EL CANTO DE LA LAMIA
Mikel Rodríguez
Según reza una antigua inscripción en la portada de la iglesia de Otxate, cuando el mundo era joven solo habitaban la tierra y los océanos seres primordiales a los que no resultaba agradable contemplar. Extraños y deformes, procedentes del vacío y las estrellas. En una época aún arcana, estos seres primordiales se ocultaron más allá del tiempo, pero dejaron su semilla. Cthulhu engendró a los seres de la tierra; Dagón, a los marinos, y Derleta, a los lunares.
Fruto de la impía unión de los hijos de Dagón y Derleta nacieron las lamias.
Ella observaba triunfante cómo su enemiga se arrastraba moribunda, mientras la sangre abandonaba su cuerpo y los estertores anunciaban su próximo fin.
La joven bajó del vagón entre la lluvia en el apeadero de Oronoz. Era noviembre y los días resultaban cortos, así que ya había anochecido. La estación estaba desierta y ella misma cargó con la maleta. Se desplazó una milla siguiendo las vías, observando con mal disimulado desprecio aquella línea metálica, aparentemente sin fin. Finalmente abandonó el tendido y tomó la senda que llevaba a Osinbeltz. Allí, el paisaje inalterado y familiar la hizo sentirse reconfortada. Las diecisiete viejas casonas del pueblo permanecían igual, luciendo aquel escudo que ella recordaba. Solo había un edificio nuevo, el palacio Gaiztarro, muestra de que el progreso, como por entonces lo llamaban, había llegado al valle. Al contemplar sus piedras de sillería, se estremeció.
Pero aquel no era su destino. A pesar de que el temporal arreciaba, cruzó el puente medieval y reanudó el camino por la embarrada vereda. Cuando concluyó su ruta descubrió que la heredad donde pensaba albergarse estaba totalmente desmochada: no quedaba piedra sobre piedra. Estalló en un rugido de rabia y retornó sobre sus pasos hasta Osinbeltz. Cuando atravesaba el puente que daba acceso al pueblo, la oyó. Reconoció enseguida su canto único, aunque nunca lo había escuchado antes. Se le erizó el cabello y un instinto atávico le hizo correr a buscar refugio en la villa.
Golpeó la primera puerta donde vio luz filtrándose por las contraventanas. Prosiguió con su enérgica llamada hasta que abrieron un portillo en la segunda planta.
—¿Qué desea a estas horas de la noche?
—Soy una forastera. ¿Hay alguna posada en el pueblo donde pueda hospedarme?
—Pruebe en Dagonalde, es el primer caserón junto al puente.
La joven tocó la aldaba del portalón y enseguida se oyeron pasos nerviosos. Una asustadiza mujer le flanqueó el paso. Era la dueña de la heredad, una joven viuda que la interrogó sobre sus intenciones.
—Mi propósito es alojarme en su mansión por algunas semanas. Deseo seguir una cura de reposo en el balneario de Elgorriaga.
—Ay, ene, ¿usted no tendrá la sarna, verdad? —dijo, retirándose un par de pasos—. Sepa que esta es una pensión muy humilde, aquí nunca se hospedan los clientes de la estación termal —objetó en un intento vano de aparentar finura—. Actualmente mi único huésped es un clérigo, el párroco del pueblo. Usted estará acostumbrada a comodidades que aquí no le podremos proporcionar. Solo dispongo de una criada y es una tullida de la inclusa, una cojitranca un poco retrasada. Además, en Elgorriaga la temporada de baños no comienza hasta las ferias de Santesteban, dentro de una quincena.
—Me alojaré aquí hasta que abran el balneario —cortó con el tono de voz de quien está habituado a imponer su voluntad—. Debido a mi enfermedad permaneceré en mis habitaciones todo el día. No acostumbro a desayunar ni almorzar. Solo deberán subirme la cena cada noche. Ocúpese de todo.
—Bien, si insiste… —aceptó con desgana—. Mientras preparo su cuarto con la sirvienta, pase al salón. Así podrá conocer al señor párroco, es todo un sabio.
