LA MUJER DE AGUA
Laura Luna
Tras tanto tiempo, volvió al río y se sentó en la orilla, como había hecho antes de que pasara aquello. Aspiró fuerte para sentir aquel aroma familiar de la hierba mojada, para sentir el perfume de ella. Y lo sintió, la sintió dentro de él, donde se había instalado para siempre.
Pero ella ya no volvería. Siempre había cumplido sus promesas. Nunca le mintió, era transparente, como el agua.
Con manos lentas, empezó a buscar piedras y a metérselas en los bolsillos. Pequeñas y medianas, todas valían y todas juntas pesaban; servirían.
Esperó, con la vana esperanza de verla de nuevo y pedirle perdón. Todo sería diferente, le diría, y no una promesa vacía y típica. Sería un propósito firme.
Y ella no iba a aparecer. Porque ya estaba con él, aunque no como él quería.
Con los ojos cerrados, se concentró en los dedos de brisa que le acariciaban el rostro y le atusaban el cabello. El viento arrastraba con él pequeñas gotas de agua que, al lloverle despacio sobre la piel, se imaginaba que eran sus dedos.
Las lágrimas corrieron sin pudor por su rostro y el rastro húmedo que le dejaban, a pesar de ser salado, era como los besos de ella, los besos que él cortó de golpe.
Se concentró en la primera tarde, cuando se conocieron.
Aquella tarde había dejado que el tiempo muriera a la orilla de aquel río tan anónimo que ni figuraba en los mapas, como era costumbre en sus tardes desde niño. No era por el dulzón olor de la hierba mojada, ni por el murmullo de aquellas aguas vírgenes de contaminación. Tampoco era por las cariñosas caricias del sol y la brisa primaveral. De hecho, acudía allí cada tarde de primavera, verano, otoño e invierno, y con más ilusión en los días de lluvia, ya que creía que eso aumentaba las posibilidades de ver satisfecha su curiosidad.
Junto con la niñez, había abandonado sus creencias en los Reyes Magos, en el Ratoncito Pérez y en los genios que habitan en lámparas, pero se había llevado a la adolescencia y a la vida adulta un clavo ardiendo que lo unía al mundo de la fantasía.
Pol, a sus treinta y dos años, creía firmemente en la existencia de mujeres de agua.
Las mujeres de agua eran una leyenda local que las describía como criaturas acuáticas, de las que se decía que poseían una belleza insuperable y el goloso don de conceder un deseo, por imposible que resultara, a aquella persona tan afortunada de cruzarse con una de ellas. Y Pol, que tenía inquietudes en su corazón que no podía calmar por sus propios medios, apostaba todas sus posibilidades en cruzarse con alguna de aquellas criaturas.
Y todas las tardes sucumbían en noches sin ningún resultado y Pol se retiraba cuando el sueño empezaba a domarlo. Una vez en casa, se ahogaba en una tristeza vieja y silenciosa, mientras Cendra, su fiel compañero y único amigo, un viejo pastor alemán de hermoso pelaje gris, le consolaba con el cariño que solo una mascota sabe dar. Luego, a la hora de dormir, la tristeza abrazaba a Pol, esa tristeza que acompaña a la frustración ya conocida y repetida, y al recuerdo constante de la soledad, que se suele acentuar por las noches cuando uno se mete en una cama vacía.
Sin embargo, la noche de San Juan, lejos de las hogueras y las celebraciones alcoholizadas, el sueño sometió a Pol en un lecho de hierba húmeda, corteza de árbol con techo de ramas retorcidas y frondosas.
Se despertó con aquel tacto fresco y húmedo en la mejilla, como un lametazo y el corazón casi se le volcó cuando la vio.
Tenía los ojos más puros del mundo.
No era solo por su color azul transparente, sino porque sentía que detrás de los iris se veían todas las ideas y sentimientos de aquella joven. Y aquellas pestañas mojadas, de las que goteaban pequeños copos de agua.
