EN SUS SUEÑOS, MAR
ADENTRO
Juan Ángel Laguna Edroso
El viejo se había echado tanto ron en el té que Víctor empezaba a sospechar que la infusión no era más que una excusa. Él mismo sintió el impulso de aceptar, finalmente, un poco de aquel «reconstituyente», pero se recordó que estaba ahí por trabajo, no para abandonarse a fantasiosas disertaciones, por mucho que el lugar se prestase a ello. La acogedora chimenea, los sillones con orejas, la discreta iluminación…
—Podrá habilitar la estancia que desee del primer piso para las clases. No es necesario que usted mismo resida en la casa, pero convendrá en que es apropiado: la carretera no está en muy buen estado y en ocasiones, sobre todo en invierno, ha quedado cortada bien por las heladas, bien por algún árbol derribado.
Víctor asintió en silencio, sin saber muy bien qué decir. No veía mucha diferencia entre residir en el hostal del pueblo, a unos diez kilómetros de distancia, o en la propia casa. Ni en uno ni en otro iba a encontrar más actividad que la que le brindase su ordenador, sus libros y su propia imaginación. Antes de contestar a aquel estrafalario anuncio por palabras, no hubiera creído posible que existiesen lugares tan aislados en España. Había pasado toda su vida en Barcelona y, para él, playa era sinónimo de agitación y ambiente festivo. Casa Piovra, la mansión en la que residía el que a todas luces iba a convertirse en su nuevo patrón, estaba en las antípodas de aquellos conceptos. Parecía sacada de una película de fantasmas de la vieja escuela: sombría, vetusta, aislada, desgastada por el tiempo… Incluso tenía un absurdo toque de cartón-piedra.
—Sé que es una propuesta inusual —repuso el viejo, como si se hiciera eco de sus reflexiones—. No obstante, espero que entienda mi postura: para una familia como la nuestra, la casa es más que un mero edificio en el que vivir. Ambas cosas, la familia y la casa, están inextricablemente unidas.
La mano del anciano danzó por encima de su cabeza en un gesto que abarcaba toda la estancia. La mirada de su invitado la siguió, hipnotizada, por lúgubres retratos familiares, polvorientas panoplias, blasones deslucidos y exóticas antigüedades. No era una decoración obtenida a fuerza de talonario y desprovista de significado, sino un complejo puzle, un mosaico que, tesela a tesela, narraba la historia de la familia.
—No estoy muy seguro de entenderla —confesó, quizás ablandado por el calor de la chimenea y el cansancio del viaje—, pero le aseguro que trabajar aquí no me supone ningún problema. Al contrario, un cambio de aires me vendrá bien.
El viejo asintió despacio.
—El cargo de instructor (espero que no le importe que lo denomine así) es multidisciplinar. A juzgar por su currículum, no tendrá ningún problema en cubrir la parte científica: matemáticas, química, física… He visto que es incluso aficionado a la astronomía y que llegó a cursar cuarto de piano en el conservatorio. Supongo que nunca ha dado clase de estas materias, pero tampoco creo que sea un obstáculo insalvable.
—No, no lo será. Como le dije, he trabajado siempre con grupos de alumnos y con asignaturas de ciencias puras, pero la pedagogía sigue siendo la misma. De hecho, seguro que mejora el trabajo con un único alumno y con un temario más variado.
—Bien. ¿Ha leído Los botes del Glen Carrig? —siguió el viejo palpando el librito que había dejado en la mesilla cuando le recibió en el salón—. Es una novela de William Hope Hodgson.
Víctor cambió de postura, incómodo, en el sillón.
—Me temo que no. En el instituto nos quedamos en Bécquer y no he sido nunca un gran lector.
—Bécquer está bien —replicó su interlocutor torciendo el gesto—, pero tiene terribles lagunas. Es triste que nuestro más reputado folclorista no prestara mayor atención al mar y sus tradiciones. En este país (supongo que conocerá a Alberti) parece que sea patrimonio de poetas e historiadores. —Víctor, nervioso, intentó mantener un gesto neutro—. Y, sin embargo, hay tantas cosas por extraer de sus profundidades… ¿Es usted aficionado a la navegación?
—No, no lo soy.
El viejo ignoró la sequedad de su respuesta. Sus ojos brillaban de ron y sueños.
—No importa. Sin embargo, para su trabajo sí que necesitará un cierto bagaje literario.
