CUANDO SOLO RESTA LA MUERTE
LUIS VIGIL
A estas alturas, Luis Vigil ya no necesita ninguna presentación en lo que respecta a los lectores de ciencia ficción. Sin embargo, esta historia será una sorpresa para aquellos que solamente lo hayan conocido a través de sus relatos de los robomóviles. De esas fechas al presente, muchas cosas y personas han cambiado, incluyendo a Vigil, que comparece otra vez en estas páginas, en una faceta oscura y atormentada, que casi podríamos llamar autobiográfica.
fotografía de SEBASTIÁN MARTÍNEZ
—¡El Estado es Dios!
—¡Un estado que tortura no puede ser Dios... será el Demonio si acaso!
—¡Blasfemo! —un golpe acompañó al grito, y la sangre comenzó a manar de uno de sus labios—. ¡El estado lo es todo y tú no eres nada!
—¡No, no, el Estado fue creado para servirnos y no nosotros para servirlo a él!
Una lluvia de golpes cortó sus palabras. No podía ver a sus torturadores, que se ocultaban tras los focos que lo iluminaban. Lo tiraron de la silla y, en el suelo, le siguieron dando patadas: en los riñones, en el estómago, en los testículos.
—¡Cerdo asqueroso! ¡Ya verás si te bajamos los humos; te vamos a destrozar!
De vuelta a su celda, un cubículo de dos metros por uno, con una repisa en la que recostarse y un agujero en el que hacer sus necesidades, el Hombre Solo pensó en las palabras de sus guardianes.
—¿Destrozar? —musitó para sí. Ya no le importaba que las grabadoras registrasen sus palabras, ni que el ojo de la televisión no lo abandonase ni por un solo momento; ya había pasado el punto en el que a uno le preocupan esas cosas—. Lo siento, pero habéis llegado tarde... ya no queda nada por destrozar.
Recostado en la repisa, cerró los amoratados ojos, La cruda luz del techo, que jamás se apagaba, le traspasaba los párpados, pero aún así, cuando los cerraba le era más fácil recordar el tiempo anterior a todo aquello.
Entró en el cubículo de su familia. Volvía de su trabajo en el Museo.
Últimamente, procuraba pasar el mayor rato posible en su trabajo. Era como si le diese miedo volver a casa y enfrentarse con la familia. Con aquella familia suya, tan normal.
Al abrir la puerta, ya la oyó: la cháchara del omnipresente televisor. El monstruoso cíclope que acompañaba a su familia desde el inicio de los programas hasta su cierre, bien entrada la noche.
No importaba lo que programasen, fueran concursos, seriales o películas. Siempre estaba encendido, ahogando toda conversación, matando una posibilidad de vida familiar, que nunca existió.
Ahora el Hombre Solo nada más iba por allí a comer y a dormir; de hogar, el cubículo se había transformado en pensión.
Claro que de ello también había tenido la culpa, en parte, él. Ahora se daba cuenta: siempre se había mostrado muy reservado, se había mantenido en un plano aparte, dedicado a sus libros y a su Museo.
Pero la dificultad había sido el nacer introvertido en una familia de extrovertidos, en un mundo de extrovertidos.
Los ojos le pesaban cada vez más. El cansancio era una opresión física irresistible. Pensó si esta vez lo dejarían dormir un rato en paz.
Y tuvo la suerte de, por un rato, ya no pensar más.
Había pasado el estadio de las palizas y los tratamientos brutales. El proceso había dado otro paso hacia adelante.
Ahora le tocaba el turno a las demostraciones de amistad, a los intentos de convencerle en su equivocación.
—Muchacho, ¿es que no te das cuenta de tus errores? —aquel interrogador tenía una figura paternal, bonachona; nunca alzaba la voz. Y la luz era la normal de la habitación y habían desaparecido los focos. Estaban sentados, los dos, en cómodos butacones, y hasta le había ofrecido marijuana.
—Gracias, no fumo —dijo el Hombre Solo.
—Ya —le respondió el interrogador—. Siempre has querido ser diferente, ¿no? Por eso te has dejado la barba y el pelo largos.
—Bueno, en cierta manera es por un deseo de provocación. Cuando voy en los Colectivos, con toda esa gente tan bien vestida y afeitada, sé que mi apariencia, mi barba, mis camisas y tejanos, rompen la terrible simetría; deshacen la impresión de que no existen diferencias, de que cada hombre no es sino una imagen repetida de un patrón único: el hombre masa creado por el estado.
—Pronuncias la palabra Estado como un insulto.
