota Mathilde Mason, la belleza de los Durmientes. Olvidándose de la parte referente al computador digital, decidió, allí y en aquel mismo momento, enamorarse de ella. En muchos aspectos, resultaba anticuado.

Había hablado con ella exactamente noventa y siete segundos, de los que los primeros veinte habían sido gélidos. Pero se dio cuenta de que ella existía para ser admirada, por lo que insistió en admirarla. Finalmente, ella había consentido en ser vista bailando con él en la Fiesta del Milenio en Estocolmo.

Había pasado el siguiente año imaginando como seducirla para que regresase a una forma humana de existencia. Ahora, en la ciudad más bonita del mundo, le había informado de que estaba aburrida y de que iba a retirarse hasta el día de la Bastilla. Fue entonces cuando el Moore primitivo se dio cuenta de algo que el Moore civilizado debía de haber sabido desde el principio: que la próxima vez que la viese ella tendría aproximadamente dos días más mientras que él ya casi tendría veintinueve años. El tiempo no pasa para el Grupo, pero la edad es el precio de la existencia mortal. El dinero de ella podía comprarle el más deseable de todos los caprichos narcisistas: el tanque congelador.

Y tenía menos posibilidades que un copo de la nieve de Estocolmo en el Congo, de lograr hablar con ella; de lograr hablar más que algunas frases inconexas, y aún menos de lograrla convencer para que saliese del club de la congeladora (Ahora mismo, Wayne Unger, el laureado poeta del Grupo, estaba acercándose para arrebatársela, con la expresión de un profesional del golf a punto de dar una lección a un novato).

—Hola Leota. Perdone, señor...

El Moore primitivo dio un bufido y le golpeó en la cabeza con su clava, pero el Moore civilizado dejó irse a una de las más inaccesibles mujeres del mundo con uno de los dioses del Grupo.

Ella sonreía. Él sonreía. Se fueron.

Durante todo el camino de regreso a San Francisco, sentado en el bar de la estratonave, en el año del Señor dos mil —o sea dos, cero, cero, cero—, Moore estuvo pensando en que el Tiempo estaba dislocado.

Pasaron dos días antes de que llegase a una conclusión sobre lo que iba a hacer.

Se preguntó a sí mismo (mientras se hallaba en el balcón-burbuja de su apartamento en las Cien Torres del complejo Hilton-Frisco): ¿Es esta la muchacha con la que me quiero casar?

Se contestó a si mismo (mirando alternativamente a los capilares de tráfico bajo sus pies y a la Bahía): Sí.

¿Por qué?, quiso saber.

Porque es hermosa, contestó, y el futuro será encantador. Quiero que sea mi hermosa esposa en el encantador futuro.

Así que decidió unirse al Grupo.

Se daba cuenta de que lo que estaba planeando no iba a ser una tarea fácil. Primero, necesitaba dinero, cantidades de dinero: verdes extensiones de Presidentes, para distribuirlos discretamente en los lugares adecuados. El siguiente requisito era distinción y ser popular. Desafortunadamente, el mundo estaba lleno de ingenieros eléctricos, atareándose en sus semanas laborales de veinte horas, afanándose en proyectos favoritos... competentes, capacitados y hasta inspirados, pero que no contaban con los requisitos necesarios. Así que sabía que iba a ser difícil.

Se sumergió en la investigación con un único objetivo; empleó cuarenta, sesenta u ochenta horas semanales: leyendo, diseñando, estudiando cursos grabados de asignaturas que jamás había necesitado. Se olvidó de las diversiones.

Hacia Mayo, cuando recibió la invitación, contempló la tarjeta impresa (no estatofotocopiada) de pergamino (no de plástico) con ojos cansados. Había registrado ya nueve patentes, y tenía otras tres pendientes. Había vendido una y estaba negociando con la Compañía Minera Akwa sobre un proceso de purificación del agua que, creía, ya casi tenía conseguido. Al menos tendría dinero, pensó, si lograba mantener ese ritmo.

Puede que hasta algo de fama. Esta parte dependía principalmente de su proceso de purificación y de lo que hiciera con el dinero. Leota (nacida Lorelei) atisbaba por entre las páginas de fórmulas, estaba descompuesta en cubos —al estilo de Braque— en las líneas de sus diseños; ardía mientras él dormía, dormía mientras él ardía.

En Junio, decidió que necesitaba un descanso.

—Asistente de Jefe de División Moore —le dijo al rostro del acicalador (su laudable actitud hacia el trabajo le había logrado una promoción en la División de Cierres Herméticos de la firma Equipos de Presión, Incorporada)— usted necesita un mejor francés y bailar con más soltura.

Las manos del acicalador pasaron por sobre su ondulado cabello y cepillaron, aplanándolos, los rizos sobre sus orejas. Los cansados ojos, frente a él, asintieron azulados; estaban cansados de estudiar abstracciones.

La intensidad de su recreación, a pesar de todo, fue tan agotadora a su manera como lo había sido el trabajo. Su musculatura mejoró mientras saltaba ingrávido en la Sala de Trampolines del Satélite-3 de la Asociación de Jóvenes Cristianos; sus pasos de baile parecieron más gráciles cuando hubo girado con un centenar de robots y diez docenas de mujeres; tomó el curso acelerado por drogas de francés de la Bertlitz (no haciéndolo por el sistema más rápido de las series de estimulación electrocerebral, porque había oído el rumor de que esto le haría perder reflejos para el final del verano); y notaba que estaba comenzando a sonar mejor: había contratado a un entrenador en conversación y horneaba piezas teatrales de la Restauración en su almohada (y esperaba que en su cabeza) cada vez que dormía (generalmente, una vez cada tres días, ahora)... así que, a medida que se acercaba la Fête, se comenzó a sentir como un cortesano del Renacimiento (un cortesano cansado).

Mientras contemplaba al Moore civilizado en el interior de su acicalador, el Moore primitivo se preguntaba cuanto duraría esa sensación.

Dos días antes de ir a Versalles, se bronceó uniformemente, y decidió lo que le iba a decir a Leota esta vez:

...¿Te amo? (¡Infiernos, no!).

...¿Abandonarías el circuito helado? (¡Bah, bah!)

...Si me uniera al Grupo, ¿te unirías a mí? (Esta parecía ser la mejor forma en que decirlo).

Así pues, su tercer encuentro iba a variar en contenido: nada ya de forcejeos en los desiertos de lo prosaico. El cazador iba a adentrarse entre las malezas. ¡Adelante!, sonrió el Moore metido en el acicalador; ¡a por la victoria!

Ella iba vestida con un corpiño de pálidas orquídeas mutantes. El giratorio domo del palacio se movía tejiendo cantarines zodíacos y los suelos fluorescían con fuegos embrujados. Tenía el poco confortable sentimiento de que las flores estaban creciendo allí, justamente encima de su seno izquierdo, como un exótico parásito; y resentía su intrusión con un mezquino deseo de posesión que sabía poco adecuado para un hombre del Renacimiento. No obstante...

—Buenas tardes. ¿Qué tal crecen esas flores?

—Apenas, y bastante contradictoriamente —decidió ella, sorbiendo algo verde a través de una larga caña—. Pero se aferran a la vida.

—Con una comprensible pasión —indicó él, tomando su mano. Ella no la retiró—. Dime Eva de los Microprosopos... ¿A dónde te diriges?

El interés mariposeó por su rostro y se posó en sus ojos.

—Tu francés ha mejorado, Adam... ¿Kadmon...? —notó ella—. Me dirijo hacia adelante. ¿A dónde te diriges tú?

—En la misma dirección.

—Lo dudo... por desgracia.

—Dúdalo todo lo que quieras, pero ya somos ríos que fluyen paralelos.

—¿Es esa una presunción nacida de algún premio a la ingeniería?

—Contémplame fabricándome un tanque congelador.

Los ojos de ella lo miraron como rayos X, calentando sus huesos.

—Sabía que tenías algo en mente. Si lo dijeras en serio...

—Los espíritus caídos tenemos que apoyarnos los unos a los otros aquí, en Malkuth... Lo digo en serio. —Tosió, y habló con urgencia: —Podríamos ponernos de pie, juntos, como si estuviéramos bailando. Veo a Unger; él nos ve a nosotros, y quiero seguir contigo.

—De acuerdo.

Dejó su vaso en una bandeja flotante y lo siguió hasta la pista de baile y bajo el zodíaco en rotación, dejando al miembro del Grupo Unger frente a un laberinto de carne. Moore se rió de su problema.

—Es más difícil el reconocer la identidad de la gente en una fiesta desnuda.

Ella sonrió.

—Sabes, bailas distinto ahora que la pasada noche.

—Lo sé. Escucha; ¿como puedo conseguir un iceberg privado y una llave a Schlerafenland? He pensado que pudiera ser divertido. Ya sé que no es un asunto de genealogía, ni siquiera de dinero, aunque ambas cosas parecen ayudar a conseguirlo. He leído toda la literatura, pero me iría bien algún consejo práctico.

Su mano tembló, apenas perceptiblemente, sobre la de él.

—¿Conoces a la Decana? —preguntó, en un tono que casi era una afirmación.

—Principalmente por lo que se rumorea de ella —contestó—, diciendo que es una vieja gárgola que han congelado para que ahuyente a la Bestia cuando llegue el día de Armageddon.

Leota no sonrió. Por el contrario, se transformó de nuevo en una flecha.

—Más o menos —replicó con frialdad—. Ahuyenta a las bestias humanas que quieren introducirse en el Grupo.

El Moore civilizado se mordió la lengua.

—Aunque muchos no la aprecian —continuó ella, animándose algo más a medida que reflexionaba—, siempre la he considerado como una delicada pieza de porcelana china. Me gustaría llevármela a casa, si es que tuviera una casa, y colocarla sobre mi mantel, si es que tuviera un mantel.

—He oído decir que armonizaría perfectamente con la Sala Victoriana del Museo Americano —se aventuró a decir Moore.

—En realidad, nació durante el reinado de Vicky... y tenía unos ochenta años cuando fue inventado el tanque de congelación... pero puedo decir, con conocimiento de causa, que eso es todo.

—¿Y decidió el ir callejeando por el Tiempo a esa edad?

—Precisamente —contestó Leota—; sobre todo, porque desea ser el árbitro inmortal de la trans-sociedad.

Giraron con la música. Leota se había vuelto a relajar.

—A los ciento diez años, ya está camino de convertirse en un arquetipo —recalcó Moore—. ¿Es por eso por lo que es tan difícil conseguir una entrevista con ella?

—Esa es una de las razones... —le dijo ella—. Si, por ejemplo, tu quisieras hacer una petición para entrar en el Grupo de las Fiestas ahora, tendrías que esperar a pesar de todo hasta el verano que viene para la entrevista... suponiendo que te fuera concedida.

—¿Cuántos deben de estar en la lista de los peticionarios?

Ella cerró los ojos.

—No lo sé. Millares, supongo. Claro que ella solo ve a unas pocas docenas. Los otros han sido seleccionados, tamizados, investigados y descalificados por los directores. Entonces, como es lógico, ella tiene la última palabra sobre quien entra.

Repentinamente verde y límpida —como la música, las luces, los ultrasonidos y las delicadas fragancias narcóticas del aire— la sala se convirtió en un lugar frío y oscuro en el fondo del mar, soñadora y nostálgica como la mente de una sirena contemplando las ruinas de la Atlántida. El elegíaco genio del recinto los unió con una especie de sutil gravitación, y la notó fresca y adherente mientras él proseguía:

—En realidad, ¿cuál es su poder? Ya he leído las cintas; sé que es una de las principales accionistas, pero ¿qué hay con eso? Los directores podrían votar en contra de ella. Si les pagase...

—No lo harían —le atajó ella—. El dinero de ella no es lo que cuenta, sino su valor como institución.

«Lo esencial en ella es la cualidad de exclusividad que hace que el Grupo sea el Grupo —prosiguió—. Los imitadores siempre fallan porque les falta su discriminación. Aceptan a cualquier cuerpo aburrido con tal de que pueda pagar. Esta es la razón por la que la Gente Que Cuenta —(pronunció las mayúsculas)— nunca atienden o patrocinan otros actos que no sean los del Grupo. Toda exclusividad desaparecería de la Tierra si el Grupo rebajara sus standards.

—El dinero es el dinero —recordó Moore—. Si otros pagasen lo mismo por sus fiestas...

—...Entonces la Gente que aceptase su dinero dejaría de Contar. El Grupo los boicotearía. Perderían su élan, serían considerados como mercachifles.

—Eso suena como si fuera una viciosa cinta de Moebius.

—Es un sistema de castas con sus mecanismos de balance y control. Lo cierto es que nadie desea alterarlo.

—¿Ni siquiera los que no son aceptados?

—¡Tonto! Esos serían los últimos en hacerlo. No hay nada que les impida comprar sus propios tanques congeladores, si es que disponen del dinero suficiente, y esperar otros cinco años para intentarlo de nuevo. De cualquier manera, si es que invierten juiciosamente su capital, la espera los hará más ricos. Algunos llevan décadas esperando, y siguen en ello. Algunos lo han logrado tras persistir muchos años. Eso hace que el juego sea más interesante, y el éxito más satisfactorio. En un mundo de tranquilidad física, brutal igualdad social y una igualdad económica razonable, la exclusividad en lo frívolo se convierte en la más buscada de todas las distinciones.

—Bienes —le corrigió él.

—No —indicó ella—. No está en venta. Trata de comprarla, y verás lo que te pasa si tan solo puedes ofrecer dinero.

Esto le trajo a la mente otras consideraciones más inmediatas.

—Si se superan todas las otras pruebas, ¿cuál es el coste?

—La regla que lo regula es lo suficientemente maleable como para permitir que una persona cualificada pueda pagar su inscripción. Garantiza que se le mantendrá, tanto en el tanque congelador como en las Fiestas, hasta el momento en que sus rentas alcanzan el coste de sus adeudos. Así que, aunque solo posea una fortuna mediana, aún es elegible. Esto es algo que se hace necesario si es que queremos mantener nuestros ideales democráticos.

Ella perdió la mirada en la distancia, y luego la enfocó de nuevo.

—Usualmente se llega a un acuerdo por el que se toma una serie de porcentajes escalonados de sus inversiones. De hecho, cuando uno liquida sus bienes, cuenta con la ayuda de un consejero del Grupo, que recomienda la mejor forma en que hacerlo.

—El Grupo debe de llevarse una buena tajada de ello.

—Certainement. Es un negocio, y las Fiestas no salen baratas. Pero, como uno es miembro del Grupo, el ser accionista es uno de los requisitos, y somos una corporación restringida que paga altos dividendos, la fortuna de uno va en aumento. Si fueras aceptado, te inscribieras y luego te fueses solo al cabo de un mes de tiempo objetivo, habrían pasado unos veinte años reales. Serías un mes más anciano y mucho más rico... y quizá algo más juicioso.

—¿Dónde tengo que ir para poner mi nombre en la lista?

Lo sabía, pero aún tenía esperanzas.

—Podemos llamar esta noche, desde aquí. Siempre hay alguien en la oficina. Te visitarán dentro de una semana, más o menos, tras la investigación preliminar.

—¿Investigación?

—No es nada que te tenga que preocupar. ¿O es que tienes antecedentes criminales, has estado loco, o tienes una cuenta corriente deficitaria?

Moore negó con la cabeza.

—No, no y no.

—Entonces la pasarás.

