LA SIRENA
José Luis Cantos Martínez
Torres, de puro asombro, contenía la respiración y sus mejillas comenzaban a ganar una tonalidad cárdena.
A su lado, Villalba se llevaba las manos a la boca, sin creer lo que sus ojos veían.
Los cinco supervivientes, reunidos en torno al descubrimiento, guardaron silencio.
Sobre la piel áspera de la playa, inmersa en aquel corro de rostros desencajados, la sirena se retorcía buscando una vía de escape, pero en tierra no era ni la mitad de ágil que en el agua, de modo que ante el mínimo intento de huida los hombres solo tenían que juntarse los unos con los otros y cerrarle el paso.
—Cuidado, he oído que son muy peligrosas, que pueden arrancarte la cabeza de un mordisco. —Pedreño, escuálido como un cadáver, se aferraba al crucifijo que su esposa le había regalado cuando partieron del puerto de Cádiz, tantos y tantos días atrás.
—Pues yo creo que esta se ha quedado sin dientes —se burló Castro. El deje andaluz en su habla transformaba cada sorna en un puñal del que todos, excepto el capitán, recelaban—. ¿Usted qué dice, capitán?
El susodicho había quedado absorto y, desde que acudieron al oír a Torres gritar en el otro extremo de aquella cala silenciosa, no había terciado palabra. El pelo castaño, pegajoso y sucio por el salitre. Los ojos azules, tan insondables como el propio mar, quebrados ante la imagen de aquel ser que durante tantos años había dado pábulo a los sueños de todo marinero.
—¿Capitán? —acució el contramaestre.
—Átenla a un tablón, Castro —respondió como por acto reflejo, las órbitas abiertas, reverberando en el centro aquel azul indómito—. Que no se escape.
Nadie osó decir lo que todos pensaron, en lugar de eso, los hombres se miraron entre sí sin saber muy bien cómo encajar aquellas órdenes. En aquel mutismo ominoso, parecían esperar a que la propia sirena manifestara su opinión. Mas todos, sin excepción, convinieron en pacto mudo que la amargura que destilaban los ojos grises y ovalados de la criatura no conformaba ninguna respuesta, sino la reacción natural de un extraño entre extraños. Miedo a lo desconocido.
—Recogimos más que suficientes del naufragio, señor —apuntó Pedreño, presuroso por devolver a la situación la normalidad que esta había perdido por completo. A ninguno se le escapaba el terror que movía sus palabras—. También tenemos cuerda, está algo podrida, pero creo que aguantará.
—Siempre podemos hacer más, hay palmeras suficientes en esta maldita playa. No será lo mismo que una buena maroma pero… —El contramaestre, sin embargo, semejaba disfrutar ante la idea de retener a la hermosa oceánida.
—Hágalo, Castro —ordenó Belenguer girando sobre sus talones y separándose del resto—. Ah, y amordácenla. No quiero comprobar si también son ciertos los mitos sobre sus cantos.
El capitán siguió caminando a largas zancadas, dejando huellas sobre la arena húmeda.
A su espalda, amortiguado por el rumor perpetuo de las olas lamiendo la orilla, creyó oír el inicio de un grito que fue apagado de inmediato.
«Tengo una buena tripulación», pensó con el corazón encabritado y el cuerpo preso de un profundo escalofrío.
Todo pareció cambiar aquella tarde, el sol aún brillaba alto, blanco, orlado por su corona de luz. Del aire, mezclado con el profundo aroma de la sal y el liquen, pendía el cantar disonante de las gaviotas trazando círculos en el cielo raso. Las sombras, al pie de las palmeras, comenzaban a alargarse tímidamente, ofreciendo un remanso donde la brisa dejaba de ser una bocanada seca. Sentados junto a trebejos, restos de velamen y todo útil que pudieron salvar de su navío, los cinco hombres masticaban tribulaciones y pesares sin terciar argumento alguno. Eran incontables las jornadas que llevaban perdidos en la isla, tantas que incluso se habían acostumbrado a la rutina ofrecida por aquel paraje desierto. Dormían en pequeñas tiendas de lona y madera, se refugiaban en la espesura de la selva, tierra adentro, cuando una tormenta resquebrajaba el cielo. Comían fruta, recogían agua de un manantial no muy lejano y cazaban una especie de mamífero rechoncho, de hocico lánguido y pelaje corto y grisáceo. Echaban de menos su hogar, su patria, por supuesto, pero no con la desazón visceral de los primeros días, los primeros meses, los primeros años… Sino como un esguince, un acto ensayado, como si se obligaran a recordar que ninguno de ellos pertenecía a aquella playa. Una lucha constante contra el tiempo y la quietud; monstruos afincados en sus mentes que se esmeraban por borrar de la memoria los rostros más queridos, la vida pasada.
La aparición de la criatura había volcado y sacudido por completo su realidad, una realidad inventada a la que se habían adaptado, quizá, para rehuir la verdad. Pero su realidad al fin y al cabo.
Las reglas habían cambiado; todos y cada uno eran conscientes de ello.