—Me temo que no he leído tanto como usted, señor Intxausti. Quizás en otras áreas de conocimiento esté a la altura de sus expectativas, pero en cuanto a literatura se refiere, le voy bastante a la zaga.
—¡Pero si no es conmigo con quien ha de medirse! —replicó su anfitrión entre carcajadas—. Es a mi nieta Alicia a quien habrá de instruir, señor Puig. Yo soy demasiado viejo para aprender nada nuevo: a ciertas edades, solo se disfruta con lo pasado. Mirar al futuro resulta demasiado doloroso.
—¿Su nieta? —Víctor dudó, confuso; toda la conversación que habían sostenido quedaba iluminada por una luz completamente distinta—. Entonces, ¿por qué no la envía a un colegio en la ciudad? ¿Qué es lo que la ata a este lugar?
—Yo, por supuesto. —El viejo entrecerró los ojos y, tintado por el resplandor de las llamas, su rostro adquirió un aspecto terrible—. No pretenderá que me quede aquí solo, abandonado de todos. Sería un entierro en vida, ¿no le parece?
Víctor bebió de su infusión para no tener que contestar y su anfitrión no esperó respuesta alguna.
—Alicia tiene diez años, así que no debería resultarle difícil superarla en lecturas. Le ruego, eso sí, que evite a Lewis Carroll en su programa.
»Y ahora, si le parece, creo que es momento de retirarse. En el segundo piso encontrará una habitación acondicionada para su propio uso; se ha hecho muy tarde para que vuelva hoy mismo al pueblo. Si es de su agrado, puede utilizarla durante su estancia en Casa Piovra. En caso contrario… bueno, ya conoce las alternativas.
Víctor se demoró un instante junto al coche. La fachada del caserón, apenas iluminada por la luna y un par de ventanas tuertas de vida, resultaba impresionante. Piedra negra, contraventanas de madera noble, columnas, gárgolas y escudos de armas, ¿a quién demonios se le habría ocurrido erigir algo así en aquella soledad?
Una lámpara se encendió en el vestíbulo y la silueta de una sirena, en vidrios de colores, se desangró a sus pies. El mar rugía, no demasiado lejos. El profesor se estremeció. Se subió el cuello del abrigo y, con una maleta en cada mano, se adentró en las fauces de la mansión.
Con deliberada lentitud, salvó la decrépita escalera hasta el primer piso, recreándose en cada crujido. Enfiló un pasillo tapizado en terciopelo rojo y flanqueado por quién sabe cuántos difuntos eslabones de la familia Intxausti y tomó un segundo tramo de escaleras hasta el segundo. No le fue difícil localizar su dormitorio: era el único que tenía la puerta abierta y la luz encendida.
Comprobó con agrado que le esperaba una mullida cama, funcional pero amplia, y, tras acomodar sus pertenencias entre la mesa y el armario, se sumió en un profundo sueño.
Profundo como las insondables simas abisales.
El mar tenía una tonalidad verdosa, como si el eterno azul del cielo hubiera sido emponzoñado con el amarillo de unos rayos de tormenta. Sargazos, anguilas muertas y restos de algún naufragio salpimentaban una sopa hedionda y mortal. Víctor despertó boqueando como un pez fuera del agua.
Como tantas otras noches.
A la mañana siguiente, tras darse una ducha en el baño anexo a su habitación, dedicó toda su atención a terminar de instalarse en el dormitorio y buscar un aula adecuada para su nuevo trabajo. Había decidido, antes aún de terminar de despertarse, que permanecería en el caserón por las noches. No veía ventaja alguna en conducir todos los días de vuelta al pueblo ni en gastar parte de su salario en vivir en un hostal cuando tenía a su disposición una cama razonablemente cómoda y un baño propio. Solo le quedaba, por lo tanto, encontrar dónde instalaría su clase.
Mató el hambre con una chocolatina que guardaba del día anterior (no quería comenzar su jornada huroneando por la cocina) y bajó al primer piso. Los retratos de los Intxausti que vigilaban el corredor resultaban menos terribles a la luz del día, pero solo un poco. No pudo evitar preguntarse qué había motivado a aquellos navegantes a pagar por ser inmortalizados de tal modo: no había un solo cuadro que despertase simpatía. Si la media sonrisa (ninguno sonreía abiertamente) no resultaba cínica o traicionera, entonces la mirada estaba inyectada en sangre o velada por algún bajo instinto. Incluso los retratos de las damas oscilaban entre la lascivia y la crueldad. Los símbolos, así mismo, tampoco eran menos inquietantes. Apenas se veían libros o crucifijos; al contrario, abundaban las dagas, los cráneos, las bolsas de oro e incluso las patentes de corso. El único omnipresente, sin embargo, era un pulpo rampante. Aquello le extrañó. Después de todo, el animal no aparecía en el blasón familiar ni tampoco en los escudos que había visto por la casa.
