EL DÍA
QUE DIJE NO A UN IMPERIO O VERDADES DE UNA BOTELLA
Ángel Luis Sucasas
A Nick Nolte, el más grande de los viejos.
Puedes encontrarte cualquier cosa en la bahía. Toda la basura viene aquí. Colinas y colinas de chatarra de este y otros muchos mundos.
Cualquier cosa.
Cualquiera que se te ocurra.
Vivir aquí es cómodo. Sucio, sí. Sin esperanzas, también. Pero muy cómodo.
Los viejos como yo lo tenemos muy fácil con el Concilio. Todo lo que encontremos dentro de nuestro dominio es cosa nuestra, ya sea un compilador de materia con el acelerómetro roto o una oruga de placer cargada de psicotrópicos en mal estado. Tenemos nuestro pequeño reino de mierda definido por el tratado. Y dentro de él, somos absolutos soberanos.
A los imperios, alianzas y confederaciones poco les importamos. Aquí solo estamos los viejos, los fracasados y los que no aguantan más el contacto con otra gente. Los que solo esperan la muerte, vaya. ¿A quién le vamos a importar una mierda?
Eso sí, aunque nosotros no importemos, lo que hacemos sí importa. Según los archivos de la Biblioteca, el universo civilizado se expande en unos diez millones de planetas. Y en todos ellos tienen el mismo problema: aburrimiento.
Nosotros los sacamos de su letargo. Nosotros tenemos la chispa que en las grandes metrópolis se agota muy pronto. Tenemos tiempo. Y silencio.
Con eso basta.
Nos valemos de cualquier material, cualquier deshecho (orga o arti) y lo transformamos en otra cosa. Se puede decir que vendemos baratijas. También se puede decir que son obras de arte.
En realidad, si lo piensas, tiene su gracia. Tomamos aquello que ya no tiene lugar en el mundo vivo, lo transformamos, lo empaquetamos y lo mandamos de vuelta. Nuestras obras pueden permitirse una segunda oportunidad.
Nosotros no.
El día que comienza esta historia me encontraba trabajando en mi nueva lámpara. Por cierto, eso hago. Lámparas. Puedes darme cualquier cosa; el mayor pedazo de mierda que imagines; y, con tiempo y paciencia, te devuelvo una hermosa lámpara. Porque pueden haber cambiado muchas cosas. Pero allí donde hay ojos humanos, hay miedo a la oscuridad. Y las lámparas ayudan, si no a vencerlo, sí a olvidarlo. Al menos, mientras están encendidas.
En fin, que me encontraba, como decía, trabajando en mi lámpara. Modestia aparte, era muy hermosa. Me la había encargado una cónsul de Nueva Esperanza, que, por si no lo saben, es una de las colonias del brazo Escudo-Centauro más salvajes de la galaxia. Como cualquier otra cosa en la Vía Láctea, dime quién dices ser y te diré lo que no eres.
El caso es que la cónsul, como todos los políticos, presumía de gustos refinados. Y era neo-budista, lo que complicaba la ecuación. Pero mis últimos trabajos para el Convenio no habían sido bien aceptados, por razones que no vienen al caso, y corría el riesgo de que me arrebataran mi peculiar feudo en la bahía. Si las cosas no mejoraban, podían mandarme tan lejos como al desierto de grafeno. O aún peor, darme Rejuv y reintegrarme en la sociedad galáctica. Si este fuera el caso, me aseguraría de llevarme por delante a algún petimetre y asegurarme una ejecución. Un viejo tiene un lugar para ver pasar los últimos días de su vida. Y solo uno.
Bien, la lámpara… Tubos de vacío, la carcasa de un motor Hawking, una luciérnaga Ti-Seng integrada en el metal, mucha circuitería y algo más que una pizca de talento. Y así teníamos aquella belleza radial con seis mil trescientos sesenta y dos puntos luminosos que titilaban en diversos colores para dibujar en conjunto un pequeño mandala.
Estaba teniendo problemas con la transmisión de potencial de la luciérnaga a mi circuitería integrada, que debía multiplicar la señal por diez y dividirla en una onda concreta para cada tubo de vacío. Pero, por alguna razón, ese por diez era un por siete; y un por siete peligrosamente oscilante. Tal vez algún fallo en el esquema eléctrico o algún condensador cuántico en mal estado. Y lo malo era que mis limitadas herramientas me obligaban a rastrear la superficie con un pequeño punzón rematado en un rústico sensor de campos para averiguar dónde se encontraba el problema. Aparatoso cuanto menos.