—¿Y ahora qué hacemos? —Torres, sentado sobre un madero húmedo, dibujaba espirales sobre la arena sirviéndose de un palo—. ¿La vamos a dejar ahí para siempre? —Acompañó la pregunta con un gesto de cabeza; señalaba más allá del grupo, al extremo de la playa donde la sirena, atada la cola y los brazos, se debatía contra la cuerda y la mordaza.
—Yo solo quiero que deje de gritar —barbotó Pedreño con la mirada de ojillos pequeños socavados en las cuencas moradas, completamente ausente.
—Deberíamos darle de comer.
—Calla, Villalba… Es una sirena, no come lo mismo que nosotros. Manteniéndola mojada basta.
—El contramaestre tiene razón, las sirenas no son… humanas.
Torres miró a Pedreño y deseó correr hacía el hombrecillo e incrustarle el puño entre mejilla y mejilla. Detestaba la facilidad con la que se dejaba llevar por las bravuconerías de Castro y su espíritu dominante. De buena gana se hubiera abalanzado sobre ambos. No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas desde la llegada de la sirena. Percibía un ambiente malsano, un zumbido endeble y subyacente que, aunque se esforzaran por obviar, seguía ahí. Zumbando. Advirtiéndoles que algo iba mal; que aquello no estaba bien.
No obstante, enzarzarse a puñetazos con Castro o con la molesta indolencia del capitán no era la solución. Durante las semanas previas habían surgido muchas tiranteces, la relación entre todos ellos ya no era la misma. Y aunque una parte de Torres así lo deseaba, no se atrevía a rebelarse y acabar con la cada vez más escasa armonía del grupo.
No, pelear no serviría de nada.
Tenía que convencerlos. Sabía que podía contar con Villalba, el único que parecía haber conservado la coherencia desde la aparición de la sirena. Pedreño y Castro, cada uno a su modo, eran casos perdidos.
«La clave es el capitán». Era tan obvio como desesperanzador, pues Belenguer, quizá desorientado por su posición privilegiada, semejaba ser el más desconcertado de todos, como si sintiera pavor por las decisiones que habría de tomar y aún así se viera inquietantemente atraído por ellas.
—Chssst. —Castro se inclinó hacia delante y, con una sonrisa libidinosa, llamó la atención del resto del grupo—. ¿Os habéis fijado en las ubres que tiene? —Acompañó su comentario con un gesto obsceno, las manos abiertas a la altura del pecho, como si con ella sostuviera dos manzanas invisibles. Relamiéndose los labios con deleite—. Apuesto a que nunca habíais visto unas así, ¿eh?
Pedreño, sentado sobre la arena, con los brazos rodeando sus rodillas, se sonrojó como el niño que escondía en sus adentros.
Apretando los puños, Torres miró al capitán. Este, aún con la mirada a la deriva, esbozó una pequeña sonrisa.
A media tarde, cuando el grupo decidió comer algo, él fue a visitar a la sirena. Había esperado a que el ambiente se distendiera un poco; Villalba y su infinita memoria para los chistes le echaron una mano al respecto. Con la excusa de ir a mear, aprovechó para dejarlos sumidos en un alboroto de risas. Risas que ahora, mientras caminaba con el sol de poniente hostigando sus ojos, seguía escuchando a sus espaldas.
Se detuvo a cierta distancia de la oceánida, y la observó con infinita tristeza; un desgarro indecible se abrió en el fondo de su pecho como una herida sarnosa. En el rostro limpio y blanquecino de la sirena, las lágrimas habían trazado surcos violáceos sobre la piel.
Cuando se acercó un poco más a ella, la criatura lo miró, y la súplica desaforada que impregnaba aquellos ojos atravesó a Torres como una estaca de hielo.
Le resultaba casi imposible ver una sirena sobre aquel tablón de madera, cautiva e indefensa. Derrotada. Apenas podía apreciar la miríada de escamas plateadas recubriendo la extremidad inferior. No podía convencerse de que los labios, deformados por la mordaza que llenaba su boca y el resto de facciones de aquel rostro delicado estuvieran hechos para respirar en el agua salada. Ni que aquel cuerpo, de madurez incipiente, fuera el de un ser cuyo hogar son las profundidades del mar.
No veía ante él una sirena, sino una igual.
Una muchacha inocente y aterrada.
Se aproximó hasta acuclillarse junto a ella. La tristeza dio paso a la quemazón de la vergüenza. Estiró los dedos temblorosos para quitarle la mordaza de la boca, mientras un «lo siento…» luctuoso y prácticamente inaudible caía a pedazos de entre sus labios.
—Por favor… perdónanos…
Pero cuando estaba a punto de rozar el trapo que ahogaba los gemidos de la sirena, un grito tras él le sobresaltó haciéndole caer sobre sus posaderas.
—¡Eh, Torres! ¿Qué estás haciendo?
Era el capitán quien, seguido de Castro y Pedreño, se aproximaba a grandes zancadas.
Tras ellos, Torres pudo observar a Villalba que se afanaba por alcanzarlos, con el gesto preñado de urgencia.
