EL FARO DEL ACANTILADO
Joaquín Fernand

Hacía muchos años que la luz del faro se perdía indiferente en la inmensidad del horizonte marino, sin más, sin objetivo ni interés en buscarlo, sin que abrazase ningún barco al que servir como guía. Era casi un faro olvidado, mantenido por la dificultad de una navegación ocasional frente al escarpado acantilado donde descansaba erecto e indiferente, allá donde una serie de piedras e islotes de tamaño inútil para el aprovechamiento humano sembraban de peligro las proximidades a tierra.

Una vez, pasar junto a aquel acantilado fue ruta de acceso, pero no lo era desde hacía demasiado. Otros puertos y otros faros conducían a barcos que iban por otras rutas mejores, más fáciles y efectivas. Si alguna vez sucedía, quienes navegaban bajo su luz no eran más que viejos pescadores de la zona en pequeñas embarcaciones de recreo, ridículas ante la presencia del armatoste de ladrillo perdido en el tiempo y en la historia cuya luz se hundía en la espesura de noches desterradas; pescadores y lugareños que solo frecuentaban aquellas rocas en graves épocas de carestía y malos tiempos, pues parecía que las aguas que lamían el acantilado estaban malditas para la pesca, para la navegación, para la vida en el mar, por ser escarpadas, toscas, ásperas, frías.

Si bien de día el lugar era complicado por su fisonomía, de noche el mar inspiraba miedo. Las olas nunca se mecían sino que atacaban la tierra por medio de aquel precipicio; el agua se impulsaba a sí misma hasta dispararse contra las rocas a la vez que dejaba escapar, desde las profundas y desconocidas entrañas del mismísimo mar, los alaridos salados de marineros muertos, de marinos en agonía, de humanos engullidos por las olas o arremetidos por bestias del mar; el agua iba a morir en rabiosas gotas hisopadas contra la pared del acantilado, el mar salpicaba su cuerpo en fragmentos violentos arañando la piedra, buscando su derrumbe progresivo en una batalla sin fin ni pausa.

Que el mar traía el eco recóndito de su insondable corazón hasta el pie del faro para comunicarse con tierra firme en una lengua ininteligible, todo el mundo lo sabía. Por supuesto, el primero era el farero, un hombre taciturno, silencioso, discreto, reservado. Hasta el lejano faro se accedía únicamente por una ondulada carretera de piedra que nadie recorría, ni tan siquiera el cartero o un repartidor eventual, por todo el tiempo que se perdía en caminarla cuando únicamente llevaba hasta el viejo faro, centinela sin alma, viejo espíritu que nunca fue lobo de mar porque solo sabía del mar por verlo frente a sí. El salario era muy bajo, pero el oficio de farero era estable además de incluir una casa donde habitar, lo que aumentaba sus menguadas fortalezas para encontrar una mujer. Con la intermediación y ayuda del cura del pueblo, el farero logró una esposa con la que se casó y de inmediato le dio un hijo. Entonces el farero se sintió más completo, más satisfecho, más humano al lado de aquella mujer sencilla y servicial, hasta que el hijo, al poco de nacer, enfermó de gravedad. Fiebres, vómitos, náuseas y diarrea actuaban en el cuerpo del recién nacido sobre el que se aplicaban cuidados paliativos recomendados por el anciano doctor del pueblo cercano.

A pesar de la ausencia de mejoría, el hijo del farero permanecía estable a merced de los cuidados y la dedicación de sus progenitores. La monotonía frente al mar impetuoso era la voz de vida del farero, curtido en la reparación del edificio, la limpieza de las lentes de Fresnel, el engrasado de la maquinaria, el peligroso manejo de los agentes inflamables con que se hacía funcionar la lámpara, el sistema de señales de luz según las condiciones de la mar. A veces, cuando llovía a raudales o las olas se embravecían salvajemente, el agua inundaba por completo el interior de la muralla circular que rodeaba el perímetro del faro, la misma que en sus tiempos delimitaba el terrero ante asentamientos temporales de buscadores de trabajo que no se producirían nunca más. Entonces el farero sabía que la parte inferior del edificio se anegaría y con suerte, con una suerte extraordinaria tan impropia de unas aguas malditas nada condescendientes, encontraría uno o dos peces de buen tamaño que pudiesen ahorrarle el almuerzo de ese día.