La dama entró en una amplia estancia, escasamente amueblada y decorada con útiles de labranza en las paredes. Halló a un hombre con sotana que fingía leer un libro piadoso. Ante su presencia, levantó la vista al instante:
—Buenas noches… por decir algo. ¡Parece el Diluvio Universal! Permita que me presente: soy Juan Alberto Mañaria, párroco de Osinbeltz —dijo, extendiendo el dorso de la mano.
—Viviana de Arrazubia —señaló secamente, sin besar el anillo que le tendían.
—¿Arrazubia? —dudó—. Un antiguo apellido de esta región. Disponían de capilla propia, por lo que no hallará en nuestro templo su hobia, la parcela que cada familia poseía para enterrar a sus miembros bajo el banco donde seguían la Eucaristía. Me alegro mucho de no ser el único huésped. Nuestra patrona… ¿cómo decirlo sin faltar a la caridad cristiana?… resulta bastante limitada en su trato social. ¿Así que residirá una temporada con nosotros? Estupendo. Pero le advierto que deberá resignarse al tedio, en este pueblucho no hay mucho que ver, sigue igual desde hace siglos. Perdone, no me ha dicho de dónde procede, ¿verdad?
—¿Y el palacio nuevo que hay junto al camino? —preguntó Viviana cambiando de tema.
—¿El palacio Gaiztarro? Nuevo no se puede decir que sea, se construyó hace más de un siglo. Precisamente, con piedras de la mansión Arrazubia. Si lo desea, le mostraré la villa y seré su cicerone.
—Gracias. Pero acaba de mencionarme que no hay nada interesante que ver.
—Sí, es un villorrio, pero no carece de cierta historia. La totalidad de las casas ostentan su blasón nobiliario. Si se fija, verá que todos los escudos lucen una sirena. Es en recuerdo de Fausto de Osinbeltz, el primer vecino del valle, cuyos actuales pobladores son sus descendientes directos. Se lo concedió Carlos III el Noble en premio a su elocuencia pues, siendo embajador, evitó que el reino entrase en la guerra de los Cien Años. Mañana se las mostraré a la luz del sol, si amaina este insoportable temporal.
—No me ha entendido —respondió mirándole fijamente—. No creo propio pasear con un cura. Y lo que aparece esculpido en las fachadas no es una sirena, es una lamia.
La niña que la atendía rondaría los diez años, escuálida y con el cabello trasquilado para evitar las liendres. Resultó muy espabilada, más que su patrona. Probablemente había desarrollado el ingenio para compensar su cojera. O quizá había heredado la inteligencia de alguno de sus progenitores. De aquellos que la abandonaron. También era infantil, como denotaba la muñeca de trapo que colgaba inerte del bolsillo de su mandil. Una forma de escapar de su vida miserable y carente de expectativas, pensó Viviana. Trabajar, sufrir, marchitarse para, al final, desaparecer dejando, si encontraba marido, unos niños que proseguirían el mismo ciclo eterno. La servidumbre había sido abolida legalmente por la Constitución, pero ciertas realidades se resistían a morir.
Tras depositar sobre la mesilla la bandeja con la sopa de ajo y los talos con chistorra, se le quedó observando. Buscaba entablar conversación o una caricia, como una mascota necesitada de amo.
—Y tú, ¿cómo te llamas, niña?
—Martina. ¡Ay, mi madre! ¡Qué piel más blanca tiene usted! ¡Y qué ojos tan bonitos! —exclamó mientras observaba los pequeños pies de la dama.
—Cojeas. ¿Qué te pasó?
—Es de nacimiento. Las monjas de la inclusa de Pamplona me decían que era por el pecado de mi madre.
—No hagas ni caso. Las monjas odian a las niñas, aunque menos que a las mujeres.
—Usted, ¿viene de muy lejos? Yo, desde que la ama me sacó de la inclusa hace dos años, no he salido de este pueblo. —Tras un silencio lleno de dudas, añadió—: ¿Podría servirla?