Las primeras habitaciones que inspeccionó eran la continuación natural de aquel preludio. Una sombría biblioteca de estanterías acristaladas, presidida por una aparatosa esfera astronómica, dio paso a un salón de música invadido por una excesivamente amplia gama de instrumentos: un arpa, un violonchelo, un piano, un clavicordio, dos guitarras, media docena de violines, una tuba… aquello tenía más aspecto de botín de saqueo que de estudio musical. Tras ella, una sala de té cubierta de sábanas y polvo, un despacho tapizado de cartas de navegación obsoletas, una sala de billar en la que habían acumulado todo tipo de trastos antiguos y, al final, cuando ya comenzaba a desesperar, una vieja sala de fumar que permanecía relativamente despejada. Solo tendría que arrinconar un par de sillones para ganar el espacio suficiente para su pizarra. Incluso podría aprovechar la mesa situada frente a la chimenea, quizás esta si el tiro estaba lo suficientemente limpio. Algo más animado, Víctor salió al pasillo y abrió la última puerta. Tras ella encontró la nota discordante de aquella melancólica melodía.
Era un dormitorio luminoso, aunque de algún modo los ventanales tamizaran con tristeza la luz del sol. La cama con dosel que presidía la estancia marcaba con su celeste desteñido los tonos predominantes en la decoración. El resto de los muebles, desde la silla auxiliar al tapete de la cómoda, se amoldaban para formar un conjunto armonioso y relajante. Hasta los vestidos de las muñecas de porcelana que salpicaban estanterías y muebles parecían conjuntados.
—¿Alicia? —aventuró, pero no hubo respuesta.
Se aproximó al lecho y dejó vagar los dedos por la colcha pulcramente estirada. Olía a lavanda, pero también a ausencia, a tiempo transcurrido. Víctor reparó en el camisón plegado junto a la almohada. Ni una arruga. Parecía esperar a su primer inquilino.
Un escalofrío acarició su espinazo.
Se acercó a la mesilla de noche y tomó el retrato que, enmarcado en plata, presentaba a la que había de ser su alumna: una niña de unos diez años, de cabellos dorados y penetrantes ojos azules, el gesto algo altivo pero de expresión igualmente cautivadora. El silencio de la mansión se hizo todavía más significativo. Solo se oían los latidos de los relojes, el palpitar del carillón del vestíbulo. No había gritos, ni risas, ni carreras, ni pasos. Solo su hueco.
Víctor dio la vuelta a la fotografía y miró la fecha. Databa de doce años antes.
Aquel día no consiguió entrevistarse con su empleador. El mismo mayordomo que le sirvió la comida y la cena le explicó que no se encontraba disponible. Víctor no se atrevió a insistir y se retiró a su dormitorio a una hora temprana.
Esa noche soñó de nuevo con aquel mar agitado. Antes de despertar, sin embargo, alguien le tendió una mano en la oscuridad y le ayudó a salir a flote. Era la primera vez que conseguía no hundirse en sus tenebrosas aguas.
Despertó con el corazón agitado y el brazo cubierto de un sudor frío y viscoso.
Durante sus años de profesor en Barcelona se había habituado a todo tipo de absentismo escolar. Había alumnos que inventaban excusas tan elaboradas como improbables, dignas de la mejor literatura de evasión; otros ni siquiera mentían: cualquier capricho tenía más peso para ellos que la obligación de ir a clase. Entre medio, justificantes falsificados, extraños incidentes con mascotas, averías recurrentes en el transporte público y, cómo no, simples despistes.
Con lo que no se había enfrentado nunca, sin embargo, era con un alumno inexistente. Alguno adjudicado a su clase por error, sí, pero de carne y hueso al fin y al cabo. No como aquella Alicia. Empezaba a preguntarse si todo su cometido en aquella casa no sería, simple y llanamente, dar más cuerpo a una nieta que había abandonado la casa familiar mucho tiempo atrás. Aquello, muy a su pesar, podría haberlo entendido.