Cada noche, el gran ojo de luz paseaba su mirada cíclica por un decorado idéntico, combustionando el tiempo. La construcción que le daba la vida tenía un cuerpo prismático con base perfectamente cuadrada. Su aspecto exterior era poco diferente al de una torre vigía de grandes proporciones propia de tiempos de grandes guerras y defensas imponentes, a ella se accedía por una única puerta metálica protegida demasiado tarde de la corrosión del óxido; sobre la base se alzaban cinco plantas con ventanas propias de castillo, la mayoría ciegas y hundidas en las paredes con marcos superiores decorativos y otras dos piezas más formaban la cúpula conteniendo la maquinaria y la lámpara vigía. Las pequeñas reformas efectuadas a través de los tiempos en su interior habían ido diseñando sus espacios en virtud de las necesidades de cada época. Para cuando se instalase el farero en él se habrían realizado transformaciones que debían servirle de hogar tras haber sido un almacén improvisado malavenido. Y, con maña, el farero y su mujer supieron adaptarse al frío edificio que parecía aceptar los usos humanos de su esqueleto como el buen hijo maduro acepta designios incontestables enviados por su dios creador.

Bajo la cristalera del faro quedaban varias estancias estrechas que constituían la vivienda en sí misma, a la que se accedía por una escalera interior interminable para el ascenso, por empinada, por estrecha, por su erosión. Estaba fabricada con maderas reutilizadas de barcos que encallaran en los albores de los tiempos, soportaban con resignación ejemplar las subidas y bajadas del farero, fiel a las necesidades de mantenimiento del faro casi olvidado que se había convertido en su único amigo en la soledad de los días vacíos de una existencia anodina, días idénticos entre sí desplazados en el calendario vital por el viento siempre inquebrantable que, constante, golpeaba con su puño de aire la torre día y noche, incansable, quizá buscando derribar la construcción que osaba interponerse en sus dominios más allá del acantilado que coronaba.

El farero conocía las rocas a la perfección, a ellas y lo que sucedía en ellas, por lo que no le debía resultar llamativo encontrar en alguna ocasión restos de animales devorados. Cuando no peces, eran aves las que aparecían muertas; la vida en el mar era como en cualquier otro punto del mundo: ganaba el más fuerte, sin segunda oportunidad. Lo que sí le llamó la atención aquel día fue la limpieza de los restos que encontrara. Unos metros más abajo de su posición, aparecían perfectamente limpias las partes duras de gaviotas y frailecillos. Descendió por las rocas posibles hasta alcanzar la zona donde, caídos o mejor lanzados sin demasiada fuerza, contó hasta trece largos picos de gaviota, bien robustos, con sus respectivos cráneos, los cuales habían sido mordidos con ahínco para retirarle los restos de carne que los uniesen al cuerpo blando, cinco patas de igual forma atacadas desperdigadas alrededor, con las uniones repasadas de igual forma. La marea no había salpicado esta área del acantilado en demasía como para eliminar otros restos apercibidos por el olfato: sangre, órganos internos, cuerpos de peces abiertos, vida arrancada.

El farero tomó los cráneos en sus manos, los estudió con una curiosidad cercana al entretenimiento, se los llevó consigo al faro. Y este primer gesto fue el que le hizo reparar en la ingente cantidad de picos y patas que acumulase en breve tiempo.

Por eso, ahora el farero observaba con mayor atención el mar, con un ahínco que hacía muchos años no ponía sobre esta tarea.

Un par de días más tarde lo vio por primera vez.

Una mañana, desde el balcón de la vidriera donde ejecutaba sus labores, una gaviota que revoloteaba sobre su cabeza estaba interesada en volver a posarse sobre la veleta de la cúpula del faro desde la que había sido espantada. El pájaro decidió alejarse del edificio y continuó su vuelo errante hasta las rocas del acantilado. Con indiferencia, escogió un punto cualquiera en el que posarse. Apenas había apoyado sus patas con un movimiento automático que no le presentaba dificultad, apenas había tocado la superficie de lo que pensaba iba a ser piedra, un brazo la atrapó. El farero, que la observaba, sufrió un sobresalto por lo inesperado del suceso: había sido un brazo emergido entre las piedras, enhiesto y vigilante, concentrado en la espera, un brazo de color similar e idéntica textura a las rocas que lo rodeaban, un brazo erguido, que podría ser humano. La gaviota quiso retomar el vuelo y el brazo tiró de ella hacia abajo, a un pequeño nivel inferior de rocas donde ya quedó oculta. El farero dejó en el suelo el cubo que portaba para limpiar la cristalera. En ese momento, desde una altura inferior, un cuerpo antropomorfo tomó impulso para lanzarse al mar. Pudo ver una maraña de pelo húmedo ondear ante el brinco, el cabello de una cabeza de forma humana que de espaldas a él se había precipitado al mar.