—De acuerdo. Dile a tu señora que deseo que me traigas la cena cada noche. Que, si quieres, la podemos compartir, porque estás en los huesos. Y me irás contando las cosas que suceden en la casa y en la villa.
—¡Cuente con ello! ¡Déjeme que le cepille el pelo! —respondió entusiasmada.
—No, gracias —negó con una sonrisa que asomaba con dificultad a sus labios—. Otra noche quizá. ¿Has visto alguna cosa inusual recientemente?
—Pues sí, hoy he visto algo terrible. Nuestra gata se ha peleado con una rata enorme. La rata parecía llevar la peor parte y ha ido retrocediendo hasta entrar donde está encharcado. Allí, entre el barro y la corriente, ese bicho asqueroso se ha rehecho y ha matado a la pobrecica gata.
—Es una buena lección. Nunca se debe librar batalla en el terreno del enemigo. Te tengo que preguntar otra cosa: ¿no has oído ningún canto?
—¡Sí! ¿Usted también lo ha escuchado, verdad? Se lo dije a la dueña y me dio un bofetón por fantasiosa. Es la lamia, que estaba dormida, y con la inundación ha despertado y me está llamando.
La tormenta no cesó en toda la noche. Todavía de madrugada, Viviana acudió al puente. Observó el río y el pueblo. La crecida era impresionante; el sonido de las aguas, ensordecedor. La lluvia empapaba a la joven, envuelta en los jirones de la niebla. Pese a la falta de luz, era como lo recordaba. Las mismas diecisiete casas, paralelas al meandro que trazaba la corriente. La fachada con el escudo siempre orientada hacia tierra, como un umbral de salida. Y la parte posterior, hacia una pieza de terreno alargada que finalizaba en las aguas. En alguna hasta se distinguían los restos del antiguo embarcadero, vestigio de cuando el curso del Baztán era navegable. El nivel del río iba subiendo y las parcelas comenzaban a encharcarse. Unos pocos palmos más y se desbordaría. La riada llegaría a las casas.
Las aguas bajaban grises y con un estruendo atronador. Pero sobre su sonido se distinguía otro, un canto que helaba de horror. Viviana percibió la cercanía de la lamia y supo que ella tampoco habría dejado de percatarse de su presencia. De niña, su criada Uxoa le había hablado de esa abominación, que por entonces se creía extinguida para siempre. Un ser acuático y demoníaco que se alimentaba de la sangre de los niños. Dormía durante siglos en madrigueras en los márgenes del río o en el pantano, como las nutrias o las ratas de agua. Despertaba cuando había una riada importante o si el párroco del pueblo perdía la fe.
Y despertaba con hambre. Con mucha hambre.
Entonces la vio, en medio de un remolino. Una masa imprecisa e indefinible, una mezcla deforme de tritón y ofidio, frotándose la cabeza con una aleta. El gesto que los antiguos confundieron con el de la sirena peinándose. Aquel engendro miraba con ansia hacia Dagonalde. Y, si seguía lloviendo así, pronto podría deslizarse para saciar su apetito.
La dama creía vigilar oculta tras el pretil, pero la lamia se giró y clavó en ella sus ojos, verdes como el agua estancada. Su cabeza se transformó en la de una mujer bellísima, muy pálida y de dorada cabellera. También su aleta se transmutó en una fina mano que, con un peine de oro, se alisaba el cabello. No abrió los labios, pero el canto preternatural cobró una intensidad abrumadora y fascinante.
El amanecer iba avanzando, la claridad lucía menos mortecina y, a duras penas, Viviana logró romper el hechizo y retornar a Dagonalde. Era hora de retirarse. No se debe librar batalla en el terreno del enemigo.
Aquella noche, mientras Martina daba buena cuenta del revuelto de hongos de la huésped, Viviana le pidió que conversaran.
—Vale, ¡cómo me está cebando usted! Siéntese delante del espejo del tocador mientras le aliso el cabello y hablamos de nuestras cosas.
—Prefiero que me peines en la cama. ¿Cómo te ha ido el día?