—Es algo más que un insulto. Para mí, es el compendio de todo lo malo, de la deshumanización del ser humano, de la masificación del individuo.
El interrogador alzó la mano en un gesto que le ordenaba detenerse.
—Chico, chico, que no estás en un mitin. Además, estás totalmente errado en tu idea del Estado. No diré, como afirman los muchachos de la Sección de Propaganda, que el Estado sea Dios, pero sí que es el proveedor de todas nuestras necesidades. ¿Te imaginas el caos que se produciría en el planeta sin la tutela del Estado? Entre otras cosas, la iniciativa personal, no planificada, no podría alimentar a los miles de millones de ciudadanos. Creo, pues, que bien se puede sacrificar ante esos beneficios un poco de invidualidad, dejar de ser “diferente”...
La monótona voz del interrogador, su tono forzadamente amable, pasó a ser un ruido ambiental, mientras el Hombre Solo se concentraba en una de sus últimas afirmaciones.
«Diferente». Desde luego, eso había tratado de llegar a ser. Aquellas masas de ciudadanos aborregados, masificados, que comían lo que el Estado les daba, que trabajaban en lo que el Estado les ordenaba, que se divertían cuando el Estado se lo permitía y que ni siquiera lloraban por voluntad propia, sino por la del Estado, le producían una auténtica repugnancia física.
Por eso se había dejado barba y melena. Por eso se vestía con ropas viejas, de las destinadas ya a los quemaderos de basuras. Por eso se había ido refugiando cada vez más en su trabajo del Museo, sin atreverse a salir al mundo exterior, sin ir a las Fiestas Estatales ni a las Olimpiadas Semanales, sin ver la Televisión.
Le tenía verdadero espanto a la masificación. Porque lo terrible era el gran poder de absorción que tenía la masa. En ocasiones se sentía desgraciado y, al verlos consumir, deseaba hacerse él también consumidor. Al verlos ir en grupos, que gritaban y reían a carcajadas, se sentía muy solo.
¿Cómo se puede estar tan solo en medio de una multitud?
La voz del interrogador volvió a un primer plano:
—...Y tengo que advertirte, hijo, que hay otros que no creen tanto como yo en los méritos de la discusión. Otros son, ¿cómo te diría yo?, más brutales; y, además, hay métodos...
El Jefe de la Policía Ideológica había bajado de su torre para conocer aquel caso raro. A través de la pared, transparente en un solo sentido, podría ver como le inyectaban la droga hipnótica al recluso. Antes, el Jefe de la Sección de Interrogatorios le había mostrado los puntos sobresalientes del caso en su dossier:
—Tiene un fuerte índice de resistencia a la integración. Creemos que se debe en parte a un atavismo genético, que queda demostrado por su introversión, fenómeno casi desaparecido en estos benditos días del Estado, y en parte a su trabajo.
—Trabajaba en el Museo, ¿no?
—Si, en las salas de documentación escrita. Por ello tuvo que aprender a leer y, claro, lo que para los visitantes del Museo son tan solo papeles ensuciados con garabatos sin sentido, para él eran palabras y frases. Debió de empezar a leer, a buscar textos que hablasen de las antiguas teorías de la individualidad, la democracia y el Estado, y así cayó en esto.
—¿Ha sido subsanada esa falla en el Museo?
—Si, señor. Esas salas dependen ahora directamente de la Policía Ideológica, y nuestros agentes, naturalmente analfabetos, las patrullan. Toda lectura de los documentos que deba ser efectuada con fines investigativos será llevada a cabo por computadoras analógicas.
—Bien, pueden proceder.
Le inyectaron la droga en un brazo. Los enfermeros pusieron en marcha los discos luminosos y las grabaciones sugeridoras, luego abandonaron la sala. Los diversos instrumentos de medida comenzaron a dar sus marcaciones.
—Ténganme al tanto del proceso —ordenó el Jefe de la Policía Ideológica.
—Naturalmente, señor —asintió obsequioso su subordinado.
Estaba en el fondo de una gruta, sin luz, apoyado contra una fría pared viscosa. No veía nada, la oscuridad era tan total como si le hubieran arrancado los ojos. Ni oía. Tan solo palpaba.
Palpaba tras él la resbaladiza pared, y el repugnante suelo bajo sus pies descalzos. Notaba las gélidas gotas que le caían sobre las espaldas y el helado chorro de aire que le alborotaba el pelo.
Estaba solo.
Pero al mismo tiempo no lo estaba. Sabía que en la oscuridad existían unas presencias extrañas, malévolas, que se le acercaban, que lo rodeaban, que...
