EL CANTO DE AZALEA
Carlos L. Hernando
El mar es un lugar repleto de criaturas extrañas, perversas, malévolas, cuyas intenciones, apenas discernibles, hablan de terrores ciegos, de destrucción y de una crueldad más allá de toda lógica.
El mar es un lugar repleto de humanos. No son inmortales, no son fuertes, ni siquiera respiran bajo el agua. Pero son muchos y poseen extraños y enormes artefactos metálicos que devoran océanos y roban la vida. Son capaces de matar a la más grande bestia o, cuando se les antoja, de arrasar incontables kilómetros cuadrados de lecho marino. Otras, las peores, emponzoñan las aguas con una sustancia negra, viscosa y mortal. Los seres humanos batallan contra el mar, contra todo cuanto mora en él. Y van ganando.
No siempre fue así, por supuesto. Antaño, hombres y mujeres apenas se atrevían a perder de vista la costa, y sus ridículas embarcaciones no eran más que juguetes para el viento y las olas. Eran tiempos más sencillos, más románticos. En aquel entonces ocupaban un lugar adecuado e inferior al de las criaturas marinas y podían ser amonestados si se dejaban llevar por su orgullo.
Eran tiempos en los que una sirena podía decidir si merecían su amor o su furia, siendo ella juez y parte como le correspondía por derecho.
Azalea evocaba aquellos tiempos perdidos mientras se mecía tranquilamente en las templadas aguas del Mediterráneo. Tenía los párpados entrecerrados, dejando que sus largas pestañas se mecieran al ritmo de las corrientes. El sol casi la cegaba, pero lograba distinguir la verde línea marrón de la costa. Era una distancia que sus hermanas consideraban peligrosa, pues si una podía ver el territorio humano, ellos podían verla a ella. Afortunadamente, no estaban allí para gritarle que se alejara.
«Un poquito más», susurró sin dirigirse a nadie en particular, como una niña que no quisiera salir de la cama.
Su comportamiento desafiaba a la mentalidad de las pequeñas comunidades sirénidas que sobrevivían en el Mediterráneo. En parte por su juventud, de apenas trescientos años. Se perdió la época dorada de su especie. La rememoraba como las demás, pero lo que veía en su cerebro no eran más que recuerdos transmitidos por sirenas ancianas. Su memoria albergaba imágenes de un mundo que los humanos apenas tenían documentado. Contempló los rasgos de Ulises y Eurípides, e innumerables rostros de seres anónimos; de sirenas, peces, humanos y criaturas que ni siquiera tenían nombre. Pero eran reminiscencias de otras mentes.
Azalea no había estado allí. Para ella la vida no había sido más que una interminable huida hacia las profundidades y los recuerdos ajenos le sabían a poco. Por eso en ocasiones escapaba hacia el cielo, hacia el oxígeno que no estaba constreñido entre moléculas de hidrógeno. Además, la soledad y no salir nunca a la superficie acababa minando la salud de las sirenas, que se marchitaban poco a poco. Se les desprendía el pelo y las escamas de la cola, que acababan posándose en el lecho marino. Olvidadas, igual que su belleza.
Pero preferían eso a la muerte casi segura que suponía enfrentarse a los humanos, por lo que, cobijadas en grandes fosas y cuevas submarinas, se acurrucaban muy juntas mientras susurraban sus historias de tiempos mejores. En ocasiones, algún submarinista solitario descubría sus lóbregos refugios y lo desagradables que pueden llegar a ser las vetustas y arrugadas sirenas. No más romanticismo, no más juegos, solo dolor y sangre.
La única esperanza en sus tristes existencias era que los humanos se destruyeran los unos a los otros. Perspectiva que consideraban bastante probable, a tenor de las innumerables pruebas atómicas que habían contemplado en las últimas décadas. La única y terrible duda que albergaban es si acabarían asesinando al mar antes que a sus congéneres.
