LA MUJER DEL MAR
Anna Morgana Alabau
Después de que una ola furiosa rompa contra las piedras del muelle o devore a su paso los guijarros de la playa, se crea en el agua un remolino con la misma fuerza exacta, con el mismo poder de destrucción, que arrastra hacia su interior todo cuanto le rodea. Es un hecho innegable, una verdad que todo pescador debería comprender. Aun así, para algunos existen evidencias veladas a nuestros ojos hasta que nos encontramos en el centro mismo de la espiral de muerte y caos que nos arrastra hacia lo más profundo del sufrimiento. Entenderlas entonces no significa nada.
Megara solía mirar el océano al otro lado del cristal resquebrajado de la cocina. Cerraba los ojos e inhalaba el yodo y la sal que se colaban por las pequeñas grietas del vidrio y por la madera hinchada del marco de la ventana. Podía pasarse allí horas, contemplando el vaivén de las olas bajo los barcos pesqueros. Durante aquellos momentos parecía estar en una paz absoluta. Sus ojos adquirían la profundidad y el azul oscuro del mar. Peinaba su pelo rojo con los dedos, cortos, unidos por unas pequeñas membranas cerca de las palmas, y sus labios reseguían incansables palabras que ya no podía pronunciar. Jamás, en ningún otro instante de su existencia en esa casa, había estado tan hermosa como en aquellos momentos de contemplación. Cuando me sorprendía observándola, sin embargo, su gesto se ofuscaba y se oscurecía, sus labios se contraían en una mueca de profundo desprecio y sus facciones se endurecían de tal manera que mirarla llegaba a doler.
Yo solía disculparme con un ademán avergonzado, rascarme la cabeza con nerviosismo o mirar al suelo con tanta insistencia como si pudiera arreglar la madera carcomida. Pero no podía, así que me limitaba a dejar mis aparejos de pesca a un lado de la puerta, quitarme las botas de agua junto a la alfombrilla de la entrada y mirar de reojo a aquella mujer cuyo odio sentía arañarme la piel y que era lo único valioso que había conseguido en toda mi vida.
La perspectiva del tiempo añade otro punto de vista a las vivencias, aunque ello no nos hace más sabios, sino más culpables. La verdad de lo que Megara era, de dónde venía, de las consecuencias que podía acarrear haberla conseguido, había estado siempre allí y yo lo sabía; pero no podía evitar quererla desde el instante en que la vi, a pesar de lo que suponía.
Los primeros meses habían sido difíciles y felices, a partes iguales. Cualquier cosa que deseara, ella la cumplía sin desagrado ni malevolencia. Su sonrisa iluminaba cada rincón de la oscura cabaña al pie del acantilado. Algunas veces, cuando una tormenta cruel se desataba en el horizonte y parecía que el mundo fuera a llegar a su fin, Megara se acurrucaba contra mi pecho hasta que las olas dejaban de fustigar la playa. Por la mañana, el mar nos regalaba las riquezas arrebatadas a algún barco naufragado, cosa que nos permitía arreglar nuestra pequeña casa y vivir holgadamente durante algún tiempo, tras el cual otro naufragio premiaba de nuevo nuestro amor y nuestra constancia. O así lo quise creer.
No obstante, tras cada tempestad la cordura de Megara parecía menguar un poco más. Sentada tras la ventana de la cocina, contemplaba las riquezas esparcidas por las olas a la luz del amanecer y, tan pronto como yo salía a recoger los frutos que nos ofrecía el implacable mar, revolvía desesperadamente cada rincón de la cabaña, haciendo pedazos cualquier obstáculo con el que se encontrara en su irrefrenable aunque infructuosa búsqueda. Cuando entraba de nuevo en la cabaña, con las manos y los bolsillos repletos de oro, joyas o especias con las que comerciar, el tiempo parecía detenerse en su mirada azul, la misma que, con el tiempo, se volvió tan negra como su alma atormentada. Las lágrimas que brillaban en sus mejillas reflejaban como espejos un dolor del que no quise darme cuenta hasta que fue demasiado tarde.
En las noches que sucedían a aquellos días me dejaba llevar por la compasión y permitía que mi esposa saliera de la cabaña. Megara caminaba descalza por la playa, junto a los cuerpos de los náufragos que todavía no había enterrado, hasta que los guijarros le hacían sangrar los pies. Le bramaba a la luna, reflejada sobre las aguas del mar en calma, hasta que la melancolía se apoderaba de ella de tal manera que tenía que impedirle que se arrojase a las olas y desapareciera en las oscuras profundidades del océano.