—Pero, ¿acaso tendré alguna posibilidad de entrar, en competencia contra todos esos otros?

Fue como si una sola gota de lluvia le cayera sobre el pecho.

—Sí —le replicó ella, apoyando su mejilla contra el hueco de su cuello y mirando por encima de su hombro para que no pudiera ver la expresión de su rostro—. Recorrerás todo el camino hasta la madriguera de Mary Maude Mullen con un miembro apadrinándote. Esa última valla tendrás que saltarla tu solo.

—Lo haré —afirmó.

—...Puede que la entrevista solo dure segundos. Es rápida; sus decisiones son casi instantáneas, y nunca se equivoca.

—Lo haré —repitió, exultante.

Sobre ellos, el zodíaco se despedazó.

Moore encontró a Darryl Wilson en un barmático en los Poconos. El actor se había abandonado; ya no era el hombre al que Moore recordaba en las series tridi de tema fronterizo que tantos premios habían merecido. Aquel hombre había sido un vikingo de las praderas, de mentón como un espolón y rostro barbudo. En cuatro años había ocurrido una avalancha facial, dejando huecos y fisuras en su entrecejo y espolvoreando el vello facial con un tono más blanco. Wilson lo había mantenido en esta forma, y había cauterizado su buche con el agua de fuego que había estado negando semanalmente a los Pieles Rojas. Los rumores decían que estaba ya en su segundo hígado.

Moore se sentó junto a él e insertó su tarjeta de crédito en el orificio del mostrador. Pulsó un Martini y esperó. Cuando se fijó en que el hombre no se daba cuenta de su presencia, observó:

—Usted es Darryl Wilson y yo soy Alvin Moore. Deseo preguntarle algo.

Los ojos que tan bien habían apuntado antes, no supieron ahora enfocar.

—¿Periodista?

—No, un viejo admirador suyo —mintió.

—Pregunte entonces —dijo la voz, todavía familiar—. Está en cámara.

—Mary Maude Mullen, la maldita diosa del Grupo —preguntó—. ¿Cómo es?

Los ojos entraron finalmente en foco.

—¿Se presenta usted para ser deificado en esta sesión?

—Exactamente.

—¿Qué es lo que piensa?

Moore esperó; pero no hubo más palabras, así que finalmente preguntó:

—¿Acerca de qué?

—De cualquier cosa. Lo que quiera.

Moore tomó su copa. Decidió seguir con el juego, si es que eso hacía más tratable al hombre.

—Creo que me gustan los Martinis —declaró—. Ahora...

—¿Por qué?

Moore gruñó. Tal vez Wilson estuviera ya demasiado ido para servirle de ayuda. No obstante, valía la pena hacer otro intento...

—Porque relajan y son tónicos al mismo tiempo, lo cual es algo que necesito tras todo lo que he pasado.

—¿Por qué quiere estar relajado y tonificado?

—Porque lo prefiero a no estarlo.

—¿Por qué?

—¿Qué infiernos significa todo esto?

—Perdió. Vuélvase a casa.

Moore se puso de pie.

—Supongamos que he salido y vuelto a entrar y que empezamos de nuevo. ¿Vale?

—Siéntese. Las ruedas me giran lentamente, pero aún me giran —dijo Wilson—. Estamos hablando de lo mismo. Quería saber como es Mary Maude. Pues es así: toda preguntas. Preguntas inútiles. Las actitudes son una enfermedad contra la que nadie es inmune, y que fácilmente varían en la misma persona. En dos minutos te las desentraña, y tus respuestas dependen de la bioquímica y del tiempo. Igual que su decisión. No hay nada que puedas hacer. Ella es puro capricho. Es la vida. Es horrorosa.

—Eso es todo?

—Rechaza a la gente que no es apta. Eso basta. Váyase.

Moore terminó el Martini y se fue.

Aquel invierno Moore hizo una fortuna. Pequeña, pero fortuna al cabo.

Dejó su trabajo para pasar a un empleo mejor con la Empresa Minera Akwa, en el Laboratorio de Investigación de la División de Oahu. La añadía diez minutos a sus viajes, pero el cargo de Director de Proceso sonaba mejor que el de Asistente de Jefe de División, y estaba ansioso por tener un título más resonante. No cedió el paso en su apresurado plan para obtener una aceptabilidad social, y uno de sus resultados fue ser llamado a juicio en Enero.

El Grupo, según le habían asegurado, prefería los candidatos masculinos divorciados a los perpetuos solterones. Por esta razón, había consultado a una muy respetable firma de contratistas matrimoniales y firmado una opción renovable a los tres meses, por una sola compañera: Diane Demetrios, una modelo desempleada de ascendencia Greco-Libanesa.

Uno de los problemas de las modelos, decidió más tarde, era que había demasiadas imágenes femeninas, mejoradas quirúrgicamente, en la plantilla laboral. Era una profesión en la que era difícil mantenerse empleada. Su recién adquirido status había sido motivo suficiente para inducir a Diane a presentar una demanda por incumplimiento de promesa, basada en el alegato de un acuerdo oral de que el contrato opcional sería renovado.

Los Servicios de Contratación Social Burguess enviaron, claro está, un mediador, adecuadamente solícito, y pagaron los gastos del juicio así como las minutas médicas por la nariz rota de Moore (Diana le había golpeado con Lo esencial del modelado de alta costura, un pesado manual ilustrado que era su talismán y que siempre llevaba dentro de una funda de plástico, mientras dormía junto a la piscina).

Así que para el mes de marzo, Moore se sintió dispuesto, concienzudo y capaz de enfrentarse con la última ciudadana con vida del siglo diez y nueve.

Sin embargo, para mayo comenzaba a creer que se había sobrepasado en su entrenamiento. Estuvo tentado por la idea de tomar unas vacaciones de un mes de su trabajo por motivos psiquiátricos, pero recordó la pregunta de Leota acerca de su salud mental. Vetó la idea y pensó en Leota. El mundo se detuvo mientras su mente giraba. Culpablemente, se dio cuenta de que no había pensado en ella desde hacía meses. Había estado demasiado ocupado con su programa autodidáctico, su nuevo empleo y Diane Demetrios para pensar en la reina del Grupo, su amor.

Sonrió.

Vanidad, decidió; la deseo porque todo el mundo la desea.

No, esto no era totalmente cierto... Deseaba... ¿el qué?

Pensó en sus motivos y en sus deseos.

Entonces se dio cuenta de que sus objetivos habían variado: el acto se había transformado en actor. Lo que en realidad deseaba, primeramente y por encima de todo, era entrar en el Grupo: esa estratonave de lujo que cruzaba los siglos, volando hacia el mañana y el mañana y todos los días que venían luego... el volar alto, como esos dioses de la antigüedad que aparecían en los ritos de los equinoccios, que dormían entre las procesiones, y se volvían a manifestar a cada nueva estación, mientras que la masa de la humanidad vivía todos esos días aburridos que habían entre ellas. El ser parte de Leota era ser parte del Grupo, y eso era lo que deseaba ahora. Así que naturalmente era vanidad. Era amor.

Rió a carcajadas. Su autosurf rasgó la azul lente que era el Pacífico como si fuera un diamante tripulado, echándole los fríos y aguzados fragmentos al rostro.

  

El regresar del cero absoluto, como un nuevo Lázaro, no es ni doloroso ni desconcertante, al principio. No se nota ninguna sensación hasta que uno alcanza la temperatura de un cadáver razonablemente caliente. Pero, para ese momento, una inyección de nirvana flota por los congelados ríos del cuerpo.

Tan solo es cuando comienza a retornar la consciencia, pensó la señorita Mullen, a retornar con la suficiente fuerza como para que uno se de completa cuenta de lo que ha ocurrido —que el vino ha sobrevivido otra temporada en la incierta bodega, haciéndose más preciada su solera—, tan solo entonces entra un miedo impronunciable a formar parte de las siluetas mundanas del mobiliario del dormitorio... por un momento.

Es más que nada una actitud supersticiosa, un temblor mental ante la posibilidad de que el fundamento de la vida, de la vida de uno mismo, haya sido alterado en alguna forma indefinible. Pasa un microsegundo, y entonces solo resta un vago recuerdo de un mal sueño.

Se estremeció, como si el frío estuviera todavía encerrado en sus huesos, y apartó la noción de las pesadillas pasadas.

Fijó su atención en el hombre de bata blanca que se hallaba a su cabecera.

—¿A qué día estamos? —le preguntó.

Era un puñado de polvo en los vientos del Tiempo...

—Diez y ocho de agosto, dos mil dos —contestó el puñado de polvo—. ¿Cómo se siente?

—Estupendamente, gracias —decidió ella—. Acabo de llegar a un nuevo siglo, con lo que ya he visitado tres... así que, ¿por qué no iba a estar estupendamente? Pienso visitar aún muchos más.

—Estoy seguro de que lo hará, señora.

Los pequeños mapas que eran sus manos ajustaron la colcha. Alzó la cabeza.

—Dígame lo que haya de nuevo en el mundo.

El doctor apartó la vista del súbito resplandor de acetileno que apareció tras los ojos de ella.

—Hemos llegado por fin a Neptuno y Plutón —narró—. Son inhabitables. Parece que el Hombre está solo en el Sistema Solar. El Proyecto del Lago Sahara se ha encontrado con más dificultades, pero se considera que los trabajos podrán comenzar la próxima primavera ahora que esas estúpidas reclamaciones francesas están a punto de ser zanjadas...

Los ojos de ella fundieron su polvo, transformándolo en paneles de cristal.

—Otro competidor: Alegre Tiempofuturo, entró en el negocio de los tanques del tiempo hace tres años —recitó, tratando de sonreír—, pero nos enfrentamos con el enemigo y lo hemos derrotado: el Grupo los compró hace ocho meses. Por cierto, nuestros tanques son ahora mucho más sofisticados...

—Repito —dijo ella—: ¿qué hay de nuevo en el mundo, doctor?

Agitó la cabeza, evitando la mirada que ella le lanzó.

—Ahora podemos alargar los intervalos —le dijo por fin—, bastante más de lo que se podía lograr por los métodos antiguos.

—Un mejor sistema dilatorio...

—Sí.

—Pero no una cura.

El doctor negó con la cabeza.

—En mi caso —dijo ella— ya ha sido aplazada demasiado. Las antiguas curas ya están dejando de producir efecto. ¿Qué tan buenas son las nuevas?

—Todavía no lo sabemos. Tiene usted una dolencia muy especial, que además viene complicada por muchas otras circunstancias.

—¿Parece cercano el descubrimiento de una cura?

—Puede que aún tarde otros veinte años. O quizá la tengamos mañana.

—Ya veo. —El brillo se apagó—. Puede irse, jovencito. Pero antes póngame la grabación informativa.

El doctor se alegró de dejar paso a la máquina.

Diane Demetrios marcó el número de la Biblioteca y solicitó el libro del Grupo. Giró el control de pase de páginas y se detuvo.

Estudió la pantalla como si fuera un espejo, mientras su rostro pasaba por toda una gama de expresiones.

—No eres más guapa que yo —decidió al cabo de un tiempo—, hasta algo menos y todo. Tu nariz podría ser alterada, y la línea de tu frente...

«Si no fueran fundamentalistas faciales —le dijo a la fotografía—, si no discriminasen contra la cirugía, tú estarías aquí y yo ahí, señora mía.

«¡Guarra!»

El millonésimo bidón de agua de mar convertida emergió, puro y cristalino, del Purificador Moore. Chapoteando desde la maquinaria y fluyendo por los conductos, el agua era limpia, útil, y singularmente desconocedora de esos atributos. Otra transfusión del salobre Pacífico entró por el otro extremo de la planta industrial.

Los productos de desecho eran utilizados para fabricar pseudocerámica.

El hombre que había diseñado aquel purificador de doble utilidad era rico.

La temperatura en Oahu era de veintiocho grados centígrados.

El millonésimo bidón más uno chapoteó...

Dejaron a Alvin Moore rodeado de perros de porcelana.

Dos de las paredes estaban recubiertas de estanterías, desde el suelo hasta el techo. Las estanterías estaban llenas de perros azules, verdes, rosas, bermejos (para no mencionar los ocres, bermellones, malvas y azafrán), casi todos de porcelana brillante (aunque había algunos más toscos y primitivos), que iban desde el tamaño de un escarabajo grande hasta el de un cochinillo. Al otro lado de la habitación, un verdadero Hades de maderos ardientes rugía su desafío metafísico al cálido julio de las Bermudas.

Sobre la repisa del hogar aún había más perros.

Al lado del infierno se hallaba un escritorio, tras el que estaba sentada Mary Maude Mullen, envuelta en una manta a cuadros verdes y negros. Estudiaba el dossier de Moore, que se hallaba abierto sobre la carpeta del escritorio. No levantó la vista al hablarle.

Moore se hallaba de pie junto a la silla que no le había sido ofrecida, y pretendió estudiar los perros y los montones de recuerdos victorianos que llenaban la habitación hasta casi la saturación.

Aunque no le gustaban los perros, no sentía ningún asco por ellos, pero aquí, cuando cerraba los ojos por un momento, notaba una sensación de claustrofobia.

Estos no eran perros. Eran los inmutables extraterrestres que contemplaban, sin parpadear, al último terrestre por entre los barrotes de su jaula. Moore se prometió a sí mismo que no diría nada halagador de aquella deslumbrante jauría arco iris (apropiada, quizá, para perseguir a un ciervo de jade del tamaño de un chihuahua) decidiendo que aquel amasijo tan solo podía provenir de la retorcida mente de un monomaniaco, o de alguien que tuviese una muy débil imaginación y muy poco respeto por los perros.

Tras verificar todas las generalidades listadas en su petición, la señorita Mullen alzó su vista hacia él.

—¿Qué le parecen mis perritos? —le preguntó.

Allí sentada se veía como una mujer arrugada, de rostro estrecho, nariz respingona y expresión inocente, con las reverberaciones de una pregunta agitando sus delgados labios.

Moore recordó rápidamente sus últimos pensamientos y decidió mantener su integridad en lo referente a los perros de porcelana, contestando objetivamente:

—Son bastante chillones —respondió.

Notó que no era la respuesta correcta tan pronto como la hubo dicho. La pregunta había sido demasiado repentina. Había entrado en el estudio dispuesto sobre cualquier cosa, pero no había estado preparado para hacerlo sobre perros de porcelana. Así que sonrió.

—Es un monstruoso conjunto. Aunque, claro, al menos no ladran ni muerden ni mudan el pelo, ni tampoco hacen otras cosas...

Ella le devolvió la sonrisa.

—Mis queridos pequeños perros e hijos de perros —dijo—. No hacen nada. Son una especie de símbolo. Es por eso por lo que los colecciono.

—Siéntese —hizo un gesto—, y pretenda que está confortable.

—Gracias.

—Dice aquí que muy recientemente ha surgido de las alegres filas del anonimato y logrado una especie de esotérica distinción en el campo de las ciencias. ¿Por qué desea dejar de lado eso, ahora?

—Deseaba dinero y prestigio, cosas ambas que, según se me dio a entender, eran valiosas para todo candidato al Grupo.

—¡Ajá! Así que han sido un medio y no un fin.

—Exactamente.

—Entonces, dígame por qué quiere unirse al Grupo.

Había escrito la respuesta a esa pregunta un mes antes. Se la había horneado en el cerebro, para que pudiera contestarla con aire natural. Comenzaron a formarse las palabras en su garganta, pero las dejó morir allí. Las había planeado en la manera que suponía que podían ser más atractivas para una admiradora de Tennyson. Ahora, ya no estaba tan seguro.