El farero corrió a socorrer al desconocido. Alcanzó un nivel superior de rocas desde el que pudo comprobar la inaccesibilidad de la zona desde donde se produjese el salto. Pero no había nadie allí ni nadando más abajo, ni cuerpo flotando en las aguas ni tampoco embarcación cercana que pudiese haber recogido al saltador o sobre la que este hubiera podido caer. Solo halló más patas de gaviotas y frailecillos, más picos y cráneos limpios de carne y sangre.

Una semana después volvió a ver el brazo. Al principio no estaba seguro de identificarlo correctamente por todo el tiempo que llevaba esperando que la ocasión de un nuevo avistamiento se repitiese, pero lo que observaba era sin duda un brazo extendido. El corazón le latía con tanta intensidad que podía escuchárselo por encima del estridente vaivén de las olas rompiendo contra la pared del precipicio. Con cautela, avanzó agachado lentamente hacia el punto donde el brazo emergía, midiendo cada uno de sus pasos, con la atención puesta en el miembro cuyo extremo se abría al cielo exhibiendo unos dedos estrechos que resultaban atractivos puntos de descanso para aves. Su sigilo y destreza le hicieron aproximarse a gatas hasta apenas unos metros de la extremidad rígida, inmóvil. Contenía la respiración, el miedo palpitaba en sus entrañas con la intensidad de quien quiere abandonar la misión encomendada que sabe podía costarle un susto desagradable; el aire venía cargado de gotas de agua que mojaban su rostro concentrado, por ello entrecerraba los ojos pasmados. Se incorporó apenas unos milímetros, irguiéndose, buscando conocer la forma física de una criatura que le quitaba el sueño.

Y el farero detuvo sus movimientos, permaneció tan estático como aquel apéndice emergente porque escuchó un clarísimo olfateo en el aire; acto seguido el brazo se plegó sobre sí mismo y con un movimiento rápido la criatura a la que pertenecía se desplazó resuelta y, enérgica, saltó al mar.

No pudo ver nada nuevo.

A partir de entonces, el farero vivía intrigado por la extraña criatura. Sin duda, el desconocimiento sobre la misma le causaba temor a la paz que una expectación con la que alimentaba sus días anclados en un trabajo rutinario y tan vacío. Recordaba el extraño brazo expuesto al sol como una roca más, su estructura parecida a la humana pero tan diferente a la suya propia; imaginaba qué aspecto tendría y se asustaba cavilando las más terribles de las morfologías, mas algo le hacía pensar que no debía desconfiar si tan temeroso era el comportamiento de la criatura que huyó de su presencia al identificarlo próximo.

Guardó silencio. No pretendía asustar a su esposa, necesitaba saber más antes de dar la noticia. Si se hubiese decidido a hacerlo, no hubiese sabido ni qué contar o a qué se enfrentaba; cuanto tenía por seguro era su condición de asustadizo, desconfiado, temeroso.

Fue por esto que, si bien el farero no era hombre de inteligencia boyante sino más bien limitada, el maquinar de su mente hizo saltar el resorte clave que activa las luces entendederas del cerebro humano y así lo hace digno de distinción entre las especies y el hombre concibió la magnífica idea de procurarle alimento a la criatura con el fin de atraerla para sí. Sería una estrategia sencilla con la que demostrarle su benignidad: consistiría en dejar a la vista un puñado de peces y aves colocados en el interior de una cesta de mimbre, junto a las rocas donde había visto el brazo elevarse contra el cielo, aguardando capturas con que alimentarse. En sus labores de acondicionamiento del edificio el farero recogía a diario peces y aves muertas de los que se deshacía, pero ahora podía hacer uso de ellos con la cesta que descartase su mujer esa misma mañana, al romperse el asa de transporte, la misma que el farero había hecho guardar en la pequeña leñera del edificio para servir de yesca en la estufa de la vivienda. De esa manera quizá podría ganarse cierta confianza con la criatura si esta disponía del entendimiento suficiente para asociar que la cesta procedía del farero.