En una de aquellas ocasiones, observando su mirada vacía vagar por los espacios de una casa que no parecía reconocer, se me ocurrió una idea que, esperaba, cambiaría a mejor nuestras vidas. Fui un estúpido al pensar que un niño llenaría de luz nuestro hogar y de calor su corazón.
La noche que lo concebimos, la calma del mar parecía algo sobrenatural. Pensé que aquello sería un buen presagio para nuestro hijo, pero no podía estar más equivocado. En vez de mirar las aguas del océano y la carne blanca y hermosa de la mujer que yacía bajo mi peso, tendría que haber visto las lágrimas que vertían sus mudos alaridos; tendría que haberme dado cuenta de la frialdad que emanaba su piel.
Supongo que Megara sospechó enseguida su estado, aunque no me lo quiso confesar. Las dudas la asediaban y la mantenían en vela todas las noches, dejándola tan exhausta que apenas sí podía tenerse en pie. Sin embargo, cuando tuvo la certeza de que llevaba a mi vástago en las entrañas sacó fuerzas de su maldad, de la locura y del odio e intentó asesinarlo. Aquella tarde, al volver a casa con una captura inmejorable, encontré a mi esposa tendida sobre el suelo de la cabaña, con el sentido desvanecido y un río de sangre manando profusamente de su vientre.
Jamás hasta aquel instante había sentido la verdadera garra del pánico alrededor de mi alma. La levanté a pulso y la llevé al baño. Lavé su cuerpo lo mejor que supe e hice que vomitara para limpiar su estómago de lo que fuera que hubiese tomado. La mirada desvaída que me dirigió en aquel instante me atormentará toda la vida. La llevé hasta la cama y velé su sueño hasta que la conciencia volvió a despertarla. Entonces supe que su intento no había funcionado, que mi hijo seguía vivo en su interior, y ella también lo supo. Tuve que encadenar sus manos a la cabecera para que no volviera a intentarlo y permanecí en casa hasta que hubo parido. Verla de aquella manera, oír su voz susurrarme clemencia o muerte, me torturaba de una manera que no creí posible soportar.
Cuando por fin tuve a mi hijo en brazos, cuando sus ojos vivaces se abrieron al mundo desde mis manos, creí que la suerte había vuelto a nuestras vidas para quedarse, y no pude más que llorar de felicidad. Megara lloraba también, postrada en la cama como lo había estado los últimos ocho meses. Quise creer que compartía mi dicha; lo quise de verdad.
—Tienes que cuidarlo. Tienes que quererlo —recuerdo que le dije la primera vez que le permití sostenerlo en sus brazos—. Es tu hijo: sangre de tu sangre.
Megara lo miró mientras lo mecía con la suavidad del oleaje en calma y puedo asegurar que algo en ella cambió. La serenidad volvió a su mirada azul y en sus labios se pintó de nuevo una sonrisa.
—¿Qué nombre le quieres poner? —le pregunté, pensando que si accedía a nombrarle ya nunca podría hacerle daño. Ella me miró confusa, como si no hubiese entendido el significado de mis palabras. Miró el niño de arriba abajo y de nuevo a mí.
—Es tan blanco —dijo con tristeza, y sus palabras me hirieron como un arpón, porque sabía qué había esperado al saber que su bebé era un niño—. Es hermoso —repuso, antes de romper a llorar sin que la tristeza ensombreciera esta vez su llanto.
Dimos a nuestro hijo el nombre de Morgan en honor al mar, y le vimos crecer año tras año hasta que la vida se volvió de nuevo insoportable para Megara, y el odio y el rencor llenaron otra vez su corazón.
Cada día que nuestro pequeño y yo salíamos a la playa en busca de los regalos del mar, Megara se enzarzaba nuevamente en las irracionales quimeras que la hacían arrasar nuestro hogar en el vano intento de hallar algo que no estaba allí. Una noche, sin embargo, cuando las fieras olas bajo un cielo apocalíptico reclamaban las vidas y los tesoros de otro navío para otorgárnoslos por la mañana, Megara tuvo la idea que habría de desencadenar el trágico desenlace de nuestras vidas.
Pasó toda la noche acurrucada en un rincón de la cama, como solía hacer durante las terribles tormentas que precedían a los naufragios y, cuando el cielo dejó de clamar, me dijo que quería salir a la playa con nosotros por la mañana y contemplar lo que nos habían traído las olas. Yo, iluso de mí, no pude más que alegrarme pensando que mi mayor deseo se había cumplido y que Megara aceptaba su vida tal y como era junto a nosotros. De modo que accedí.