Sin embargo... Desmenuzó la argumentación y recogió un punto neutral: la parte que se refería a seguir la sabiduría como una estrella fugaz.

—Se producirán muchos cambios en las próximas décadas. Me gustaría verlos con los ojos de un joven.

—Como miembro del Grupo su existencia consistirá más en ser visto que en ver —le replicó ella, tomando una nota en su dossier—... Y creo que tendremos que teñirle el pelo si es que lo aceptamos.

—¡Eso ni loco!... Perdone, se me escapó.

—Bien —tomó otra nota—. No los podemos aceptar ni con muchas inhibiciones ni carentes de ellas. Su reacción ha sido bastante original.

Lo miró de nuevo.

—¿Por qué desea tanto ver el futuro?

Se sentía incómodo. Parecía como si ella supiera que estaba mintiendo.

—Vulgar curiosidad —respondió débilmente—, así como algo de interés profesional. Siendo, como soy, ingeniero...

—No estamos organizando seminarios científicos —le observó ella—. Si quiere permanecer en el Grupo, no podrá hacer mucho más que asistir a Fiestas. Por otra parte, en veinte años... no, en diez, volverá a estar en mantillas en todo lo concerniente a la ingeniería. Todo le parecerá incomprensible, como si fuera escritura jeroglífica. Y usted no lee jeroglíficos, ¿no?

Él negó con la cabeza.

—Bien —continuó ella—, es una comparación insuficiente, pero ya basta... Sí, todo serán jeroglíficos, y si quisiera abandonar el Grupo, a lo más que podría aspirar sería a un trabajo como obrero no cualificado. Y no quiero decir que fuera a tener necesidad de trabajar pero, si lo desease, tendría que hacerlo de forma independiente, no como asalariado... y esto es cada vez más difícil a medida que pasa el tiempo. Sin duda, perdería dinero.

Se alzó de hombros y levantó las palmas de las manos. Había estado pensando en hacer eso. Cincuenta años, se había dicho a sí mismo, y nos sería factible abandonar al Grupo, ricos, y yo podría entonces tomar cursos de repaso y tratar de lograr un puesto de consultor en ingeniería marina.

—Sabría lo bastante como para apreciar las cosas, aunque no pudiera participar en ellas —explicó.

—¿Le bastaría con observar?

—Creo que sí —mintió.

—Lo dudo —sus ojos lo traspasaron de nuevo—. ¿Cree estar enamorado de Leota Mason? Lo ha apadrinado, aunque, naturalmente, ese es un privilegio de ella.

—No lo sé —le contestó él por fin—. Lo creía así al principio, hace dos años...

—El apasionamiento es bueno —le explicó ella—, es un excelente tema de comadreo. Pero, por el contrario, no toleraría el amor. Olvide tales cosas. Nada es tan aburrido o triste como un noviazgo en el Grupo. No sirve para chismorrearlo, solo provoca risitas.

Hubo una pausa.

—Así que: ¿es apasionamiento o amor?

—Apasionamiento —decidió.

Ella contempló el fuego, y luego se miró las manos.

—Tendrá que alcanzar una actitud casi budista con respecto al mundo que lo rodee. Ese mundo cambiará día a día. Cada vez que se detenga a contemplarlo será un mundo distinto... irreal.

Él asintió.

—Por tanto, si es que quiere mantener sus estabilidad mental, tendrá que considerar al Grupo como el centro de todas las cosas. Allí donde esté su corazón, tendrá también que residir su alma.

Él asintió de nuevo.

—...Y si sucediera que no le agradase el futuro, en cualquier momento que se detenga a darle una ojeada, recuerde que no podrá regresar. ¡Eso es algo en lo que no solo ha de pensar, sino sentirlo!

Lo sintió.

Ella comenzó a tomar notas, pero de repente su mano comenzó a temblar. Dejó caer la pluma y, con demasiado cuidado, metió de nuevo la mano bajo la manta.

—No es tan brillante como la mayoría de los candidatos —le dijo con naturalidad—, pero lo cierto es que en la actualidad andamos necesitados del tipo espiritual. El contraste da más profundidad y contexto a nuestras actuaciones. Vaya a ver las grabaciones de nuestras Fiestas pasadas.

—Ya lo he hecho.

—...¿Y podría dar su alma, o al menos una parte significativa de ella, a eso?

—Allí donde esté mi corazón...

—En ese caso, puede regresar a su alojamiento, Señor Moore. Recibirá nuestra decisión hoy mismo.

Moore se puso en pie. Habían tantas preguntas que no le habían sido hechas, tantas cosas que había deseado decir y que había olvidado, o que no había tenido oportunidad de decir... ¿Habría tomado ya la decisión de rechazarlo?, se preguntó. ¿Era por esto por lo que la entrevista había sido tan corta? No obstante, sus últimas frases habían sido animadoras.

Escapó de la frágil perrera, sintiendo todos sus poros como si fueran agujeros de clavos recién arrancados.

Vagó alrededor de la piscina del hotel durante toda la tarde, y al anochecer se dirigió al bar. No cenó.

Cuando recibió la noticia de que había sido aceptado, fue asimismo informado por el mensajero de que la costumbre ordenaba que le hiciera un pequeño regalo a su inquisidora. Moore río ebriamente, imaginando la naturaleza de su regalo.

Mary Maude Mullen recibió su primer perro de porcelana del Pacífico desde Oahu con un pequeño alzar de hombros que casi se transformó en un escalofrío. Comenzó entonces a temblar, estando a punto de dejarlo caer de entre sus dedos. Rápidamente lo colocó en el estante inferior, tras su escritorio, y buscó sus píldoras; más tarde, las llamas hicieron que el perro se quebrase.

Estaban bailando. El mar era un cielo verdidorado sobre el domo. El día era extrañamente joven.

Cansados restos de las diez y seis horas de la Fiesta, se aferraban el uno al otro, con los pies doloridos y los hombros caídos. Todavía seguían moviéndose por la pista ocho parejas, y los agotados músicos les suministraban la melodía más lenta que podían interpretar. Desparramados por los bordes del mundo, allá donde la verde esfera del cielo se unía con las azules baldosas de la tierra, quinientas personas, con las vestimentas desarregladas y las bocas abiertas, contemplaban como peces de colores fuera del agua al océano tras la pared.

—¿Piensas que lloverá? —preguntó él.

—Sí —contestó ella.

—También yo. Discutiendo el tiempo, pasemos a otros tema: ¿qué hay de esa semana en la Luna?

—¿Qué hay de malo en la vieja Madre Tierra? —sonrió ella.

Alguien gritó. Se oyó casi simultáneamente el sonido de una bofetada. El grito cesó.

—Nunca he estado en la Luna —replicó él.

Ella pareció algo divertida.

—Yo sí. No me gusta.

—¿Por qué?

—Por las frías y locas luces fuera del domo —le explicó—, y las oscuras rocas muertas a su alrededor —parpadeó—. Hacen que parezca un cementerio en el fin de los tiempos...

—De acuerdo —aceptó él—, olvídalo.

—...Y la sensación de ligereza incorpórea cuando uno se mueve dentro del domo...

—¡Está bien!

—Lo siento —le rozó el cuello con los labios. El le tocó la frente con los suyos—. El Grupo ha perdido los ánimos —sonrió ella.

—Ya no nos están grabando. Ya no importa.

Una mujer comenzó a sollozar en alguna parte cerca del gigantesco caballito marino que había sido el bufete. Los músicos tocaron más fuerte. El cielo estaba lleno de estrellas de mar luminosas, nadando con sus chorros impulsores. Una de ellas les dejó caer unas gotas de agua salada mientras pasaba por encima.

—Saldremos mañana —dijo él.

—Si, mañana —aceptó ella.

—¿Qué te parecería España? —preguntó él—. Estamos en la estación del jerez. Celebrarán los Juegos Florales de la Vendimia Jerezana. Tal vez sean los últimos.

—Demasiado ruidoso —contestó ella—, con todos esos fuegos artificiales.

—Pero alegre.

—Alegre —suspiró, con la boca torcida—. Vamos a Suiza y hagamos ver que somos viejos, o que estamos muriendo de algo romántico.

—Necrofílica —hizo una mueca, resbaló en un charco de humedad y recuperó su equilibrio—. Mejor será ir a un tranquilo lago en los Highlands, donde tú podrás tener tu niebla y miasma y yo podré tener mi leche y mi miel puras.

—Ni hablar —replicó ella sobre un charloteo de voces borrachas—, vamos a New Hampshire.

—¿Qué tiene de malo Escocia?

—Nunca he estado en New Hampshire.

—Yo sí, y no me gusta. Me recuerda a tu descripción de la Luna.

El temblor fue como una polilla rozando la llama de una vela.

El helado relámpago de oscura luz se alargó lentamente en los verdes cielos. Comenzó un goteo de fina lluvia.

Mientras ella se quitaba los zapatos, él tomó un vaso de la bandeja flotante situada sobre su hombro izquierdo. Lo vació y lo volvió a dejar.

—Sabe como si alguien estuviera aguando las bebidas.

—El grupo debe de estar haciendo economías —bromeó ella.

Moore vio a Unger entonces, con un vaso en la mano, de pie al borde de la pista, contemplándolos.

—Veo a Unger.

—Yo también. Se está tambaleando.

—También nosotros —rió él.

El cabello del grueso bardo era un nevado caos y su ojo izquierdo estaba hinchado y cerrado. Se desplomó con un murmullo gorgoteante, derramando su bebida. Nadie se movió para ayudarle.

—Creo que se ha sobrepasado otra vez.

—¡Ay, pobre Unger! —dijo ella sin expresión—. Lo conocí bien.

La lluvia continuaba cayendo y los bailarines se movían por la pista como las figuras de algún teatro de títeres de aficionados.

—¡Vienen! —gritó uno que no era del Grupo, con su capa carmín al aire—. ¡Están bajando!

El agua chorreaba sobre sus ojos cuando cada cabeza aún consciente en el Domo de la Fiesta se alzó. Tres husos plateados se agrandaban en el verde sin nubes.

—Vienen a por nosotros —observó Moore.

¡Lo van a conseguir!

La música había hecho una pausa momentánea, como un péndulo al extremo de su arco. Comenzó de nuevo.

Buenas noches señoras, tocaba la banda, buenas noches señoras...

—¡Vamos a vivir!

—Iremos a Utah —le dijo él, con los ojos húmedos—, allí no hay ni maremotos ni olas gigantes.

Buenas noches señoras...

—¡Vamos a vivir!

Ella le apretó la mano.

Alegremente navegamos —cantaban las voces—, navegamos...

—Navegamos —dijo ella.

—Alegremente —contestó él.

¡Sobre el profundo mar azul!

Un mes (para el Grupo) después de lo que más se había aproximado a un desastre en el Grupo (o sea en el año de Nuestro Señor y Presidente Cambert 2019, doce años después del maremoto) los miembros del Grupo, Moore y Leota (nacida Lachesis) se hallaban fuera de la Mansión de los Sueños en la Isla de Bermuda. Era casi de mañana.

—Creo que te amo —mencionó él.

—Afortunadamente, el amor no requiere un acto de fe —hizo notar ella, aceptando lumbre para su cigarro—. Porque yo no creo en nada.

—Hace veinte años vi a una bella mujer en una fiesta y bailé con ella.

—Hace cinco semanas —le corrigió ella.

—Me pregunté si alguna vez llegaría a pensar en abandonar el Grupo y volver a ser humana, a ser presa de las dolencias de los mortales.

—A menudo me he hecho yo misma esa pregunta —la contestó ella—, en momentos de aburrimiento. Pero lo cierto es que esa mujer no lo hará. No hasta que no sea vieja y fea.

—Eso quiere decir nunca —sonrió él amargamente.

—Tú eres noble —ella lanzó el humo a las estrellas y tocó la fría pared—. Algún día, cuando la gente ya no la mire, excepto para compararla con alguna engreída niña del lejano futuro... o cuando los cánones de belleza hayan cambiado. Entonces ella pasará del expreso al tren de cercanías y dejará que el resto del mundo pase de largo.

—Sea cual sea la estación, ella se encontrará sola en una ciudad extraña. Cada día, según parece, remodelan el mundo. Me encontré a un compañero de estudios en la cena de la pasada noche, perdón, del pasado año, y me trató como si fuera mi padre. De cada dos palabras que decía, una era «hijo» o «muchacho», y no estaba tratando de bromear, sino que estaba enfrentándose con lo que veía. Me disminuyó considerablemente el apetito.

«¿Te das cuenta hacía dónde vamos? —le preguntó a sus espaldas cuando ella se giró para contemplar los jardines de flores durmiendo—. ¡Lejos! Ahí es donde vamos. ¡Nunca podremos regresar! El mundo se mueve mientras nosotros dormimos.

—¿No es aliviador? —dijo ella por fin—. Y estimulante y asombroso. Me refiero a no estar atados. Todo arde, nosotros permanecemos. Ni el tiempo ni el espacio nos pueden retener, a menos que nosotros se lo consintamos.

«Y yo no consiento estar ligada —declaró finalmente.

—¿A nada?

—A nada.

—Supón que todo sea una gran farsa.

—¿El qué?

—El mundo... Supón que todo hombre, mujer y niño murió el año pasado en una invasión de unas criaturas procedentes de Alfa Centauro, todo el mundo menos el Grupo helado. Supón que se hizo un ataque mediante virus con un éxito total.

—No hay criaturas en Alfa Centauro. Leí eso el otro día.

—De acuerdo. Pues de cualquier otro lugar. Supón que limpiaron todos los restos y las señales del caos, y que entonces una criatura señaló con una aleta a este edificio —Moore dio una palmada a la pared—. La criatura dijo: «¡Hey! Aquí hay algunos vivos, dentro de hielo, preguntadles a los sociólogos si vale la pena conservarlos o si abrimos la puerta del refrigerador y dejamos que se echen a perder». Y entonces uno de los sociólogos vino y nos contempló dentro de nuestros ataúdes de hielo y dijo: «Quizá nos hagan reír un poco y sirvan para llenar algunas páginas de los periódicos. Así que engañémosles haciéndoles creer que todo sigue como antes de la invasión. Según estas planificaciones, todos sus movimientos están previstos, así que no será difícil. Llenaremos sus fiestas con simulacros humanos repletos de aparatos de grabación y estudiaremos sus tipologías de actuación. Variaremos las circunstancias y ellos lo atribuirán al progreso. De esta manera, los podremos ver actuar en todo tipo de situaciones. Luego, cuando hayamos terminado, siempre podemos destruir los relojes de sus tanques y dejarlos dormir, o abrir las puertas y ver como se estropean».

«Así que decidieron hacerlo —acabó Moore— y aquí estamos, las últimas personas vivas de la Tierra, representando ante máquinas operadas por criaturas inhumanas, que nos están observando por alguna incomprensible razón.

—Entonces démosles un buen espectáculo —replicó ella—, y así tal vez nos aplaudan antes de que nos dejen estropearnos.

Luego apagó su cigarro y le dio un beso de buenas noches. Regresaron a sus refrigeradores.

Pasaron doce semanas antes de que Moore sintiera la necesidad de un descanso fuera del circuito de Fiestas. Estaba comenzando a temer. Leota había pasado varias décadas afuncionales de su tiempo de vacaciones con él y últimamente había comenzado a dar signos de intranquilidad, arrepintiéndose, aparentemente, de ese tiempo malgastado en su favor. Así que decidió ver algo real, dar un paseo por el año 2078. Después de todo, ya era más que centenario.