Tan pronto como la preparase, colocó la cesta en un punto bien visible desde cualquier ángulo si se procedía del mar como, intuyó, sería lógico y lo más acertado. Su contenido fueron tres gaviotas muertas que abrió con un puñal para que su olor se extendiese y alcanzase la nariz de la criatura. Y esperó a que pasada la tarde, por la noche encontrara indicios de su presencia.

Solo halló moscas sobre los restos muertos.

La suerte le acompañó al día siguiente, cuando encontrara la cesta que dejase volcada en un lugar distinto adonde la había dejado. No era erróneo asegurar que había sido lanzada de la misma manera que lo eran los restos duros de las aves comidas que iba almacenando en casa. Este logro animó al farero a dejar alimento para la criatura a diario, lamentándose si al caer la tarde aún no había encontrado qué dejar en la cesta.

Tras cinco ocasiones fructíferas más en las que la criatura había interactuando con la cesta, decidió añadir a la ración de comida una nota manuscrita por él mismo, en la que simplemente saludaba y anunciaba su nombre y su condición de amigo, nada más. La puso sobre la carne abierta y se marchó.

Como cada mañana, el alimento había desaparecido pero la nota también lo había hecho sin que el farero encontrase respuesta o indicios de ella por ningún lado. Era probable que la criatura no la hubiese entendido, que no hablase su idioma ni tampoco otra lengua humana; no obstante, buscó el documento manuscrito por toda el área que le era accesible sin encontrarlo, por lo que albergaba alguna posibilidad de que la extraña criatura sobre la que no había hablado a nadie se comiese también el papel. O en el mejor de los casos, se lo hubiese llevado consigo.

Motivado, capturó un par de gaviotas más con trampas caseras que fabricase. Descendió por el acantilado con la destreza que su curiosidad le había forjado, llevando consigo los dos animales muertos. De rodillas, puso una de ellas sobre la piedra, a media altura del acantilado, e introdujo un puñal en el pecho del animal para despiezar su carne.

Al cabo de unos segundos, escuchó un sonido que de inmediato reconoció, sacándolo de su ensimismamiento: un olisqueo, un husmeo, un rastreo, el ruido de unas fosas nasales trabajando en busca de una mejor percepción de un olor concreto. El suyo.

El farero pareció volverse de piedra. Sus músculos se endurecieron más de lo que hubiese querido. Le fue costoso girar muy lentamente el cuello, sabedor de qué iba a encontrar.

Y como vez única desde que el farero recordara, el viento dejó de pronto de soplar en el acantilado. Tras de sí, a la altura de sus botas, comprobó la presencia de la extraña criatura cuya cabeza subió desde los pies hasta un palmo de la suya, quedando frente a frente cuando el farero se giró y el ser tomó una posición erguida, por encima de la altura del farero. Los ojos desproporcionadamente grandes de la criatura, indiscutiblemente propios de un pez, se movían buscando cada detalle del rostro humano que contemplaba con una mezcolanza creada por la fiereza que necesitaba mostrar y el terror recíproco que sentía. Sus fosas nasales eran mucho más estrechas de lo que el farero hubiese imaginado pero tan ruidosas en su función que despertaban escalofríos. El largo cabello oscuro, tan descuidado, caía parcialmente sobre la cara como un elemento muerto al que estaban adheridos líquenes, algas, hongos; su boca era prominente, similar a un hocico animal y a la vez como la de un pescado, y al llevarla entreabierta se sugerían en su pestilente interior unos dientes afilados dispuestos en una o varias filas. Detrás, lo que bien podrían ser branquias rasgaban su físico. La región supraorbitaria cambiaba a un tono más oscuro que el resto de la piel, a medio camino entre la elástica y rugosa de un sapo y la escamosa de un pez.

Disponía de dos brazos de configuración humana donde nacían dos aletas a la altura de los codos, con pequeñas pero férreas ancas casi transparentes en las manos extendidas entre los dedos; lo que debían ser las piernas lo mantenían de pie en un vaivén inquieto; el cuerpo mostraba una línea lateral coloreada visible de perfil, una panza abultada en la región del tronco y bajo el ano una aleta de dimensiones considerables en comparación con el resto del cuerpo, muy brillante y llamativa que se agitaba ocasionalmente, de modo rítmico.