Retrocedió contra el tronco para examinarla mejor. Su fascinación aumentaba mientras se convencía, extasiado, de que no se trataba de un sueño.
Era hermosa, más que ninguna otra mujer que hubiese contemplado en su vida, a pesar de que se había cruzado con pocas. Su rostro y su sonrisa tímida evocaban paz y serenidad, como la que le causaba contemplar el riachuelo y relajarse al sonido de su murmullo. Y ondas ámbar que brillaban rojizas bajo el sol que las besaba le caían hasta los tobillos, adheridas a un cuerpo esbelto y delicado, de curvas discretas y proporcionadas. Y desnuda sin pudores, como solo puede serlo la naturaleza.
—Has venido a buscarme.
Su voz sonaba como una cascada, limpia y alegre, y le inundaba los oídos de paz. Él buscaba indicios de que aquello no era un sueño. Las lágrimas de emoción corrían de sus ojos desorbitados libres por las mejillas sin que él se percatara.
—De verdad crees en nosotras, ha quedado sobradamente demostrado. En verdad no nos gusta salir… Sois una raza agresiva y, si nos mostramos demasiado, sería peligroso para nosotras, pero en ti hemos decidido confiar.
Pol asintió, con la garganta anudada.
—Sin embargo, solo me verás esta vez y en cuanto cumpla tu deseo volveré a mi reino. Solo uno, ya lo sabes, espero que en todo este tiempo lo hayas pensado bien.
Solo un deseo. Eso él lo sabía perfectamente. Y, aunque su corazón estaba cargando de cientos, había uno que predominaba por encima de los demás. Uno que jamás pudo realizar por sus propios medios, debido a su vida aislada en una aldea en la que cada habitante era un ermitaño y a su torpeza social.
—Quiero una mujer.
—¿Una en concreto? ¿O que te cree una ahora mismo?
Otro deseo oculto se le subió a la lengua, siempre más rápida que el cerebro.
—Tú.
Aquellos ojos de agua se agitaron de sorpresa.
—No me conoces —se excusó.
—Lo mismo pasaría con cualquier mujer que me crearas o me consiguieras. No conozco a ninguna ni sé conocerla. Y ahora mismo te he visto a ti y te quiero conocer a ti, como mi mujer.
—Pero tú eres un hombre de carne y yo una mujer de agua. Somos de mundos diferentes.
—Quiero que seas mi mujer —le exigió con voz imperiosa—. Has dicho que me concederías cualquier cosa que te pidiera, sin excepciones, y este es mi deseo. Quiero que seas mi esposa.
La criatura asintió, sin perder la serenidad en su bello rostro, y expuso sus condiciones:
—Seré tu mujer, si así lo deseas, y viviré contigo en tu mundo. Te amaré y te seré fiel y compartiré mi vida con la tuya. Tú me amarás también, y me serás fiel y me protegerás, pues si para tu especie dejamos de ser una leyenda, sería el fin de mi pueblo. No podré darte un hijo de carne, ya que mi vientre es de agua y nuestra unión durará hasta que la tierra te reclame, mientras cumplas una única condición. Inventa un nombre para mí, por el cual llamarme y con el que referirte a mí ante otras personas. Un nombre que agregarás a los apelativos cariñosos que me dirijas. Pero nunca, jamás y bajo ninguna circunstancia me llames mujer de agua.
—¿Por qué? Eres una mujer de agua, ¿no?
—No preguntes. Yo nunca te llamaré hombre de carne y tú nunca me llamarás mujer de agua. Es la única condición que te pongo.
Era una condición sencilla. Mujer de agua era una apelativo artificial para la que iba a ser su esposa y, si inventaba un nombre, no tendría que dirigirse a ella por el calificativo de su especie.
—Sé mi mujer, Ona.
Venció su inmovilidad, se levantó y se acercó a ella. Tomó sus manos frescas, cubiertas de agua, y la besó. Los labios no eran cálidos, sino frescos y dulces, y aquella sed que había acompañado a Pol durante toda su vida se empezó a saciar.
