EL HECHICERO

PHILIP E. HIGH

La magia está siendo revivida en la actualidad. Son numerosos los investigadores científicos que desean contemplarla bajo un nuevo prisma, por considerar que tal vez haya en ella un sedimento de realidad, resultado de las investigaciones empíricas llevadas a cabo por los maestros del arte oculto. Tal vez los resultados de una reconsideración fueran los que les ofrecemos.

ilustrado por O. RODÉS

—¡La carretera bloqueada! ¿Dónde? —los pálidos ojos de Penrose contemplaron al hombre casi con sospecha.

—A unos diez kilómetros de aquí, señor. Vimos como un enemigo atravesaba el asfalto a unos doscientos metros del otro lado de los Picos Gemelos.

Penrose se atusó su bien cuidado mostacho canoso con la punta del dedo, como era habitual en él cuando pensaba profundamente. Si el enemigo estaba del otro lado de los Picos Gemelos, era evidente que se trataba de algo más que de un bloqueo de la carretera; era una emboscada. Los Picos Gemelos marcaban la entrada al Valle Estrecho, y si el enemigo tenía allí fuerzas de alguna consideración...

Dado que conocía esta parte del planeta íntimamente a consecuencia de los cinco años de continuos combates, digirió las noticias con una sensación interna de desolación. Hasta ahora, el valle les había servido como una magnífica vía de escape a sus propias líneas; pero de pronto se convertía en una trampa. Esto era el fin. A todo el mundo le llegaba el fin, y ahora había llegado el suyo. Habían sufrido un duro castigo en el Río Amarillo, siendo derrotados en una lucha que había reducido sus fuerzas a tan solo trescientos sesenta hombres. Y hasta esos serían pronto clasificados como «muertos en combate».

Levantó automáticamente la mano para ordenar alto a la columna.

—Hagan que el Teniente Bruce venga aquí de inmediato —se dio la vuelta—. Sargento, lo mejor será que diga a los hombres que caven pozos.

—¿Señor? —Bruce saludó con la vistosidad de una revista de gala.

Penrose le devolvió el saludo con un ligero movimiento de cabeza.

—Malas noticias. Estamos bloqueados.

—¡Bloqueados, señor! —Bruce era un voluntarioso joven con unos ojos grises algo saltones y el irritante hábito de asombrarse ante lo obvio—. No comprendo como pueden habernos adelantado tan rápidamente.

—Ni yo, pero ahí están —reprimió un suspiro. Los Seth podían usar un terreno como aquel, deslizándose por entre el espeso bosque como lagartos. Luego dijo con voz cansada—: He ordenado que los hombres se atrincheren, pues el grueso del enemigo debe estarnos pisando los talones, lo cual, dicho a las claras, significa que vamos a ser rodeados.

Hizo una pausa, contemplando fijamente el rostro encostrado de polvo de sus subordinados.

—Supongo que se da cuenta de que lucharemos hasta que nos aniquilen. No podemos abrirnos camino en un lugar tan peligroso como el Valle Estrecho, y el enemigo no toma prisioneros.

—Sí, señor... ya veo —el rostro de Bruce permaneció inexpresivo—. Supongo que lo mejor será tomar buenas posiciones y hacer pagar cara nuestra muerte.

Penrose tuvo un sentimiento de simpatía por el muchacho. Si Bruce fuera a seguir viviendo... aunque ya no importaba. A pesar de una o dos costumbres irritantes, el chico era valiente, y con algo más de experiencia se hubiera ganado una merecida promoción.

Se giró bruscamente:

—Creo que pondremos la Luendor entre esas rocas; eso le dará a sus sirvientes cobertura y un buen campo de tiro.

Diez minutos más tarde, Bruce estaba dirigiendo, con un Sargento, la construcción de las defensas del perímetro. El aire vibraba con el gruñido de las excavadoras portátiles y columnas de polvo se alzaban al cielo mientras los hombres construían pozos de tirador y emplazamientos protegidos.

Bruce suspiró para sus adentros mientras contemplaba aquello. Excavadoras portátiles, más livianas que las antiguas palas, granadas-píldora, armas de energía y toda la parafernalia la tecnología de un ejército espacial y aquí estaban, de vuelta a los días de «la sufrida infantería». En cierta ocasión había visto una escena como esta, en algo que un historiador había llamado... ¿un film? Mostraba hombres cavando pozos, enterrándose en el suelo tal como ahora. Una imagen de una guerra librada hacía siglos, en los días en que el hombre luchaba con los de su propia especie. Ahora, exceptuando el hecho de que el enemigo era diferente, habían vuelto a aquello mismo.

Encendió un cigarrillo, arrugando la frente. Claro que conocía las razones, pero ello no iba a sacarlos de aquel lío. El saber que era imposible defender una frontera de centenares de años luz contra un invasor, a pesar de lo grandes que fueran las flotas, no le reconfortaba. Tampoco era posible defender un planeta con espacionaves, pues había demasiados planetas para tan pocas naves. Era preciso hacer algo no tan bueno, pero más factible: el desembarcar una guarnición de tropas de combate para que defendieran el planeta contra una posible ocupación enemiga. Desafortunadamente, el enemigo también había pensado en ello, y en buen número de casos las tropas se encontraban en difíciles luchas.

En cuanto al resto... bueno, en un frente de tales dimensiones, siempre había algún sector en el que fallaban los transportes adecuados y la protección aérea, y este planeta en particular resultaba ser una de esas desafortunadas cenicientas. Les habían dado algunos rotores M.6 y una buena cantidad de vehículos blindados, pero los M.6 habían sido eliminados del cielo desde hacía ya tiempo por el fuego concentrado de las unidades de tierra y los vehículos blindados holgazaneaban en la base ya que eran inútiles en un terreno repleto de cañadas, agujas rocosas y árboles tan densamente apretados que parecían formar una sólida valla de madera de varios kilómetros de grosor.

Afortunadamente, en lo referente a equipo, el enemigo se hallaba en una situación similar; aunque contaran con muchas otras ventajas.

Los ejércitos de Tierra estaban limitados a ir por los caminos y senderos naturales, mientras que los Seth, con sus ágiles y resistentes cuerpos, usaban del terreno como si fuera el de su lugar de nacimiento.

Como en muchas otras guerras la victoria no era consecuencia del valor, de la superioridad técnica o del número, sino de la movilidad, y aquí esta era solo poseída por el enemigo. Estaban despedazando a las fuerzas terrestres por pura velocidad de movimiento.