—Como todos. He empezado atendiendo el gallinero, he limpiado la casa, después he ido al lavadero, he recogido los puerros y las berzas, más tarde he hecho la comida, luego fui a buscar hongos, fregué, estuve repasando costuras y, por la noche, desgranando la alubia… Estoy molida. Usted no necesitará una criada para la ciudad, ¿verdad?
—¿Sabes algo del Palacio Arrazubia? —preguntó Viviana desviando el tema—. He visto que no queda piedra sobre piedra. Quizá hayas escuchado comentarios en el vecindario…
—Eso ha estado tirado desde siempre. Y la patrona me ha ordenado que no me acerque por allí. —Martina miró absorta cómo las gotas repiqueteaban contra el cristal de la ventana—. ¡Nada! Sigue llueve que te llueve. A la mañana sí he contemplado algo especial. Estaba recogiendo estos hongos cuando un águila se ha posado sobre la rama del árbol donde vive una ardilla preciosa, de cola roja. ¡Pues al momento ha llegado una bandada de cuervos que han empezado a volar y a ciriquear al águila! Hasta que la han echado de allí. Entonces me he tenido que volver porque han sonado las tres y había que fregar. ¿Estaban defendiendo los cuervos a la ardilla?
—No. Los cuervos no tienen corazón. Simplemente, era su coto de caza y no puede haber a la vez dos depredadores en el mismo sitio. Ya lo dice el viejo refrán: Oian orotan, otso bana, «en cada bosque, su lobo». —Mientras acariciaba suavemente la cabeza y el cuello de Martina, le confesó—: Eres muy especial, ¿lo sabías?
También aquella noche los chaparrones se sucedieron sin descanso. Eso suponía que la jornada siguiente la lamia podría nadar hasta la casa y entrar en ella. No iba a hallar resistencia. Viviana había asistido a numerosas riadas y el paisaje previo le resultaba familiar: rostros humanos acongojados tras puertas y ventanas. Pero en Osinbeltz no había nerviosismo, ni nadie vigilaba el río. Todo quedaba meridianamente claro. Aquellos escudos de las fachadas eran una señal de sumisión, la marca de un pacto arcano entre los primeros habitantes del valle y el ser que moraba en las aguas.
Eso le había insinuado entre susurros su criada Uxoa cuando era niña. Ya entonces Viviana concluyó que eran cuentos para asustarla y para que no tratase con los niños de Osinbeltz. Ella era una Arrazubia y su linaje siempre los había mirado con desprecio, encaramado en su palacio de la colina. Los habitantes de la ribera del Baztán, que utilizaban su agua para cultivar, pescar o moler el maíz, conformaban una raza inferior. Pero finalmente descubría que aquella antigua historia era real, terriblemente real.
Toda la jornada siguiente fue una réplica exacta de la anterior: niebla y aguaceros. El río se había desbordado y las piezas que daban a su ribera estaban anegadas. Para la noche la corriente incluso entraba en la planta baja de los caserones. Viviana sabía que la lucha sería mortal. Ella no iba a ceder, ni la lamia tampoco. El monstruo acuático era más fuerte, pero en su mundo antediluviano probablemente no dispondría de gran entendimiento.
—¿Ha dormido bien, señorita? —preguntó solícita la criada cuando subió la cena.
—Martina, en caso de necesidad, ¿tú sabrías defenderte?
—Bien que sí. ¿Lo dice por mi pie? Ya he zurrado a más de un niño. Y de una pedrada descalabro al más pintao. ¿Ha pensado en lo que le dije de ser su criada? —inquirió sin poder refrenar su ansiedad.
—¿Podrías defenderte de la lamia? —preguntó la dama sin molestarse en responder—. Contra ella no te serviría utilizar la fuerza, pero hay algunos gestos que te pueden proteger. El puye, el ademán contra las fuerzas del mal, encerrando el pulgar entre los dedos índice y corazón. O mediante un kuttun, el amuleto que protege de los hechizos. Con la tela de un vestido eclesial, sal y ajos, puedes confeccionar uno fácilmente.
Tras un momento de tenso silencio, Martina respondió:
—No hace falta que me proteja —protestó—, porque ella sí que es mi amiga.