La Reina Vivirá Siempre decía el amarilleante recorte que colgaba del corredor principal de la Mansión de los Sueños. Bajo el titular estaba la antigua reciente historia de la superación de los últimos problemas que quedaban en la cura de la Esclerosis Múltiple, y la intervención médica en una de sus más notables víctimas. Moore no había visto a la Decana desde el día de su entrevista. No le importaría no volverla a ver nunca más.

Tomó el traje del armario de ropa del momento y caminó por los jardines hacia el aeropuerto. No había gente por los alrededores.

No sabía exactamente adonde quería ir hasta que se halló ante una taquilla y el altavoz le dijo:

—Destino, por favor.

—Hum... a Oahu, a los laboratorios Akwa, si es que tienen un campo de aviación propio.

—Sí, lo tienen. Pero para viajar los últimos noventa kilómetros tendrá que tomar un vuelo privado...

—Que sea un vuelo privado durante todo el trayecto, ida y vuelta.

—Introduzca su tarjeta, por favor.

Lo hizo.

Al cabo de cinco segundos la tarjeta cayó de vuelta a su mano. Se la metió en el bolsillo.

—¿A qué hora llegaré? —preguntó.

—A las nueve treinta y dos, si parte con el Dardo Nueve dentro de seis minutos. ¿Tiene equipaje?

—No.

—En ese caso, su Dardo lo espera en el área A-ll.

Moore cruzó el campo hasta el Dardo de despegue vertical numerado «Nueve». Su vuelo estaba programado. La ruta de vuelo, ya que se trataba de un viaje especial, había sido establecida en la taquilla, al cabo de unos milisegundos de mencionar Moore su destino. Luego, había sido transmitida a una cinta virgen del Dardo Nueve, y un ordenador capaz de autoalteraciones permitía que el Dardo corrigiese su ruta si se hallaba frente a contingencias no previstas en el programa, para volver luego a su ruta original y aterrizar allí donde precisamente se deseaba que lo hiciese.

Moore subió por la rampa y se detuvo para deslizar su tarjeta en el orificio de al lado de la puerta. Esta se abrió, y entró en el aparato. Seleccionó un asiento situado junto a un portillo y se puso el cinturón de seguridad. Al hacerlo, se cerró la portezuela.

Al cabo de unos minutos, el cinturón se desabrochó solo y desapareció en los brazos del asiento. Ahora, el Dardo estaba volando suavemente.

—¿Quiere que atenúe las luces? ¿O las preferiría más brillantes? —dijo una voz a su lado.

—Están bien así —le dijo a la invisible entidad.

—¿Desearía algo que comer? ¿O algo que beber?

—Me tomaré un Martini.

Se oyó un sonido deslizante, seguido por un apagado clic. En la pared, a su lado, se abrió un pequeño panel; en su interior había un Martini.

Lo tomó y dio un sorbito.

Más allá del portillo, y hacia la parte trasera del Dardo, se alzó un débil nimbo azul de las placas laterales.

—¿Desea alguna otra cosa? Pausa ¿Quiere que le lea un artículo del tema que me indique? Pausa ¿O un relato? Pausa ¿O poesía? Pausa ¿Desearía ver el catálogo? Pausa ¿Tal vez prefiera música?

—¿Poesía? —repitió Moore.

—Si, tengo numerosas...

—Conozco a un poeta —recordó—. ¿Tiene algo de Wayne Unger?

Siguió una breve meditación mecánica, y luego:

—Wayne Unger, si —contestó la voz—. Dispongo de su Paraíso no deseado, Hongos de Acero y Cincel en el Cielo.

—¿Cuál es su obra más reciente? —preguntó Moore.

Cincel en el Cielo.

—Léamela.

La voz comenzó a leerle todos los datos editoriales y la información sobre los copyrigths. A las protestas de Moore contestó que era algo ordenado por la ley y citó un caso precedente. Moore pidió otro Martini y esperó.

Finalmente:

—Nuestro invernal camino a través del atardecer y matorrales ardiendo a lo largo —dijo la voz.

—¿Eh?

—Ese es el título del primer poema.

—Oh, léalo.

Allí donde solo lo perenne se mustia...

Las cenizas cubiertas de nieve se subliman

en torres de ventisca.

Siluetas descubren un trazo.

Oscuridad, como una ausencia de rostros,

que se derrama de la casa abierta;

rezuma del astillado pino

y fluye del talado arce.

Quizá sea la esencia que envejece,

entresacada en sueños a los durmientes,

que empapa este camino

en un exceso nacido del clima.

O tal vez la gran Anti-Vida

aprende a pintar vengativa,

a colgar un carámbano del ojo de la gárgola.

Pues, hablando con propiedad, aunque

nadie puede enfrentarse consigo mismo in toto,

Yo veo a vuestro cielo que se desploma y a los perdidos dioses,

como un sueño repleto de humo

de antiguas estatuas que arden,

silenciosamente, para caer al suelo.

...y nunca el verde de la blancura.

Hubo una segunda pausa, y luego:

—El siguiente poema se titula...

—Un momento —pidió Moore—. Ese primer poema... ¿Está programado para explicarlo?

—Lo siento, pero no lo estoy. Se necesitaría una unidad mucho más complicada.

—Repita la fecha del copyright del libro.

—2016, en la Unión Norteamericana...

—¿Y es su obra más reciente?

—Sí, el autor es miembro del Grupo de las Fiestas, y generalmente existe un lapso de varias décadas entre sus libros.

—Continúe leyendo. La máquina prosiguió. Moore sabía poco de poesía, pero le llamaron la atención las continuas referencias al frío, a la nieve y al sueño.

—Alto —le dijo a la máquina—. ¿Tiene algo suyo de antes que se uniera al Grupo?

—Paraíso no deseado fue publicada en 1981, dos años después de que se convirtiese en miembro. No obstante, según su prólogo, la mayor parte del libro fue escrita antes.

—Léalo.

Moore escuchó cuidadosamente. Tenía pocas alusiones al hielo, nieve o sueño. Se alzó de hombros ante este pequeño descubrimiento. Su asiento se ajustó y reajustó inmediatamente a los movimientos.

Apenas si conocía a Unger. No le gustaba su poesía. De todas maneras, no le gustaba mucho cualquier poesía.

El lector inició otra.

En la Casa Tenaz —dijo.

El corazón es un cementerio de crigas

escondidas lejos del ojo del cazador,

donde el amor está recubierto por la muerte

y los perros se arrastran para morir...

Moore sonrió mientras oía las estrofas. Al reconocer su origen, esta poesía le agradó más.

—Deje de leer —le ordenó a la máquina.

Pidió una comida ligera y pensó en Unger. Había hablado con él en una ocasión. ¿Cuándo había sido?

¿2017...? Si, en el Centenario de la Liberación de los Obreros, en el Palacio Lenin.

Corrían ríos de vodka...

Fuentes de zumos, como surgiendo de arterias humanas segadas, chorreaban sus brillantes surtidores de púrpura y limón y verde y naranja. Joyas bastantes para rescatar a un Emir brillaban cerca de muchos corazones. Su anfitrión, el Premier Korlov, parecía un alegre gigante helado puesto a pública exhibición.

...En un pabellón de baile de cristal polarizado con el mundo exterior apareciendo, una y otra vez, como si fuera un anuncio, había comentado Unger, con ambos codos apoyados en el mostrador del bar, y el pie en el indispensable raíl.

Su cabeza había girado al aproximarse Moore. Era un búho albino y cegato.

—Albino Moore, si no me equivoco —había dicho, extendiendo una mano—. ¿Quo vadis, maldita sea?

—Zumo de uva con vodka —pidió Moore al innecesario humano que se hallaba junto a la máquina mezcladora. El hombre uniformado oprimió dos botones y le pasó el vaso a través de los sesenta centímetros de helada madera barnizada. Moore lo agitó hacia Unger en un pequeño saludo.

—Le deseo un feliz Centenario de la Liberación de los Obreros.

—Brindaré por la liberación —el poeta se inclinó hacia delante y marcó su propia combinación de botones. El hombre uniformado se sorbió audiblemente la nariz.

Bebieron juntos.

—Nos acusan —el gesto de Unger incluía a todo el mundo exterior —de ni conocer ni preocuparnos por las cosas que no son del Grupo, por las personas que no son del Grupo.

—Bueno, es cierto, ¿no?

—Oh, si, pero deberían estudiar más el asunto. Nos pasa lo mismo con nuestra gente. Sinceramente, ¿a cuántas personas del Grupo conoce?

—A bastantes.

—No le pregunto cuantos nombres sabe.

—Bueno, hablo con ellos continuamente. Nuestros actos son muy adecuados para mucho movimiento y muchas palabras... y tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Cuántos amigos tiene usted? —preguntó.

—Acabo de terminarme uno —gruñó el poeta—, y voy a prepararme otro.

A Moore no le gustaba sentirse deprimido o que le tomaran el pelo, y no sabía en cual de las dos situaciones se hallaba. Desde la desafortunada Fiesta de Davy Jones, había estado viviendo en el interior de una burbuja de jabón, y no deseaba que nadie apuntase objetos aguzados en su dirección.

—Así que es usted un solitario. Pues si no está a gusto en el Grupo, abandónelo.

—No se está comportando como un buen tovarich —le dijo Unger, amenazándolo con un dedo—. Hubo un tiempo en que un hombre podía contarle sus penas a los camareros y a los amigos del bar. Claro que usted no se acordará... ese tiempo se acabó cuando introdujeron las máquinas-bar cromadas. ¡Malditos sean sus exóticos ojos y sus científicos cocktails!

Repentinamente marcó tres bebidas en rápida sucesión. Las llevó sobre la oscura y brillante superficie.

—¡Pruébelas! ¡Beba un poco de cada una! —instigó a Moore—. Ya verá como no puede distinguirlas sin leer la composición de cada una.

—Aun así, uno puede fiarse de ellas.

—¿Fiarse? ¡Sí, infiernos! Fiarse de que crearán neuróticos. En otro tiempo un hombre podía comprar una cerveza y lograr un oído amigo. Todo eso terminó cuando llegaron las fiables máquinas-bar. ¡Ahora, solo tenemos unos grupos maníacos y nada naturales! ¡Oh, si la Mermaid hubiera sido así! —se quejó en falsas tonalidades de congoja—. ¡O el Bloody Lion de Stepney! ¡Que desanimados patanes hubieran sido los amigos de Marlowe!

Flaqueó.

—¡Ay! —terminó—. El beber ya no es lo que fue.

El lenguaje internacional de su eructo hizo que el encargado de la máquina-bar apartase el rostro, que mostró una expresión dolorida.

—Repetiré mi pregunta —dijo Moore, en tono conversacional— ¿Por qué sigue una vida que no lo hace feliz? Podría abrir un bar usted mismo, si eso es lo que quiere. Pensándolo bien... con gente sirviendo, y todo eso, probablemente sería un éxito.

—¡Lo haré! ¡Lo haré! ¡No sé donde! —se quedó mirando a la nada—. Pero posiblemente eso es lo que haré algún día —reflexionó—, abrir un verdadero bar...

Entonces, Moore le dio la espalda, para mirar a Leota bailando con Karlov. Se sentía feliz.

—La gente se une al Grupo por diversos motivos —murmuraba Unger—, pero el principal es el exhibicionismo, con la tentadora oferta de la inmortalidad acechando por la puerta trasera. El atraer la atención sobre uno mismo se va haciendo cada vez más difícil a medida que pasa el tiempo. Es casi imposible en las ciencias. En los siglos diez y nueve y veinte, uno aún podía citar nombres famosos... ahora son grandes equipos de investigadores. Se han democratizado las artes hasta hacerlas desaparecer... ¿y dónde han ido a parar los auditorios? Tampoco me refiero a los espectadores.

—Así que tenemos el Grupo —continuó—. Tomemos a nuestra bella durmiente que tenemos ahí, bailando con Korlov...

—¿Cómo?

—Perdóneme, no deseaba despertarlo bruscamente. Estaba diciendo, que si la señorita Mason deseaba llamar la atención hoy en día, ya no podría dedicarse al strip-tease, así que solo le quedaba unirse al Grupo. Es aún mejor que ser estrella de la tridi, y da menos trabajo...

—¿Strip-tease?

—Una forma de arte folk en que las artistas se desnudaban al son de una música.

—Si, creo haber oído algo de eso.

—Eso también se acabó —suspiró Unger— y, aunque no puedo desaprobar las presentes tendencias de vestido y desvestido, me sigue pareciendo que algo bello y frágil murió en el mundo antiguo.

—Es bella, ¿no?

—Absolutamente.

Entonces dieron un corto paseo por fuera, en la fría noche de Moscú. Realmente, Moore no deseaba salir, pero había bebido lo bastante como para ser fácil persuadirle. Además, no deseaba que el trastabillante charlatán que llevaba al lado cayese en una excavación o se perdiese, no tomando el vuelo o regresando herido. Así que caminaron por brillantes avenidas y apagadas calles hasta que llegaron a la Plaza. Se detuvieron frente a un gran monumento mal conservado. El poeta cortó una ramilla de un matorral y la dobló hasta formar una corona. La lanzó contra la pared.

—Pobrecillo —murmuró.

—¿Quién?

—El que está ahí dentro.

—¿Quién es?

Unger inclinó la cabeza hacia él.

—¿No lo sabe?

—Admito que existen lagunas en mi educación, si eso es a lo que se refiere. Me preocupo continuamente en llenarlas, pero siempre estuve flojo en Historia. Me especialicé desde muy joven.

Unger apuntó con el dedo al monumento.

—El noble Macbeth yace ahí dentro —dijo—. Fue un antiguo rey que mató a su predecesor, el noble Duncan, en forma traicionera. Y también a mucha otra gente. Cuando subió al trono, no obstante, prometió ser bueno con sus súbditos. Pero el temperamento eslavo es una cosa extraña. Se le recuerda, sobre todo, por sus muchos y excelentes discursos, que fueron traducidos por un hombre llamado Pasternak. Aunque ya nadie los lee.

Unger suspiró y se sentó en uno de los escalones. Moore se le unió. Estaba demasiado helado como para sentirse insultado por las arrogantes burlas del poeta borracho.

—En aquellos tiempos, la gente acostumbraba a hacer guerras.

—Lo sé —respondió Moore, al que se le congelaban los dedos—; en cierta ocasión, Napoleón quemó parte de esta ciudad.

Unger se sacó el sombrero ante esta muestra de sabiduría.

Moore contempló el horizonte. Un asombroso conjunto de estructuras rodeaban la Plaza: aquí, brillante y funcional, un edificio de oficinas componía sus alturas y atisbaba distancias como tan solo las planeadas ventajas de lo nuevo pueden lograr; allí, un acuario de día, que ahora era un espejo oscuro, un lugar en el que las eficiencias, inspiradoras de confianza, de los bien entrenados burócratas se exponían a los mirones; y, al otro lado de la Plaza, cuya purgada juventud era totalmente restaurada por las sombras, una abandonada cúpula con forma de cebolla apuntaba su aguzada extremidad a los vehículos flotadores, cierto número de los cuales, resbalando por entre los fuegos estelares, eran visibles aún ahora... y Moore se sopló los dedos y se metió las manos en los bolsillos.