En el espacio la Tierra tenía una superioridad bastante definida, y estaban logrando una lenta victoria, pero aquí abajo... Bruce dio un bufido. Su mala estrella lo había colocado justamente aquí abajo.

Miró a su alrededor, al polvoriento claro rodeado por los apretados árboles. Estos tenían unos brillantes troncos negros y su copa estaba formada por unas hojas azules parecidas a plumas que les daban el aspecto de plumeros.

El sendero pasaba por el centro del claro, a cuyo extremo opuesto susurraba un arroyo, y, más allá de este, los árboles volvían a crecer en una masa casi sólida. El claro tenía, de lado a lado, escasamente quinientos metros, y casi era imposible defenderlo pero, ¿qué podían hacer?

Las exhaustas y polvorientas tropas, ahora ya casi totalmente atrincheradas, aparecían a veces por los agujeros de los pozos, mientras una fina nube de polvo blanco se elevaba a cada uno de los movimientos. Parecían bien arraigadas, pero Bruce no se hacía ilusiones; la batalla sería breve, espectacular, pero definitiva. Los Seth usarían sus famosas armas de presión, haciendo alzarse el polvo y hundirse las trincheras. Una lluvia de bombas giradoras eliminaría con mortal efectividad a los que hubieran sobrevivido al terremoto artificial.

Bruce se alzó de hombros. A todos les llegaba la muerte pero, ¿tenía que ser ahora? Lo malo es que no había nada que ellos pudieran hacer, absolutamente nada. Aunque... ¡buen Dios, el hechicero!

Penrose estaba observando amargamente desde su pozo de mando cuando Bruce llegó hasta él.

—Esta es una mala faena, Bruce. Odio morir como una rata en una trampa. Si creyera que teníamos la mínima posibilidad, trataría de abrirme paso... ¡pero no a través del Valle Estrecho! Aquí al menos, nos llevaremos a algunos por delante, pero ni siquiera veríamos a esos pequeños monstruos escurridizos si tratásemos de forzar el bloqueo del valle.

Bruce se aclaró la garganta, dubitativo, y tuvo buen cuidado al escoger sus palabras:

—Me preguntaba, señor, si... en vista de la situación... si no podríamos —usó el propio término del Mayor deliberadamente— darle una oportunidad al Hechicero. Me refiero, señor, a que, puesto que el resultado es inevitable, ¿no deberíamos hacer eso por él? Para él aún será una muerte peor, pues no está armado, y nunca ha tenido una oportunidad de hacer su trabajo.

En las canosas sienes del Mayor aparecieron dos arruguitas.

—¿Qué es lo que puede hacer ese idiota? No, no, Bruce, creo que no lo aceptaré.

—Tan solo era una sugestión, señor. Al igual que usted, yo no creo en eso. Tan solo lo consideraba como una especie de gesto, ya que el tipo se ha portado bastante bien, ha marchado como el mejor y, según me han dicho, ha ayudado bastante a los sanitarios. Parece un tanto injusto, señor, que jamás haya tenido una oportunidad para probar lo que vale.

El mayor se atusó el bigote y arrugó la frente.

—Comprendo su punto de vista, y estoy de acuerdo. Parece bastante injusto. De acuerdo, ya no nos puede poner en peor situación.

—¿Seguro que no se equivoca? —Kenton lo miraba desde dentro de su pozo, con expresión de incredulidad—. ¿Está seguro de que eso va por mí?

—Claro que va por usted. Por el amor de Dios, salga de ahí antes de que el mayor cambie de opinión.

Kenton se alzó ligeramente de hombros, salió del pozo y comenzó a caminar atravesando el claro. Suponía que se hallaban en un mal paso. Nunca llamaban a los de su cuerpo hasta que el ejército se había metido en algo de lo que no podía salir por sí solo. No era extraño que allá en la base se llamase al Cuerpo «la última oportunidad». Aquí, naturalmente, el Mayor le llamaba «el hechicero ese», que posiblemente era bastante menos insultante de lo que acostumbraban a llamarles otros oficiales.

—¿Señor? —saludó torpemente.

—Ah, sí, Kenton —Penrose miraba a un punto situado algo por encima del hombro izquierdo del otro, evitando en esta forma mirarle a los ojos—. Según parece, sería necesario que usted usase inmediatamente... sus métodos. El Teniente Bruce le explicará nuestra situación.

Penrose se dio la vuelta con una sensación de alivio. No era un mal hombre, y no sentía una antipatía personal contra Kenton, pero estaba amargado. El último navío de aprovisionamiento había traído no a un volador M.10 o a uno de los nuevos cañones-guadaña, sino a un hechicero, específicamente puesto bajo sus órdenes. Sin duda se habían librado de él en alguna parte, enviándolo a este frente olvidado para sacárselo de encima.

En ocasiones Penrose se preguntaba si no habría alguien en el Alto Mando que estuviera trabajando en secreto para el enemigo. ¡Gastar tiempo, dinero y hombres en un asunto tan descabellado! ¿En qué diablos deberían estar pensando?

Kenton se dio cuenta de la actitud del Mayor sin sorprenderse ni siquiera resentirse en particular. El haber pasado dos años en el cargo de bufón de la corte le habían, ya que no endurecido, sí al menos creado unos mecanismos psicológicos de defensa que le permitían pasar por alto el desprecio y las burlas.

Todos los miembros del Cuerpo eran Tenientes Honoríficos Especiales, lo que en realidad significaba que eran oficiales sin autoridad.

Devolvió su atención a Bruce, que le estaba explicando las situación. Cuando hubo terminado le preguntó:

—¿A qué distancia debe de estar el grueso de sus fuerzas?

—Bueno... —Bruce se tiró pensativo de una oreja—. Minamos cuidadosamente por donde nos retirábamos, y los Seth son unos seres metódicos a los que les gusta evitar las bajas innecesarias. Dándoles a sus zapadores tiempo para limpiar el camino, digamos que a cuatro horas de marcha.

—¿Sabe dónde están esas minas?

—Lo llevo todo en mi unidad de memoria —sacó el pequeño instrumento del bolsillo—. Podemos evitarlas.

—Estupendo, vamos ya.

—¿A dónde? —Bruce lo miraba sin comprender.

