EL MONSTRUO ERA ELLA
Jacobo Feijóo
Todo había sucedido muy rápido. Demasiado rápido, como pasa siempre. Ahora estaba viviendo en sus carnes lo que había leído tantas veces en las novelas góticas ambientadas en la mar. La tormenta, la zozobra, el naufragio. La soledad. La oscuridad. La congoja. El agua gélida. La confusión y las olas titánicas de fiereza ciega. El abrazo de la Líquida Dama.
Tildaba a la mar en femenino, pues consideraba que su carácter era cambiante, pasional, arrebatado, caprichoso. Así lo hacían todos los que tenían algún vínculo con ella. Otras veces, en el Caribe, era cálida, melosa, cautivadora, sensual incluso. Eran ambas facetas las que enamoraban a los marinos y luego los hacían estar tristes y mustios cuando, años después, la vejez los obligaba a desembarcarse. La mayoría terminaban alcoholizados sin saber adaptarse a tierra. Añoraban la compañía de su amada. Les fustigaba su ausencia. Se sentían como amantes abandonados a traición por una joven belleza que repudiaba su decrepitud.
Por suerte, su cabeza estaba lo bastante fría como para seguir automáticamente el protocolo de seguridad y pudo liberar una balsa salvavidas equipada para la supervivencia en alta mar. En ella había de todo: localizador GPS, agua, pastillas potabilizadoras, víveres, bengalas, anzuelos, una navaja multiusos… Eso lo tranquilizaba un poco en una situación tan desesperada. Luego, logró alejarse de la embarcación que comenzaba a hacer agua irremisiblemente. A unas decenas de metros vio cómo fenecía en la mar, dejándose morir entre sus brazos viscosos y helados, desmayadamente.
La mar es una mozuela caprichosa y lo que reclama se lo queda para siempre. De sus tres compañeros, uno había desaparecido engullido por una ola violenta que solo dejó caos a su paso en recuerdo de donde antes había habido un hombre, una existencia, una vida entera. Otro, el chico joven y rubio que solo se había embarcado un par de veces, estaba muerto por un golpe agresivo de la botavara que le había dejado los sesos al aire y un charco de espuma bermellón en la cubierta del barco. El tercero se perdía metro a metro, alejándose, arrastrado por una mar que cobra su tributo, agarrado al cadáver de cabeza desfigurada de su (hasta el momento) compañero. Aunque intentó acercarse a él desesperadamente para ayudarlo con la lancha salvavidas, fue imposible.
Pudo ver sus ojos implorantes, oír los gritos desgarrados, afónicos, rotos, su pelo mojado derramándose por la frente en medio de la lluvia. Sus escasos minutos restantes de vida marcados por un fantasmagórico reloj de agua que se escurría llevándose su tiempo. Luego, vio cómo le rindieron las fuerzas y se zafó blandamente del muerto con un brazo, hincando la cabeza en su pecho y hundiéndose con él en un abrazo postrero con la mar, que había decido acoger en su seno a ambos, envolviéndolos con un capote oscuro.
De cualquier modo, pensó para aliviar la impotencia, en esa situación su amigo habría muerto por hipotermia en poco tiempo. No podía hacer nada más.
Se hizo el silencio mientras sucedía esa escena de incapacidad. Muchas veces, en medio del fragor de la confusión, sentimos cómo todo se ralentizaba. Durante un rato se quedó mudo mirando al pequeño remolino que se formó al morir su amigo. «De nosotros solo quedan remolinos escritos en el agua», pensó. Estaba extenuado de remar hacia él y apenas se había movido un metro. Casi juraría que con un poco más de esfuerzo lo hubiese rozado, habría notado el calor humano de su compañero en la punta de los dedos. Pero ese esfuerzo no fue posible y ya no iba a serlo jamás.
Ahora estaba solo.
La primera reacción de los náufragos en alta mar es de alivio por verse aún vivos. Durante una fracción de segundo los embriaga la felicidad. No hay muerte más fría, oscura y en aislamiento que la que sufre un ahogado, alejado de todo, cerca de nada. Hasta las cucarachas mueren con más dignidad. La segunda reacción es la de miedo y confusión. Cuando amaina la tempestad solo hay silencio. Y cuando al silencio se le une la ausencia de luna y siniestras nubes, la penumbra encapota las estrellas. No hay nada peor para un ser humano que verse en alta mar, agotado, a oscuras, desesperado y con hambre y frío. Horas más tarde, en su delirio de pesadillas, creería ver los ojos de su compañero implorándole ayuda una y mil veces. Luego se despertaría gritando de pavor.