—Si, las naciones iban a la guerra —estaba diciendo Unger—. Las artillerías tronaban. Se derramaba sangre. Moría gente. Pero logramos sobrevivir, atravesando, palabra a palabra, un tembloroso Shinvat. Y un día apareció: la Paz. Ya había estado en existencia bastante antes de que nadie se diera cuenta. Todavía no sabemos como lo logramos. Supongo que se debió a un perpetuo posponer y a nuestra corta memoria, a medida que la atención del hombre se vio ocupada durante veinticuatro horas al día por otras cosas. Ahora ya no queda nada por lo que luchar, y todo el mundo muestra los frutos de la paz, porque todo el mundo tiene de esos frutos... a montones. Todos los que desean. Más. O, al menos, de esas cosas que sirven para llenar habitaciones —divagó—, y la mente... ¡como han proliferado! La versión de cada mes es mejor que la anterior, en alguna manera hipersofisticada. Parecen haber absorbido las mentes que se absorben con ellas...

—Podríamos ir todos a vivir en los bosques —dijo Moore, deseando haberse tomado la molestia de coger un cristal-batería y un termostato para su traje.

—Podríamos hacer muchas cosas, y eventualmente las haremos... supongo. Si, supongo que podríamos volver a los bosques, después de todo.

—En este caso, volvamos al Palacio mientras aún estamos a tiempo. Estoy helado.

—¿Por qué no?

Se pusieron en pie, y comenzaron el camino de regreso.

—De todas maneras, ¿por qué se metió en el Grupo? ¿Para poder pasear su descontento por los siglos venideros?

—No, hijo —el poeta le dio una palmada en el hombro—. Soy un auditorio en búsqueda de un espectáculo.

Le llevó una hora a Moore el sacarse el frío de los huesos.

  

—Ejem, ejem —dijo la voz—. Estamos a punto de aterrizar en los Laboratorios Akwa, Oahu.

El cinturón reptó hasta el regazo de Moore. Lo cerró.

Un deseo repentino le hizo pedir:

—Léame de nuevo la última poesía de Cincel.

Futuro no seas impaciente —declamó la voz.

Algún día, quizá, pero no este.

En algún tiempo, pero entonces, no ahora.

El Hombre es un mamífero constructor de monumentos.

Nunca me preguntes cómo.

Pensó en la descripción de la Luna de Leota y odió a Unger durante los cuarenta y cuatro segundos que le llevó desembarcar. No estaba seguro del motivo.

Se quedó al lado del Dardo Nueve y contempló como se acercaba un hombrecillo que llevaba puestos una sonrisa y un alegre traje tropical. Le estrechó la mano automáticamente.

—...muy complacido —estaba diciendo el hombre, llamado Teng—. Me alegra decirle que ya no hay por aquí mucho que usted pueda reconocer. Hemos estado pensando en qué enseñarle desde que recibimos la llamada de las Bermudas.

Moore pretendió estar al corriente de la llamada.

—...no hay mucha gente que recuerde a su antiguo empleo de una época tan lejana como usted —le decía Teng.

Moore sonrió y caminó a su lado, dirigiéndose hacia el Complejo de Procesado.

—Si, tenía curiosidad —afirmó—, por saber como se veía todo esto ahora. Mi antigua oficina, mi laboratorio...

—Demolidos, naturalmente.

—...nuestro primer conjunto de cámaras, con sus grandes inyectores...

—Reemplazados, claro está.

—Claro. Y las viejas bombas...

—Nuevecitas y brillantes.

Moore se sintió alegre. El sol, que no veía desde hacía varios días/años, le calentaba agradablemente la espalda, pero aún se sintió más confortable cuando entró en el primer edificio, gracias al aire acondicionado. Había una cierta belleza en la compacta funcionalidad de todo lo que les rodeaba; era algo que, se daba cuenta, Unger hubiera llamado por otro nombre, pero que era bello para Moore. Pasó la mano por los costados de las máquinas que no tenía tiempo de estudiar. Golpeó los conductos y observó los hornos que procesaban la cerámica que surgía como subproducto; asintió demostrando su aprobación, e hizo una pausa para reencender su pipa cuando el hombre que estaba a su lado le preguntó su opinión sobre algo que le era tan remoto técnicamente que no podía opinar sobre ello.

Cruzaron pasarelas, se movieron por el interior de los tanques vacíos, semejantes a templos, y atravesaron pasadizos en los que silenciosos paneles centelleantes indicaban que se estaban realizando operaciones invisibles. Ocasionalmente se hallaban con algún obrero, sentado frente a un durmiente panel de control, contemplando un programa emitido o leyendo algo en su tridi portátil. Moore estrechó manos y olvidó nombres.

El Director de Proceso Teng no podía evitar el estar parcialmente hipnotizado, tanto por la apariencia juvenil de Moore como por el saber que había inventado la clave del proceso hacía tiempo (así como por su aparente comprensión de las técnicas actuales), llegando a creer que seguía siendo un ingeniero como él, con su educación al día. En realidad, aún no se había cumplido la predicción de Mary Mullen de que algún día su profesión llegaría a un punto en el que le sería imposible comprenderla, pero ya podía ver que ese era el camino que seguía. En forma apropiada, había visto su foto, recolectando polvo en una salita olvidada, junto con las de los otros antecesores, muertos o retirados, de Teng.

Presa de esa sensación, Moore preguntó:

—¿Cree que podría volver a mi antiguo puesto?

La cabeza del otro tuvo un sobresalto. Moore permaneció inexpresivo.

—Bueno... supongo... que algo se podría hacer... —terminó mansamente, mientras Moore sonreía y convertía la pregunta en una frase normal de la conversación. Era bastante divertido el haber producido aquella mirada, extraña y repentina, de reconocimiento, cuando aquel hombre le había visto como persona por primera vez. También era atemorizador.

—Sí, el ver todo este progreso... le inspira a uno —pronunció Moore—. Casi dan ganas de volver a trabajar... De todas maneras, me complace el no tener ya necesidad de hacerlo. Pero a uno le produce una cierta nostalgia el volver al cabo de todos estos años y ver como el lugar creció a partir de aquella maquinaria rudimentaria: creció hasta tener más edificios de los que podría visitar en toda una semana, todos ellos repletos de nuevo instrumental y trabajando a un ritmo endiablado. Sin problemas. Eficiente. Me gusta. Supongo que a usted le gustará trabajar aquí.

—Si —suspiró Teng—, en la medida que a un hombre le puede gustar el trabajar. Pero dígame, ¿planea quedarse aquí esta noche? Tendremos el luau semanal del personal, y nos agradaría mucho que viniese —contempló el cuadrante de un reloj que llevaba a la muñeca y dijo—: En realidad, ya ha comenzado.

—Gracias —dijo Moore—, pero tengo una cita y me tendré que ir pronto. Tan solo deseaba reafirmar mi fe en el progreso. Gracias por la visita y por su tiempo.

—Estoy a su disposición cuando lo desee —Teng lo dirigió hacia una lujosa sala de recepciones—. Pero no se irá a marchar inmediatamente, ¿no? —le preguntó—. Así que, mientras tomamos algo de comer, me agradaría hacerle algunas preguntas sobre el Grupo. Especialmente sobre los requisitos de entrada...

Durante su circunvalación al mundo, de vuelta a las Bermudas, emborrachándose alegremente en las tripas del Dardo Nueve, en el año del Señor dos mil setenta y ocho, Moore tuvo el convencimiento de que el Tiempo funcionaba en forma correcta.

—¿Así que deseas tenerlo? —preguntó Mary Maude en un tono que era una afirmación, surgiendo con cuidado de las cavernas de su manta.

—Si.

—¿Por qué?

—Porque no destruyo lo que me pertenece. Ya poseo muy pocas cosas para irlo haciendo.

La Decana dio un suave bufido, tal vez jocoso. Acarició a su perro favorito, como pidiéndole una respuesta.

—Aunque navega por un mar sin fondo en dirección a algún destino maravilloso —musitó—, la nave sigue aún intentando echar el ancla. No sé por qué. ¿Puedes decírmelo tú? ¿Es por simple falta de cuidado del capitán, o del primer oficial?

El perro no contestó. Ni hizo nada.

—¿O es el deseo de unos amotinados que quieren dar la vuelta y regresar? —inquirió—. ¿Volver a casa?

Hubo un corto silencio. Y luego:

—Vivo en una sucesión de casas. Se llaman horas. Todas ellas son preciosas.

—Pero no lo bastante, y que nunca deben ser vueltas a visitar, ¿no? Déjame que me imagine tus siguientes palabras: «No deseo casarme. No quiero abandonar el Grupo. Tendré mi hijo...» Por cierto, ¿qué será, niño o niña?

—Niña.

—...«Tendré a mi hija. La pondré en un bello hogar, le prepararé un glorioso futuro, y estaré de vuelta a tiempo de asistir al Festival de Primavera» —Frotó su perro de cerámica como si fuera de cristal e hizo ver que atisbaba a través de su verdosa opacidad—. ¿No soy una verdadera adivinadora? —preguntó.

—Indudablemente.

—¿Y crees que esto iba a salir bien?

—No veo por qué iba a salir mal.

—Dime que es lo que haría el orgulloso padre —preguntó—, ¿componerle un soneto, o diseñarle juguetes mecánicos?

—Ninguna de las dos cosas. Nunca se enterará. Estará durmiendo hasta la primavera, mientras que yo no lo haré. Ella tampoco deberá saberlo.

—Mucho peor.

—¿Por qué?

—Porque se convertirá en mujer en menos de dos meses del calendario del Grupo... y en una bella mujer, estoy segura, porque podrá permitirse el lujo de serlo.

—Naturalmente.

—Y, como hija de un miembro, será eminentemente elegible como candidata para el Grupo.

—Quizá no desee unirse a él.

—Tan solo los que están seguros de que no podrán conseguirlo dicen que no lo desean. No, seguro que lo querrá. Todo el mundo lo quiere. Y, en el caso de que su belleza hubiera sido obtenida quirúrgicamente, creo que, en este caso, alteraría una de mis pequeñas reglas. La pasaría por alto en su caso y la admitiría al Grupo. Entonces podría conocer a muchas personas interesantes: poetas, ingenieros, su madre...

—¡No! ¡Antes de que pasase esto, se lo diría todo!

—¡Ajá! Dime una cosa; ¿tu miedo al incesto está ocasionado por tu temor a la competencia, o es todo lo contrario?

—¡Por favor! ¿Por qué me estás diciendo todas estas cosas tan horribles?

—Porque, desafortunadamente, te has convertido en algo que ya no podemos tener entre nosotros. Has sido un excelente símbolo durante mucho tiempo, pero ahora tus placeres han dejado de ser los propios del Olimpo. Eso que quieres hacer es una recaída en lo mundano. Demostrarías que los dioses son menos sofisticados que los escolares: que pueden ser víctimas de la biología, a pesar de los océanos de aliados médicos de los que disponemos. A los ojos del mundo, Princesa, eres mi hija, pues yo soy el Grupo. Así que haz caso de mi consejo maternal y retírate. No trates de renovar tu opción. Cásate, y duerme luego durante algunos meses. Hasta la primavera, cuando se acaba tu opción. Duerme intermitentemente en las cámaras, durante un año o así. Jugaremos con los aspectos románticos de tu retiro. Espera un año o dos para tener a tu niña. La hibernación no le hará ningún daño; ya han habido otros casos como el tuyo. Si no aceptas esto, te advierto maternalmente que te enfrentas con una posible expulsión.

—¡No puede hacerme eso!

—Lee tu contrato.

—¡Pero si nadie tiene por qué saberlo!

—¡Tonta muñequita! —el acetileno ardió—. Tus ojeadas al exterior han sido fragmentarias y extremadamente selectivas... durante al menos sesenta años. Cada uno de los medios informativos del mundo observa todos los movimientos que hacen los miembros del Grupo, desde que se sienta en su tanque hasta que se retira, exhausto, tras la última Fiesta. Los mirones y cazadores de noticias de hoy en día tienen más artilugios y aparatos en sus arsenales que tú cabellos en tu graciosa cabeza. No podemos ocultar a tu hija durante toda la vida, así que ni siquiera lo intentaremos. Ya tendríamos bastantes problemas si decidieras no tenerla... pero creo que podríamos ganarles la mano en sobornar y halagar a nuestros propios empleados.

«Por lo tanto, te ordeno que tomes una decisión.

—Lo siento.

—También yo —admitió la Decana.

La muchacha se puso en pie.

De algún sitio, mientras se marchaba, le pareció que le llegaba el gemido de un perro de porcelana.

Más allá de los cuidados parterres del jardín, y bajando por una ladera deliberadamente irregular, se extendía el sendero sin pavimentar que erraba, como un impulsivo río, a través de desfiladeros de forsicias, al lado de islas de apelotonados zumaques, y junto a las temblorosas ramas, que se agitaban como olas, de algún solitario arbolillo, que saludaba a las gaviotas en el cielo mientras soñaba en los archaeopteryx, de alto vuelo, que habrían partido sus corazones en una caída en picado; y quizá eran necesarios trescientos metros de continuos giros para recorrer los setenta de planeada espesura que separan los jardines de la Mansión de los Sueños de las ruinas artificiales que ocupan todo un acre de colinas, punteadas aquí y allá por incipientes junglas de lilas y las raras campanas de algún gran sauce... que momentáneamente ocultan, y luego guían al ojo hacia los rotos pedestales, derrumbados frisos, semierectas y desgajadas columnas, otras desplomadas, estatuas sin rostros ni manos, y finalmente montones de cascotes aparentemente informes que yacen entre todas esas cosas; aquí, el sendero sobre el que se mueven forma entonces un delta y se pierde rápidamente donde las mareas del Tiempo escorian la cualidad de memento mori que las ruinas parecen murmurar al principio, actuando como una incitación temporal sobre el ojo del absorto miembro del Grupo, de tal forma que pueda contemplarlo todo y decir: «Soy más viejo que todo esto», y su compañera pueda replicar: «Pasaremos de nuevo por aquí algún año, y todo esto habrá, también, desaparecido» (aunque no lo dijo esta vez), sintiéndose más feliz al sentirse menos mortal por hacerlo; y cruzando entre las ruinas, como hicieron, hasta un lugar donde un bárbaramente destrozado Pan hace una mueca dentro del anillo de una fuente seca, y un nuevo sendero es localizado, esta vez un camino no planeado y muy reciente, en donde el césped ha amarilleado y los paseantes deben ir en fila de a una porque los lleva a través de un lugar cubierto de eglantinas, hasta que llegan al viejo rompeolas sobre el que acostumbran a subir como comandos con el fin de lograr acceso al medio kilómetro de paseo en la desierta playa, donde la arena no es tan limpia como la de las playas de la ciudad —que generalmente son removidas cada tres días— pero en donde la sombra es tan intensa, a su manera, como el sol, y donde hay rocas planas en la orilla, en donde meditar.

—Te estás volviendo perezosa —comentó, quitándose los zapatos y hundiendo los dedos de los pies en la fría arena—. No subiste el rompeolas.

—Me estoy volviendo perezosa —aceptó ella.

Se quitaron la ropa y caminaron a la orilla del agua.

—¡No empujes!

—Vamos. Te reto a una carrera hasta las rocas.

Por primera vez, venció él.

Ociosos en el seno del Atlántico, podrían haber sido dos bañistas cualquiera, en cualquier lugar, en cualquier tiempo.