—Vamos a retroceder por el sendero, regresando sobre nuestros pasos un par de kilómetros.

—No sé... —empezó a decir Bruce, dubitativo.

Kenton se puso rígido.

—Cuando se transfiere la autoridad a un miembro del Cuerpo, Teniente, se obedecen sus órdenes..

Esta vez fue Bruce el que se puso rígido. Había una autoridad en su voz que estuvo a punto de hacerle saludar. Buen Dios, claro, cuando había hecho la sugestión sobre el llamar a Kenton, se había olvidado totalmente de las Ordenanzas. Y las órdenes en vigor eran que, si se llamaba al Cuerpo, este asumía el mando.

Miró inquieto por encima de su hombro. El Mayor Penrose estaba inspeccionando un emplazamiento y les daba la espalda.

—¿Le importaría si nos fuésemos discretamente ahora? —estaba incómodo y avergonzado—. No querría atraer mucha atención.

—Como desee —Kenton tenía un cabello claro descuidado y una amplia boca muy móvil y con tendencia a la sonrisa. Bruce le lanzó una mirada de sospecha, pero estaba serio y no sonreía.

Caminaron en silencio durante lo que pareció ser un tiempo interminable. Luego, Kenton se detuvo.

—Aquí está bien —dijo, y se descolgó la excavadora portátil, girando el control «P» a «S» y extrayendo la bayoneta sierra del mango.

Bruce contempló como insertaba la hoja, levantaba el instrumento y talaba limpiamente un árbol. Luego, diestramente, lo cortaba en tablones y después en delgados listones hasta tener un montón considerable.

—Yo no me quedaría ahí, está en muy mal sitio. Váyase unos metros más atrás —Kenton se inclinó y comenzó a colocar los listones en una curiosa forma, encolándolos hábilmente con pequeñas pildoritas grises de plástico adhesivo.

Bruce resistió un impulso de rascarse la cabeza asombrado.

—¿Podría preguntarle qué es lo que está haciendo?

Kenton, que estaba tratando de concentrarse, encontró estúpida la pregunta.

—Estoy preparando un hechizo —dijo con voz irritada—. ¿Acaso no es para eso para lo que están los hechiceros?

El resentimiento y la frustración de los pasados meses se habían hecho al fin sentir.

Bruce se sonrojó bajo su costra de polvo, molesto al saber que el chasco estaba justificado. Había seguido ciegamente el ejemplo del Mayor y, si bien no había tratado a Kenton con desdén, lo cierto era que había demostrado ignorar su existencia. Posiblemente se debía a no pensar en ello, o a la ciega aceptación de la opinión general. Tanto oficiales como tropa consideraban que el Cuerpo era o una broma colosal o una tremenda estupidez, y habían despreciado a Kenton.

Se removió inquieto.

—Lo siento, supongo que me lo merecía.

—No, creo que no. Realmente, es algo psicológico. ¿Ha tratado alguna vez de hacer el payaso? —sonrió—. Olvidémoslo.

Volvió de nuevo a su tarea. Bruce creyó reconocer un pentágono, que iba tomando forma a medida que el otro trabajaba, luego lo perdió en medio de una colección bastante alucinante de triángulos y cuadrados distorsionados que Kenton había construido con los listones. Todo aquello se parecía a un grabado que había visto en una ocasión en un libro de Historia. El armazón de unos fuegos de artificio.

Kenton lo dispuso cuidadosamente y se echó hacia atrás.

—A cincuenta metros del ángulo del camino, justamente —sonrió—. Eso es todo, ya podemos regresar.

Caminaron en silencio unos cien metros y Bruce ya no pudo reprimir más la curiosidad:

—¿Qué demonios era eso?

Kenton sonrió débilmente.

—En serio, puede llamarlo un hechizo.

—¿Y cree que pueda servir para algo?

—Mi entrenamiento me lleva a suponer que puede —le dijo a la defensiva Kenton. Podía comprender el escepticismo del otro, el escepticismo de cualquiera, pero al menos le podrían dar una oportunidad al Cuerpo, antes de condenarlo.

Naturalmente, el nombre era desafortunado, y probablemente había sido inspirado por algún otro escéptico de la Oficina de Guerra. Con un título como «Cuerpo Especial de Magos», era dudoso que una unidad de combate pudiera inspirar confianza en cualquier parte. No era posible que no incurriese en la ira de cada oficial en mando habituado al uso de las armas convencionales. Alguien de los de arriba, pensó sombrío Kenton, nos apuñaló por la espalda antes de que pudiéramos hacer nada.

—Espero que el Mayor Penrose se dé cuenta de que, al llamarme, ha transferido el mando al Cuerpo, ¿no? —dijo con voz tranquila.

Bruce tosió, incómodo.

—Es posible que se le haya ido de la mente.

—El Cuerpo se encuentra con un montón de oficiales con malas memorias, pero usualmente logramos arreglárnoslas —asintió, aparentemente imperturbable, Kenton. Bruce le lanzó una rápida y preocupada ojeada; parecía demasiado confiado. En cierta manera, Kenton le preocupaba por lo normal que se le veía. Un tipo que pertenecía a una unidad denominada «Cuerpo de los Magos» debería de tener una mirada loca y murmurar entre dientes. Por el contrario, Kenton era parecido a cualquier otro soldado, y hasta estaba encendido ahora un cigarrillo.

—¿Cómo llegó al Cuerpo? —inquirió Bruce con lo que, esperaba, pasaría por un vulgar tono cortés.

Kenton se alzó de hombros.

—Me cazaron, me sacaron de Cibernética y me llevaron a la academia del Cuerpo.

—¡Cibernética! Entonces usted es... fue... un verdadero científico.

—Sigo siendo un científico de una rama bastante desacostumbrada que, desafortunadamente, cuenta con unos antecedentes que la hacen sospechosa.

—Pero la Magia... —Bruce no terminó la frase.

Kenton asintió.

—Comprendo su escepticismo pero, ¿sabe usted que un gran número de los medicamentos de nuestra moderna farmacopea se basan en las curas mágicas de los brujos y hechiceros de la antigüedad? —sonrió débilmente—. Suponga que, por razones desconocidas, se hubiera perdido una de las ciencias, pero que su recuerdo, mezclado con las supersticiones y creencias religiosas de la época, hubiera sido trasmitido por vía oral. Un aspecto de esa ciencia podría ser expresado, en una época futura, más o menos así —se aclaró la garganta—: «Tomad las limaduras de una buena espada y añadiréis el polvo amarillo que arde con ocre olor. Los mezclaréis junto con una porción de madera tostada, y de ello surgirán llamas y truenos» ¿Suena esto lo bastante medieval e impresionante? —sonrió—. La ciencia perdida podría ser la Química y, si le interesa, le diré que esa fórmula mágica es la de la pólvora negra.