Para Azalea ya estaban muertas. Pero al menos habían tenido vidas emocionantes, vidas extensas, vidas que merecían ser transmitidas, vidas capaces de constituir un legado. Así que no podía evitarlo: pese a todos los peligros, pese a las advertencias y reproches, tenía que asomarse al sol de vez en cuando. Le encantaba sentir cómo los rayos besaban sus pechos desnudos y hacían relucir las escamas de su cola creando reflejos iridiscentes.
En aquel momento, un rumor artificial lo inundó todo. Azalea abrió los ojos y comprobó que algo bloqueaba el disco solar, algo demasiado consistente para ser una nube. Parecía como si la noche hubiera perdido la paciencia y estuviera determinada a acabar con el día en aquel preciso momento.
Azalea había oído hablar de los eclipses, pero esto tenía aspecto de ser obra de los humanos. Se dispuso a descender a las profundidades, pero no fue lo suficientemente rápida. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, el mundo se volvió negro y la engulló. Gritó desesperada, pero nadie acudió en su auxilio; de alguna forma seguía rodeada de mar pero ya no estaba en la mar. Se sentía como fuera del agua, aunque era obvio que estaba rodeada por ella. Resultaba extraño y espantoso.
Trató de nadar hacia las profundidades, pero chocó contra una superficie dura y fría. La siguió desesperada con las manos hasta ser consciente de que estaba atrapada en un receptáculo de paredes regulares. Los humanos, de alguna manera, se habían llevado el mar. Sentía como si una fuerza tirara de ella erráticamente de un lado a otro del mismo. Experimentó una indescriptible sensación de desasosiego, sensación compartida por sus entrañas que se aliaron para azotar su sistema digestivo hasta que expulsó cuanto había en su interior.
Azalea trató de huir del vómito en suspensión, pero no había manera de escapar de él. Las desconcertantes corrientes que imperaban en aquel trozo de mar, cambiado y robado, removían todo sin compasión. La sirena trató de redirigir su nadar para al menos no chocar contra las paredes, pero era inútil, había perdido por completo el sentido de la orientación.
Finalmente, se hizo un ovillo sobre sí misma protegiéndose la cabeza lo mejor que pudo con la cola mientras rezaba para que aquello terminase pronto.
El cielo lloraba lágrimas robadas al mar mientras la tierra gritaba con los aullidos del fuego. Los árboles humeantes estiraban sus brazos hacia el mesías metálico que predicaba con promesas de agua y sal. Pero su mandamiento líquido apenas fue obedecido por las llamas.
El avión anti-incendios remontó el vuelo para volver al mar en busca de más agua. El piloto no era consciente de que, agarrada de forma patética y desesperada a la compuerta del depósito, se encontraba Azalea, apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Un hilillo de bilis le colgaba de los labios y se perdía en el viento. Para un ser acostumbrado a la presión hidrostática, sentir el tirón de la gravedad a doscientos metros de altura era una pesadilla hecha realidad.
Las compuertas comenzaron a cerrarse inmisericordes. Ella se percató de que en unos segundos le aplastarían las manos. Aterrada, se soltó y dejó que el bosque en llamas acudiera a su encuentro.
Se precipitó como un misil, con su cola de pez agitándose violentamente. Aterrizó en un pequeño claro rodeado por el fuego. En la caída rompió varias ramas y quedó parcialmente sepultada por ellas. Ya estaba inconsciente antes de chocar contra la tierra, librándose de sentir cómo varios de sus huesos estallaban con el impacto.
Sus sueños se vieron agitados por la sombra de las llamas. En ellos nadaba, pero todos los océanos del mundo estaban en llamas. Desde la superficie a las simas más profundas, el mar ardía. Sentía el calor, sentía el humo y sentía el pánico. Estaba rodeada por un fuego que no temía al agua y que estaba a punto de consumirla.
Entonces, una cantidad demasiado grande de humo penetró en sus pulmones. La sirena despertó en el pequeño cráter que había creado su caída. Estaba viva, pero por poco. Además, si no hacía nada, pronto dejaría de estarlo. Todo su cuerpo era un mar de dolores y náuseas, cuyo oleaje la embargaba y hacía que pensar fuera una tortura.