Ya casi lo tenía cuando Boris comenzó la escandalera.
—¡¡¡GI-GI-GI-GILIPOLLAS A LA VISTAAA!!! ¡¡¡GI-GI-GI…!!!
—Oído cocina, Boris. Y, joder, apaga la bocina.
—¡Que te jodan a ti y a tu sobrina!
El bueno de Boris.
En apariencia no había nada. Las colinas de basura, el cielo gris plomo y el mar sereno reflejándolo. Nada que justificara aquella impertinencia de mi servo-robot gravitoide. Pero hombre precavido…
Activé el rastreador de mi guante mecánico y barrí la tranquila estampa en busca de alguna indicación de movimiento, por leve que fuera. Un pitido apenas audible surgió de mi cubierta mano derecha.
Sí. Había algo vivo.
Casi vivo lo describiría mejor. O casi viva.
No soy un viejo especialmente baboso. Me cuesta horrores poner la lanza en ristre y no siento especial nostalgia por los tiempos en que solo con pensarlo ya tenía el acero al rojo blanco.
Pero soy un hombre, por Tero. Y tengo sangre en las venas.
Sobre la costa de desechos, desnuda como un salmón recién pescado, yacía la mujer más hermosa que había visto jamás. Y he visto muchas, créanme. Pero no como ella. No como ella.
Tenía la piel de plata. No sé explicarlo mejor. Era carne, sí, como la mía o la de cualquiera; pero de plata. No solo el color. También el brillo.
De plata también era su melena, aunque una plata más oscura, deslustrada.
Y en cuanto al cuerpo. Pues se pueden imaginar… Pechos perfectos, curvas de ensueño y una cara que apenas con vida te robaba la razón.
Comprobé su pulso y me sorprendí. Era débil y errático; pero esa no era la sorpresa. La sorpresa era el latido, la forma en que sentía la sangre palpitar bajo mis dedos. De nuevo me quedo sin saber cómo expresarlo. No se sentía… humano. En absoluto.
Le di un par de (caballerosas) bofetadas y esperé a ver si reaccionaba. Nada de nada. Le di más fuerte. Y siguió igual. En el sueño de los justos.
Hice lo único que podía hacer. La cargué en mis brazos y me la llevé a casa.
Despejé mi mesa de trabajo de cachivaches (no, no duermo), la cubrí con el abrigo más grueso, largo y semi-limpio que encontré, arrastré un taburete a su lado y me senté a contemplarla. Entonces me di cuenta de algo curioso. No respiraba. Al menos, no parecía hacerlo; no por la nariz.
Pero estaba bien viva. Y era tan hermosa…
Suspiré profundamente. Creo que me sentí muy viejo. Más viejo que nunca hasta entonces. Había renunciado a la Rejuv hacía dos ciclos. Y eso me daba como mucho… ¿Otros tres? ¿Menos? ¿Más? En cualquier caso, el tiempo volaría. Pronto debería dormir para siempre y dejar que otro transformara la mierda en lámparas.
Y mirar aquello tan joven y bello no ayudaba a olvidar cuán cerca tenía uno a la Parca. Pero no podía quitarle los ojos de encima. Era un espectáculo digno de verse.
—TOC-TOC, TOC-TOC. ¡¡¡LLAAAMAN A LA PUERTAAAA!!! TOC-TOC, TOC-TOC. LLAMAAA…
Me cagué en la puta que me parió entre dientes. Uno podía pasarse días y días sin una mísera visita. Y justo en aquel jodido momento…
—TOC-TOC, TOC-TOC…
El puñetazo que le azoté a mi siervo robótico me valió un insulto y una amenaza de abandono poco creíble. Lo ignoré y me asomé por la ventana, tratando de ver quién era. Y al verlo me sentí muy frío.
Wilbur, el Loco. Buen colega de pesca. Y confeso maniaco sexual. Solo sabía hablar de coños, tetas y ojetes; todos los coños, tetas y ojetes que no tenía. No era mal tipo, pero era, salvando a alguno de sus harapientos colegas, el peor tipo posible para el asunto que me traía entre manos.