Al cabo de unos minutos comenzó a desperezarse una inquietud en él, ronroneándole. Era una desazón pequeña y fácilmente controlable. La achacó a su situación y no quiso prestarle mayor atención, centrando su actividad intelectual en resolver un problema más grande: la supervivencia. Al cabo de media hora, esa sensación ya alcanzaba el acongoje. Le hacía desconfiar de cada susurro, de cada ruido, temblar por cada soplo de viento, estremecerse por su propio parpadeo. En una hora estaba profundamente aterrorizado, con los ojos saliéndosele de las órbitas, inmerso en una locura de desorientación.
Mar adentro no hay pájaros. Solo la viscosidad del océano, el viento ululante, el frío, el silencio mudo, la nada. Y no hay posibilidad de dirigirse a ninguna parte para huir y salvar así los últimos jirones de vida. Se hizo un ovillo abrazándose las rodillas y sentándose en un extremo de la balsa, en esa posición fetal tan atávica que consuela el alma humana y nos hace regresar a un vientre materno que jamás olvidamos. Movía la mirada en todas direcciones buscando una señal de peligro. Su frente se perlaba de sudor helado, afilado como las espinas de la cruel corona de un Cristo. Pensaba que al menos una amenaza podría ser incluso más reconfortante que ese enfrentamiento a uno mismo.
Recordó leyendas. Viejas leyendas de krakens, de ciudades hundidas, de serpientes marinas, buques fantasmas, tenebrosas sirenas y seres de las profundidades abisales. Por un motivo del todo irracional, temió más la aparición de uno de esos monstruos que la de tiburones o barcos que lo embistiesen en la noche.
Su cuerpo empezó a temblar de miedo. Gritó el nombre de su amigo una y mil veces, esperando una respuesta espectral que al menos le recordase algo remotamente parecido a lo humano. No le contestó ni el callado silencio. Buscó en el horizonte la silueta fantasmal de algún navío muerto. Husmeó entre las olas intentando capturar un movimiento difuso y minúsculo que delatase la presencia de su camarada ahogado o de algún horror marino que viniese a por él. Rezó supersticiosamente, implorando entre lagrimones como un niño que sabe que hay un engendro bajo su cama y que solo su ángel de la guarda puede salvarlo. Se mordió nerviosamente las uñas. Se revolvió el pelo en su turbación. Le crepitaron los dientes. Guardó silencio sin moverse como lo haría un conejo asediado por perros de presa. Se cantó una nana a sí mismo intentando reconfortarse, intentando volver a su segura infancia.
Después de la pesadilla, ya más despierto, quiso matarse. No había posibilidad alguna de salvación y la muerte que le esperaba iba a ser horrible, lenta, cruel. Pero no tuvo valor. Nuestro instinto de supervivencia, en muchos casos, es la maldición de un dios cruel que juega con nosotros forzándonos a vivir un plazo más, no mayor al tamaño a un grano de sésamo.
Pasmado, como mesmerizado, se quedó mirando al bamboleo de la mar durante largo tiempo. Estaba psíquica y físicamente agotado y ya no esperaba nada. Solo aguardaba a que el Abismo interminable lo engullese. Le daba igual.
Fue entonces cuando, en un movimiento fugaz, una ola extraña dibujó a lo lejos un lomo que ni apreció ni le hizo salir de su ensimismamiento. Continuó extasiado, enloquecido, mirando al agua. Luego apareció otro lomo esquivo algo más allá. Era oscuro, húmedo, brillante, escurridizo, musculado. Desapareció rápidamente. Y después, el mismo lomo replicado casi rozó su embarcación.