—¡Buen Dios! —se asombró Bruce—. Entonces el Cuerpo ha hurgado en esas antiguas creencias y ha hallado algo que resulta en la práctica.

—Han sido observados algunos resultados sorprendentes —dijo evasivamente Kenton.

—¿Pero podrán afectar a un enemigo no humano?

Kenton asintió pensativo.

—Sí, puesto que la concepción del Universo de nuestro enemigo se basa en los datos suministrados por unos sentido similares a los nuestros: vista, oído, tacto y, en menor grado, olfato.

Bruce se dio cuenta de pronto de que habían llegado al claro y que el mayor se les aproximaba.

—Tengan la bondad de explicarme su ausencia —la voz de Penrose sonaba fría y algo apareció en su mano, algo que parecía una burbuja plateada. La echó descuidadamente al aire, la cogió, la echó de nuevo. Subía-bajaba-subía-bajaba, centelleando como un arco iris.

—Hicimos un reconocimiento tal como usted sugirió, señor —la voz de Kenton era respetuosa pero normal, como si supiese que el mayor fuera a recordar. Y, cosa curiosa, recordó. —

—Oh, ah, sí, claro. No sé qué está pasando últimamente con mi memoria. ¿No hay señales de una avanzadilla?

—Ninguna, señor.

Hipnotismo, pensó Bruce atontado; seguramente de un nuevo tipo, con una nueva técnica, porque Kenton estaba hablando como si respetuosamente tratase de hacer recordar a su superior.

Y continuó recordándole, imbuyéndole opiniones en la mente, sugiriéndole un plan de ataque de tal forma que parecía que la idea hubiera partido del mismo mayor.

Bruce sintió como el sudor le cosquilleaba en la piel y comenzaba a correrle por el rostro. Lo que le preocupaba no era el creer hipnotizado al mayor, sino la estrategia que Kenton estaba sugiriendo. Quizá el teniente hubiera sido un maravilloso técnico en cibernética y tuviera un profundo conocimiento de las técnicas del Cuerpo pero, ¿qué tal era como soldado? Bruce sintió un ligero estremecimiento. Un ataque según las líneas que estaba proponiendo Kenton era tan demente como el enviar a un ejército hacia el borde de un precipicio.

Kenton terminó de hablar, y el mayor se dio rápidamente la vuelta y se fue al centro del claro.

Bruce estaba irritado por el hecho de que Penrose no parecía, en absoluto estar hipnotizado. Por el contrario, parecía inflexible, alerta, y se conducía como un hombre que ha tomado una decisión y se propone llevarla a cabo.

—¡Atención! —Penrose tenía ese tipo de voz que se hace notar sin necesidad de gritar.

Esperó hasta que el ruido normal de los hombres acomodándose para escucharle hubo terminado.

—Bueno, soldados: llevamos mucho tiempo juntos, y sabéis que siempre he tenido por norma el hablaros con franqueza. Como ya algunos os habréis supuesto, nuestros escamosos amigos nos han adelantado y se han apoderado del Valle Estrecho. Una fuerza, numéricamente superior, viene en camino para alcanzarnos y esto, como comprenderéis, significa que nos han rodeado. Tenía casi decidido presentarles un último combate en este claro, pero el sentarse a esperar la muerte es algo que todos aborrecemos, sin importar cuantos enemigos nos llevemos por delante. Por consiguiente, he decidido tratar de romper el cerco.

Hizo una pausa, y la fuerza de su personalidad era tanta que pareció estar mirando individualmente a cada hombre.

—Va a ser una empresa difícil, y las posibilidades están en nuestra contra; pero sé que puedo contar con todos y cada uno de vosotros para que deis vuestro máximo esfuerzo. Al menos les demostraremos a esos malditos lagartos que podemos hacer algo más que luchar contra ellos desde agujeros.

Hubo un grito de aprobación entre los hombres y la apatía, que Bruce había notado que se iba apoderando de las tropas, comenzó a disiparse.

El mayor alzó la mano.

—Antes de que intentemos la ruptura, el Teniente Kenton desearía deciros algo.

Kenton se adelantó. Sonreía cansinamente bajo el polvo.

—Soy el Mago al que todo el mundo cree loco. No obstante, sucede que yo también lo creo. ¿Alguna pregunta?

Los soldados se miraron incómodos los unos a los otros, y luego alguien cazó la broma y comenzó a reír. La risa se extendió, y comenzaron a mirar a Kenton con algo que se aproximaba al agrado ya que no al respeto.

Kenton asintió.

—Bien, ahora que ya hemos zanjado esa cuestión, vamos a ser prácticos: hasta los locos tienen buenas ideas en ciertas ocasiones. Vamos a mandar una avanzadilla antes del grueso, pero no queremos que se fijen en ella, queremos que el enemigo esté preocupado por otras cosas. Hace tiempo, cuando las guerras eran aún más primitivas, existían bandas, cornetas y tambores para dar moral al propio bando y tratar de sugerir la idea de una fuerza mucho mayor de la que se poseía. Nosotros también necesitamos sugerir la idea de una fuerza superior, pero no poseemos instrumentos, así que tendremos que gritar. Puede que si gritamos lo bastante fuerte, en el momento preciso, apartemos las mentes del enemigo de otras cosas, como por ejemplo de alguien que trata de flanquearlos.

Hizo una pausa, con el rostro súbitamente serio.

—Cuando llegue el momento, deseo que lancéis un grito especial un grito como este... —echó la cabeza hacia atrás.

A pesar del calor y del polvo, Bruce se estremeció. Kenton había producido un sonido distinto a cualquier otro que jamás había escuchado, un sonido que comenzaba en lo profundo del pecho, se elevaba hasta ser similar a un aullido desesperado y se arrastraba hasta el silencio.

Kenton sonrió aplacadoramente.

—Horrible, ¿no? Pero es como el gorgorito de los tiroleses, que se escucha a grandes distancias. Eso es lo que queremos. Sé que ninguno de vosotros se cree capaz de hacerlo, pero veréis como cuando llegue el momento, os resultará sorprendentemente simple.

