LA DESAPARICIÓN DE HONORÉ SUBRAC

CLÁSICO

GUILLAUME APOLLINAIRE

Guillaume Apollinaire es conocido, principalmente, por su poco convencional obra poética. Pero sus relatos son aún menos convencionales, y es por ello precisamente por lo que los críticos prudentes prefieren no sacar a la luz estas pequeñas obras de la prosa de este autor. En ellas, Apollinaire mezcla tres elementos que le eran muy queridos: lo sobrenatural, el humor y el erotismo, para darnos su especial versión de lo fantástico; un fantástico ligero, sin pretensiones, pero de seguro efecto sobre el lector.

A pesar de las más minuciosas investigaciones, la policía no ha logrado dilucidar el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.

Era amigo mío y, como conozco la verdad sobre su caso, consideré mi deber el informar a la justicia sobre lo que había sucedido. Tras haber escuchado mi relato, el juez que recogió mis declaraciones tuvo para mí un tono de amabilidad tan espantada que no me costó nada comprender que me tomaba por loco. Se lo dije. Se volvió aún más amable y luego, levantándose, me empujó hacia la puerta y vi como su secretario, puesto en pie, se preparaba con los puños cerrados a saltar sobre mí al menor gesto sospechoso.

No insistí. En efecto, el caso de Honoré Subrac es tan extraño que la verdad parece increíble. Se ha sabido, por los relatos de los diarios, que Subrac era de costumbres bastantes raras. Tanto en invierno como en verano no iba vestido más que con una hopalanda, y se calzaba tan solo con zapatillas. Era bastante rico y, como me extrañaba su atuendo, un día le pregunté la razón del mismo.

—Es para poderme desnudar más rápidamente en caso necesario —me respondió—. Además, uno se acostumbra rápidamente a salir poco vestido. Se puede ir muy bien sin ropa interior, sin medias y sin sombrero. Yo lo hago desde los veinticinco años y jamás he estado enfermo.

Estas palabras, en lugar de responderme, agudizaron mi curiosidad. ¿Por qué, pensé, tiene Honoré Subrac necesidad de desnudarse tan rápidamente? Y me hacía un gran número de conjeturas...

Una noche, cuando volvía a casa —puede que a la una, o a la una y cuarto— escuché pronunciar mi nombre en voz baja. Parecía venir de la pared junto a la cual pasaba. Me detuve sorprendido.

—¿No hay nadie en la calle? —continuó la voz—. Soy yo, Honoré Subrac.

—¿Y dónde estáis? —exclamé, mirando a todas partes sin lograr hacerme ni idea del lugar donde podía estar escondido mi amigo.

Tan solo descubrí su famosa hopalanda tirada por el suelo, al lado de sus no menos famosas zapatillas.

He aquí un caso, pensé, en que la necesidad ha obligado a Honoré Subrac a desnudarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin voy a conocer la solución de un extraño misterio. Y luego, en voz alta, dije:

—La calle está desierta, querido amigo. Podéis aparecer.

Bruscamente, Honoré Subrac se despegó en alguna forma de la pared contra la cual yo no lo había visto antes. Estaba completamente desnudo y, ante todo, se apoderó de su hopalanda, con la que se cubrió, abotonándola lo más rápidamente que pudo. A continuación se calzó y, deliberadamente, me habló, acompañándome hasta mi puerta.

—¡Os habéis asombrado! —dijo—, pero ahora comprendéis la razón por la cual me visto en forma tan rara. Y, sin embargo, no lográis entender como he logrado escapar tan absolutamente a vuestras miradas. Es bien simple. No debéis ver en ello más que un fenómeno de mimetismo... la Naturaleza es una buena madre, y ha repartido entre sus hijos a los que acechan peligros y que son demasiado débiles para defenderse el don de confundirse con lo que les rodea... pero ya sabéis de todo esto. Sabéis que las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos son semejantes a hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor disimula, que la liebre polar se ha vuelto blanca como los paisajes glaciales en los que, tan cobarde como la de nuestras campiñas, casi parece invisible.

«Es así como estos débiles animales escapan a sus enemigos mediante un ingenio instintivo que modifica su aspecto. Y yo, a quien un enemigo persigue sin cesar, yo, que soy miedoso y que me siento incapaz de defenderme en una lucha, soy semejante a esas bestias: me confundo voluntariamente y por el terror con el medio ambiente.