Dio un grito desesperado y comenzó a correr a ciegas. Tropezaba con las paredes, caía al suelo y se volvía a levantar para seguir corriendo. Temía dar cada paso por no saber lo que le traería, pero continuaba la carrera porque le parecía ser lo único lógico que podía hacer.
Y en uno de sus pasos no halló suelo bajo su pie.
Caía.
Caía por un abismo sin fin, sin fondo, sin paredes, sin inicio, sin luz. Caía en la nada.
Creyó morir. Quiso morir. Deseó con todas sus fuerzas morir. Pero no le dejaban.
Las aguas le recibieron.
Se hundió en ellas sin poder respirar. Había olvidado como nadar, estaba atado, sus extremidades no le obedecían. Se hundía en el piélago y sabía que allí, al fondo, unas cosas le esperaban. Cosas horribles, inmencionables, indefinibles.
Y una mano se tendió hacia él. Una mano amiga lo sacó del agua.
La luz volvió a sus pupilas marchitas, abriendo de nuevo la flor de su vista. Y la vio. Vio a quien le había ayudado.
Era la Madre de las Madres. El concepto mismo de feminidad, de maternidad. Era la Madre y la Compañera. Era el regazo y el cobijo.
Era ella.
Y Ella era el Estado.
Pasados los golpes y los halagos, pasados los interrogatorios físicos, quedaba la acción sobre su Yo íntimo, sobre su psique. No en vano la Policía de su tiempo llevaba el apellido de Ideológica.
Y el Hombre Solo tuvo la terrible impresión de que el suyo era un combate con un solo resultado posible: la derrota.
No había tenido miedo a las palizas, pues su cuerpo nunca le había servido de, mucho. Ni se había asustado ante los intentos de convencerle por la dialéctica, sabía que no lo convencerían así.
¡Pero ahora estaban asaltando su último reducto, su Yo!
Y el Hombre Solo tuvo la terrible impresión de sus propios temores subconscientes, sus deseos, sus atracciones y sus recelos. Le atacaban con su propio Id.
Le estaban atacando con Ella.
La conoció una tarde en el Museo. Había venido a buscar unos datos sobre antiguas representaciones teatrales. Estaba preparando su tesis de Locutora de la Televisión con el trabajo «Antiguos espectáculos pre-televisivos», y él la ayudó con sus documentos.
Le había gustado desde el primer momento.
No era solo por su belleza, que la tenía, sino porque en Ella había hallado a una persona. No era tan solo una chica simpática y agradable, era una individualidad, alguien con quien hablar y compartir ideas. Alguien con quien estar.
La amó.
No había teatros ya, y no podía invitarla a ellos, ni se encontraban a gusto en los barmáticos, llenos de risas estrepitosas, televisores y borrachos. Así que les había dado por pasear.
Ya nadie paseaba. Todo el mundo tomaba los Colectivos, tenía prisa por ir de un lugar a otro. Por eso ya no había paseos. Pero ellos habían hallado sitios en donde hacerlo: las granjas hidropónicas (dándole una pequeña propina al guarda), las terrazas de los edificios (por entre la jungla de antenas de televisión) y hasta las pistas de los Colectivos, a las horas en que estos no funcionaban (por ejemplo cuando un anuncio importante del Estado llevaba a todos los ciudadanos frente a sus pantallas de Televisión, deteniéndose toda otra actividad).
La había amado sobre todas las cosas, y en Ella había creído encontrar una razón por la que seguir viviendo en aquel mundo desnaturalizado.
Pero el Estado se la había quitado.
Lo sacaron de la celda y lo volvieron a llevar a la sala de alucinaciones. Lo ataron al sillón y le inyectaron la droga.
Y conectaron los discos luminosos.
Y pusieron en marcha las grabaciones sugeridoras.
Se hallaba en una gran plaza, rodeado por multitudes. Formaba parte de ellas y, no obstante, estaba aparte. Los ciudadanos que estaban junto a él lo notaban, y lo señalaban con el dedo.
Y supo que era por su barba y por su cabellera y por su jersey y por su bolso de costado y por sus tejanos.
Manos. Muchas manos cayeron sobre él. Le arrancaron el pelo a tirones, le quitaron los tejanos, le despojaron de los pelos de su barba a puñados, le arrebataron la bolsa de su costado, le desnudaron de su jersey.
La multitud pareció más tranquila, pero algo le decía que no era bastante. Y trajeron un traje y se lo pusieron, un traje con camisa y corbata; un traje oscuro, serio, un traje como los de ellos. Y apareció un barbero y terminó lo que las manos habían iniciado: le rasuró la barba, le cortó bien corto el cabello, le dejó las patillas a un nivel «aceptable».