—Cosas más raras se habrán visto —murmuró entre dientes.
En ese instante, la puerta de su improvisada clase, que a fuerza de tiempo libre empezaba a semejar una auténtica aula, se abrió y el señor Intxausti le saludó con un punto de cortesía burlona.
—¿Qué es lo que ha visto, señor Puig?
—Más bien, a quién no he visto todavía. —El viejo se encogió de hombros, la mirada errante por la nueva disposición del salón de fumar—. Su nieta, Alicia —insistió Víctor—. Aún no la conozco.
Intxausti tomó una caja de marfil remachada en plata y jugueteó con ella antes de contestar.
—¿Ha probado a presentarse, señor Puig? —preguntó al tiempo que la dejaba en la repisa de la chimenea—. Es el mejor modo de empezar a conocer a alguien.
Víctor contempló, perplejo, cómo su anfitrión se retiraba sin mediar más palabras. Aún tardó unos instantes en reaccionar cuando la puerta se cerró a sus espaldas.
—¡Será posible…! —gruñó de camino a la chimenea.
Cogió con rabia la cajita y, para su sorpresa, la tapa de esta se desprendió con un leve clic. En su interior no había mecheros, fósforos o viejos habanos rancios, sino tan solo una solitaria llave.
La tomó con cuidado entre sus dedos. Era una llave pequeña, de factura elaborada. La cabeza era el cuerpo de un pulpo, mientras que el asta y las paletas estaban formadas por los tentáculos de este, que aparecían enroscados sobre sí mismos. En contraste, no estaba ornamentada con ningún metal precioso, sino que estaba forjada en hierro crudo.
La levantó frente a sus ojos y se preguntó en qué tipo de cerradura encajaría algo así. Y sobre todo, qué era lo que podía custodiar. Entonces, sin pensarlo, se la guardó en el bolsillo y volvió a centrarse en su clase imaginaria.
Cuando llegó la hora de la cena, Víctor salió del salón de fumar y se encaminó al piso inferior, hacia la cocina. Al pasar frente a la puerta del dormitorio de Alicia se detuvo. Recorrió con los dedos la filigrana de la puerta y, bajo la mirada severa de una buena docena de ancestros, se introdujo en el cuarto de la chiquilla. En este nada había cambiado.
Se acercó a la mesilla de noche y observó de nuevo el retrato enmarcado en plata. Bajo la luz de la luna brillaba con un aura particular, como de cuento de hadas. A su alrededor, sin embargo, todo eran sombras.
—Buenas noches, Alicia —dijo sintiéndose el hombre más estúpido del mundo y, al mismo tiempo, trasgresor, desafiante—. Soy Víctor Puig, tu instructor.
A aquellas palabras siguió un obstinado silencio y, cuando se dio la vuelta y bajó por fin hacia la cocina, una densa inquietud fue aposentándose en lo más recóndito de su cerebro, ahí donde los instintos se recluyeron tiempo atrás, en los albores de la civilización, hartos de ser tantas veces ignorados.
Aquella noche, Víctor cenó solo de nuevo. El señor Intxausti, trámite su mayordomo, se disculpó por «tener que ausentarse por imperativos familiares». Ningún coche abandonó, sin embargo, la mansión; hubiera sido imposible no oírlo sobre el incansable batir de las olas.
—¿Se ha ido Alicia con su abuelo? —preguntó al sirviente cuando este ya se disponía a retirarse.
—No.
Firme y paciente, aprovechando que al menos había conseguido que se detuviera, Víctor insistió:
—¿Y no sabe dónde está entonces?
—No —sentenció el otro con una inusual sonrisa en sus delicados labios. Luego, en una salida de tono no menos extraña en él, añadió—: Y debería ser usted, de hecho, quien mejor pudiera contestar a esa pregunta.
—Eso es precisamente lo que pretendo —gruñó para sí mismo cuando el mayordomo lo hubo dejado solo en la cocina.
Cuando, después de cenar, entró en su habitación, Víctor se sorprendió al encontrar un libro sobre su cama. El tomo estaba encuadernado en piel y parecía una edición antigua. No tenía créditos ni ninguna otra marca distintiva que permitiera comprobar aquella impresión: el texto, que no estaba firmado, comenzaba inmediatamente después de la cubierta y en esta no había siquiera un título, solo una sirena repujada como el tatuaje de algún marinero errante.