«Oh, no…»
—¿Qué estabas haciendo? —inquirió al llegar a su altura. Había furia en el tono del capitán y así lo constató Torres cuando, pateando el suelo, su superior le lanzó una nube de arena que abrasó sus ojos y le llenó la boca.
—¡Seguro que estaba intentando liberar a la sirena, capitán! —azuzó Castro.
—¿Es eso? ¿Querías quitarme a mi sirena? ¿Es eso? —gritó, llenándole el rostro con otra nube de arena.
Torres cayó de espaldas, con la faz entre las manos. Sentía los granos arañándole los ojos, quemando el interior de sus párpados. Sin embargo contuvo el llanto. No había marcha atrás.
—¡Se te está yendo de las manos, Pedro! —increpó escupiendo la arena de su boca.
—¡Se atreve a llamarle por su nombre, capitán!
—¡Cállate, Javi! Creo que deberíamos… —trató de intervenir Mario, abandonando ya por completo su papel de Villalba.
Carlos también había dejado de ser Pedreño, pero su actitud timorata seguía siendo la misma.
—Chicos… dejad de gritar —masculló lastimero.
Se produjo un silencio, los cinco amigos se miraron entre sí. En ese instante, Pedro, que no paraba de intercambiar miradas entre Marta y Julio, habló dirigiéndose a este último:
—Ya veo lo que pasa aquí, te gusta, ¿verdad? ¿Te gusta mi sirena? ¡La quieres para ti!
—Q… qué estás diciendo, Pedro… —Julio, tirado aún sobre la playa, guiñando con fuerza los ojos a fin de librarse de la arena que los empañaba, no podía creer lo que estaba oyendo—. Es solo un juego… Tranquilízate.
—Ya sabía yo que no debimos dejar a una chica jugar con nosotros —musitó Carlos, cruzando sus brazos enclenques sobre el pecho.
Marta, maniatada, gimió con fuerza a través de la mordaza. Volvía a llorar, las venas del cuello tensas como cuerdas de guitarra.
—Está bien, está bien… Veamos qué tiene tu sirena. Castro, quítale la camiseta —ordenó Pedro respirando con fuerza. En sus ojos refulgió algo desconocido para todos; un resplandor salvaje; peligroso.
—¿Pero qué estás diciendo? —Julio comenzó a incorporarse.
Javi pareció dudar unos segundos, pero en seguida se decantó por su alter ego, volvió a ser Castro y, como si el mero acto de pensar en lo que estaba haciendo le doliese, se abalanzó sobre la indefensa Marta y comenzó a rasgarle la camiseta húmeda que cubría su pecho.
Luego siguió con el bikini.
Fue como si el tiempo se detuviera. La fantasía, su juego de niños con el que habían pasado las tardes de las últimas semanas de agosto, se diluyó en torno a ellos como un lienzo fresco bajo la lluvia. De repente, ya no existía la playa desierta, ni los restos del naufragio. Ya no había selva en la que cazar para sobrevivir, sino un ejército de urbanizaciones en los huesos, abandonadas a medio edificar, lejos de ojos adultos; páramo perfecto para sus escarceos adolescentes.
Se cayó la fachada de hombres curtidos, y volvieron a los catorce, a los quince y a los dieciséis.
Ni capitán ni tripulación. Solo jóvenes asustados.
Marta seguía llorando, implorando que la desataran.
Javier, poseído por un diablo, hacia jirones las ropas de la muchacha, desnudando su cuerpo de joven mujer.
Carlos seguía abrazándose a sí mismo, como si no quisiera ceder al pavor que le causaba la escena.
A Pedro, aún perdido en sus delirios de capitanía, un deseo oscuro parecía devorarle el rostro, hacerle la boca agua.
Julio, con el cielo del paladar hollado por la arena, seguía atónito, partido por la mitad, debatiéndose entre la ira y el pánico. Clavados los pies en el suelo, incapaz de tomar una resolución.
Resolución que tomó Mario (que aun cuando se calzaba la piel de Villalba, nunca dejó de ser el mismo; valiente y justo), lanzándose como una exhalación contra Javier.
Los dos rodaron por el suelo, convertidos en un nubarrón de arena, golpes y bufidos.
Aprovechando el desconcierto, Julio corrió hacia la chica y desató la cuerda que la unía al tablón. Le dio su camiseta. La rodeó con los brazos.
Era una tarde cálida, pero Marta temblaba descontroladamente.
El grito volvió a tomarlos a todos por sorpresa. Un alarido que decayó repentinamente, cercenado.
Miraron a Javi, quien se alzaba junto al cuerpo espasmódico de Mario, con una piedra del tamaño de una naranja en su diestra.
La algarabía de la violencia, tan tangible instantes atrás, se disipó como un fantasma exorcizado. La sangre manaba perezosa de la brecha en la cabeza de Mario, y la arena se apresuraba por absorber aquel charco oscuro.
El mar, ajeno a su locura, seguía murmurando en su lenguaje.
Algo cambió esa tarde: todos, sin excepción, supieron que aquel día, de un agosto tan lejano, en la cala que ya nunca volverían a pisar, era su inocencia la que moría desangrada.