No perdí un instante. Vacié un armario a la carrera, envolví a la chiquilla en el abrigo, la acomodé como bien pude en el interior y cerré la puerta. Y olvidé activar el códec, como lamentaría no mucho después.
Sin más, me dirigí hacia la entrada para invitar a Wilbur el Loco a matar algo de tiempo en mi humilde morada.
Llevábamos ya una hora larga de palique. Y era consciente de que me reía demasiado. De tanto en tanto, captaba una mirada sutil en mi harapiento compadre, un destello de sospecha en su único ojo visible, pues el otro se encontraba cubierto por aquel caro nano-visor del que tanto había presumido.
—¡Veo los átomos!, ¿me oyes? ¡Los átomos! —me repitió una y mil veces, extasiado—. ¡A la mierda el simulador y estar pendiente del monitor del fulcro y la palanca!
El fulcro y la palanca eran su varita mágica y sombrero de copa particular, un rastreador de hidrocarburos y un potente mutágeno radiante que alteraba los átomos a voluntad del ilusionista. Aunque Wilbur era más hechicero que ilusionista. Sus trucos eran muy reales.
Elfos, trasgos y unicornios; hombres batracio y dragones negros. Cualquier gilipollez que deseara el estúpido niñito o niñita del apoderado de turno eran recreados minuciosamente en miniatura por Wilbur el Loco. Vivos, por supuesto.
El magistral truco que le valió la fama como el más grande bioescultor conocido era su capacidad de reducir a estructuras estables los enlaces C-C. Es decir, que podía condensar la materia y mantener intactas las funciones vitales de lo creado por un tiempo más que razonable. Así, el malcriado mocoso de turno podía montar sus grandes y carísimas batallas de ejércitos mágicos en los que realmente morían sus integrantes.
Desde luego, la inteligencia de las tropas estaba muy mermada (Wilbur introducía los rudimentos básicos bélicos como si fueran instinto en sus criaturas con un Neuronet, una batería de caros algoritmos que habían revolucionado la inteligencia artificial), pero era la suficiente como para que uno se planteara unas cuantas preguntas morales sobre el ocio de los ricos.
Claro que los ricos saben tender muy bien la ropa y airearla para que no huela.
En fin, volviendo de mis divagaciones, el entusiasmo de Wilbur por su aparatejo había cedido espacio a su tema de conversación favorito: tetas, coños y ojetes. Recordados o imaginarios, pero siempre en abundancia.
Y era en mis exagerados contrapuntos de carcajadas y breves réplicas obscenas, que no había evitado, donde me ganaba aquellas breves y suspicaces miradas. No soy un hombre particularmente efusivo o expresivo. Me río cuando quiero reírme y no cuando quieren que me ría.
Y supongo que Wilbur el Loco no lo estaba tanto como para no captar el cambio.
—¡Tenías que haberla visto! —estaba diciendo, medio ahogado en carcajadas—. ¡Era tan cerda que se hizo operar para tener un segundo coño! ¡¡¡Un segundo coño, por el amor de Teru!!! ¡Ja, ja! ¡Y qué buen partido le sacó!
A esa confesión le siguieron largos minutos de desternille compartidos. Creo que hasta llegué a llorar de gozo, para mi vergüenza, no tan fingido como debiera. Y no fue hasta que Wilbur pudo retomar el habla que la navaja enseñó su filo.
—Y bueno, tú qué, ¿compañero? ¿Qué me dices de tu cerda?
Increíblemente, mi sonrisa despistada y mi réplica fueron sinceras. Por un instante, me había olvidado de mi particular ropa perdida.
—¿Qué? —pregunté bobamente—. ¿De qué coño hablas?
—Del que tienes fresco y mojadito en el armario, amigo. De ese coño hablo.
Evidentemente silencio. Del que cortaba. La sonrisa se borró de mi rostro y se acentuó extrañamente en el de Wilbur, haciéndose peculiarmente cruel.
—No sé de qué estás hablando —me atreví a contestar, pensando en el pequeño aturdidor que aguardaba en uno de mis bolsillos.
—Oh, vamos, vamos, no seas modesto. —Qué poco me gustó aquella sonrisa—. Estoy impresionado. Francamente, siempre pensé que eras un poco pichafloja; alguna puta que te había partido el corazón o algo parecido. No te imaginaba de fulcro o de palanca con otro camarada. Y veo que no me equivocaba.