Despertó súbitamente de su obnubilación. Los resortes del peligro se habían activado, inyectando adrenalina a su atención, sacudiéndola con un latigazo de alerta. Buscó rápidamente la navaja multiusos por si le sirviera de defensa, en un intento absurdo de defenderse. Pensó que aquello que tanto había implorado venía a por él. Se agazapó de cuclillas con el arma en la mano y los ojos bien abiertos, procurando notar de nuevo cualquier cosa que aconteciera. Su cabeza comenzó a funcionar muy rápido, a ritmo trepidante, procesando mil opciones, matices, elecciones. Podría ser una alucinación. Sabía que ocurría muy a menudo entre los náufragos, cuando llevan horas en silencio y soledad. También podría ser una mala interpretación, una secuencia de olas del todo normal mimetizadas por la bruma y la falta de luz. O un delfín, o tiburón, o ballena… pero estaba a demasiadas millas de la zona donde estos animales viven y la posibilidad era irrisoria.
Podría ser una serpiente marina… Tragó saliva. No tenía lógica. Ninguna lógica. Los krakens y las serpientes marinas eran fábulas de marinos supersticiosos e incultos arremolinados en torno a una mesa de cualquier tasca portuaria. Jamás se había afirmado ver una desde 1848, cuando la tripulación del HSM Daedalus navegaba en la ruta hacia Santa Helena. Probablemente fueran errores debidos a muchos factores. Era estúpido pensar esas cosas. Precipitado y pueril. Pero en ese momento, perdido entre pensamientos confusos, sintió que algo golpeaba secamente el casco de la balsa, en una embestida hueca.
Todo su cuerpo se tensó. Torpemente pero sin dudarlo, revolvió entre el equipo buscando una bengala que lo ayudase. Pero al intentar encenderla, con los nervios, esta cayó al agua dando una cabriola, perdiéndose en la mar en compañía del cadáver de su amigo, al que ahora devoraban los peces con fruición. Se dejó ver otro lomo de gris antracita haciendo un guiño raudo, en apenas un parpadeo. Luego dos lomos, uno tras otro. Esquivos, súbitos, acechantes, serpenteantes. Esta vez los había visto, sin duda alguna. O eso juraría. Quizá. Pensó en las posibilidades. Eran inexistentes y lo sabía.
Comenzó a temblar de miedo. Empezaba a imaginar cómo sería su final, ahora que había logrado salvarse del naufragio. Se preguntaba si esos monstruos tendrían dientes ariscos como cuchillas o si lo engullirían tras romperlo en pedazos con un solo movimiento. Imaginó las miradas frías, feroces, inhumanas, eternas, taladrantes. Sintió, en su turbada mente, que lo rodeaban unos brazos de agua salada que lo acunaban hasta un sopor eterno y letal que era incapaz de vencer.
Los monstruos comenzaron a ceñir cada vez más la embarcación, acorralándola, enlazándola, anudando su suerte con sus cuerpos oscuros, viscosos y duros como un cable de acero.
Seis horas después, la lancha salvavidas fue localizada gracias a la señal de auxilio que emitía su equipo de supervivencia. La unidad de salvamento envió un helicóptero en su rescate desde la costa, que apenas se situaba a un par de millas de distancia.
Cuando un hombre descendió hasta la balsa mediante un cable de acero que aseguraba su arnés, se enfrentó a un panorama desolador. En una esquina de la lancha, hecho un guiñapo, había un marino muerto con una expresión de espanto en el rostro. Los ojos estaban abiertos. La boca presentaba un gesto crispado. Los brazos, extendidos en gesto protector. Los dedos de sus manos estaban tensos como garfios. Todo apuntaba a que había fallecido de un infarto, presa de su propio terror desbocado. Una espuma bermellón le manchaba la barbilla, y su mirada estaba desorbitada y clavada en un punto indeterminado.
El agente de rescate se quedó unos segundos mirando al muerto, meditabundo. Por su cabeza pasaron muchos recuerdos y experiencias. Muchas meditaciones. Muchas imágenes vividas. Luego movió la cabeza blandamente hacia los lados, en señal de negación condescendiente, apenada, y procedió a recoger los restos que quedaban de aquel náufrago. Tras el debido expediente judicial se avisaría a la familia y se le daría sepultura eterna. Iba a haber silencio respetuoso en el entierro, como siempre ocurre con la gente que muere en la mar.
Como ha pasado desde hace siglos, los marinos curtidos siguen contándoles a sus nietos entre susurros que la mar, Ella, la Líquida Dama, es el único monstruo que existe y al que hay que temer realmente, y que sus múltiples formas entran en nuestras cabezas por la puerta que nosotros mismos les abrimos.
Nadie volvió a recordar a aquel náufrago.