Bruce maldijo mientras marchaban, silenciosamente, entre dientes, pero con una intensidad de sentimientos que le sorprendía hasta a él mismo. Y pensar que durante algún tiempo había mirado a Kenton casi como a un ser racional. Está muy bien eso de hipnotizar a un oficial superior y sugerirle que se realice un movimiento de flanqueo, pero, cuando le tocaba a uno dirigir el asalto...

Un centenar de hombres, destacados del grueso de las fuerzas para tratar de flanquear a un enemigo que ya estaba en posición y esperándoles. ¡Buen Dios, era un suicidio! Los Seth, con su agudeza sensorial, los oirían llegar antes siquiera de que alcanzaran valle.

Superficialmente, y tal vez sobre el papel, la maniobra resultaba bastante razonable. La idea era que, al acercarse al valle, la avanzadilla se dividiese y tratara de escalar los Picos Gemelos que guardaban la entrada. Estos Picos, aunque eran escarpados, tenían los suficientes asideros como para que cualquier hombre activo pudiera subirlos. También era cierto que los árboles crecían menos espesos cerca del valle, y que no molestarían sobremanera su avance. Teóricamente, la maniobra era factible: escalar los Picos, descender hasta cubrirse entre los árboles, y luego reptar más allá de la orilla del valle, cogiendo a los Seth por la espalda mientras estaban concentrados en el cuerpo principal, que avanzaba por abajo.

Bruce sonrió amargamente. ¡Teóricamente perfecto! La estrategia de un aprendiz demostrada por un «muchachito brillante» que fanfarronea tras su primer mes de Academia Militar. Una maniobra que se olvidaba complacientemente de la existencia de un astuto y terriblemente competente enemigo que había trasformado la guerra sobre el terreno en un arte inigualable.

Obviamente, los Seth no dejarían los Picos Gemelos desguarnecidos y, aunque lo hubieran hecho, ya no se podría considerar a sus hombres como activos en el más puro sentido de la palabra. Cansados por la batalla y la marcha, algunos de ellos tendían a tropezar, y además estaban sobrecargados de equipo. El ruido que harían escalándolos picos sonaría como el de un escuadrón de vehículos blindados, y los Seth los aplastarían como a una bandada de insectos.

Muy lejos, hacia la retaguardia, comenzó a escucharse un extraño sonido, un sonido que comenzaba como un grito y se arrastraba hasta caer en una especie de gemido desesperado. Kenton y sus malditas teorías de engañar al enemigo con ruidos; ¿qué demonios se creía que eran los Seth... salvajes pintarrajeados? Creía acaso el muy idiota que una raza que casi los había barrido del espacio iba a ser confundida por un barullo como ese?

Bruce se alzó de hombros. De todas maneras servía como señal, y por lo menos sabía que el cuerpo principal estaba poniéndose en marcha. Tenía noventa minutos para marchar los últimos seiscientos metros, escalar los picos y colocarse en posición a la espalda de un enemigo cuyo sentido del oído era, al menos, dos veces superior al suyo. Fácil, se dijo amargamente a sí mismo: tan solo tienes que cerrar los ojos y confiar.

Se volvió hacia el sargento.

—Lo mejor será que nos dividamos aquí. Usted toma el pico izquierdo; y recuerde, no dispare hasta que la fuerza mayor haya entrado en el valle. Cuando él grite «pónganse a cubierto», abran el fuego. Comprendido?

—Sí, señor —el rostro del hombre estaba contraído en una mueca sardónica, y sus breves palabras cargadas de ironía. Era obvio que el suboficial, un veterano, aún tenía menos fe en la maniobra que el mismo Bruce. Los oscuros ojos burlones reflejaron exactamente su opinión: ¡Escalar los Picos! Infiernos, pero ni siquiera llegaremos hasta ellos. Nos aplastarán contra el suelo con esas criminales armas de presión, antes de que nuestros pies logren pisar las rocas.

Muy atrás se alzó un extraño sonido, perdiendo fuerza y desapareciendo de nuevo. Más de dos centenares de voces imitando a ese... ¿cómo se lo podría llamar: gruñido de tripas? de Kenton.

A su pesar, Bruce se estremeció de nuevo. El sonido le hacía pensar en lobos aullando en lejanas montañas; pero echó los hombros hacia adelante, y comenzó a marchar decidido.

Los Picos Gemelos se alzaban oscuros frente a él, con la parte inferior de sus laderas cortadas por los riscos y las rocas aguzadas. No tenía dudas de que los pálidos ojos del enemigo los estarían contemplando sardónicamente mientras se aproximaban, esperando el momento en que una descarga los desparramaría, convertidos en despojos sanguinolentos, sobre las rocas.

Sacó un poco la pesada pistola lanzacargas de su funda, manteniendo la mano en la culata. En lo profundo de su interior tenía el conocimiento de que su vida estaba a punto de terminar. El sudor chorreaba por su rostro y sus pies parecían muy pesados, arrastrándose inertes en el polvo.

En alguna forma, la situación tomó la forma de un sueño. Pasó las primeras rocas y nada sucedió. Podía escuchar la respiración del hombre que lo seguía, el roce de sus botas en el polvo. Sobre él, la parte alta de la ladera se extendía en una enorme oscuridad, agitándose y danzando en las olas de calor.

Arriba, sin pausa, cogiéndose al primer asidero en la roca, mientras la bota buscaba torpemente un peldaño. Subir, subir, con el sol extraño mordiéndoles salvajemente las espaldas. Tanteando por el siguiente agarradero, con las insensibles manos ya sangrando por los lugares en los que había saltado la piel. ¿Cómo es que habían llagado tan lejos? Era una trampa, tenía que ser una trampa. Los Seth estaban esperando hasta que todos estuvieran al descubierto sobre las rocas, para entonces cazarlos como a moscas.

Su mano se extendió hacia un borde, buscando un apoyo, encontrándolo y tirando de él hasta arriba, jadeante. ¿Borde? No era un borde... ¡Dios! Lo habían logrado. ¡Aquello era la cima! Y, lo que era mejor, un paredón de rocas corría a su largo, ocultándolos del valle. No podían haber escogido un punto mejor.

El descenso fue relativamente fácil, y llegaron a la cobertura de los dispersos árboles sin ningún incidente.