—Me podría quedar aquí por siempre.

—Las noches son frías, y si hay una tormenta podrías coger algo o podría llevársete.

—Quiero decir —se corrigió ella—, si siempre fuese como ahora.

—Verweile doch, du bist so schön —le recordó él—. Fausto perdió una apuesta en esa forma, ¿te acuerdas? Lo mismo le ocurriría a un Durmiente. Unger me ha vuelto a hacer leer... ¡hey! ¿Qué ocurre?

—¡Nada!

—Hay algo que va mal, muchachita. Hasta yo puedo asegurarlo.

—¿Y qué?

—Es importante. Dímelo.

La mano de ella cruzó el estrecho canal que separaba las dos rocas sobre las que se hallaban y encontró la de él. Él se reclinó sobre su costado y contempló su satinado cabello húmedo y sus apretadas pestañas, los hoyuelos de los desiertos que eran sus mejillas y el sangriento oasis de su boca. Ella le apretó la mano.

—Quedémonos aquí por siempre... a pesar del frío, y dejémonos llevar por el agua.

—¿Quieres decir que...?

—Podríamos bajar en esta parada.

—Lo supongo, pero...

—¿Pero ahora te gusta? ¿Te agrada esta gran charada?

Él miró a lo lejos.

—Creo que tenías razón —le dijo—, aquella noche... hace tantos años.

—¿Qué noche?

—La noche que dijiste que todo era una broma... que éramos las últimas personas en vida de la Tierra, actuando frente a máquinas operadas por criaturas inhumanas que nos contemplan con propósitos incomprensibles. ¿Qué somos si no las trazas ondulatorias en un osciloscopio? ¡Estoy harta de ser un objeto de contemplación!

Él continuó mirando al mar.

—Ahora, me agrada bastante el Grupo —le respondió por fin—. Al principio sentía hacia él una cierta ambivalencia. Pero hace unas semanas/años, visité un lugar en el que en otro tiempo trabajé. Era... diferente. Mayor. Mejor llevado. Pero en realidad era algo más que eso. No era simplemente el que estuviera lleno de cosas que yo ni me podría haber imaginado hace cincuenta o sesenta años. Es que tuve una rara sensación mientras me hallaba allí. Estaba con un individuo parlanchín, el Director de Proceso, llamado Teng, que hablaba más que Unger, y yo estaba contemplando todos esos tanques y bancadas de maquinaria que habían crecido dentro del caparazón del primer edificio antiguo, algo así como si se hubiesen desarrollado dentro de una matriz, y repentinamente me di cuenta de que algún día iba a aparecer algo, algo que surgiría del acero y del plástico, y de los electrones danzantes, en un lugar como aquel, inoxidable y oculto a la luz del sol... y que ese algo sería tan estupendo que yo querría estar allí para verlo nacer. No puedo dignificar ese sentimiento llamándolo experiencia mística, ni mucho menos. Fue simplemente una sensación que tuve. Pero si aquel momento pudiera seguir por siempre... en cualquier forma, el Grupo es mi billete a una representación que me gustaría ver.

—Querido —comenzó a decir ella—, es la anticipación y el recuerdo lo que llenan el corazón... nunca la sensación del momento.

—Tal vez tengas razón...

Su apretón se hizo más fuerte sobre la mano de ella mientras el túnel entre sus ojos se acortaba. Se inclinó sobre el agua y besó la sangre de su boca.

Verweile doch...

—...Du bist so schön.

Era la Fiesta más grande de todas las Fiestas. El anuncio sorpresa de Alvin Moore y Leota Mathilde Mason cayó sobre la reunión de Navidad del Grupo como el acontecimiento de la estación. Tras una copiosa cena y un intercambio de brillantes y costosas naderías, se atenuaron las luces. El gigantesco árbol de Navidad que coronaba el ático transparente brilló como una galaxia comprimida a través de las gotitas de nieve fundida que tapizaban la lámina del techo.

Eran las nueve en todos los relojes de Londres.

—Casados en Navidad, divorciados la Doceava Noche —dijo alguien en la oscuridad.

—¿Qué es lo que se puede hacer después de esto? —susurró algún otro.

Se oyeron risitas y varios villancicos desafinados las siguieron. Los secreteos entre las sombras empezaban a dar resultado.

—Esta noche somos famosos —dijo Moore.

—Bailamos en el Davy Jones’ Locker —contestó Leota—, mientras ellos rechinaban de dientes y se desplomaban por el suelo.

—No es el mismo Grupo —le dijo él—, realmente no lo es. ¿Cuántos rostros nuevos has visto? ¿Cuántos viejos han desaparecido? Es difícil decirlo. ¿A dónde van los antiguos miembros del Grupo?

—¿Al cementerio de los elefantes? —sugirió ella—. ¿Quién sabe?

El corazón es un cementerio de crigas —recitó Moore,

escondidas lejos del ojo del cazador,

donde el amor está recubierto por la muerte

y los perros se arrastran para morir.

—Eso es de Unger, ¿no es así? —preguntó ella.

—Sí, acabo de recordarlo.

—Preferiría que no lo hubieras hecho. No me gusta.

—Lo siento.

—De todas maneras, ¿dónde está Unger? —preguntó mientras la oscuridad se retiraba y la gente se ponía en pie.

—Probablemente en el bar... o debajo de una mesa.

—No es posible, tan pronto... quiero decir que no es posible que ya esté debajo de una mesa.

Moore se movió nervioso.

—Por otra parte, ¿qué es lo que estamos haciendo aquí nosotros? —deseó saber—. ¿Por qué tuvimos que asistir a esta Fiesta?

—Porque es la estación de la caridad.

—Y también de la fe y de la esperanza —sonrió él—. ¿Acaso quieres ser sensiblera o algo así? De acuerdo, seré sensiblero contigo. Realmente, es un placer.

Ella llevó su mano a los labios de él.

—¡Para ya!

—De acuerdo.

La besó en la boca. Se oyeron risas.

Ella enrojeció, pero no se levantó de su lado.

—Si es que quieres dejarme como un tonto... dejarnos —rectificó—, te facilitaré las cosas. Dime, ¿por qué teníamos que venir a esta Fiesta y anunciar nuestra salida del Grupo ante todo el mundo? Podíamos simplemente haber desaparecido de las Fiestas, haber dormido hasta la primavera y dejar que pasasen nuestras opciones.

—No. Soy una mujer y no podía resistir dejar de venir a otra Fiesta: la última del año, la última de todas; y llevar tu regalo en mi dedo y saber que en lo profundo de su interior los otros nos envidian; sino por otra cosa por nuestro coraje... y probablemente por nuestra felicidad.

—De acuerdo —aceptó él—; brindaré por eso... en cualquier caso, brindaré por ti —alzó la copa y la bebió de un trago. No había ninguna chimenea contra la que lanzarla, por lo que, a pesar de lo mucho que le habría gustado hacer ese gesto, la volvió a dejar sobre la mesa.

—¿Bailamos? Oigo música.

—Aún no. Sigamos aquí y bebamos.

—Estupendo.

Cuando todos los relojes de Londres marcaron las once, Leota deseó saber dónde se hallaba Unger.

—Se fue —le dijo una chica delgada de cabello púrpura—. Justo después de la cena. Tal vez se le indigestó —Se alzó de hombros—. O tal vez fuera en busca del Globe.

Arrugó la frente y tomó otra bebida.

Luego bailaron. En realidad, Moore no veía la sala a través de la cual se movían, ni a los otros bailarines. Todos ellos eran unos personajes anodinos de un libro que ya había cerrado. Tan solo el baile era real; y la mujer con la que estaba bailando.

Es el desgaste ocasionado por el paso del Tiempo, decidió, y una elevación en mis miras. Tengo todo lo que deseé y aún deseo más. Ya me pasará.

Era un enorme salón de espejos. Había centenares de Alvin Moores y Leotas (nacidas Mason) danzando. Estaban bailando en todas sus Fiestas de los pasados setenta y algunos años: desde un refugio de esquí tibetano hasta el Davy Jones’ Locker, desde unas Navidades en órbita hasta el Palacio Flotante de Kanayasha, desde un Todos los Santos en las cavernas de Carlsbad hasta un Primero de Mayo en Delfos; habían bailado en todas partes, y esta noche era la última Fiesta, buenas noches señoras...

Ella se recostó contra él y no dijo nada, mientras su aliento envolvía su cuello.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —se oyó decir a sí mismo, y partieron con las campanadas de la medianoche, pronto, pronto, y era ya Navidad cuando entraron en el vehículo y le dijeron al chófer del Grupo que iban a regresar pronto.

Y pasaron sobre la estratonave, y aterrizaron junto al Dardo en el que habían venido, y cruzaron sobre el polvoriento colchón que había en el suelo, y entraron en la pequeña nave.

—¿Quieren que atenúe las luces? ¿O las preferirían más brillantes? —preguntó una voz a su lado, después de que Londres y sus relojes y su Puente hubieron desaparecido, allá abajo.

—Atenúelas.

—¿Desearían algo que comer? ¿O algo que beber?

—No.

—No.

—¿Quieren que les lea un artículo del tema que me indiquen? Pausa ¿O un relato? Pausa ¿O poesía? Pausa ¿Desearían ver el catálogo? Pausa ¿Tal vez prefieran música?

—Música —dijo ella—. Suave. No del tipo que te gusta a ti.

Tras unos diez minutos de somnolencia, Moore escuchó una voz.

Con empuñadura de llamas,

nuestra débil hoja, que es amuleto,

desgarra la oscuridad

bajo la estrella Polar

alfilerazo de comentario,

buril que dibuja un infierno mitigado,

desparramando luz sin iluminar.

Hilachas de canciones,

para compartir su vibrante vuelo,

son descortezadas y fragmentadas

para armonizar una cadencia idiota.

Aquí, a través del caos encerrado,

ascendiendo sobre una lógica migrante,

las formas de la negra anotación

oscuramente conjuran una llama.

—Cierre eso —dijo Moore—. No le pedimos que leyera.

—No estoy leyendo —dijo la voz—. Estoy componiendo.

—¿Quién...?

Moore se despertó y se giró en la butaca, que rápidamente se ajustó a su movimiento. Un par de pies se proyectaban sobre el brazo de un asiento doble en la parte de atrás.

—¿Unger?

—No, Santa Claus ¡Jo, jo!

—¿Cómo es que regresa tan pronto?

—Acaba de responder a su propia pregunta, ¿no?

Moore dio un bufido y se sentó de nuevo. A su lado, Leota estaba roncando delicadamente, con su asiento transformado en litera.

Cerró los ojos, pero al saber que no estaban solos no pudo recuperar la placentera sensación de paz que había alcanzado antes. Oyó un suspiro y la aproximación de pasos inseguros. Mantuvo los ojos cerrados, esperando que Unger se desplomaría y quedaría dormido. No lo hizo.

Repentinamente, su voz surgió en un magníficamente horroroso barítono:

—Bajé al Hospital de Saint Ja-a-mes —cantó—. Vi allí a mi-i-i niño, extendido en una larga me-e-esa bla-a-anca: tan dulce, tan frío, tan rubio...

Moore lanzó su brazo izquierdo, dirigiéndolo al estómago del poeta. Tenía un blanco muy amplio, pero lo hizo demasiado lentamente. Unger detuvo su puño y se echó hacia atrás, riendo.

Leota se despertó.

—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —preguntó.

—Componiendo —le contestó—. ¡Feliz Navidad! —añadió.

—Váyase al infierno —prosiguió Moore.

—Le felicito por sus recientes nupcias, señor Moore.

—Gracias.

—¿Por qué no fui invitado?

—Fue una ceremonia simple.

Se giró.

—¿Es eso verdad, Leota? ¿Un viejo camarada de armas como yo, y no fui invitado porque no era lo bastante elegante para tus gustos refinados?

Ella asintió, totalmente despierta.

Él se golpeó la frente.

—¡Oh, me siento herido!

—¿Por qué no regresa al sitio de donde vino? —preguntó Moore—. La casa paga las bebidas.

—No puedo ir ebrio a la Misa del Gallo.

Los dedos de Moore volvieron a engarfiarse en puños.

—Pero puede asistir a una misa de difuntos sin necesidad de arrodillarse.

—Creo entender que desean estar solos. Lo comprendo.

Se retiró a la parte trasera del Dardo. Tras un tiempo comenzó a roncar.

—Espero no volverlo a ver nunca más —dijo ella.

—¿Por qué? Es un borracho inofensivo.

—No, no lo es. Nos odia: porque somos felices y él no lo es.

—Creo que se siente feliz cuando es infeliz —sonrió Moore—, y cuando desciende la temperatura. Ama el tanque congelador porque el dormir en él se parece a la muerte. En una ocasión dijo: «Cada miembro del Grupo muere muchas muertes. Es por esto por lo que me gusta ser un miembro del Grupo».

Luego, añadió abruptamente:

—Dijiste que el volver a dormir no perjudicaría...

—No, no hay peligro.

Bajo ellos, el Tiempo corría hacia atrás por entre el frío. La Navidad fue empujada al exterior por la puerta de enfrente de su mundo: el de Alvin, Leota y Unger; para quedarse estremecida ante el dintel de su propia víspera, en las Bermudas.

Dentro del Dardo, pasando hacia atrás a través del Tiempo, Moore recordó aquella Fiesta de la víspera de Año Nuevo de hacía muchos años. Recordó sus deseos de aquel día y pensó que se encontraban ahora a su lado; recordó las Fiestas habidas desde entonces y pensó que echaría a faltar todas las que aún estaban por llegar; recordó su trabajo en el tiempo antes del Tiempo —hacía unos pocos meses—, y reflexionó que ya no lo podía efectuar con propiedad... y que definitivamente el tiempo funcionaba mal y que él no podía hacer nada al respecto; recordó su viejo apartamento, que jamás había vuelto a visitar, a todos sus viejos amigos, Diane Demetrios incluida, que ahora estarían muertos o seniles, y reflexionó que, fuera del Grupo que ahora estaba abandonando, no conocía a nadie, excepto, probablemente, la muchacha que tenía a su lado. Tan solo Wayne Unger no tenía edad, pues era un siervo de lo eterno. En un mes o dos, Unger podría abrir un bar, formar su propio círculo de alienados y originar un renacimiento privado, si es que alguna vez decidía abandonar el Grupo.

Repentinamente, Moore se sintió muy cansado y viejo, y susurró pidiéndole un Martini al fantasmal sirviente, y lo alcanzó del cubículo pasando el brazo por sobre su adormecida esposa. Se quedó sentado, sorbiéndolo, pensando en el mundo de abajo.

Decidió que debía haberse mantenido al corriente de la vida. No sabía nada de la política contemporánea, ni de la legislación, ni del arte; sus standards eran los del Grupo, y se limitaban principalmente a la alegría, el movimiento, el colorido y la facilidad de palabra; en lo referente a la ciencia, estaba de nuevo en su infancia. Sabía que era rico, pero el Grupo había estado administrando sus finanzas. Lo único que él tenía era una carta de crédito universal, válida para cualquier tipo de compra en cualquier parte del mundo, tanto para bienes materiales como para servicios. Periódicamente, había examinado su cuenta y visto balances que le decían que nunca más tendría que preocuparse por el problema del dinero. Pero no se sentiría ni confiado ni competente cuando se enfrentase con la gente que vivía en el mundo exterior. Tal vez aparecería insoportable, anticuado y «raro», tal como se había sentido esta noche, sin la fascinación del Grupo para enmascarar su humanidad.