—Ella no es tu amiga, Martina. Solo te quiere como comida… un alimento delicado y delicioso —susurró indeseadamente.
—¡La señorita bromea! ¿Por qué iba a hacerme daño? Ayer pude verla en la regata. Era muy guapa, más que usted —la retó—. Mucho más alta y rubia, con el pelo muy largo. Y poderosa. Cantó para mí. Me cantó que viene a rescatarme —fantaseó con la mirada perdida—, a llevarme a su reino. Allí estaré mejor que aquí. En cualquier lugar estaré mejor que aquí.
—Te equivocas totalmente. Juegas con fuego, niña.
—¿La señorita necesita algo más? —respondió bruscamente Martina, queriendo mostrar que estaba muy ofendida.
—Sí. ¿Puedes enseñarme los pies, niña?
—¡Claro que no! ¿Usted también quiere burlarse de mí o qué?
—No era esa mi intención. No me los enseñes entonces, pero tráeme una botella de carburo.
—¿Y para qué necesita usted eso?
—Me han dicho que es bueno para pescar.
Poco después de abandonar Martina la habitación, sonaron unos golpes titubeantes en la puerta.
—¿Puede concederme unos instantes? Es esencial que hable con usted —explicó nervioso el párroco, algo bebido—. Reconozco que el otro día comenzamos con mal pie y solicito su indulgencia para exponerle un asunto que no admite dilación.
—Pase por su propia voluntad —respondió fríamente Viviana.
—Dejaré la puerta abierta, no deseo que vuelva a malinterpretarme. Vengo a advertirle de que ambos corremos un gran peligro. ¡Debemos abandonar Osinbeltz! —advirtió atropelladamente—. Creo que ya conoce que recopilo viejas leyendas. El otro día nombró usted a la lamia, ¿qué sabe de ella?
—En verdad, muy poco.
—Para la imaginación popular, son simples brujas —comenzó, paseando en círculo—. Fáciles de desenmascarar por sus deformes pies de pato, que siempre ocultan. Pero son seres diferentes. En una época arcana, anterior a los gentiles, a Andre Maria o a Cristo, adoramos a otros dioses. Dioses primitivos y salvajes para personas primitivas y salvajes. Los famerijelak, brutales y sanguinarios; Sugaar, el reptiliano consorte de Mari; la perversa Gona-gorri… Y las lamias, seres de maldad pura, súcubos, vampiros acuáticos, emparentados con las empusas griegas o la Lilith judía… ¡El principio femenino del mal! —Se mesó el cabello con manos temblorosas.
—Está usted muy alterado…
—Comprendo que lo que le digo le pueda resultar insólito pero, por favor, permítame continuar. Los antiguos creyentes abrieron una puerta a la oscuridad y el demonio entró. Aquellos dioses no desaparecieron. Cuando anidan en un lugar, ¡es para quedarse por siempre! Pero su poder ha ido disminuyendo a medida que sus devotos escaseaban. ¡En Osinbeltz el pacto impío se mantiene y protege al pueblo! Pese a lo escabroso del país, este es el valle más feraz del reino. Cuando durante la última guerra civil el general Mina redujo a cenizas toda la comarca, solo respetó Osinbeltz. Ahora el mal resurge y exige su tributo. Así que no estamos seguros, ¡debemos escapar mientras haya tiempo!
—¿Fugarnos juntos? —rio Viviana—. No es tiempo de eso aún. Y en sus investigaciones, ¿ha llegado a saber algo del linaje de los Arrazubia?
—Sí —respondió extrañado—. Las actas del proceso se guardan aún en el archivo diocesano de Pamplona. Sucedió hace más de tres siglos. Johannes de Arrazubia partió a servir al emperador Carlos en el sitio de Viena. Fue dado por muerto pero regresó años después, infectado de una extraña enfermedad. En pocos días toda su familia, hermano, nuera y sobrina, falleció, lo mismo que gran parte del vecindario. Su palacio se quemó, quedando despoblado y maldito. Las losas sirvieron para erigir el palacio Gaiztarro.