Tras recorrer un centenar de metros, señaló a los hombres que se detuviesen y se dirigió solo hasta el borde del valle.

Recorrió los últimos seis metros sobre su estómago, reptando centímetro a centímetro, alzándose sobre el borde rocoso con las manos. Levantó la cabeza con cautela... y se quedó helado.

A tres metros de él, tres Seth estaban echados de bruces en un agujero tras un espolón rocoso. Tuvo tiempo de contemplar toda la escena antes de arrastrarse de regreso.

Un arma curiosamente oblonga, con forma de caja, estaba montada sobre un macizo trípode y apuntaba abajo, hacia el valle. Un segundo ser miraba en la misma dirección, manteniendo entre sus delgadas manos azules un largo tubo blanco. El tercero estaba arreglando una línea de las, ahora, conocidas granadas giratorias, parecidas a discos. Sus actitudes, el estar pegados al suelo, el brillo metálico negroazulado de sus finamente escamosas pieles le hacían pensar, más que nunca, en lagartos.

Al regresar, destacó a dos soldados para que cubriesen a los enemigos, y señaló a los demás que siguiesen adelante.

Tras doscientos metros de cuidadoso avance, hizo otro descubrimiento y tragó saliva en silencio.

Aquí los Seth estaban por todas partes, en huecos, tras árboles achaparrados, medio enterrados en el polvo y hasta aplastados contra las ardientes rocas, con sus cuerpos brillando al sol. Una variedad de raras armas apuntaban al valle. Era desde aquí, entonces, desde donde se cerraría la trampa.

Repentinamente se dio cuenta de que el griterío del grueso de las tropas se estaba haciendo más fuerte, y que el tiempo era limitado. Regresó todo lo aprisa que pudo y comenzó a colocar a sus hombres en los lugares desde los que pudieran dominar mejor a los Seth. ¿Era posible que se hubieran vuelto descuidados o que ya despreciasen a sus enemigos? ¿Ni siquiera se les había ocurrido que una avanzadilla determinada pudiera realizar un movimiento de desbordamiento por el flanco?

Se arrastró de nuevo hacia adelante, dándose cuenta de que debía de hallarse en un lugar desde el que pudiera dirigir el ataque cuando este comenzase. No se había oído nada del otro lado del valle, así que la otra fuerza debía de haber alcanzado también posiciones dominantes sobre el enemigo.

Se quedó quieto, contemplando, estudiando los detalles de los alrededores. El Valle Estrecho no era un verdadero valle, sino una estrecha hendidura en la tierra, de apenas setenta metros de ancho. Lo redondeado de las rocas inferiores sugería que el valle debía de haber sido, en otro tiempo, el lecho de un rápido río. Las riberas se alzaban casi verticales a cada costado, cubiertas de rocas y de árboles achaparrados, una posición ideal para la trampa que habían preparado, tan cuidadosamente, los Seth.

Apenas si se dio cuenta de que el griterío se había hecho más cercano, que la fuerza del mayor debía hallarse a unos escasos quinientos metros de los Picos Gemelos. Se dio cuenta de pronto, de que el sonido había adquirido un ritmo peculiar, como si tuviese un pulso propio. Además, podía oír las pisadas de los soldados a pesar del polvo, en un golpeteo rítmico que casi le hacía pensar en que pudieran estar marchando al antiguo paso de la oca.

Se estremeció, lleno de una curiosa mezcla de alegría y de miedo. Le parecía que el cielo se había oscurecido, y que por entre las rocas llegaba gimoteante, un frío viento. Tenía la impresión de que algo informe e inmenso se desparramaba, oscuro, sobre el valle. Casi tuvo un sobresalto cuando desapareció la impresión y el grueso de las fuerzas entró abiertamente en el valle.

Bruce miró. Los soldados avanzaban como si se hallasen en un desfile, con las cabezas en alto, los hombros hacia atrás, braceando, orgullosos. Parecían un ejército victorioso y no las cansadas y cínicas tropas que había dejado en el claro.

De repente cesó el griterío, y el súbito silencio dejó una curiosa sensación de tensión explosiva.

—¡Compañía... alto! —la voz del Mayor le llegó claramente—. ¡Pónganse a cubierto!

Las filas se rompieron como por encanto, tal como si lo hubieran estado practicando innumerables veces en el campo de adiestramiento. Los hombres se zambulleron, literalmente, en busca de un resguardo, algunos deslizándose sobre sus estómagos hasta puntos dominantes, con las armas dispuestas en las manos.

Bajo él, los Seth se agitaron y volvieron de pronto a la vida, como si acabasen de despertar de un profundo sueño. Tras una roca negra, dos de ellos giraron su arma en forma de caja, apuntando hacia abajo.

Bruce, riendo un tanto locamente, les lanzó una granada-píldora y se aplastó contra el suelo.

Una columna de fuego blanco y de polvo saltó hacia arriba, una ola de calor pasó por sobre su cabeza, y la conclusión de la explosión lo ensordeció.

Se puso de pie de un salto y creyó gritar una orden, aunque luego no pudiera recordarlo. Durante un segundo se quedó al borde, sin darse cuenta de que era un blanco perfecto, luego se echó hacia adelante. El hueco en que habían estado los Seth aún quemaba, pero no quedaba nada de sus cuerpos.

Estaba henchido por una súbita alegría poco común, como si estuviera intoxicado por haber tomado muchas «tabletas de batalla», pero en alguna forma comprendía este tipo de guerra. Era la primera vez en muchos siglos que el hombre luchaba en combate cuerpo a cuerpo, y ese solo pensamiento le daba una curiosa sensación de poder. Por Dios que esta vez les iban a enseñar algo a esos seres.

En una forma abstracta se dio cuenta de que su fuerza lo había seguido, y que ahora estaban descendiendo y cayendo sobre un asombrado e incrédulo enemigo. Todo el valle era rasgado por los trazos blancos de las armas de energía de los humanos, y el polvo se elevaba, envolviéndolo todo.

Súbitamente, un Seth se alzó frente a él, tras estar tan mañosamente oculto que de no hacerlo lo hubiera pisado, y levantó una delgada varilla negra.

Bruce le golpeó entre los ojos con la culata de su pesada pistola, oyó el crujido del impacto, y lo vio caer hacia atrás y rodar sobre sí mismo. Siguió adelante.