Ella no entendía de ceremonias pomposas y él no tenía ninguna necesidad de ellas, así que no celebraron una boda como las convenciones sociales entienden. Caminaron en silencio hasta el hogar de Pol, donde les recibió Cendra sacudiendo el rabo. Cuando los presentó, el can, lamió las rodillas de Ona y ella rio alegre. La mujer se despidió con una caricia que le humedeció la cabeza y entró en su nuevo hogar con su marido. Él la condujo hasta su habitación, sin mediar palabra. Ella se tendió en la cama, empapando las sábanas con la piel mojada, mientras Pol se quitaba la ropa con cierta vacilación. Él, al que nunca nadie le había hablado de sexo porque no lo creyó necesario, se tumbó encima de ella, tembloroso. La acarició con manos torpes y la besó con besos inseguros de ser los idóneos. Ella sonrió enternecida y lo guio a los rincones de su cuerpo, al mismo tiempo que descubría los suyos. Finalmente, lo condujo hasta su interior, que se le antojó como un manantial cálido y se sumergió en él una y otra vez, mientras ella aprobaba cada gesto suyo con gemidos que se le antojaban como olas cada vez más intensas. El orgasmo le vino a Pol como un torrente que le volvió el mundo blanco por un segundo, mientras inundaba a su mujer con su semilla, y quedó abrazado a ella, entrando poco a poco en el sueño, como una balsa sobre el río.
Se cercioró de que lo acontecido el día anterior no era un sueño al despertar en aquel colchón humedecido por la hermosa criatura que le aguardaba con aquellos ojos de aguas tranquilas y esa sonrisa de paz. Los ladridos de Cendra llegaban lejanos y suaves.
—Buenos días, amor —saludó ella.
—Buenos días… ¿Qué tal has dormido?
—No he dormido. El agua nunca duerme.
—Oh…
—Ahora vas a desayunar, ¿no?
—Sí, tenía pensado tomar un tazón de leche con pan y queso, ¿qué te apetece a ti?
—El agua no se alimenta, al menos no como hacéis los humanos. Bueno, tomaré agua, eso sí.
—Bueno, parece que no vas a suponer un gran gasto —repuso Pol, con una sonrisa torpe.
Ella le miró en silencio, no muy segura de entender lo que había querido decir. En su mundo no existían los gastos ni el dinero.
Y los primeros días fueron así, un sueño despierto. El tiempo se deslizaba húmedo entre las sábanas y entre esos brazos frescos, con los dedos entre el cabello mojado, con los ojos dentro de los ojos de agua de Ona. Antes, tras volver de trabajar el campo, Pol recibía los ladridos alegres de Cendra. Le contaba cómo había ido el día y él le respondía con lametones y ganas de jugar. Y Pol nunca estaba cansado para correr con su amigo y compartir unos momentos de diversión sin preocupaciones. Ahora, además de eso, le esperaba Ona, llena de una paz que le envolvía a él también. Y cada tarde hablaban, reían y hacían el amor con una pasión creciente. Pol sentía algo cálido en el pecho, que cada día le calentaba un poco más, como un sol amable.
Pero los sueños no son eternos, y la realidad siempre aparece para pellizcarte y retorcerte la felicidad. Con el tiempo, Pol se dio cuenta de las diferencias entre la carne y el agua, en cómo veían el mundo unos ojos transparentes como los de ella y unos ojos opacos como los de él. A veces intentaban llevar un camino juntos, pero ella insistía en hacerlo a nado, y él estaba demasiado hecho a la tierra firme. En varias ocasiones, pensaba que lo único que compartían era un colchón húmedo que soportaba su pasión.
Una mañana, no sonaron los suaves ladridos de buenos días de Cendra. Pol se levantó extrañado, mientras Ona dormía plácida. En el rincón del salón que Cendra utilizaba de dormitorio, el can reposaba, dormido para siempre. La imagen de su cuerpo inmóvil, sin hincharse en cada inspiración, fue un puñetazo seco en el corazón de Pol. Cendra había llegado al límite de su vida, que siempre había pasado al lado de su amo, desde que se lo regaló un vecino cuando era cachorro, ya que nadie más se podía ocupar de él. Pol le puso la mano en el costado y, al no recibir la respuesta de un latido, notó que un trozo de su propio corazón se apagaba doloroso.