Unger roncaba, Leota respiraba profundamente, y el mundo giraba. Cuando llegaron a las Bermudas regresaron a tierra.

Se quedaron junto al Dardo, justamente al lado de la terminal de vuelos.

—¿Quieres dar un paseo? —preguntó Moore.

—Estoy cansada, amor —dijo Leota, comenzando a andar hacia la Mansión de los Sueños. Luego se volvió y miró.

Él negó con la cabeza.

—Aún no estoy dispuesto.

Regresó hasta él. Lo besó.

—Te veré en Abril, querido. Buenas noches.

—Abril es el más cruel de los meses —observó Unger—. Venga, ingeniero. Caminaré con usted hasta donde se halla el transportador.

Comenzaron a pasear. Se dirigieron a través del camino en la dirección opuesta a la terminal, y entraron en la amplia avenida cubierta que llevaba al garage de los rotocoches.

Era una noche cristalina, con estrellas como lentejuelas y un faro satélite que brillaba como una moneda de oro dentro del estanque del cielo. Mientras caminaban, su respiración humeaba en pequeñas nubecillas que se desvanecían antes de estar totalmente formadas. Moore trató de encender su pipa. Finalmente, se detuvo y la protegió con su cuerpo del viento hasta que logró hacerlo.

—Es una buena noche para caminar —dijo Unger.

Moore gruñó. Una bocanada de aire le lanzó una llovizna de tabaco suelto contra la mejilla. Fumó, con las manos en los bolsillos de su chaqueta y el cuello alzado. El poeta le dio una palmada en el hombro.

—Venga conmigo a la ciudad —sugirió—. Está al otro lado de la colina. Podemos ir caminando.

—No —dijo Moore entre dientes.

Siguieron caminando y, a medida que se acercaban al garage, Unger se fue poniendo nervioso.

—Me gustaría que alguien me acompañara esta noche —dijo abruptamente—. Me siento extraño, como si hubiera bebido el brebaje de los siglos y de repente me viese juicioso en una época en la que el juicio es innecesario. Tengo... tengo miedo.

Moore dudó.

—No —repitió finalmente—, ya es hora de decir adiós. Usted sigue el viaje y nosotros bajamos aquí. Que lo pase bien.

Ninguno de los dos ofreció su mano para un apretón, y Moore lo contempló mientras se introducía en la parada del transportador.

Continuando por detrás del edificio, Moore atravesó en diagonal las amplias praderas y los jardines. Vagó sin rumbo durante algunos minutos y al fin halló el sendero que llevaba a las ruinas.

Su paso era lento, mientras recorría el camino por entre la fría vegetación. Tras un período de casi pánico, cuando se halló rodeado por árboles y tuvo que retroceder, emergió al claro, iluminado por las estrellas, en donde los inicios de matorrales ornaban los rotos edificios con figuras de oscuridad, que se movían sin cesar al soplar los vientos.

La hierba crujió por sus tobillos cuando se sentó en un pilar caído y prendió una vez más su pipa.

Se quedó sentado, imaginando ser de mármol a medida que los dedos de sus pies se quedaban helados, y se notó muy en armonía con el lugar: una escena artificial, una ruina transportada fuera de la historia hasta terrenos que no le eran familiares. No quería moverse. Simplemente, quería quedarse helado entre el paisaje y convertirse en su propio monumento. Permaneció allí haciendo pactos con diablos imaginarios: deseaba regresar, volver con Leota a su ciudad de San Francisco, trabajar de nuevo. Como Unger, se sintió repentinamente juicioso en una época en la que el juicio era innecesario. Lo que necesitaba era conocimiento. Lo que tenía era miedo.

Empujado por el viento, buscó su camino por la llanura. Dentro del círculo de su fuente, Pan estaba muerto o durmiendo. Quizá era el sueño helado de los dioses, decidió Moore, y Pan se despertaría algún día para soplar su caramillo, y tan solo el viento entre las altas torres le respondería, y el paso rápido de un robot de investigación se aceleraría para ir a estudiarlo: porque las gentes de las Fiestas habrían olvidado las melodías de los festejos, y los hombres de cera habrían aislado la sabiduría de la sangre en sus placas coloreadas e inoculado a la humanidad contra ella... y, programada contra las emociones, una máquina de frivolidad generaría perpetuamente las sensaciones de alegría en los sueños febriles de los delirantes, de tal forma que nadie reconociese sus tonadas... y no habría nadie entre los descendientes de Febo para siquiera repetir el grito ático de su primera muerte, oída, tantas Navidades antes, más allá de las aguas del Mediterráneo.

Moore deseó haber permanecido algo más con Unger, porque ahora creía comprender algo mejor su perspectiva. Había necesitado el miedo hacia un nuevo mundo para sentir tales sensaciones, pero estaba empezando a comprender al poeta. Y, no obstante, ¿por qué permanecía en el Grupo? ¿Acaso sentía un placer masoquista al ver cumplirse sus profecías heladas, a medida que se alejaba más y más de su propio tiempo? Tal vez fuera eso.

Moore inició un último peregrinaje. Caminó a lo largo del antiguo sendero hasta el rompeolas. Las piedras se sentían frías bajo sus dedos, así que usó el portillo para pasar a la playa.

Se encontraba en un borde mohoso en el fondo de un caldero que reflejaba las estrellas, y el caldero era el mundo. Contempló las negras gibas de las rocas en donde habían tenido su soleado coloquio hacía unos días/meses. Entonces había hablado de sus máquinas, porque ellas le habían hablado de sí mismo. Había creído, y todavía lo hacía, en su inevitable fusión con el espíritu de su especie, para lograr unos recipientes más grandes y mejores para la vida. Ahora temía, como Unger, que para cuando esto ocurriese algo se hubiera perdido, y que los estupendos recipientes nuevos se verían tan solo parcialmente llenados, que les faltaría algún ingrediente esencial. Esperaba que Unger se equivocase; pensaba que las subidas y bajadas del Tiempo restaurarían, en algún futuro equinoccio, todas aquellas verdades, durmientes en las partes internas del alma, que ahora estaba notando... y que habría oídos para escuchar la melodía del caramillo, y pies para moverse a su compás. Trató de creer en ello. Esperó no equivocarse.

Cayó una estrella, y Moore miró a su reloj. Era tarde. Llegó hasta el muro y lo cruzó de nuevo.

En el interior de la clínica preparatoria para el sueño, se encontró con Jameson, que ya estaba bostezando a causa de su inyección preliminar. Jameson era un hombre alto y delgado con el cabello de un querubín y unos ojos que eran todo lo contrario.

—Moore —sonrió, contemplando como colgaba su chaqueta en la pared y se alzaba la manga—, ¿va a pasar su luna de miel en el hielo?

La pistola hipodérmica suspiró en la gruesa mano del enfermero, y la inyección preparatoria entró en el brazo de Moore.

—Exactamente —replicó, cruzando su mirada con el no totalmente sobrio Jameson—. ¿Por qué?

—No parece la cosa adecuada —contestó Jameson, sonriendo aún—. Si yo estuviera casado con Leota, seguro que no me iba al hielo, a menos que...

Moore dio un paso hacia él, con un sonido en su garganta que parecía un rugido. Jameson se echó hacia atrás, mientras sus ojos oscuros se agrandaban.

—¡Estaba bromeando! —dijo—. No quería...

El brazo inyectado de Moore sintió una punzada de dolor cuando el robusto enfermero lo aferró y lo hizo detenerse.

—Sí —dijo Moore—. Buenas noches. Duerma bien, y despierte sobrio.

Cuando se giró hacia la puerta, el enfermero le soltó el brazo. Se bajó la manga y se puso la chaqueta al salir.

—Está loco —dijo Jameson tras él.

Tenía una media hora antes de tener que ir a su congelador. No sentía el mínimo deseo de ir aún. Había planeado esperar en la clínica hasta que la inyección comenzase a producir efecto, pero la presencia de Jameson se lo impedía.

Caminó a lo largo de los amplios corredores de la Mansión de los Sueños, subió en ascensor hasta los congeladores, y entonces caminó a lo largo del pasadizo hasta que llegó a su puerta. Dudó, y luego pasó de largo. Dormiría allí dentro durante los siguientes tres meses y medio; no sentía ningún deseo de incrementarlos con la siguiente media hora.

Volvió a llenar su pipa. La fumaría mientras hacía de centinela junto a la diosa del hielo, su esposa. Miró a su alrededor por si había algún enfermero. Se supone que uno no tiene que fumar tras la inyección preparatoria, pero esto nunca le había producido ninguna molestia, ni a nadie que él conociera.

Un martilleo intermitente le llegó mientras se movía a lo largo del pasillo. Se detuvo cuando dio la vuelta a una esquina, y luego comenzó de nuevo más fuerte. Venía de delante.

Tras un momento hubo otro silencio.

Se detuvo ante la puerta de Leota. Sonriendo, con los dientes apretados sobre la pipa, buscó su pluma y tachó el apellido de su placa. Puso «Moore» encima. Cuando estaba escribiendo la letra final, comenzó otra vez el martilleo.

Venía del interior de la habitación.

Abrió la puerta, dio un paso y se detuvo.

El hombre le daba la espalda. Su brazo derecho estaba en alto. En la mano tenía un martillo.

Sus jadeantes murmullos, como un encantamiento, llegaron a los oídos de Moore:

—Desparramada sobre sus rosas, rosas y sin jamás un ramillete de tejo... en el silencio reposa...

Moore atravesó la cámara. Asió el martillo y logró hacerse con él. Entonces, notó como algo se rompía dentro de su mano cuando su puño entró en contacto con una mandíbula. El hombre chocó contra la pared opuesta, luego cayó hacia el suelo.

—¡Leota! —dijo Moore—. Leota...

Yacía, cincelada en blanco mármol de Paros, hundida entre los bobinados del congelador. La cubierta había sido alzada. Su carne ya era tan dura como la piedra: pues no se veía sangre en su pecho en donde estaba clavada la estaca. Tan solo fisuras y grietas, como en la piedra.

—No —dijo Moore.

La estaca era de una madera sintética muy dura —como el cocobolo o el quebracho, o quizá palosanto— que no se había astillado.

—No —dijo Moore.

Su rostro tenía la relajada expresión del durmiente, su cabello el color del aluminio. El anillo que él le había dado estaba en su dedo...

Se oyó un murmullo en el rincón de la habitación.

—Unger —dijo en voz átona—. ¿Por qué... lo... hizo?

Unger aspiró aire entre las palabras al responderle. Sus ojos estaban enfocados en algo inmencionable.

—...Vampiro —murmuró—, que atraía a los hombres a bordo de su Holandés Volador para chuparlos a lo largo de los años... ella es el futuro: una diosa en el exterior y un sediento vacía dentro. —La contempló sin emoción—. Desparramada sobre sus rosas, rosas... su alegría el mundo requería. Lo bañaba en sonrisas de regocijo... me iba a dejar aquí, abandonado en medio del aire. No puedo salir de este tíovivo y no tengo donde asirme. Pero nadie volverá a perder lo que yo, ya no... su vida giraba, giraba en torbellinos de calor y sonido. Creí que volvería a mí... cuando se hubiese cansado de usted.

Alzó su mano para cubrirse los ojos cuando Moore avanzó hacia él.

—El futuro, para el técnico...

Moore le golpeó con el martillo, una, dos veces. Tras el tercer golpe perdió la cuenta porque su mente no podía concebir un número mayor que tres.

Entonces se halló caminando, corriendo, con el martillo aferrado aún entre los dedos; a lo largo de puertas que eran como ojos ciegos, subiendo corredores, bajando por escaleras poco usadas.

Cuando salió de la Mansión de los Sueños, oyó como alguien le llamaba en la noche. Siguió corriendo.

Al cabo de un rato volvió a caminar. Su mano le dolía y su respiración ardía en sus pulmones. Subió una colina, se detuvo en su cima, y luego bajó por la otra ladera.

La Ciudad de las Fiestas, un lujoso lugar de diversión, poseída y patrocinada, aunque pocas veces utilizada, por el Grupo, estaba desierta, excepto por las decoraciones de Navidad en las ventanas, y las luces y el muérdago. Desde alguna lejana parte se podían escuchar las grabaciones de villancicos de una celebración privada, y algunas risas. Estas cosas hicieron que Moore se sintiera aún más solo mientras caminaba por una calle y regresaba por otra; pareciéndole su cuerpo cada vez más algo aparte de sí mismo a medida que la inyección preparatoria llevaba a cabo su inevitable efecto. Sus pies le pesaban. Sus ojos insistían en cerrarse, y él los obligaba a abrirse.

Cuando entró en la iglesia, no vio ninguna ceremonia en curso. Se estaba más caliente en su interior. Allí también estaba solitario.

El interior de la iglesia estaba en sombras, y se sintió atraído hacia las luces que iluminaban unas figuritas que se hallaban a los pies de una estatua. Era un belén. Se recostó en un banco y contempló a la madre y al niño, a los ángeles y a los animales curiosos, y al padre. Entonces emitió un sonido para el que no tenía palabras y lanzó el martillo contra el pequeño establo y se giró. Arañando la pared, logró dar una docena de pasos y se desplomó, maldiciendo y llorando, hasta que se quedó dormido.

Lo hallaron al pie de la cruz.

  

La justicia se había convertido en una cosa rápida y eficiente desde los días de la juventud de Moore. La simple presión demográfica del mundo había llenado, desde hacía tiempo, todas las cortes del mundo hasta extremos imposibles, hasta el momento en que se tomaron medidas para solucionar esto, se abandonaron los ceremoniales y se mantuvieron los tribunales abiertos día y noche. Por ello, Moore fue llamado a juicio a las diez de la noche, dos días después de Navidad.

La sesión duró menos de un cuarto de hora. Moore rechazó ser representado; se leyeron los cargos; hizo una declaración de culpabilidad, y el juez lo condenó a muerte en la cámara de gas sin levantar la vista del montón de papeles de su mesa.

Atontado, Moore abandonó la sala del tribunal y fue devuelto a su celda para su comida final, que no notó comer. No tenía, ni idea del desarrollo del proceso jurídico en aquel año en que se había detenido. El abogado del Grupo había parecido aburrido mientras le contaba su historia, luego le había mencionado unas «penas simbólicas» y aconsejado rechazar ser representado y declarar su culpabilidad en el homicidio tal como ha sido descrito. Firmó un documento a ese efecto. Entonces el abogado lo había dejado y Moore no había hablado con nadie más que con sus guardianes antes de presentarse al tribunal. Y ahora, al recibir una sentencia de muerte después de admitir que era culpable de matar al asesino de su esposa, no podía concebir que tipo de justicia se le había hecho. A pesar de ello, sintió una calma nada natural mientras masticaba mecánicamente lo que había pedido. No tenía miedo de morir. No podía creer en que fuera a hacerlo.

Una hora más tarde vinieron a por él. Le llevaron a una pequeña habitación hermética con una única y gruesa ventana situada muy alta en la puerta metálica. Se sentó en el banco del interior y sus guardias, uniformados de gris, cerraron de golpe la puerta tras él.

Tras un tiempo interminable oyó como se rompían las cápsulas y olió los vapores. Se hicieron más densos.