El farero pensó que iba a atacarle, que mordería su cuello para hacerlo desangrar como él mismo procuraba la muerte a las capturas que tomaba por las agallas, estaba convencido de que este hecho iba a suceder de un momento a otro. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión de su forzada posición en cuclillas, necesitó apoyar tras él un brazo en la roca para mantener su equilibrio al tiempo que con el otro pretendió cubrirse; estos movimientos imprevistos y necesarios para mantener el equilibrio del farero hicieron decidir a la criatura que era el momento de huir, por lo que inclinó su cuerpo hacia el suelo tras dar varios saltos hacia atrás. Auxiliada por sus extremidades, dio un par de brincos entre las rocas para lanzarse con una ligereza pasmosa, para su peso, al vacío del acantilado.

El farero escuchó el impacto del ágil cuerpo contra el agua, sin atreverse a mover un ápice. El viento comenzó a soplar de nuevo. Al incorporarse, pasados unos instantes, tragó saliva que le produjo dolor. Le dolía el pecho y quiso sentarte, pero la repulsión profunda que el fresco recuerdo de la criatura le causaba lo obligó a alcanzar el faro con celeridad y cerrar la puerta exterior tras de sí. Sentía un miedo tan inusual e inesperado que hasta temió vomitar por las arcadas que convulsionaban su pecho.

Desterró la idea de alimentar por más tiempo a aquel individuo. ¡Cómo llegó a pensar que iba a ser capaz de entender el mensaje que le escribiese, una criatura tan asquerosa! Su inteligencia debía estar más que limitada, su condicionada comprensión dependería de su portentosa nariz con la que inhalara su olor corporal de humano, su huida repentina ante el movimiento del farero volvía a este vulnerable debido a que la criatura no entendería sus intereses amigables y sí podría encontrar amenazas que no eran pretendidas; además de ello, sus destrezas y sus habilidades físicas para el mar lo hacían más fuerte en un posible enfrentamiento inesperado en el que se evidenciaba la debilidad indiscutible del farero. Cayó en la cuenta del problema que había ocasionado para la seguridad y felicidad de su familia y avistaba la costa pendiente de hallar parcialmente oculto el espantoso brazo de tan horripilante criatura. Por más que lo buscaba no parecía que acertase con un nuevo avistamiento; ya no salía del faro si no era armado con su fusil de pesca, cargado con un arpón puntiagudo en el que resplandecía el sol sobre su superficie metálica.

Pasaron varios días en los que siguió sin encontrar signos de su presencia. Parecía haber desaparecido, era posible que su capacidad de comprensión por pequeña que fuera concluyese que el farero era un enemigo cuya zona era preferible no invadir. Este pensamiento tranquilizó al farero, quien no bajaba la guardia.

Llegó entonces la época habitual de fuertes tempestades, para la que el farero ya andaba preparado. Revisó la instancia inferior del faro que se anegaría una ocasión más, instaló refuerzos en las ventanas desde adentro, preparó provisiones de seguridad para su mujer y su hijo por si la situación general se veía recrudecida. Tan pronto como comenzaron a soplar los enérgicos hachones de viento con más fuerza que de costumbre se desató el cielo enrabietado con relámpagos magnánimos que flameaban desquiciados desde los cielos, la luz estallaba con tanta intensidad que invadía el interior del faro en una ola breve que producía ceguera. Las ráfagas de agua se arañaban de la superficie del mar desde donde eran izadas contra el cielo al romper con el acantilado, tal era la fiereza de la colisión que la misma se confundía con el sonido bravo de los truenos. A su vez, el cielo encapotado proyectaba hacia el faro un grueso aguanieve que ayudado por granizo ocasional colisionaba contra este esqueleto impasible que hacía frente sin resistencia.

El farero subió a comprobar las vidrieras del faro, temeroso de que los perdigones de nieve hiriesen los cristales e impactasen directamente contra las lentes de la lámpara. Abrió la escotilla de acceso a la zona superior y sintió de inmediato el vigor del viento que se colaba por mil rendijas que ahora hacían vulnerable su casa, su propio paso a aquella zona, su vida y la de los suyos. Consiguió acceder y cerrar tras de sí ayudado ahora por el viento, que propinó un portazo ensordecedor. El farero se puso en pie y alzó la linterna que traía consigo, enfocada hacia las lentes, por las que pasó su mano izquierda buscando humedad.

El destello invasor de un nuevo relámpago sumergió la sala en luz viva. Una sombra se proyectó sobre las lentes y el farero se giró para identificarla: ¡allí estaba la extraña criatura, encaramada a la cristalera del faro, apoyando sus manos o lo que fueren sobre el cristal mojado al cual tenía su cara de pez pegada! El farero se tambaleó de lo imponente que la encontrase, cuando la criatura corrió por la cúpula del faro con un agilidad pasmosa, al igual que lo haría un reptil; recorrió la bóveda por completo hasta alcanzar el lado opuesto, aquel que daba al mar y al que llegaba bocabajo, y frente a los ojos del farero descendió por la estructura del faro, adherido su cuerpo a la fachada del edificio, hasta que la perdiese de su vista, una vez más.