En alguna parte a su derecha comenzó a sonar un extraño tableteo. Instintivamente, se lanzó al suelo: era imposible confundir un arma de presión enemiga. Algo delante suyo, un soldado gritó atragantándose. Bruce lo vio ser lanzado contra una roca y grotescamente aplastado como si lo hubiera golpeado un enorme puño. Dios, tenía que encontrar esa arma y ponerla fuera de combate antes de que despedazase a sus hombres.

Corrió hacia adelante, agachado, atisbando por entre los remolinos de polvo, dirigiéndose hacia el sonido. Se encontró con el arma antes de poder darse cuenta y, a pesar de su alegría, le entró pánico. La granada había dejado su mano antes de darse cuenta que él mismo se hallaba en el «área efectiva» de la misma.

Un mar de luz blanca se alzó contra él desde el suelo y algo poderoso lo agarró y lo lanzó a un espiral de oscuridad.

  

Recobró el conocimiento lentamente, creyéndose de regreso en la Tierra y practicando su deporte favorito, la navegación a vela. Notaba el mismo movimiento, el mismo golpear de las olas, y el cielo parecía balancearse de un lado a otro. Pero, ¿no tenía el cielo un extraño color? Trató de mover sus brazos y los encontró adheridos a su pecho con una extraña gelatina transparente. ¡Diseptiplast! Buen Dios, lo habían herido. Lo llevaban en una camilla.

Miró atontado a su alrededor y se encontró con los ojos sardónicos del sargento que había mandado el otro grupo atacante en los Picos Gemelos. El hombre caminaba al lado de la camilla, con un brazo pegado al pecho.

—¿Qué pasó? ¿Salimos con bien de aquello?

El sargento sonrió débilmente.

—Casi todos, señor. Diez y nueve muertos, treinta y tres heridos y eso a cambio de casi cien lagartos. Esta vez si que les hemos dado una buena paliza. Nunca se llegaron a imaginar que pudiéramos arrastrarnos hasta ponernos detrás de ellos; aunque, en cierta manera, no parecían los mismos; actuaban como si estuviesen medio dormidos hasta que estuvimos en medio de ellos. No es que no luchasen entonces, pero esto fue tan solo culpa mía —señaló su brazo herido—. Traté de estrangular a uno de esos reptiles, sin acordarme de que no tienen gargantas sino que respiran por esos agujeros de debajo de los brazos.

Bruce tan solo oyó a medias el resto de las palabras del hombre. La oscuridad estaba llenando de nuevo su mente, y se perdió en sus propios pensamientos. Habían pasado, ejecutado una maniobra imposible, y transformado la aniquilación en una victoria. En alguna forma Kenton estaba relacionado con todo eso y, en cuanto lo hubieran curado, en cuanto se hallase mejor, iba a preguntárselo... tenía que averiguarlo... se lo preguntaría... tenía...

—¿Deseaba verme? —Kenton se sentó al lado de la cama.

Bruce sonrió. Era una sonrisa genuina, y sus ojos no guardaban reservas.

—Lo siento, pero no puedo estrecharle la mano, todavía estoy ligado. Primero le debo unas sinceras excusas y, segundo, si no me contesta alguien toda una serie de preguntas, voy a permanecer despierto durante toda otra noche, y el Médico Jefe me está amenazando con toda clase de drogas.

Kenton sonrió.

—¿Qué quiere saber?

—Un montón de cosas. Por ejemplo: ¿por qué su fuerza principal no nos alcanzó? Su velocidad es dos veces la nuestra.

Kenton se recostó en su silla.

—Lanzamos... un maleficio, ¿no recuerda?

Bruce arrugó la frente.

—¿Aquel trasto de madera? ¿Qué infiernos era aquello?

—Bueno, su origen es demasiado remoto como para que podamos averiguarlo, pero en el período en que lo estudiamos se suponía que servía para llamar al Diablo.

—¿Y lo hacía? Me refiero si llamaba al Diablo.

Kenton encendió pensativamente un cigarrillo.

—En aquellos días era dibujado con yeso de colores en el suelo, y el invocador efectuaba antes una elaborada ceremonia. Pero, para contestar a su pregunta, sí, probablemente lo hacía. Al menos al concepto que sobre el diablo tenía el que lo invocaba. No es necesario decir que la experiencia era puramente subjetiva, y que podría ser denominada imaginación reflejada debida a hipnosis. ¿Comprende?; el diseño, con sus deformes cuadrados y locos triángulos, tiene un efecto hipnótico sobre la mente, mientras que, al mismo tiempo, estimula la imaginación.

—¿Quiere decir que afectó a los Seth?

—¿Por qué no? Toda vida inteligente es susceptible a la hipnosis.

—¿Cuál fue el efecto que produjo en los Seth?

—Probablemente una ligera psicosis pasajera. Es por esto por lo que le dije que no mirara directamente a lo que yo estaba haciendo. Seguramente a los Seth les asaltó la incertidumbre, y sospecharon la existencia de trampas allá donde no las había, minas en el terreno libre de ellas y así. Durante una hora, más o menos, su avance debió de ser considerablemente más lento que el nuestro.

Bruce se levantó sobre un hombro.

—Y supongo que también hipnotizó al Mayor.

—En absoluto. El Mayor Penrose tenía perfecta noción de lo que estaba haciendo. Iba en contra de su carácter el meterse en una trinchera y ser aniquilado. Cuando le presenté un plan que parecía factible, se abalanzó sobre el mismo. Mi única contribución fue el inferirle la idea, por sugestión, de que lo había pensado por sí mismo. Por otra parte, un hipnotizado no nos hubiera servido de nada. Un hombre necesita de su libre albedrío en combate.

Bruce agitó lentamente la cabeza.

—Es casi increíble —dijo—. Otra pregunta más: ¿para qué sirvieron aquellos gritos?

Kenton rió silenciosamente.

—Esa es una larga historia, pero trataré de hacerla lo más corta posible. Un equipo arqueológico descubrió, justo antes de la guerra, los restos de una antigua civilización en el Brasil central. Entre las cosas que desenterraron había una curiosa trompeta que, cuando se soplaba por ella, producía una vibración peculiar que afectaba al oído en una forma especial. Los experimentos subsiguientes demostraron que si se tocaba continuamente, las vibraciones se transmitían de los huesos del oído a los de la región circundante, y que afectaban al cerebro. Cuando llegó la guerra y se formó el Cuerpo, fue tomada la trompeta con fines experimentales, grabándose sus notas y estudiándose su impacto en la mente por un grupo de psiquiatras. Los resultados llevaron a considerar aquello como algo que podríamos llamar un arma sónica, pero como obviamente era imposible pertrechar a los especialistas del Cuerpo con trompetas, los expertos decidieron usar el más simple de todos los emisores de sonidos: la voz humana. Se descubrió que, en masa, se podían obtener resultados similares, y entonces el problema se redujo a una simple cuestión de simplificación y experimento. Así dicho suena simple, pero el desarrollo definitivo llevó seis años e innumerables pruebas.