Cuando se tumbó, no tenía ninguna intención de leerlo, pero no pudo evitar hojearlo un poco. Le intrigaba. ¿Quién lo habría dejado ahí? La mera idea de que una chiquilla de diez años hubiera entrado a hurtadillas en su habitación le hizo sonreír. No, seguramente había sido el viejo, pero, ¿por qué? ¿Con qué finalidad? Si esperaba estimular su interés por el mar con un viejo libro sobre monstruos marinos, ya podía armarse de paciencia.
Las palabras fueron saltando ante sus ojos como olas batidas por el mar. Pronto, Víctor captó que ahí no había barco alguno navegando sobre las páginas: no había hilo conductor, ni rumbo, ni derrota. Solo un océano encrespado de frases y mitos en el que poco a poco, vencido por el sueño, fue naufragando. En la confusión propia del que va perdiendo sus sentidos, Víctor aferró la llavecita que todavía guardaba en su bolsillo y esta, bajo el influjo de la lógica dislocada de los sueños, se transmutó en una improbable brújula que atraía el fuego de San Telmo y otros malos presagios.
Como cada noche, las tinieblas de sus pesadillas tenían una cualidad acuosa. Como cada noche, se embriagó del salitre hasta que su garganta quedó en piel viva. Como cada noche, como cada maldita noche, pataleó, braceó y boqueó con desesperación tras la estela cada vez más desdibujada de una niña. Aquella noche, sin embargo, supo que podría atraparla, que solo tenía que hacer un esfuerzo más, aguantar un poco más la agonía de la asfixia, y que, por fin, podría aferrarla. Así que apretó con fuerza los párpados y, guiado por su proteica brújula, se adentró todavía más en la oscuridad.
No tardó en percibir el tacto satinado del camisón; estaba empapado. Sin soltar la presa, tiró de él y buscó con la otra mano hasta dar con la melena. Palpó su cabeza, con el corazón a punto de estallar, en un intento por reconstruir un rostro largo tiempo perdido. En vano.
Abrió los ojos entre toses. Se ahogaba en sus propias lágrimas. Una luna plena brillaba al otro lado de las ventanas y el bramido del mar parecía más cercano que nunca. La inquietante decoración de Casa Piovra parpadeaba en la penumbra. Y contra ese telón de pulpos rampantes y viejos navíos azotados por eternas tempestades, se recortaba la silueta de Alicia.
La reconoció de inmediato: la mirada altiva, los rasgos nobles, algo despóticos, de niña acostumbrada a ver sus caprichos satisfechos, el brillo en sus ojos zarcos, esa llamada a la aventura. Y, sin embargo, no la llamó por su nombre.
—¿Nerea? —preguntó, y el llanto se recrudeció.
—Silencio, Víctor —exigió Alicia—. Es hora de zarpar.
—¿A-a dónde vamos? —tartamudeó mientras se ponía en pie e intentaba calzarse sus zapatos.
—Mar adentro —replicó ella y, dándole la espalda, salió de la habitación.
Víctor llegó al pasillo sin saber muy bien si se había despertado o seguía soñando, si aquel era un caminar sonámbulo o si iba tras la pista de alguna quimera. Apenas llegó a ver la silueta blanquecina de la chiquilla desvanecerse por la escalera, un instante fugaz que tiró de él como un arponero. El anzuelo de sus propios fantasmas atravesaba su garganta.
—Espera —rogó, estrangulado. Pero la aparecida no aflojó el paso.
Alcanzó a verla girar en la primera planta, hacia la escalera principal, y luego vislumbró su sombra escurrirse por la puerta de la cocina. Corrió hasta esta y consiguió abrirla en el momento preciso en que, al otro lado de la estancia, una pequeña puerta de servicio se cerraba con delicadeza.
Víctor se detuvo. Si se había metido en una alacena, no iría muy lejos. Reflexionó. ¿Por qué perseguía a su alumna? La respuesta era tan obvia como absurda. No, aquella no era su hermana, y aunque la alcanzara nada iba a cambiar. El mar no devolvía a sus muertos.
Se apoyó en la mesa de cortar y el tacto de aquellas planchas desgastadas por el tiempo lo reconfortó. Entonces lo vio. Un espumarajo orlaba el cristal de las ventanas. Y lo notó. La casa entera se mecía, despacio, a babor. Tras un infinito instante, a estribor.
Se echó a temblar. Un sudor frío, helado como la muerte, perló todo su cuerpo. Su corazón se aceleró. El aliento huyó de sus pulmones.