Con aquella visión el farero pensó haber experimentado la pesadilla más desagradable de toda su vida. Obligándose a sí mismo a mantener en silencio la experiencia vivida, no alejaba de su mente la idea de lo próximo que aquel desagradable individuo había estado de su propia casa, en un punto físico al que ningún ser humano hubiese logrado acceder con facilidad en semejante tormenta, ¡más difícil aún era reptar por la cúpula y perderse bocabajo! De cualquier manera, la pesadilla que creía haber vivido iba a encrudecerse sobremanera apenas una semana después.

Resultó que un banquero de ciudad resolvió tener unos días de descanso en el pueblo natal de su recientemente difunta madre. Para ello alquiló una casa dentro del pueblo inmediato, que estuvo recorriendo con su mujer y sus hijos al tiempo que ensoñaba los paseos que allí y acá su madre debió dar en tiempos mozos hasta encontrar a su padre antes del matrimonio. La acomodada familia sintió interés por el faro, que de manera certera atrajo a los más pequeños, por lo que el padre decidió acudir a sus inmediaciones la única mañana que desde su llegada a la población no amanecía lloviendo.

El farero los observó llegar desde lejos, centrado en sus labores de acondicionamiento incrementadas en días de borrasca. El coche de caballos en el que se desplazaban se acercó a la última curva del camino para detenerse. Los críos bajaron de inmediato, eran cinco o seis; corrían de un lado a otro al tiempo que el progenitor voceaba las precauciones que debían tener en tamaña pared de roca con mortal caída. Los niños corrían libres tras los días de lluvia en tierras extrañas; inventaron un juego y todos buscaron dónde esconderse.

El más pequeño consideró la idea de descender parte del acantilado aprovechando la facilidad que ofrecía el tramo de mejor accesibilidad. Desconocedor hasta de los peligros más visibles debido a su pueril edad, no evitó herirse una pierna, un rasguño del que la sangre comenzó a manar con un hilo que descendía hasta sus zapatos. Contuvo con valentía el llanto ante el suceso, sabedor de la riña que recibiría al haber desatendido las reiteradas indicaciones de seguridad de su padre. Miró en derredor, procurando no apoyarse en ningún lugar mojado: lo que nunca podrían haber identificado sus ojos es la verdadera naturaleza de una roca indiferente con aspecto de palo erguido, que se elevaba hacia el cielo con su cúspide abierta en pequeños ramales unidos entre sí por una membrana que reconociese erróneamente como algas.

Un primer grito anunció el susto mayúsculo del pequeño. Lo siguieron otros más, que hablaban primero de la impresión desmesurada que sintiese al ver que el palo estaba vivo, se movía y lo atrapaba; después de dolor por la presión férrea que se ejercía contra su cuerpo; a continuación de pavor esencial al comprobar la categoría sobrecogedora de su atacante imposible. Sus chillidos se extendían volátiles por el área del acantilado en cualquier dirección, proyectados contra las rocas se hacían fuertes con su rebote; el eco los reforzaba y los lanzaba al mar, quien lo devolvía a tierra amplificados, matizados, distintos. Luego, la voz limpia de su garganta se ahogó por un desgarro tan claramente identificable que pasmaba la sangre.

El oído instruido del farero supo dónde acudir a merced de la procedencia del sonido. Según descendía, ya podía contemplar que llegaba sumamente tarde: más abajo, parcialmente cubierto por las rocas, el cuerpo del infante no oponía resistencia alguna ante el ataque que aún le perpetraba aquella criatura, la misma que él había estado dando de comer. Su boca de pez maldito estaba incrustada en la garganta del pequeño y su cuerpo se blandía flácido, maleable, ausente, ajeno.