—Anoche se cortó su hilo. Ha sido mientras dormía. Era su hora.
Ona estaba detrás de ellos y su voz sonaba como una cascada helada.
—Ha sido mi único amigo toda su vida. Ha crecido a mi lado. Y estaba lleno de salud.
—A veces la vida no necesita motivos para llegar al fin.
Pol la miró, estupefacto ante la frialdad de esas palabras.
—Me contaste que tenía quince años. Es lo que suelen vivir los perros. Ha vuelto a la Madre en silencio y sin sufrimiento. Amor, todos volvemos a la Madre un día u otro.
Pol se incorporó con una ira ardiente.
—Era mi amigo, aunque fuera un perro. Lo quería y aún lo quiero. Y se ha muerto. ¿No sabes cómo me siento?
Ona se encogió de hombros y le miró con compasión.
—Los humanos siempre habéis visto a la muerte como una tragedia que creéis que dejará de existir si la ignoráis.
—¡MALDITA MUJER DE AGUA!
La mano abierta de Pol salió disparada hacia la mejilla de Ona y vio cómo la mujer se disolvía en una columna de agua que le salpicó entero antes de convertirse en un vasto charco.
Pol repasó el grito de ira que la había asesinado con una promesa rota. Cayó de rodillas sobre los restos de su mujer de agua mientras la llamaba por el nombre que le había puesto. Le pedía que volviera, que todo había sido un desliz, que lo de la bofetada no se repetiría. Que no lo abandonara en un momento así, que la necesitaba, que siempre la había necesitado. Pero aquel charco era como si se le hubiera derramado una jarra. Pol lloraba con odio y arrepentimiento, arañaba las paredes y gritaba a Ona que volviera. Cendra no podía volver, pero sabía que Ona sí. Volvería, si no hubiera roto el pacto que formalizaron el día en que se unieron.
Golpeó el agua con las palmas abiertas mientras gritaba el nombre de Ona. Araba el suelo mojado mientras se forzaba a creer que en algún momento se convertiría en mujer de nuevo, que le sonreiría con paz y reconciliación. Pero aquella noche iba a dormir solo de nuevo. Más solo que en toda su vida.
Y, llevado por la desesperación de tener consigo la última parte de Ona, lamió el charco que había dejado. Su lengua lo recorría despacio, como otras veces había recorrido a la mujer, cuando tenía una piel pálida que recubría su esencia de río. Le supo igual que le había sabido cada beso que le había dado, e ignoró el regusto de madera que le quedaba tras cada lametazo. Sintió de nuevo su humedad, su frescura y su calidez, e incluso la notaba palpitar y estremecerse bajo su lengua, como había hecho durante tantas noches felices.
Al final, la madera estuvo seca, como si Ona nunca se hubiera deshecho allí. De hecho, en la casa no había quedado ni rastro de sus pisadas, siempre mojadas, ni de sus huellas empapadas, y el colchón estaba seco, como la ilusión de Pol.
Decidió enfrentarse a la realidad y cavó una tumba en el jardín para Cendra. La regó con lágrimas, impotencia y el deseo desesperado de poder devolver la vida. O, al menos, de poder retroceder en el tiempo. Besó el montón de tierra que arropaba los restos del amigo de su vida.
El resto del día lo pasó como si fuera la pesadilla tras una mala noche de alcohol. Volvió a la cama y se esforzó en despertar a fuerza de desear que nada de lo que había ocurrido fuese real. Pero el colchón estaba seco y él volvía a estar solo, más solo de lo que había estado en toda su vida.