Finalmente, estuvo tosiendo y respirando fuego y jadeando y llorando, y pensó en ella yaciendo en su congelador, mientras volvían a su mente una y otra vez las irónicas notas de la canción de Unger durante el vuelo en el Dardo:

Bajé al Hospital de Saint Ja-a-mes,

vi allí a mi-i-i niño,

extendido en una larga me-e-esa bla-a-anca:

tan dulce, tan frío, tan rubio...

¿Había estado Unger pensando ya entonces en el asesinato?, se preguntó. ¿O era algo que se ocultaba en su subconsciente? ¿Algo que había notado removerse, por lo que había deseado que Moore permaneciese con él... para evitar que pasase?

Se dio cuenta de que nunca lo sabría, cuando las llamas alcanzaron su cráneo y consumieron su cerebro.

Cuando despertó, sintiéndose muy débil sobre las sábanas blancas, la voz en sus auriculares le estaba diciendo a Alvin Moore:

—...Y que esto sea una lección para usted.

Moore se arrancó los auriculares con lo que creyó que era un gesto enérgico, pero sus músculos respondieron débilmente. A pesar de todo, los auriculares fueron arrancados.

Abrió sus ojos y miró.

Quizá se hallara en la enfermería del Grupo, sita en lo alto de la Mansión de los Sueños, o en el infierno. Franz Andrews, el abogado que le había aconsejado declararse culpable, estaba sentado a su lado.

—¿Cómo se siente? —preguntó.

—¡Oh, maravillosamente! ¿Le gustaría jugar una partida de tenis?

El hombre sonrió débilmente.

—Acaba de pagar usted su deuda con la sociedad —declaró—, a través del procedimiento de la pena simbólica.

—Oh, eso lo explica todo —dijo Moore secamente. Y luego:— No sé por qué tenía que haber ninguna pena, simbólica o de otro tipo. Aquel versero mató a mi mujer.

—Pagará por ello —dijo Andrews.

Moore se reclinó sobre un costado y estudió el rostro desapasionado y de facciones planas que había a su lado. El corto cabello del abogado tenía una tonalidad intermedia entre el rubio y el gris y su mirada era inalterablemente sobria.

—¿Le importaría repetir eso?

—En absoluto. He dicho que pagará por ello.

—¡No está muerto!

—No, está con vida; dos pisos encima de este. Están esperando a que se le cure la cabeza antes de llevarlo a juicio. Está demasiado grave para soportar su ejecución.

—¡Está vivo! —dijo Moore—. ¿Vivo? Entonces, ¿por qué infiernos fui ejecutado yo?

—Bueno, usted mató a ese hombre —dijo Andrews algo molesto—. El que los doctores fueran capaces luego de revivirlo no altera el hecho. La penalidad simbólica existe para todos estos casos. Lo pensará dos veces antes de hacerlo de nuevo.

Moore trató de levantarse. No lo logró.

—Tómeselo con calma. Va a necesitar varios días de descanso antes de poderse levantar. Su propia revivificación tuvo lugar tan solo ayer noche.

Moore rió débilmente. Luego comenzó a dar carcajadas durante un largo, largo tiempo. Se detuvo, terminando con un sollozo.

—¿Se siente mejor ahora?

—Seguro, seguro —suspiró roncamente—. Me siento como si tuviera un millón de pavos, o cualquier loca moneda que tengan ahora. ¿A qué tipo de ejecución condenarán a Unger por su asesinato?

—A gas —dijo el abogado—, lo mismo que a usted, si la declaración...

—¿Simbólica o definitiva?

—Simbólica, naturalmente.

Moore no recordó lo que sucedió luego, excepto que oyó a alguien gritar y que repentinamente un enfermero al que no había visto estuvo haciendo algo en su brazo. Oyó el suave silbido de una inyección. Entonces durmió.

Cuando se despertó se sintió más fuerte y se dio cuenta de una insolente franja de sol que rasgaba la pared de enfrente. Andrews no parecía haberse movido de su lado.

Contempló al hombre y no dijo nada.

—Me han comunicado —dijo el abogado—, su falta de conocimientos con respecto al presente estado de la ley en estos asuntos. No me detuve a considerar el tiempo que lleva usted siendo miembro del Grupo. Estas cosas ocurren tan pocas veces... en realidad, este el primer caso con el que me encuentro; por lo que simplemente supuse que sabía lo que era la pena simbólica cuando hablé con usted en la celda. Le pido excusas.

Moore hizo un gesto con la cabeza.

—Asimismo —continuó—, supuse que había considerado las circunstancias bajo las cuales el señor Unger había supuestamente cometido un homicidio...

—«Supuestamente», ¡y un infierno! Yo estaba allí. ¡Le clavó una estaca en el corazón! —La voz de Moore se quebró en aquel punto.

—Iba a ser una decisión creadora de precedente —dijo Andrews—, en lo referente a si debía ser juzgado ahora por intento de homicidio, o quedar detenido hasta después de la operación y enfrentarse con un cargo por homicidio si las cosas no van bien. El asunto de su detención habría causado muchos problemas... que afortunadamente fueron resueltos por su propia sugerencia. Cuando se haya recuperado, se retirará a su congelador y permanecerá allí hasta que se haya determinado la naturaleza de su crimen. Se ha ofrecido voluntariamente a hacer esto, por lo cual no ha sido necesaria una decisión legal sobre el asunto. Por consiguiente, se aplaza su juicio hasta el momento en que se hayan perfeccionado algunas de las técnicas quirúrgicas...

—¿Qué técnicas quirúrgicas? —preguntó Moore, alzándose hasta una posición de sentado y apoyándose en la cabecera de la cama. Por primera vez desde Navidad, su mente estaba totalmente alerta. Supo lo que el otro iba a decir.

Dijo una palabra:

—Explíquese.

Andrews se agitó en la silla.

—El señor Unger —comenzó por decir—, tiene un concepto poético en cuanto a la exacta localización del corazón humano. No lo perforó centralmente, aunque la inclinación accidental de la estaca hizo que esta pasase a través del ventrículo izquierdo... Esto, según los médicos, puede ser reparado fácilmente.

«No obstante, por desgracia, ese mismo ángulo de incidencia hizo que diese con la columna vertebral —continuó—, aplastando varias vértebras y rompiendo otras. Parece ser que la columna está partida...

Moore estaba anonadado de nuevo, anonadado por el hecho que se le había estado apareciendo a medida que las palabras del abogado llenaban el espacio entre ellos. Naturalmente, no estaba muerta. Ni estaba viva. Estaba durmiendo su sueño helado. La chispa de la vida permanecería en su interior hasta que comenzase a despertar. Entonces, y solo entonces, podría morir. A menos que...

—...Complicado por su estado y por el período necesario para elevar su temperatura corporal hasta un punto en el que sea posible operar —decía Andrews.

—¿Cuándo la van a operar? —interrumpió Moore.

—En este momento es imposible decirlo —le respondió Andrews—. Tendrá que ser una operación especialmente diseñada, y plantea problemas para los que hay respuestas teóricas, pero no prácticas. Cualquiera de los factores podría ser tratado en la actualidad, pero los otros no podrían ser mantenidos a la expectativa mientras se realiza la intervención quirúrgica. Juntos, constituyen un problema formidable: reparar el corazón y la columna, y mantener con vida al niño, todo al mismo tiempo, va a requerir nuevo instrumental y algunas técnicas nuevas.

—¿Cuánto tiempo? —insistió Moore.

Andrews se alzó de hombros.

—No lo pueden decir. Meses, años. No corre peligro tal como está, pero...

Moore le dijo que se fuera, en voz bastante alta, y él lo hizo.

Al día siguiente, sintiéndose mareado, se puso en pie y rehusó volver a la cama hasta que hubiera visto a Unger.

—Está bajo custodia —le dijo el enfermero que lo atendía.

—No, no lo está —replicó Moore—. Usted no es abogado, y yo ya he hablado con uno. No será puesto bajo custodia hasta que no se despierte de su próxima congelación, sea cuando sea.

Le llevó una hora obtener permiso para visitar a Unger. Cuando lo hizo, fue acompañado de Andrews y de dos enfermeros.

—¿No se fía de la pena simbólica? —bromeó con Andrews—. Ya sabe que se supone que me lo pensaré dos veces antes de hacerlo de nuevo.

Andrews miró a otra parte y no le contestó.

—De todas formas, estoy muy débil y no tengo ningún martillo a mano.

Llamaron a la puerta y entraron.

Unger, con su cabeza cubierta por un turbante de vendas, estaba sentado, recostado sobre unas almohadas. En la mesita había un libro cerrado. Había estado mirando al jardín por la ventana. Volvió la cabeza hacia ellos.

—Buenos días, hijo de puta —observó Moore.

—Por favor —dijo Unger.

Moore no supo qué decir a continuación. Ya había expresado todo lo que sentía. Así que se dirigió hacia la silla que había junto a la cama y se sentó. Buscó la pipa en el bolsillo de su bata y jugueteó con ella para ocultar su embarazo. Entonces se dio cuenta de que no llevaba tabaco. Ni Andrews ni los enfermeros parecían estarles mirando.

Se colocó la pipa vacía entre los dientes y miró hacia arriba.

—Lo siento —dijo Unger—. ¿Puede creerme?

—No —le respondió Moore.

—Ella es el futuro y es suya —dijo Unger—. Le clavé una estaca en el corazón pero no está verdaderamente muerta. Dicen que ya están trabajando en las máquinas para su operación. Al final, los doctores arreglarán todo lo que hice, dejándola como nueva.

Hizo una mueca y miró a las sábanas.

—Si le sirve de algún consuelo —continuó—, le diré que sufro y voy a seguir sufriendo. No hay Senta alguna para salvar a este holandés. Voy a seguir en el Grupo, o fuera de él, en un congelador... para morir en cualquier lugar extraño entre desconocidos.

Miró hacia arriba, contemplando a Moore con una desdibujada sonrisa. Moore le hizo volver a bajar la vista.

—¡La salvarán! —insistió—. Dormirá hasta que estén totalmente seguros de la técnica. Entonces ustedes dos volverán a estar juntos y yo proseguiré mi camino. Nunca más me volverán a ver. Deseo que sean felices. No les pediré que me perdonen.

Moore se puso en pie.

—Ya no tenemos nada que decirnos. Volveremos a hablarnos algún año, dentro de un día o así.

Salió de la habitación preguntándose que más podría haber dicho.

—Al Grupo, es decir a mí, le ha sido planteada una cuestión de ética —dijo Mary Maude—. Desgraciadamente, ha sido hecha por los abogados del gobierno, así que no puede ser tratada como es habitual en todas las cuestiones de ética. Se necesita una solución.

—¿Se refiere a Moore y Unger? —preguntó Andrews.

—No directamente. Se refiere a todo el Grupo, a consecuencia de su travesura.

Indicó la estatofotocopia de noticias sobre su escritorio. Andrews asintió con un gesto.

—Un niño ha nacido entre nosotros —leyó, considerando la foto del postrado miembro del Grupo en la iglesia—. Un editorial en primera plana de este diario nos acusa de crear todo tipo de neuróticos: desde necrofílicos hasta lo más bajo. Además hay esa otra foto... seguimos sin saber quien la tomó... aquí, en la página tres...

—Ya la he visto.

—Ahora quieren seguridades de que los ex-miembros del Grupo seguirán siendo frívolos y no se convertirán en elementos altamente indeseables.

—Es la primera vez que pasa... en esta forma.

—Naturalmente —sonrió ella—. Usualmente son lo bastante decentes como para dejar varias semanas antes de tornarse antisociales, y la riqueza acostumbra a compensar sus desajustes más normales. Pero, de acuerdo con las acusaciones, estamos o seleccionando a la gente equivocada, lo cual es ridículo, o no los preparamos lo bastante cuando nos abandonan, lo cual aún lo es más. Primero, yo realizo todas las entrevistas, y segundo, es imposible lanzar a una persona a medio siglo en el futuro y esperar que aterrice perfectamente manteniendo su carácter normal, por muchas orientaciones que se le den. Y, a pesar de todo, nuestras gentes no lo hacen tan mal, porque habitualmente no se meten en muchos líos.

«Pero tanto Moore como Unger eran bastante normales, y nunca se conocieron el uno al otro muy bien. Ambos miraron un poco más detenidamente de lo que es habitual entre los miembros del Grupo cómo sus mundos se convertían en Historia, y ambos fueron altamente sensibles a esos cambios. Con todo, su problema fue interpersonal.

Andrews no dijo nada.

—Al decir esto, quiero decir que fue un simple caso de celos producidos por una mujer: una impredecible variable humana. No me era posible predecir este conflicto. Los cambios en los tiempos no tienen nada que ver con él, ¿no es así?

Andrews no respondió.

—...Por consiguiente, no hay problema —continuó ella—. No estamos soltando Kaspar Hausers a las calles. Tan solo estamos trasplantando gente rica de gusto exquisito unas cuantas generaciones hacia el futuro, y nos va bastante bien. Nuestro único problema hasta el momento ha sido originado por un antagonismo masculino del tipo mutuamente acelerativo, ocasionado por una bella mujer. Eso es todo. ¿Está de acuerdo?

—Creyó que iba a morir en realidad... —dijo Andrews—. No puedo dejar de pensar que no sabía nada del Código Legal Mundial.

—Un asunto sin importancia —lo apartó ella—. Aún está vivo.

—Tendría que haber visto su cara cuando salió de la Clínica.

—No me interesan las caras. He visto demasiadas. Nuestro problema es cómo fabricar una cuestión y luego resolverla a gusto del gobierno.

—El mundo cambia tan rápidamente que yo casi me he de ajustar a él diariamente. Esos pobres...

—Algunas cosas no cambian —dijo Mary Maude—, pero ya se adonde quiere llegar. Muy astuto. Contrataremos a un Equipo Psiquiátrico independiente para que nos haga un estudio indicándonos que lo que el Grupo necesita es un mayor ajuste, y que nos recomiende que se dedique un día cada año para finalidades terapéuticas. Cada uno de estos días se celebrará en una parte distinta del mundo, en un local que no sea de Fiestas. Montones de ciudades se pelearán por las concesiones. Serán días a pasar haciendo cosas simples, ajustadoras, a mezclarse con gente de fuera del Grupo. Luego, por la tarde, tendremos una comida ligera, seguida de algunas diversiones casuales, relajadoras, y entonces un poco de baile... el baile es bueno para la psique, alivia las tensiones. Estoy segura de que esto satisfará a todos los grupos afectados —Sonrió al decir eso.

—Creo que si —admitió Andrews.

—Naturalmente, después de que el Equipo Psiquiátrico escriba varios millares de páginas, usted las resumirá en algunos centenares, hechas por usted, en forma de resolución a ser presentada al consejo.

Él asintió.

—Le agradezco sus sugerencias.

—Para eso estoy. Para eso me pagan.

Cuando hubo partido, Mary Maude se puso el guante negro y colocó otro tronco en el fuego. Los troncos auténticos costaban más y más cada año, pero no se fiaba de los calentadores sin llama.

Pasaron tres días antes de que Moore se hubiera recuperado lo bastante como para volver a dormir de nuevo. Mientras la inyección preparatoria embotaba sus sentidos y sus ojos se cerraban, se preguntó qué extraño día del juicio lo confrontaría cuando se despertase. No obstante, sabía que, trajese lo que trajese el nuevo año, sentiría confianza.

Durmió, y el mundo pasó a su lado.

Título original:

THE GRAVEYARD HEART

© 1964, Ziff-Davis Publishing Co. Reprinted by permission of the author and Henry Morrison, Inc., his agents.

Traducción de L. Vigil