Y le dieron marijuana.
Y las llaves de un cubículo propio.
Y un abono al Colectivo.
Y un boleto para un viaje a las Islas de Vacaciones del Estado.
Y un televisor.
Y un trabajo honorable.
Ya no había diferencia, ya todos eran uno y uno todos. Ciudadanos leales del Estado. Súbditos amantes del Estado. Adoradores fervorosos del Estado.
Masa.
Y, sobre la masa, una pantalla gigante se iluminó. Y la vio a Ella, Locutora de la Televisión, cantando las alabanzas del Estado, loando las virtudes del hombre-masa.
Ante sus instrumentos, los técnicos de la Policía Ideológica sonrieron: su ataque estaba dando buen resultado. Claro que la inestable personalidad del recluso les había ayudado, su latente esquizofrenia, su falta de habilidad para enfrentarse con la realidad, y sus particulares circunstancias emotivas.
Pero, aunque no hubiera sido así, también hubieran logrado sus propósitos. Les hubiera costado más, pero lo hubieran logrado.
Los métodos del Estado eran infalibles.
Lo sacaron de la sala y lo llevaron a su celda. Era un fruto casi maduro, que no iba a tardar en caer.
Derrumbado en el suelo, sin fuerzas siquiera para alzarse a la repisa, la imaginó tal como la había visto en su alucinación, hablando por la pantalla de la Televisión.
La imaginó a Ella.
Desde el principio ya habían tenido algunos roces. Ella era una persona de convicciones, dedicada. Y su dedicación era hacia su carrera. El Hombre Solo había tratado de convencerla de la maldad básica de la Televisión, de como era utilizada por el Estado como arma avasalladora.
Pero Ella tenía sus propias ideas. Lo primero era lo primero, decía: tenía que entrar en la Televisión, una vez allí ya sabría como apañárselas para combatir la maldad que la Televisión difunde.
Y el Hombre Solo agitaba la cabeza tristemente, pues sabía del poder de atracción del Estado. Y temía perderla.
El Hombre Solo la amaba. Y, a su manera, Ella lo amaba también. Pero era una mujer con una misión, y la misión estaba por delante de todo.
Al fin logró su propósito, y obtuvo un «magna cum laude» en su tesis de entrada en la Televisión. La hicieron Locutora.
Cuando la vio en las pantallas, el Hombre Solo supo que la había perdido. Ella ya no era Ella.
Era un rostro más en el cíclope enemigo. Era otra pieza del Estado. Era una persona más que se había despojado de su individualidad para depositarla, como sacrificio, ante ese Moloch que era el Estado.
Se volvió loco.
Fue frente el gran edificio de la Televisión y trató de arengar a las masas para que lo quemaran, para que lo arrasaran. Y las masas no solo no lo siguieron, sino que se arremolinaron contra él, lo apresaron y lo entregaron a la Policía Ideológica.
Se sintió mejor cuando lo hubieron hecho.
Sabía qué final le esperaba, pero en realidad deseaba la muerte, y no tenía valor bastante para buscarla. Ahora, la muerte vendría a él.
Se echó a llorar, roto su cuerpo, rota su mente, roto lo único que le restaba: su Yo.
El ojo de la cámara lo vio y supo que el fin había llegado.
Se hallaba frente al mismo Jefe de la Policía Ideológica, que había deseado oficiar en el final ritual de aquel curioso caso.
Lo habían vestido con ropas normales, y llevaba su pelo arreglado y su cara afeitada.
—¿Sabes cual fue tu crimen? —le preguntó el Jefe, con una voz en la que se adivinaba un deje de compasión.
—Si —contestó el Hombre Que Ya No Estaba Solo—. Quise ser Uno en donde la Unidad no existe, quise apartarme del Todo cuando no hay nada fuera del Todo.
—Estás curado —afirmó el Jefe— ¿Sabes lo que te queda por hacer?
—Si. Solo me resta una cosa por hacer: pedirle al Estado que me autorice a morir.
—El Estado te lo autoriza —le contestó el Jefe, y le entregó una píldora, que el Hombre Que Ya No Estaba Solo se llevó con reverencia a los labios.
Y se recostó en la repisa, y los párpados se le hicieron de plomo. Y la negrura vino a su encuentro.
Se durmió sonriendo: ya no se sentía solo.
Pero, en el fin, el Hombre se enfrentó de nuevo, Solo, con la Nada.
© Luis Vigil y Ediciones Dronte, 1970.