—¿Y no ha considerado —comenzó a decir, poniéndose en pie— que si huimos dejamos a Martina desamparada? Yo tengo otra propuesta —sonrió con sorna—: ¿Por qué no vence al dragón invocando el poder de su Dios? Ah, olvidaba que el único poder de su divinidad es hacer más ricos a sus sacerdotes. —Y cerró la puerta.
Osinbeltz estaba anegado. En la planta noble de Dagonalde había varios codos de agua. En la mansión solo habían quedado Viviana y Martina, como ofrenda.
—Ven conmigo, niña. Sube las escaleras y refúgiate en mi habitación —la apremió Viviana.
—¡No! Voy a irme con ella a su reino. Ella sí que me quiere. ¡Le importo!
—Pobrecita… ¡No va a llevarte a ningún sitio! ¡Te va a devorar!
En ese instante la puerta trasera reventó, llenando de astillas el salón. La lamia entró, serpenteando por el agua. Su forma era la de un híbrido: cola de pez y extremidades palmeadas, con la cabeza como único vestigio humano. Martina se sobresaltó. No era como había pensado. Nunca lo es. El monstruo se alzó y abrió sus enormes fauces. La niña chilló y comenzó a subir, patética, todo lo rápido que pudo las escaleras. La lamia zigzagueó tras su presa.
Viviana, con un salto imposible, clavó el atizador hasta el puño en la blanda espalda de la lamia. Luego tiró, rajando y descuartizando más de un metro de su enemiga. El líquido negruzco que salió del cuerpo acuático la abrasó. Entonces la lamia la rodeó con su tronco, estrujando y rompiendo su espina dorsal. Todos sus huesos largos, la tibia, el fémur, el húmero… chasquearon al partirse y salieron rotos al exterior, perforando la piel de la joven. Pero el monstruo no podía devorarla, de igual modo que Viviana tampoco podía alimentarse de ella.
El hambre acumulada durante centurias le hizo volverse hacia la niña. Su sinuosa lengua como de camaleón babeó sobre la mejilla de Martina. Se aproximó abriendo la mandíbula desmesuradamente, como para engullir entera su cabeza. La niña, chillando histérica, cerró los ojos. Un chorro de sangre cubrió su cuerpo. Una sangre negra.
Martina seguía viva y aquella sangre no era la suya. Viviana, milagrosamente entera, había cortado la cabeza de la lamia con una hoz de las que decoraban las paredes. Antes de que ambas partes se uniesen de nuevo, con una velocidad que pocos ojos podrían seguir, tomó la botella de carburo y la vertió sobre el corte sangrante. La herida no pudo cerrarse y el interior de la lamia comenzó a burbujear. La negra sangre escapaba a borbotones, con la cadencia de la respiración acelerada de un pez que se ahoga en tierra. El engendro intentó alcanzar el agua, arrastrándose penosamente. Pero la joven lo impidió clavando la cola a la tarima. La lamia se estremeció y arañó el entablado algunos minutos. Viviana observaba triunfante a su enemiga moribunda, mientras la sangre abandonaba su cuerpo y los estertores anunciaban su próximo fin.
—¡Gracias! ¡Me has salvado! ¡Ahora sé quién eres! ¡Tú eres quien vivía en el palacio Arrazubia hace siglos!
Viviana ya no presentaba traza alguna de sus heridas. Apenas prestó atención a la niña. Pensaba en el fin de la lamia, mucho más antigua que ella. Y en lo que con ella desaparecía, una existencia más cercana a la suya propia que a la de la humana ante la que se hallaba.
—¡Gracias, gracias, gracias! —sollozó Martina mientras le besaba sus heladas manos de muerta—. ¡Ahora me llevarás contigo!
La vampira la miró, por un instante, casi con dulzura. Pero su expresión fue mutando según sentenciaba:
—No, niña, no. No te he salvado. Lo que has contemplado solo significa que no puede haber dos cazadores en el mismo coto —susurró sin remordimiento, mientras acercaba los colmillos a su pequeño cuello.
Oian orotan, otso bana
(En cada bosque, su lobo)