Bruce agitó la cabeza de nuevo.

—¿Y qué es lo que, exactamente, hace?

Kenton arrugó la frente, pensativo.

—Su efecto es doble. Tiene un efecto soporífero en la mente del receptor, mientras que al mismo tiempo produce un aquietamiento de las sensaciones normales y un efecto exhilarante y estimulante en aquellos que se hallan cerca de donde se produce el sonido. Esa trompeta no era un instrumento musical, sino un arma especial, un artefacto usado en las batallas.

Bruce se recostó en la almohada, con los ojos neblinosos por el pensamiento. Su mente estaba viendo a los Seth en el agujero situado bajo el lugar donde se hallaba él, inertes como lagartos al sol. Realmente, habían estado medio dormidos. Vio al cuerpo principal entrar marchando en el valle, erguidos, marcando el paso como un ejército conquistador.

—¡Buen Dios! —dijo en voz alta—. Usted sabía que el ataque resultaría porque aquella algarabía había narcotizado a los Seth.

Kenton se echó a reír.

—Digamos que tenía esperanzas de que resultase así —se puso en pie lentamente, apartando la silla—. ¿Recuerda la fórmula mágica que le recité, aquella de las limaduras de una buena espada y demás? ¿No se le ha ocurrido que mi magia pudiera ser algo así? No una verdadera magia, sino una ciencia perdida. Después de todo, nunca se ha probado que el hombre haya evolucionado y tenga sus orígenes en la Tierra. Los científicos todavía discuten sobre el eslabón perdido. Tal vez el hombre llegó a la Tierra desde una lejana estrella, comenzó una colonización y entonces, debido a una guerra o a una catástrofe, se halló solo. Ya no venían más naves de avituallamiento, y la gente luchando desesperadamente por sobrevivir, hundiéndose en la barbarie... —hizo una pausa—. Las viejas ciencias, las ciencias mentales, van siendo olvidadas, y las nuevas ciencias físicas van desarrollándose en la lucha contra el hábitat, salvaje y hostil. Piense en ello. Si los Seth hubieran llegado cuatro años más tarde, esto pudiera haber ocurrido en este planeta, pues estaba programada su colonización. Dios sabe lo que hubiera sido olvidado y qué ciencias hubieran sido desarrolladas en unos pocos millares de años de aislamiento.

En sus oficinas, el Mayor Penrose meditaba sobre su informe. Tenía un bien definido sentido de lo justo y se sentía casi bajo una obligación hacia Kenton. Su pasada rudeza hacia el Teniente era imperdonable, y tan solo había sido inspirada en la amargura y el prejuicio.

El éxito del asalto, escribió con su elegante, pero apretada, letra, se debió casi por completo al Teniente Kenton, del Cuerpo de Magos.

Hizo una pausa, contemplando las palabras. «Cuerpo de Magos» se veía particularmente ridículo sobre el papel. ¿Debería poner C de M, o enviaría la rra una nota solicitando una explicación a esas siglas?

Se echó hacia atrás, contra el respaldo de la silla, arrugando la frente, y entonces, en una ráfaga de inspiración, vio algunas razones tras de ese nombre. En aquel momento se identificó con la Oficina de Guerra y vio aún más de lo que veía el mismo Kenton. El nombre «Cuerpo de Magos» había sido escogido, no maliciosamente, ni siquiera en plan de burla, sino por una razón particular y precisa.

En la cultura Seth no había religión, ni misticismo, ni superstición. Consecuentemente, la palabra terrestre «magia» no tenía ningún paralelo aplicable en el lenguaje Seth. Por consiguiente, la Oficina de Guerra estaba trabajando según un plan definido. En los archivos enemigos debía de haber ya innumerables, aunque ínfimos, casos en los que una victoria cierta —como la que casi habían logrado sobre él— había sido transformada en una total derrota. Tales casos debían de estar preocupando extraordinariamente a los servicios de inteligencia del enemigo, y minando lentamente su moral.

Se sabía, por el equipo capturado al enemigo, que los Seth poseían aparatos detectores de una increíble sensibilidad. Instrumentos capaces de «escuchar» conversaciones a muchos kilómetros de distancia.

Una pequeña batalla había sido perdida. ¿Por qué? Los Seth escuchaban con dedicación. Los terrestres tenían un arma secreta llamada magia, y un cuerpo de combate especial llamado de magos. Por los comentarios despectivos, por las bromas, que los Seth indudablemente escuchaban, se debían de dar cuenta de que los terrestres tampoco creían en ello. No había tal cosa llamada magia, y su Cuerpo Especial era algo risible.

El Mayor Penrose sonrió. Sin duda, el cuerpo de inteligencia Seth debía de estar profundamente preocupado. Agitó la cabeza pensativamente. Sin duda, Kenton era un hombre brillante en su campo particular, pero los verdaderos magos eran los planificadores de la Oficina de Guerra.

No obstante, era una pena que se les negase la información a algunos de los oficiales de alto rango, pues con ella podrían darle al enemigo una buena lección.

Su mente pasó a ocuparse de posibles planes futuros. La próxima vez usaría a Kenton con propiedad y le daría un buen golpe al enemigo allí donde más le doliese. Contempló el mapa. ¿Un ataque a la Cordillera de las Estacas, por ejemplo, tomando la posición más fuerte del enemigo por la espalda? No, pues para hacer eso debería efectuar un ataque de diversión en el Río Amarillo, y estos puntos estaban a casi doscientos kilómetros de distancia. Y Kenton no debía poder operar en dos frentes a la vez; quizá tuviera aún muchos ases en la manga, pero, después de todo, el chico no era ningún mago...

Título original:

MUMBO-JUMBO MAN

© 1959 by Nova Publications Ltd., reprinted by arrangement with E. J. Cornell.

Traducción de Z. Álvarez