Mi mano izquierda casi había alcanzado su objetivo. Y la había movido tan lentamente que creí imposible el que mi invitado hubiera notado el cambio.
—Pero los buenos chochos hay que compartirlos con los amigos, ¿no? Y puedes dejar libre esa mano izquierda, te llevo encañonando desde hace un rato.
Miré una de sus manos. Idiota de mí. Era cierto.
—Ahora te diré lo que va a pasar. —Por fin había dejado de sonreír; no me sentí mejor—. Te dejaré tieso. No te mataré. Pero te dejaré tieso. Me caes bien. Eres un tipo decente que sabe escuchar a los viejos trastos como yo. Pero este chochito se va a mi casa. Y no hay más que hablar.
Me gustaría decir que esquivé milagrosamente su disparo, lo derribé al suelo y le di la paliza de su perra vida.
Pero la verdad es que ni pude hacer el primer gesto.
Así terminó de hablar, así me disparó.
Me desmayé, llevándome de recuerdo al lado oscuro las obscenas risitas de Wilbur el Loco.
Habían pasado muchas horas. Cuatro o más. El cielo rosado que se veía tras mis ventanas me lo decía muy claramente. Así que todo lo que pudiera haberle pasado a mi bello hallazgo probablemente había pasado ya.
Y el pensamiento de un rescate era una locura; una ni de las que Wilbur el Loco se atrevería a cometer.
Cada ciudadano de la Bahía, y de toda Vieja Tierra, tenía su miserable cuchitril y su miserable parcela por foro. Nadie podía traspasar tu frontera sin tu permiso. Nadie. Los servo-robots y otras amenazas dispuestas para el visitante no deseado cuidaban muy bien de que fuera así.
Y además, los galácticos velaban desde las alturas. Una violación del régimen terrestre se saldaba tajantemente en favor del ofensor con sumaria eficacia. Las tierras del responsable del agravio y su expulsión de territorio terrícola.
Así que pensar en allanar las muchas parcelas, ni la mitad amistosas, que me separaban de Wilbur el Loco era, como bien he dicho, una locura. Me podía costar muy caro. Tan caro como los malolientes despojos que me quedaban de vida.
Pero no podía quitarme de la cabeza la idea. Y cuando un hombre ya solo espera la muerte, cualquier idea que no puede quitarse de la cabeza es una que hará o morirá en el intento de llevarla a cabo.
Así que mandé a la mierda al destino y me puse manos a la obra.
Y algo bueno puedo decir de mí sin temor a ser un fatuo. Trabajo bien bajo presión.
Muy bien.
El plan había salido a pedir de boca. Modifiqué mis servos en tiempo récord y los convertí en unos guerrilleros señuelo de primera. Les di una breve ventaja para que montaran el escándalo suficiente en las parcelas que atravesaban la ruta hasta Wilbur y luego monté en mi Slider y puse al rojo vivo su condensador de fluzo.
A seis clics por segundo, me planté en la propiedad de Wilbur en menos de veinte. Y sin un rasguño. Mis señuelos habían cubierto bien mi incursión.
Para los mecánicos perros guardianes de mi compadre tenía una pequeña sorpresa ilegal que de descubrirse ya me podría costar el exilio. Un pequeño orbe poco mayor que una canica que podía detonar un EMP equivalente a una atómica de seis kilotones.
Por fortuna, también traía un regulador de intensidad. Tampoco quería joder los enchufes de todo el vecindario.
Activé mi ilegal aparatito y vi con satisfacción cómo los drones y los servo-robots caían desmadejados al suelo antes de poder reducirme más o menos dolorosamente.
Sin perder un instante, abrí de un tirón la vetusta puerta del chamizo de Wilbur y entré en el interior lleno de sombras.
Hay cosas que, de verlas, pueden hacerte perder la razón. Pasa como con un cristal sometido a la exigencia de una voz muy aguda. Media octava más y las grietas acabarán con la pieza para siempre.
Ahí me quedé yo. A media octava más.
Tras mi breve exploración en la miserable chabola de Wilbur, más miserable aún que la mía, hallé al fin a princesa y dragón en el mismo cuarto. Es decir, a princesa y lo que quedaba de dragón.