La cosecha del océano aquella clara mañana de marzo fue mayor que ninguna otra en todos los años que había compartido con mi esposa. Morgan y yo salimos corriendo de la cabaña para empezar a llenarnos ávidamente los bolsillos con cuanto pudiéramos abarcar, pero Megara, práctica como solo puede serlo una mujer, salió a la playa cargada con un capazo y el cubo de pesca. Recuerdo que la abracé al verla aparecer con todo aquello por la orilla de la playa, y que la quise todavía más por la sonrisa que se le había pintado en la cara.
Nos dejó, a nuestro hijo y a mí, recogiendo anillos y monedas mientras volvía a casa a por la cesta de mimbre en la que solíamos colocar la leña durante el invierno. Salió de nuevo con la cesta del brazo como la auténtica mujer de un pescador. Su pelo se mecía al viento, al son del suave oleaje, y sus pies descalzos pisaban la playa como si flotara en vez de caminar. Recogimos riquezas durante un buen rato; nunca habíamos recuperado tantas. La risa infantil de nuestro hijo era como una melodía hipnotizadora, tanto que perdí de vista a Megara. Si hubiese reparado en el camino hacia el que se dirigían sus pasos, todo habría sido distinto. Aunque quizás solo habría retrasado lo que hoy sé que era inevitable.
Aquella noche, cuando Morgan dormía en su camita, mi esposa y yo separamos y guardamos nuestro pequeño gran tesoro. Megara sonreía de una manera que ya casi no recordaba. ¿Cómo imaginar que lo último que deseaba en el mundo eran riquezas? Estuvimos hablando durante toda la noche como al principio, cuando casi no nos conocíamos, hasta que, apenas dos horas antes del amanecer, nos quedamos dormidos de puro agotamiento. Cuando volví a abrir los ojos, un sol ardiente empezaba a despuntar en el horizonte y Megara, toda odio y llamas, llevaba puesto el sombrero rojo que un día le había robado.
Me sobresalté al verlo, al comprender lo que significaba que al fin hubiese dado con él; mis entrañas se llenaron de terror al descubrir que no podía moverme. Me agité como una de las anguilas que tantas veces había ensartado en mis ganchos. Tenía las manos encadenadas a la cabecera y los pies atados a la cama con redes de pescar.
Una risa gutural escapaba de las branquias que Megara había recuperado; de los dientes afilados y puntiagudos que poblaban su boca ávida.
—No hace falta que grites, mi amor —me susurró con un acento cruel, repitiendo palabras que salieron un día de mis labios—: Nadie puede escucharte.
El infierno de odio, caos, sangre y venganza que desató sobre mí la que había sido mi esposa, la madre de mi hijo, dormido todavía en su pequeña cama, jamás podrá borrarse de mi mente. El dolor de las heridas que Megara me infligió con sus garras, con sus dientes y con su magia me penetró el alma y me sigue retorciendo la carne día a día. Pero de todos los males que desató sobre mí el infernal rencor de aquella mujer del mar y las tempestades, fueron dos los que me provocan el mayor dolor que nadie pueda soportar, en este mundo o en cualquiera.
El primero de ellos sucedió antes de que mi cuerpo desgarrado perdiera el sentido, cuando Megara hundió el cuerpo del pequeño Morgan bajo el agua que llenaba la bañera hasta el borde. Nuestro hijo, mi hijo, pataleó y se sacudió como un pez fuera del agua, hasta que su cuerpecito se inundó y su madre dejó de empujarle entre lágrimas.
—No puedo llevarle conmigo —siseó como para darme a entender que aquel acto atroz significaba toda la compasión que le quedaba en el alma. Luego abandonó la casa, se despojó de las ropas que le había dado mientras sus branquias se abrían al mar y la larga melena roja adquiría su color verde natural, y se adentró en el océano sin volver la vista atrás.
La segunda de mis condenas fue despertar de toda aquella locura y descubrir que Megara me había devuelto todo lo que yo le había dado. Sentado tras la ventana a través de la que solía observar el mar, habito en un cuerpo que ya no responde a mi mandato, que revive una y otra vez cada punzante momento de nuestra vida en una tortura inacabable. Estoy atado a una silla dentro de esta cabaña inmunda en la que un día encerré a una merrow por mi voluntad y contra la suya, para que cumpliera todos mis deseos y enriqueciera mis manos con la muerte de otros hombres. Comprender qué significa arrebatar la libertad y estar obligado a vivir con las consecuencias de mis atroces deseos me llevará a la locura.
Deseo que ocurra pronto, pero ya no tengo a nadie que cumpla mi voluntad.