Buscó cosas en las que ocupar la mente y que aceleraran las horas. Decidió dar un paseo por el bosque. Sus pasos lo condujeron al río, con la subconsciente esperanza de encontrar a Ona. Pero el río seguía solitario, con su murmullo que se le antojaba como un llanto desconsolado. Sus ojos se cayeron en él, buscando algo que ya no iba a encontrar, y apenas se percató de que el nivel del agua estaba subiendo hasta que el cauce no era suficiente para contenerlo. Cuando quiso darse cuenta, Pol notó un lametón frío en los talones y resbaló. Una garganta gélida y empapada lo engulló y lo arrastró por una corriente violenta. Pol, con los ojos cerrados, procuraba no tragar agua, hasta que su cabeza se estrelló contra una roca.
Pol despertó en la cama con el corazón paralizado. Un tenue dolor de cabeza, como la huella de un golpe tonto y accidental con una puerta, le recordaba que lo del río no había sido un sueño. Pero tanto él como su ropa estaban secos. Y el colchón.
Se levantó y se dirigió al jardín. El montículo de tierra que envolvía los restos de Cendra seguía allí. Pol se acercó y contempló de nuevo la tumba para cerciorarse de que, al menos, eso sí había sucedido. Mientras deseaba que la vida de su amigo hubiese sido más larga, o al menos su compañía más disfrutada, la tierra empezó a empaparse y un pequeño surtidor de agua se abrió paso. Tímido al principio, y cobrando osadía por momentos, hasta que se convirtió en un pequeño volcán de agua. Escupió a los pies de Pol un regalo macabro, una burla de sus deseos: Cendra, con el cuerpo hinchado de agua y el pelaje coloreado de muerte, con olor a descomposición. En lugar de ojos tenía una mirada literalmente vacía, y sonreía con un gesto sádico y burlón, desconocido en ella. De pronto, el cuerpo se sacudió frenético, y antes de dejarle reaccionar cerró unas mandíbulas crueles y amorfas sobre el pie de Pol. La múltiple cuchillada le hizo ver todo blanco.
Y de nuevo, estaba en la cama. Mientras el ritmo del corazón se calmaba, el dolor punzante del pie y el de la cabeza no parecían dejarle en paz. Y todo seco, como si no hubiera pasado nada. Se precipitó de nuevo al jardín y se acercó con temor a la tumba. Esta seguía intacta, sin rastros de humedad ni de cadáveres que insistían en volver a la vida. Sentía a Cendra, eso sí, como si solo estuviera durmiendo un largo sueño; no quería creerse que había desaparecido para siempre.
Pegado al oído, la oyó. No como la recordaba, con su voz de cascada alegre, sino que esta vez era de una lluvia furiosa.
—Maldito hombre de carne.
El suelo se le abrió bajo los pies y cayó por una garganta de piedra cilíndrica. Sintió un latigazo de los pies a la columna al caer. El agua le llegaba por la cintura. Era un pozo sin cuerda. Se asió a las paredes para escalar; estas lo rechazaban con humedad. Antes de dejarse dominar por los nervios, pidió ayuda a gritos, usando toda la potencia que su voz le permitía.
No respondió nadie. Y él se dejaba las uñas inútilmente para escalar. Notó la sangre en las yemas. Se la calmaba con el agua que lo acompañaba. Se dejó caer contra la pared cuando, al final de aquel túnel vertical, la vio. Mientras el corazón se le volcaba, se dio cuenta de la diferencia. Aquellos ojos transparentes no lo miraban con amor, sino con algo muy distinto. Ojos de aguas turbias. Y la sonrisa de paz no estaba allí, sino una mueca de desprecio dolorosa. Entonces, la boca se abrió y de ella fluyó un largo chorro de agua. Pol comprendió qué sucedía cuando el agua le llegaba al pecho. Intentó llamarla por el nombre de Ona, suplicarle perdón, que le ayudara, recordarle los días que habían pasado juntos, que empezaran de nuevo. Que la amaba.
Cuando el agua le inundaba la boca, supo que Ona ya no lo quería oír. Cerró los labios y esperó estoico hasta que el agua le inundara por completo.