Wilbur el Loco seguía siendo Wilbur el Loco por encima del cuello. Por debajo era una… cosa muy difícil de describir. Y de contemplar. Pero haré lo que pueda por describirlo, pues este es mi pequeño compromiso con la verdad y la memoria, le importe a quien le importe.
Aún tenía un torso. Y cuatro miembros saliendo de él. Pero ni el uno ni los otros tenían nada que ver con lo humano. Bueno, he de corregirme. Apenas tenían nada que ver con lo humano, pues lo más terrible era que aún se podía distinguir la materia prima, por así llamarla, con la que se había esculpido aquel horror.
Una salamandra es el símil más cercano que se me ocurre. En varios tonos de verde y azul, con sus planas manitas delanteras y traseras de cuatro y cinco dedos. De hecho, pensando en el cinco, he de corregirme de nuevo, pues también eran cinco los miembros, sin contar la cabeza, que se prolongaban del tronco. Una cola a medio formar, de un asqueroso color verde fango, se agitaba débilmente.
Y lo más horrible era el apestoso líquido que exudaba por cada poro. Algo parecido al líquido amniótico que protege los fetos, pero como si sus sustancias se hubieran corrompido hasta formar un mejunje burbujeante de insufrible hedor.
No vacilé un instante. Saqué mi bláster, apunté al gimoteante rostro y descargué un proyectil acelerado sobre aquel vestigio humano de lo que había sido Wilbur el Loco. Una explosión de sesos, sangre y esquirlas de hueso fue el adecuado final para aquella pesadilla.
Bella, por su parte, no decía nada. Seguía tan muda como cuando la había encontrado. Pero ya estaba despierta, encogida contra una pared y abrazándose las rodillas, contra las que se apretaba su oculta faz. Aquella bella faz que tanto ansiaba contemplar despierta por lo mucho que me había fascinado dormida. ¿Qué ojos adornarían aquel rostro? Ah, tendría que haber sido un poeta para poder imaginarlos.
Tras un par de amables palabras y suaves caricias, los temblores cesaron. Y mi pregunta quedó contestada cuando el rostro se apartó del velo de sus muslos y me miró frente a frente.
Ya lo dije. No soy un poeta. Así que no puedo contar lo que vi.
Pensándolo ahora, la escena tiene su gracia. Patética y grotesca, pero la tiene. Un viejo de vientre flojo y vestidura más bien reprobable llevando en brazos a una belleza de fábula en sus aún fuertes pero cansados brazos.
Entonces no le vi gracia alguna, la verdad. Supongo que me creía el triunfante héroe de algún holo. O una especie de Mesías de la belleza cargando con su verdad revelada.
Claro que mi epifanía duró cuatro suspiros. O media docena de pasos. Un trío de Sliders surgieron del horizonte y en un instante pasaron de ser motas indistinguibles a presentarse en todo su cromado y hortera esplendor.
A sus lomos, los tres hermanos Piojo: Costras, Sarna y Ladillas. Así los llamaba y así los sigo llamando, pues nunca supe ni me interesé por sus verdaderos nombres. Eran tres paletos de alguna colonia perdida en la Nube Magallánica donde un padre bien podía ser a la vez hermano o abuelo. Vecinos y buenos amigos de Wilbur, como era de prever dada su compartida pasión por las charlas de tetas, coños y ojetes.
Y allí estaba yo, sosteniendo en mis brazos la sagrada trinidad que aquel trío de salvajes había visto en su vida.
Nuevamente, preferiría mentir y teñir la realidad de heroísmo. Pero debo ser valiente. Al menos ante quien mejor conozco.
Creo que me dio tiempo a cagarme en la puta que los parió antes de que me alcanzara el láser que me rebanó una pierna. O tal vez lo hice mentalmente.
Lo que es seguro es que chillé como una niña y sangré como un cerdo.
Luego vino, por segunda vez en aquel largo día, la bendita oscuridad del desmayo.
Aquello parecía tener sus peculiares e ineludibles ritmos; una serie de fases que había que pasar sí o sí por mucho que uno deseara no hacerlo.
Después del desmayo, aguardaba el horror.
Y esta vez tardó menos en llegar.
Antes me sacudió la sorpresa. Mi pierna izquierda, que había sido limpiamente rebanada sobre la rodilla por un rayo púrpura, lucía en toda su anciana gloria. Y algo más allá de aquel nuevo milagro que contemplaba embobado, yacía el horror. El trío de horrores.