Tras contarle su historia, el banquero no podía creer de ninguna de las maneras lo que el farero afirmaba por más que le relataba una y otra vez la historia de un ser mitad hombre y mitad pez que rondaba el acantilado. Con el cuerpo muerto del menor de sus hijos en la morgue local, aquel padre se debatía entre la incredulidad más absoluta y la necesidad imperante de encontrar a un culpable. Era evidente que el cuento del farero era absurdo y fantástico, que no podía considerarse real en modo alguno; sin embargo aquel hombre le apenaba, su pobreza y las lágrimas solidarias y sentidas eran tan sinceras como las suyas propias. La intensidad de sus expresiones, el interés por explicar cada detalle, el brillo en los ojos de aquel hombre señalaban que decía la verdad, pero simplemente cuanto contaba era imposible. Por su seguridad, aterrado ante la idea de profundizar en todo lo acontecido detalle a detalle y que esto le implicase más en los hechos, el farero evitó ir más allá de lo que había sucedido la noche en que lo viese encaramado y el ataque de esa misma mañana, callando pasa sí que lo había provisto de alimento.

El médico desplazado a la zona reconoció que las heridas no podía haberlas causado la mordedura de un hombre, ni conocía de un instrumento que magullara del modo en que se había desgarrado la carne. Esto daba la razón al humilde farero, que era examinado con odio destemplado por el padre dolido mientras apretaba los puños.

Ya había entrado la noche cuando el farero regresaba a su casa. Después de haber recorrido un par de calles tras salir de la morgue, la voz decidida del banquero lo llamó desde atrás. Al girarse, su expresión dejaba muy claro, antes de hablar, que había tomado una decisión en firme, consciente y definitiva: le aseguró que haría todo lo posible por que pagara por lo que había hecho. No lo creía. Así se despidió del farero.

El farero marchaba a oscuras por el viejo camino de vuelta. El tropel de acontecimientos le había hecho olvidar la necesidad de llevar una lámpara o una linterna consigo para el regreso. Ni tan siquiera llevaba algo de ropa de abrigo; marchaba de frente a la ventisca agradeciendo que el cielo encapotado no decidiera desprenderse del agua que contenía.

Pero estas esperanzas de benignidad duraron poco. En el momento en que ya divisaba de cerca el faro que debía estar encendido, la lluvia comenzó a caer sin aviso ni contemplaciones. Al principio fue una fina capa de agua helada que rozaba al farero con una gélida caricia desagradable; él aceleró su marcha ante la que se avecinaba. Minutos después estalló de nuevo el desazón en los cielos, los hachones de viento empujaban su cuerpo en dirección opuesta como buscando que no llegase a su destino, que no lograse alcanzar su casa. El ulular del aire soplado invadía sus oídos desprotegidos; sus hombros y el cuello se aterían de frío aunque al farero ya no parecía importarle.

El agua ya estaba inundando la parte baja del faro. Accedió a la zona limitada por el muro que contenía el agua almacenada, sus pies se hundieron hasta los tobillos, para los que se revelase la baja temperatura como una dificultad superior a lo esperado. El aire sopló una vez más y la puerta de acceso al interior del olvidado faro tronó violenta contra el marco: estaba abierta. Esto alertó sobremanera al farero puesto que su mujer sabía de la importancia de la puerta como elemento de seguridad, más aún en noches de tempestad desaforada. Tropezó por la precipitación de su carrera, perdió el equilibrio al escurrirse cuando se estabilizaba y por ello se empapó por completo en la cisterna improvisada que formaba la planta baja impracticable del viejo faro.

Alcanzó por fin la puerta y lo que le aterró fue el silencio interior, solo perturbado por el crepitar de las olas generadas a su paso. Parecía un estanque dócil, en oposición a la bravura desencadenada en el exterior. Y silencio, demasiado.

Por eso comenzó a llamar a gritos a su mujer. El farero llegó a la escalera de ascenso con la fuerza del impulso que proporciona la inquietud, subió los escalones tirando de sus pantalones calados que, como el resto de la ropa empapada, se le adhería dificultando sus torpes movimientos realizados casi a oscuras. Para cuando se encontró frente a las dependencias que constituían su vivienda ya había recuperado su fusil de pesca, siempre cargado con su arpón resplandeciente. Su dedo índice derecho se acopló al gatillo como el soldado creyente se prepara para defender su tierra cuando vio por el suelo los cráneos con picos y las patas de ave que coleccionara desde poco antes de la aparición de la criatura: la caja había sido volcada desde encima del aparador donde el farero la guardaba con discreción. Arrastraba sus pies mojados por el maderamen de la vivienda, atento a cualquier ruido; así identificó el llanto monótono de su mujer, contenido y lastimoso, que procedía de la pieza donde descansaba su hijo enfermo.