»Ejercí por primera vez esta facultad instintiva hace ya algunos años. Tenía entonces veinticinco y, por lo general, las mujeres me consideraban apuesto y bien parecido. Una de ellas, casada, me demostró tanta amistad que no la supe resistir. ¡Fatales lazos...! Una noche, estaba en casa de mi amante. Su marido, según me había dicho, había partido en un viaje de varios días. Estábamos desnudos cual dioses, cuando se abrió la puerta repentinamente y apareció el marido con un revólver en la mano. Mi terror fue indescriptible, y solo tuve un deseo, cobarde que era y aún soy: el de desaparecer. Adhiriéndome al muro, deseé confundirme con él. Y el acontecimiento imprevisto se produjo al punto. Me volví del color del empapelado y mis miembros, aplastándose en un fluir voluntario e inconcebible, me pareció que se fundían al muro y que ya nadie me veía. Era cierto. El marido me buscaba para matarme. Me había visto, y era imposible que hubiera logrado huir. Pareció volverse loco y, volviendo su ira contra su mujer, la mató salvajemente disparándole seis tiros de revólver a la cabeza. A continuación se fue, llorando desesperadamente. Tras su partida, instintivamente, mi cuerpo recobró su forma normal y su color natural. Me vestí y logré irme antes de que hubiera llegado nadie... Desde entonces he conservado esta bienhechora facultad, que tanto se parece al mimetismo. El marido, al no lograr matarme, ha consagrado su existencia a tal fin. Desde hace tiempo me persigue a través del mundo, y yo pensaba haberle escapado al venir a vivir a París. Pero, algunos instantes antes de que pasáseis, lo he visto. El terror me hacía castañear los dientes. No he tenido más tiempo que para desvestirme y confundirme con la muralla. Ha pasado cerca de mí, mirando con curiosidad a aquella hopalanda y zapatillas abandonadas sobre la acera. Ahora veréis cuanta razón tengo al vestirme tan ligeramente. No podría ejercitar mi facultad mimética si estuviera vestido como todo el mundo. No podría desnudarme lo bastante aprisa como para escapar a mi verdugo y lo que más importa es que esté desnudo, para que mis vestiduras, aplastadas contra la pared, no hiciesen inútil mi desaparición defensiva.

Felicité a Honoré Subrac por una facultad de la cual me había dado pruebas y que le envidiaba...

  

Los días siguientes no pensé en otra cosa y me sorprendí, en diversas ocasiones, ejerciendo mi voluntad con el fin de modificar mi forma y mi color. Traté de convertirme en ómnibus. En Torre Eiffel, en académico, en ganador de la lotería. Mis esfuerzos fueron en vano. No lo lograba. Mi voluntad no era lo suficientemente fuerte, y además me faltaba aquel santo terror, aquel formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac.

No lo había visto desde hacía algún tiempo cuando, un día, llegó aterrorizado.

—Ese hombre, mi enemigo —me dijo—, me vigila por todas partes. He podido escaparle en tres ocasiones mediante mi facultad, pero tengo miedo, amigo mío, tengo miedo.

Vi que había adelgazado, pero me cuidé mucho de no decírselo.

—No os queda más que una cosa por hacer —declaré—. Para escapar a un enemigo tan implacable, ¡partid! Escondéos en un pueblecito. Dejadme el cuidado de vuestros asuntos y dirigíos a la estación más cercana.

Me apretó la mano, diciéndome.

—Os lo ruego, acompañadme, ¡tengo miedo!

Ya en la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volteaba constantemente la cabeza, con aire inquieto. De repente, dio un grito y se puso en fuga, desembarazándose de su hopalanda y sus zapatillas, y vi que por detrás de nosotros llegaba un hombre corriendo. Traté de detenerlo, pero se me escapó. Llevaba un revólver, con el que apuntaba en dirección a Honoré Subrac. Este acababa de llegar a un largo muro de cuartel y desapareció como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, lanzando una exclamación de ira y, como para vengarse del muro que parecía haberle arrebatado su víctima, descargó su revólver sobre el punto en que había desaparecido Honoré Subrac. A continuación, escapó corriendo...

Se arremolinaron los curiosos, y los gendarmes llegaron para dispersarlos. Entonces llamé a mi amigo, pero no me respondió.

Palpé el muro: todavía estaba tibio, y me fijé que, de las seis balas de revólver, tres habían hecho impacto a la altura del corazón de un hombre, mientras que las otras habían rozado la cal más arriba, allá donde me pareció distinguir vaga, muy vagamente, los contornos de un rostro.

Título original:

LA DISPARITION D’HONORE SUBRAC

Traducción de J. Gabin