Apenas podía respirar, apenas podía moverse, apenas podía pensar. Las ramas de los árboles le aprisionaban la cola, aunque tampoco es que le fuera a resultar muy útil para moverse en un mundo seco. Por otra parte, el suelo ardía y las llamas cada vez estaban más cerca. Olió a pelo quemado y se dio cuenta de que su melena estaba estropeada. No quemada totalmente, pero sí enmarañada, sucia y con su espesor gravemente reducido.
Aquello terminó de desmoralizarla, más incluso que la perspectiva de morir calcinada. La destrucción de su pelo, su precioso pelo, había sido el detonante de la tensión acumulada en apenas unos minutos. Así que comenzó a llorar. Sus ojos destilaban tristeza y miedo disueltos en lágrimas. Estas sensaciones no se evaporaban con el calor. Los sollozos recorrieron el bosque, encogiendo los corazones de bomberos y voluntarios que no sabían qué ocurría exactamente, pero que perdieron la determinación.
El fuego era demasiado poderoso, demasiado grande. Azalea emitía una balada de quejidos y lloros que los hacía sentirse desgraciados e impotentes frente a la ígnea fuerza de la naturaleza. Más funesto que ver morir a una madre, más tétrico que el llanto de un niño que lleva semanas sin comer, más luctuoso que una guerra de trincheras. Así era el Llanto de Azalea.
Las reacciones de los afligidos humanos fueron variadas. Unos simplemente se arrodillaron y unieron sus lágrimas a las de Azalea, creando un coro de gimoteos que hacía aún más pesarosa la sensación que transmitía. Cuando el fuego los alcanzaba y les otorgaba su beso mortal, no se movían, sino que ofrecían un contrapunto de alaridos desgarrados que conformaba un crescendo en aquel cántico terrible y majestuoso.
Otros, más afortunados, corrían a sus casas con desesperación, con la necesidad imperiosa de abrazar a sus seres queridos. Su presencia acabaría reconfortándolos, pero jamás olvidarían aquel lamento sobrenatural, que minaría sus esperanzas y alegrías durante el resto de sus vidas. Los hubo que simplemente enloquecieron; algunos fueron demasiado impacientes como para esperar al fuego y se suicidaron donde estaban. La mayoría simplemente murió de pura pena.
Pero hubo uno que decidió encontrar el origen de aquella melodía hermosa y aterradora que fascinaba y afligía a partes iguales.
Se llamaba Juan y era bombero. Aunque solo hasta que escuchó el Llanto de Azalea. Ahora sería lo que ella quisiera. Cualquier intérprete de blues habría matado por un poder así, pensaba mientras perseguía aquel sonido entre el humo, el fuego y los árboles.
El uniforme lo protegía, pero solo parcialmente. Azalea se encontraba en una zona del bosque bastante inexpugnable por culpa de las llamas, las cuales, ahora sin enemigos, gobernaban con puño de fuego la región.
Juan avanzó como pudo, ignorando las quemaduras y los cortes que le regalaban arbustos y ramas. En ocasiones tuvo que abrirse paso a golpe de hacha.
Pero llegó. El hacha se le cayó al suelo. No recordaba haber corrido desde el límite del claro hasta la joven que yacía en él, pero cuando su mente volvió a centrarse había retirado todos los troncos que aprisionaban sus verdes piernas.
Era una imagen maravillosa, pese a que la chica estaba cubierta de hollín y su cara expresaba el dolor de quien sufre una desgracia por primera vez. Tenía unos ojos verdes, brillantes, más que el fuego, que recordaban a un mar embravecido. Su pelo, castaño, estaba revuelto y chamuscado, pero aun así era bello. Y su rostro… su rostro era del tipo que hace que los hombres conquisten ciudades. Además, estaba desnuda y sus proporciones eran simplemente perfectas. En ese momento cayó en la cuenta de que no era que tuviera las piernas verdes, sino que tenía cola.
Era una sirena. En mitad del fuego.
Aquello no tenía sentido, pero no le importó. No abandonaría su deber ante aquel desconcierto. Ella no dejó de llorar en ningún momento, pero sintió como si su lánguida canción tuviera letra. Una letra que se repetía una y otra vez: «Llévame al mar… Por favor… Al mar».