Costras, Sarna y Ladillas. Babosa, araña y lagartija. Con una oreja por allí, un ojo por allá… una mano de dedos residuales que temblaba de terror y tormento… bocas resbalando entre la carne mutante y aún tratando de exhalar un aullido sin garganta que pudiera tomar aliento… Toda una visión.
Y mi bella, con el rostro oculto tras sus rodillas para completar el déjà vu, en el centro de la debacle.
Tres disparos del bláster completaron la tragedia.
Luego nos montamos en el speeder y volamos hacia mi hogar.
Nunca lo había echado tanto de menos.
Si me he decidido a contar los horrores, también contaré las partes dulces. Y nada hubo más dulce que aquella primera vez.
Junté todos los trapos de mi cuchitril e improvisé en la mesa de trabajo el mejor lecho del que fui capaz. La dejé en él e intenté no derretirme por la gratitud que expresaban sus ojos, esos ojos que ni intento describir porque están más allá de las palabras.
Le sonreí. Le acaricié la mejilla. E hice el gesto de marcharme. Y digo el gesto porque algo no me dejó. Su mano en mi muñeca. Reteniéndome.
He dicho que lo contaría todo. Mentí.
Lo que sucedió después es asunto mío.
No hubo horror tras la oscuridad del sueño, tal vez precisamente por ser sueño y no desmayo. Pero los milagros no cesaron.
La vejez es una puta bien traicionera. Te pone los dedos encima día a día. Y ni a hostias te suelta. Se te cae el vientre, los pectorales se vuelven fláccidas tetas y manchas, varices y demás regalos van transformando tu cuerpo en algo que odias mirar reflejado en un espejo.
Por eso cuando me reflejé en la abigarrada cornucopia que colgaba en mi cuarto de baño (aun medio dormido, pues era visita de viejo la que me llevaba al aseo de madrugada) me quedé sin aliento. Era yo. El yo de hacía cinco décadas. Un joven de carnes prietas y magras. Una dura estatua en que cada músculo parecía marcado con cincel y no con el constante ejercicio.
De hecho, era algo más que el yo que había perdido. Era el yo que nunca fui. Un súper-yo. Una visión idealizada que en honor a la verdad jamás había alcanzado ni en lo más lozano de mi juventud.
Cuando desperté a mi compañera buscando explicación al milagro, me respondió con una risa que pronto fue ronroneo.
Estrené mi juventud con el vigor y ejercicio que merecía.
Otra vez el despertar. Y otra vez un vuelco al corazón.
Ella no estaba allí.
¿Podía haber sido todo un sueño? ¿Podría aquella puta llamada senectud hacer tanto honor a su profesión? Y aunque fuera así, ¿quién me robaba el recuerdo de tal sueño? ¿Era suficiente con eso?
Por fortuna, no hubo que contestar amargamente a tales preguntas. Porque seguía siendo joven. Y eso era respuesta suficiente.
Me vestí, salí al exterior y busqué a mi amada.
Estaba a la vera del mar, sentada sobre la costa de desperdicios y resplandeciendo como una estatua de plata viviente. Su mano izquierda estaba extendida y resplandecía a intervalos, acompañada de un tintineo de campanillas. El haz que surgía del resplandor penetraba en las aguas del océano como si fuera un faro apuntando a un tesoro oculto.
Me senté a su lado y compartí una mirada y una sonrisa. Ella me las devolvió, tierna y fugaz. Toda su atención estaba en las aguas y en su mano brillante.
De improviso, me tomó por las muñecas y me obligó a mirarla directamente a los ojos.
Entonces se me concedió el vínculo más sagrado e imposible con cualquier ser que no seamos nosotros mismos. Me sumergí en sus pensamientos.
Retales fugaces y desordenados. Un despertar burbujeante. Hombres con trajes; armaduras de combate. Una red sónica tratando de doblegarla. Luego un canto, el suyo, y los hombres sufrían aquel horror mutágeno. Nadar. Nadar y nadar en lo profundo del océano hasta perder las fuerzas. Y luego ascender, emerger y, agotada, dejarse llevar por el capricho de las olas. Un vagar inconsciente hasta la costa. Y mi rostro, mi antiguo y viejo rostro, como último engarce en la cadena de recuerdos.
Era más que suficiente para entender.