Se acercó a la ventana.
Una nueva salpicadura tintó de espuma los cristales. Mar adentro.
—No puede ser —negó, con un hilo de voz, la evidencia de lo absurdo. Afuera, tras las ventanas, un inmenso océano de oscuridad se extendía más allá de los dominios del hombre.
Echó un vistazo a la hacheta que reposaba, clavada, sobre la tabla de cortar. Valoró abrirse las venas, despertar de aquel sueño o sumirse en otro bien distinto. Escapar. Escapar de ahí. Pero no se puede escapar de la inmensidad de la mar.
Caminó hasta la portezuela por donde había huido Alicia y encontró tras ella un pasaje de angosta piedra negra que, escalón a escalón, se perdía en el abismo. Sin buscar siquiera una vela se perdió por sus entrañas. Al fondo, muy al fondo, reverberaba una luz abisal, subacuática. Será suficiente, pensó.
Luego, ya no pensó nada más.
El viejo permanecía, desnudo, en el centro de la caverna. Su piel requemada por el sol pendía, como un velamen abandonado por el viento, de la arboladura de sus huesos. Tenía los brazos abiertos, en cruz, y el pellejo de lo que en tiempos fueron unos poderosos músculos tremolaba en la penumbra. Ahogados por el paso del tiempo, numerosos tatuajes encallaban en aquel lienzo de carne.
En contraste, Alicia danzaba en torno al anciano, llena de vitalidad, ligera como las nubes, fresca como la brisa del amanecer. Era el jirón de un viento inalcanzable para el pecio embarrancado. Sin embargo, no había alegría en aquel baile. Su ritmo estaba quebrado. No discurría al son de ningún corazón desbocado, porque no había ningún corazón que latiera ya en aquel delicado pecho.
Víctor cayó al suelo.
Y, desde ahí, pudo ver al último engendro que albergaban las sombras: un horror tentacular de ojos biliosos y fauces de hierro extendía sus ocho brazos por los cimientos del hogar de los Intxausti. Era él quien mecía la casa. Era él el mismísimo espinazo de Casa Piovra.
—Dios santo, ¿qué es esto? —masculló el profesor.
El viejo se volvió como un espantapájaros reciclado en veleta.
—Es nuestro hogar —declamó, pero al ver que no había reconocimiento en los ojos de su invitado, tuvo que añadir—: Yo soy el viejo, y el kraken, y el mar, y la casa. Tú eres mi huésped.
Víctor vomitó lágrimas, agua de mar.
Alzó los ojos llorosos y suplicó una respuesta, unos engranajes lógicos con los que limitar la sinrazón. Ignorante.
—¿Por qué? ¿Por qué me habéis traído a este sitio? —Tembló mirando las fauces de la bestia abisal, que se replegaba a las sombras como si preparase un ataque.
—Porque sabes navegar en el crepúsculo —dijo el viejo— y mi nieta necesita un instructor.
—¡No es verdad! ¡No es cierto! ¡Yo no sé nada de todo esto!
—Sí lo es —le espetó Alicia, que se había detenido bruscamente, con una nota de desafío en los ojos, en mitad de la gruta—. Tu hermana Nerea me lo dijo. Y los muertos no mienten. No podemos hacerlo.
Víctor se puso en pie. Se tambaleaba, ebrio de horror, todo le daba vueltas. Buscó la salida. Se encontró con los ojos del viejo. Este sonreía. Él reía desquiciado. Trastabilló hacia la escalera, pugnó por emprender el ascenso, escalón tras escalón, un pequeño desafío tras otro hasta la libertad. Pero, entonces, Alicia empezó a cantar.
Entonaba una melodía hórrida, carente de toda armonía, un graznido que hubiera reventado el cerebro a una persona más cuerda pero que sonó a música celestial en sus oídos. El viejo se apoyó sobre los hombros de la niña y el kraken los envolvió a todos con sus tentáculos; el mismo Víctor quedó en mitad de aquel abrazo que lo conminaba a unirse a la familia.
No era necesario. Víctor caminaba ya hacia su pupila, la mirada por fin sepultada bajo un océano de locura. Podía oírla. Después de tantos años, podía oírla. Apenas un susurro entre las olas de aquel mar que se la había arrebatado aún siendo niños, pero podía oírla.
Quizás, pensó, podría llegar incluso a tocarla, algún día.
Y, si no podía, qué hermoso canto de sirena a seguir en sus noches de galerna.