Y no flotaba.
El agua le anegaba la nariz, los ojos y los pulmones, poco a poco le robaba el aire y notaba el cuerpo hincharse hasta tener la sensación de resquebrajarse. Al notar que el agua iba a abrirse paso por él, el dolor lo dejó sin conciencia, de nuevo.
Esta vez, al despertar, el colchón estaba húmedo. Y él. El agua le chorreaba por el pelo, las cejas, la barba, la ropa se le adhería goteando a la piel. Un susurro le llegó tenue pero distinguible, desde fuera la casa.
—Hombre de carne.
Lo llamaba con voz de cascada alegre, pero en ella había un rastro siniestro, un secreto escondido. Y, sin embargo, Pol no pudo evitar seguir el rastro de esa voz. Desde la puerta, la oyó más clara. Supo que venía desde el río.
—Ven, hombre de carne. Vuelve conmigo.
La siguió, sin preocuparse por si era otro sueño.
—Ven, hombre de carne. Ven con tu mujer de agua. Volvamos a estar juntos. Todo está perdonado. Yo ya no puedo volver a tu mundo, pero tú al mío sí. Ven.
En la voz de Ona había un rencor sutil, envuelto en toda aquella dulzura que había conocido. Sería una trampa, otra pesadilla, pero al menos la vería. Y algo le decía que, aunque la evitase, ella volvería a buscarlo de otra manera. Ya no volvería a salir a la realidad. La realidad que iba a conocer serían ríos de pesadillas encadenadas, en los que trataría de emerger a la superficie sin lograrlo.
—Ven conmigo, hombre de carne. Ven a mi mundo y volvamos a casarnos. Seré tuya para siempre. Nadaremos juntos, yaceremos juntos en nuestro lecho en el fondo del río.
Se sentó y la esperó en la orilla del río.
Aspiró fuerte para sentir aquel aroma familiar de hierba mojada, para sentir el perfume de ella. Y la sintió, la sintió dentro de él, donde se había instalado para siempre.
La esperó largo rato, pero la voz se había callado. Ella ya no volvería. Ella siempre había cumplido sus promesas. Nunca le mintió, era transparente, como el agua.
Con manos lentas, empezó a buscar piedras y a metérselas en los bolsillos. Pequeñas y medianas, todas valían y todas juntas pesaban; servirían.
Esperó con la vana esperanza de verla de nuevo y de pedirle perdón. Todo sería diferente, le diría, y no sería una promesa vacía y típica. Sería un propósito firme.
Y ella no iba a aparecer. Porque ya estaba con él, aunque no como él quería.
Con los ojos cerrados, se concentró en los dedos de brisa que le acariciaban el rostro y le atusaban el cabello. El viento arrastraba con él pequeñas gotas de agua que, al lloverle despacio sobre la piel, se imaginaba que eran los dedos de ella.
Las lágrimas corrieron sin pudor por su rostro y el rastro húmedo que le dejaban, a pesar de ser salado, eran como los besos de ella, los besos que él cortó de golpe.
—Estoy aquí, mi amor. Mi amor de carne. Ven.
Se acercó al río y bajo su triste reflejo, la vio. Le sonreía con ternura y paz, como había hecho antaño. Los cabellos ámbar flotaban como algas. Y su cuerpo desnudo le reclamaba, para unirse de nuevo a él. En aquellos ojos transparentes ya no existía el rencor, sino la paz, la reconciliación.
Le esperaba en el fondo del río y el fondo del río le parecía lejano.
Y fue a buscarla.
Cuando llegó al fondo, creyó rozar con la punta de los dedos los labios de Ona. Cuando trató de abrazarla de nuevo, ella se había disuelto con el río, como una ilusión.
El agua empezó a anegarle la nariz, los ojos, la boca, los pulmones, el estómago. Le llenó su cuerpo hecho de carne y buscó sus límites como recipiente. Cuando se desbordó, el dolor no le hizo despertar en la cama.