Sin la menor duda, accedí a su tímida pregunta formulada por aquel leve vínculo telepático.
Su canto moldeó mi ser con nuevos cambios.
Luego hizo lo propio con su cuerpo.
Juntos, coleando con nuestra nueva y escamosa realidad bajo la cintura, nos sumergimos en las frías aguas. Y dejamos atrás el ardiente sol y las tierras de basura que iluminaba.
No sé cuánto duró la odisea bajo el mar. Sé que fueron días, porque la leve luz del sol se fue muchas veces y nos dejó vagando entre tinieblas, con solo la titilante luz guía de mi amada como hechizo contra la negrura.
Para un hacedor de lámparas, la oscuridad es el enemigo. Hacemos lámparas, o al menos yo las hago, porque tememos a ese enemigo. Lo tememos como si fuéramos niños. Así que la situación no era precisamente la deseada.
Pero mi mano siempre se cerraba en torno a la de mi amor y, cuando el miedo me vencía y me negaba a seguir nadando, ella se acercaba a mí y compartíamos nuestra pasión.
Solos, completamente solos, amándonos en un mundo de sombras infinitamente vivo.
Todo encuentra su final. Es algo que he aprendido y de lo que estoy completamente convencido, ahora que tan cerca tengo el mío. Y así nuestro viaje bajo las aguas alcanzó su destino en el interior de una inmensa montaña submarina.
Dentro de su seno, protegida por una burbuja de algo tibio y seguramente vivo, yacía la ciudad más hermosa que jamás hubiese visto. La ciudad de plata. Así quise llamarla. Y, aunque fuera sencillo, no era un mal nombre.
Se extendía radialmente, adaptándose a la esférica configuración de su burbuja protectora. Era de una belleza barroca pero ya decrépita, cubierta de pólipos, corales y anémonas, guardianas del olvido que suplían bajo las aguas a hiedra, moho o telarañas. Pero de alguna manera aquel abandono aumentaba su belleza. La hacía irreal y solemne, salida de un sueño.
Lo más llamativo en su arquitectura eran sus cientos de estatuas. Estaban por todas partes. Sirenas y náyades y hombres tritón; y caballitos de mar gigantes y dragones abisales enjaezados como monturas, y muchas cosas más a las que no sabría ponerle nombre.
El resplandor de la mano nos llevaba a un lugar concreto, en lo profundo de la metrópoli, pero de camino hicimos una pequeña parada obligados por el asombro.
Ante nosotros, en un enorme puente flanqueado de estatuas, se hallaban la nave y los cadáveres mutados que había visto en los recuerdos de mi amor. Y también el primer pedestal vacío que nos habíamos topado hasta el momento.
Las implicaciones de aquel descubrimiento nos tocaron a ambos y las compartimos a través del vínculo que no necesitaba de palabras.
Luego, seguimos avanzando y avanzando, dejando atrás palacios, avenidas, puentes y sagrarios, y mil y un maravillas que merecerían contemplarse en silencio por toda una vida.
Pero teníamos un objetivo que había que cumplir. Y ese objetivo lo dictaba la mano. La mano y la luz.
Aquella sala era muy distinta. Sí, sí, muy bella como las otras, pero… pero muy distinta. Tenía un aura diferente. Tenía poder.
Mi amada y yo avanzamos de la mano, ella muda como siempre y yo callado porque callarse parecía lo correcto. Solo se oían nuestros pasos, perdiéndose en el lejano y abovedado techo.
Caminábamos entre estatuas. Estatuas de gigantes.
A algunos los reconocí de mis lecturas; particularmente del mitólogo y bucanero interestelar E. H. Stardust, el mejor narrador que me haya encontrado nunca en breves y sencillas palabras. Aquella cosa de allí de cuerpo serpentino y largas espinas dorsales brotando entre las escamas era un leviatán. Aquella de allá, todo tentáculos y una enorme y bulbosa cabeza, un kraken. Y encontramos muchas más en el camino. Todas gigantescas. Todas sublimes.
Al fin llegamos al centro de la sala que era a su vez centro de la ciudad. Y justo en ese corazón de corazón, había un tercero, un zafiro tan grande como un puño de branktor flotando sobre un altar. De él emergían extraños símbolos luminosos, cosas que tal vez fueran números o palabras o algo entremedias de ambos.