El incendio se había desatado cerca de un pueblecito costero de Granada. El bosque estaba muy cerca, por lo que no sería demasiado difícil llevarla hasta allí. Aunque daba igual la distancia. Juan la habría llevado al confín del océano, si es que un lugar así existía.
La tomó delicadamente en brazos y ella lo abrazó tiernamente, algo más aliviada pero igual de melancólica. Estar en brazos de un humano no la tranquilizaba, pero simplemente no tenía otra opción.
El bombero deshizo el camino andado con un cuidado infinito para que su dueña no se lastimara con los restos calcinados de foresta. La sirena, a pesar de todo, olía a sal, a olas y a algo que no podía identificar, como un almizcle dulzón que le embargaba los sentidos. Parecía como si incluso aquella atmósfera fuera incapaz de arrebatarle el aroma a océano del cuerpo.
Juan no solo transportaba a la accidentada sirena. También portaba el Llanto de Azalea. Y allí donde llegaba, los corazones se encogían y la aflicción los atenazaba para que no volvieran a latir tranquilos. Recorrieron las calles desiertas del pueblo mientras sus habitantes se abandonaban a la desesperación. El fuego pronto arrasaría con todo, desde el bosque hasta el mar, y los únicos supervivientes serían aquellos que conservaran las fuerzas para escapar del llanto. Pero aquella música les perseguiría en el mar de sus mentes durante toda su existencia.
Cuando llegaron a la playa, Juan la depositó en la orilla y Azalea se sintió revitalizada al sentir cómo el agua le acariciaba la piel. «Llévame más adentro», susurró en su lamento. Juan la cogió de nuevo con extrema dulzura y la depositó en una de las barcas de pesca que había en la playa. Una vez hecho esto, la arrastró hasta el mar.
Remó durante horas mientras Azalea iba cambiando su melancólica melodía hacia un tempo más alegre. Sacaba la cola de la barca y la mecía al ritmo del oleaje. Cuando consideró que estaban a suficiente distancia no dijo nada. Simplemente besó a su salvador y el éxtasis hizo el resto. Empujó al bombero al agua y ella saltó detrás. Se enroscó alrededor de su cuerpo e hicieron el amor hasta el amanecer.
Después, tumbados sobre la barca, Azalea sintió que sus heridas físicas habían sanado. El amor y el mar eran la receta de las sirenas para la longevidad. Sin embargo debía marcharse, quería descansar unos cuantos años en las profundidades y así se lo dijo a su salvador y amante.
Él le imploró que se quedara, que atraparía el mar para ella y sería su eterno esclavo. Pero no le escuchó. Seguía siendo un ser humano al fin y al cabo. Pese a que por un momento había sentido cómo aquel mortal la había ayudado a traer al presente tiempos que parecían totalmente perdidos, seguía siendo un humano, no podía confiar en él sin más. Y además estaba el fuego: no podía evitar evocar el recuerdo del fuego. Necesitaba apagarlo con toneladas de agua sobre su cabeza.
Se despidieron con un beso y Azalea descendió hacia las profundidades para encontrarse con el resto de sirenas vetustas y marchitas. Ella resplandecía como nunca y su melena regenerada era más larga y más brillante que nunca. Esta vez, sería Azalea la que transmitiese recuerdos. Y a pesar del mal trago y de que tardaría décadas en volver a reunir valor para ascender, estaba satisfecha y sabía que su viaje traería al menos un atisbo de alegría a sus agostadas congéneres.
Una pequeña victoria para las sirenas.
Juan, por su parte, se quedó en la barca con el corazón desintegrado en el pecho. Sintió como si sus restos se desperdigaran por sus arterias, mientras el cuerpo se le volvía frío y endeble.
Decidió dirigirse a mar adentro, hasta que la muerte o el destino lo reclamasen. Mientras remaba, de sus ojos surgían lágrimas. Y aunque el desconsuelo resultaba desgarrador, no podía compararse con el Llanto de Azalea.