Tras cruzar el umbral de la puerta, el farero encontró materializada la visión que se iba forjando en lo más recóndito de su imaginación despertada desde que entrase al faro. La terrible criatura anfibia había conseguido entrar y estaba presente allí, en su propia casa; la tensa postura de su cuerpo evidenciaba su condición de atacante, las aletas estaban expandidas y temblaban buscando amedrentar, su boca se abría y cerraba exhibiendo las ristras de alfileres que eran sus dientes desgarradores, manchados de sangre, y olisqueaba continua y ruidosamente a su alrededor interpretando la información clandestina e inaccesible que el aire de la estancia le facilitaba sobre sus adversarios. Frente a la criatura quedaba arrinconada la mujer del farero que sostenía entre sus brazos al hijo de ambos, el ser anfibio se movía de un lado a otro protegiendo los flancos del rincón donde la mujer sollozaba incapaz de mover un solo músculo, centrada en la protección del niño. El farero observó con atención que los brazos de su mujer evidenciaban con heridas sangrantes que habían sido atacados. Esto hizo que el farero actuase al tiempo que la furia cegaba su razón. Con decisión, alzó el fusil de pesca hacia la criatura que ahora estática lo miraba con atención al haberlo reconocido, y disparó contra ella sin pensarlo ni calcular: el arpón salió despedido con un sonido ronco y fue a impactar por debajo del cuello del enemigo, que saltó hacia atrás. Sin duda, el tiro podría haber resultado más efectivo de colisionar directamente en la cabeza de un ser tan despreciable, pero el farero no reparó en la efectividad de su acción; pudieron más la desesperación y el odio.

La criatura emitió un chillido de dolor con una voz profunda que al farero le pareció provenir del Averno, erizándole el alma angustiada. Quiso incorporarse para aumentar su tamaño y al hacerlo el arpón que lo atravesaba le provocó un dolor inesperado en su cuerpo; trató de morderlo para retirarlo pero no alcanzaba a atraparlo con la boca y el daño se elevaba a cotas insoportables. El farero corrió al encuentro y atrapó entre sus manos el arpón incrustado en el cuerpo del ser; con fuerza lo movió dentro de la herida para provocarle mayores daños. La criatura golpeó enseguida con un brazo al farero, lo despidió de sí y lo hizo caer al suelo estrepitosamente, luego se abalanzó sobre él dejando caer todo su peso para limitarle sus movimientos y quedó su pestilente boca abierta a escasos centímetros de la suya.

No se atrevía a atacar. La criatura amenazaba al farero intimidado, lo sometía al miedo pero no lo atacaba físicamente como era de esperar por su condición de salvaje, por la situación de abordaje, por necesidad natural. La criatura entonces se puso en pie de un salto y superó al farero tendido en el suelo abandonando la habitación. El hombre miró preocupado a su mujer, esta le indicó con un gesto sincero y tranquilizante que se encontraba bien, y el farero salió cojeando escaleras abajo tras el ente después de cerrar la puerta de la habitación.

En los primeros escalones, casi a la altura del nivel del agua acumulada, la criatura tenía su cabeza girada hacia arriba, buscando sus ojos coincidir con la mirada enrabietada del farero, que se detuvo al verse inerme. En su salida había golpeado un puñado de cráneos de gaviota de aquellos que coleccionara y que ahora caían escaleras abajo hasta alcanzar a la criatura, que se puso en pie una vez más, esta vez con grandes dificultades para flexionar su cuerpo. Aún profería chillidos, pero de menor intensidad. De su boca descendía un hilo de sangre que manifestaba las consecuencias internas del arpón clavado en su cuerpo. Con un hábil movimiento aquel ser marino se tocó entre sus branquias, de donde cayó algo mezclado con sangre, y saltó al agua; una agitación desesperada lo hacía huir del faro, salir de su muralla delimitante para volver al mar.

El farero bajó las escaleras y se introdujo en el agua para cerrar definitivamente la puerta de acceso al faro. Así ponía fin a la pesadilla, al menos por esa noche. De vuelta a la escalera se evidenció la fatiga acumulada en el día más dificultoso de toda su vida. Necesitaba ordenar la maraña de vivencias y pensamientos acontecidos, y tomar decisiones sensatas, efectivas, acertadas.

A sus pies, en los primeros escalones, un objeto blando y arrugado llamó su atención. Antes de terminarlo de desplegar completamente, el farero reconoció que se trataba de la nota manuscrita que un día dejase a la criatura marina en la cesta de comida, aquella en la que se presentaba como amigo.