Mi amada me miró y vi miedo en sus ojos por primera vez. Como si supiera (y seguramente fuera así) que poner las manos sobre tal joya iba a cambiarlo todo. Y tanto me quería que sentí a través de nuestro vínculo que podría darle la espalda, retirarse conmigo adonde fuera y vivir tranquilamente hasta el final de nuestros días.
Aun hoy no sé por qué cerré mi mano sobre la suya, la miré a los ojos con amor y asentí con la cabeza.
El caso es que lo hice.
Y ella, al fin, puso sus manos sobre la joya.
Frío, el frío más intenso. El frío absoluto del vacío entre estrellas penetrando sus dedos y uniendo su cuerpo y el mío en un helor insondable. Luego dos rostros, uno de hombre y otro de mujer, formados sin forma de esa materia oscura. Sonriéndose, retándose. De algún modo, sabíamos sus nombres. Ciencia. Magia. Orden. Caos.
El estallido, el primero de todos. Y luego la luz infinita. Llamas que son nubes que son estrellas. Millones de estrellas. Galaxias.
Una galaxia en concreto. Un brazo de esa galaxia. Una estrella y sus nueve planetas más cercanos. El tercer planeta más próximo: nuestra Vieja Tierra.
El mundo de volcanes y relámpagos. La sopa primigenia. Células dividiéndose. El primer ser que abandona el agua. Junglas exuberantes y titanes de escamas y sangre caliente. El hombre, sabiendo por primera vez quién es. La historia, guerras y ruina y esperanza y gloria. La conquista de las estrellas. El universo. Y en paralelo, aquellos que habíamos olvidado o exterminado. Ogros, trasgos, elfos y hadas; náyades, ninfas, kraken y sirenas. Arrastrados de sus hogares. Convertidos en artículo de goce, diversión o sacrificio por el hombre, la más cruel de las bestias. Su último refugio, el Panthalassa, una montaña sumergida en lo más profundo del océano. Y en su útero de roca, la ciudad de plata y los restos del imperio de magia durmiendo en la piedra.
Y así dormirían, hasta que la primera estatua despertara y decidiera si era hora de equilibrar la balanza a favor de la Gran Dama.
Todo eso vi y su recuerdo me inspira a través del vínculo con mi amada. Otro mundo, otra historia paralela a la nuestra. Otros seres con otros pensamientos. Otro modo de ver la existencia con el que, inevitablemente, el hombre no podría hacer más que luchar. Hasta el fin.
Mi amada alejó sus dedos del corazón de la Ciudad de Plata y volvió a mirarla. Ahora ardía en sus ojos otro fuego bien distinto. Ira. Gloria. Éxtasis.
Asentí con un cabeceo, sintiéndome muy viejo. Y dejé ir la mano que me había acompañado durante todo aquel viaje.
Suavemente, las dos manos de la primera estatua en despertar se posaron sobre aquel reducto de su vieja madre. Y, acercando los labios a los remolinos centelleantes que ardían en su interior, le susurró una palabra.
Y las estatuas despertaron.
Te preguntarás, viajero que has encontrado esta botella, qué fue de aquel anciano muchacho y de su amada reina sirena, pues reina fue.
Lo que puedo contarte es que hubo una pregunta, unos ojos que me suplicaban y una corona sobre mis sienes.
Y a eso solo podía contestar con una palabra.
No.
¿Por qué? Es difícil saberlo… Incluso ahora, que ya voy terminando esta inútil tarea en el papel dictante que absorbe y adorna levemente mis palabras para que suenen en ti más bellas, me cuesta encontrar una respuesta.
Tal vez fuera porque en el cuerpo lozano de aquel joven titilaba, muy débil, el alma de un viejo. Y eran demasiados, cuerpo, corona y rey para tan poca vela.
Por eso dije no y por eso pedí una sola cosa, que me fue a bien concedida.
Volver aquí, con todos mis años, a la bahía y gastarlos en alumbrar nuevas lámparas para aquellos que aún precisen vencer, en esta nueva era de razón contra pasión, los miedos que vacilan entre tinieblas.
A fin de cuentas, puedes encontrarte cualquier cosa en la bahía.
Y más que nada tiempo.
Tiempo y silencio.
Y eso es todo lo que un viejo puede pedir.
Basta.
Basta ya.
Que nade la botella.
Que nade sobre el mar.