Introducción

Mario Villanueva, exgobernador de Quintana Roo, fue el último miembro de la alta clase política que cayó en prisión. Eso fue en 1999, antes del triunfo de Vicente Fox y del arribo del llamado gobierno de la alternancia. Desde entonces, todos los amagos para enjuiciar por corrupción a peces gordos en México han terminado en negociaciones y perdones judiciales: El «Góber Precioso» Mario Marín fue exonerado por la Suprema Corte; Arturo Montiel obtuvo el perdón de manos de su delfín, Enrique Peña Nieto, a quien había hecho gobernador; el líder sindical Napoleón Gómez Urrutia vive en exilio dorado gracias a la incapacidad de las autoridades del Trabajo para poder demostrar lo obvio; el líder petrolero Carlos Romero Deschamps fue exculpado en virtud de las negociaciones entre el PRI y Los Pinos; los hermanos Bribiesca, hijos de Marta Sahagún, están blindados por la protección panista y Norberto Rivera, al parecer, gozó de protección celestial entre los tribunales que lo juzgaban por el delito de encumbramiento de un sacerdote pederasta.

Pese a todo, estas oportunidades fallidas fueron casos excepcionales. Al menos tuvieron oportunidad de llegar a instancias jurídicas de distinta índole. Lo normal es que los delitos de los poderosos no puedan tocarse ni con el pétalo de un rosa, mucho menos enjuiciarse y sentenciarse.

La democracia, si como tal asumimos la competencia electoral que logró instalarse en México después de setenta años de régimen unipartidista, no ha disminuido la impunidad. En todo caso, la ha fortalecido. En la década anterior, el más poderoso líder sindical del momento fue a la cárcel (el llamado Quinazo, equivalente hoyen día a condenar a Elba Esther Gordillo); el hermano del presidente saliente terminó en prisión; fueron depuestos quince gobernadores; la Procuraduría General de la República fue entregada a la oposición; la Secodam fue dirigida por un priista representante de una facción opuesta al gabinete vigente (Arsenio Farell); un general fue encarcelado por narcotráfico y Gutiérrez Rebollo, el entonces denominado «zar contra las drogas», fue aprehendido; varios dueños de bancos y empresarios fueron perseguidos Jorge Lankenau, Ángel Rodríguez, el «Divino», Carlos Cabal Peniche, Gerardo de Prevoisin, entre otros.

A partir del año 2000 paró en seco esa tibia e incipiente tendencia. Las instancias diseñadas en los años noventa para introducir mecanismos de control y rendición de cuentas de los poderosos han fracasado o han sido neutralizados. La Secodam, actualmente Secretaría de la Función Pública, concebida para eliminar la corrupción en la administración pública, es un elefante blanco en manos de un incondicional del propio gobierno; el IFE terminó siendo una representación de los partidos políticos a los cuales se supone debe supervisar; las comisiones de competencia y regulación, destinadas a impedir los abusos de los monopolios, son controladas por personeros de los grandes grupos empresariales y mediáticos; la Comisión de Derechos Humanos, CNDH, responsable de documentar y procesar la violación de derechos humanos de parte de las autoridades, fue neutralizada entregándosela a un aliado del poder.

Los poderes de facto hicieron alianzas, delimitaron territorios y establecieron una premisa que parece decir: «nunca contra alguno de nosotros». Gracias a ello, los esbirros de Ulises Ruiz, de Oaxaca, pudieron burlar la justicia pese a la desaparición de Una decena de personas, que incluyeron la muerte de un periodista extranjero. La nación entera escuchó la voz de Mario Marín mientras vendía la justicia al empresario Kamel Nacif; los Bribiesca se convirtieron en multimillonarios repentinos gracias a Pemex y el Fobaproa-Ipab. Todos ellos están libres.

Mientras tanto, el narcomenudeo y los sicarios se han apropiado de las calles. Controlan presidencias municipales en las sierras, hacen ajusticiamientos a dos cuadras de oficinas de la PGR, organizan sus propios retenes, despliegan mantas de manera simultánea en varias ciudades.

La impunidad de los poderes salvajes no es más que un reflejo de la impunidad de los poderes formales. Capas de los cárteles y procuradores, líderes políticos y élite empresarial, se saben en México por encima de la ley. Sin duda, la sociedad mexicana ha hecho notables progresos en muchos campos de cara a la apertura y la modernidad. Sin embargo, en lo que respecta a la corrupción, el país experimenta una preocupante regresión. El PAN, como partido de oposición hizo de la crítica a la impunidad una bandera a lo largo de cincuenta años; se convirtió en cómplice activo y pasivo de la corrupción una vez que conquistó el poder. Los otros dos partidos no lo han hecho mejor.

El libro Los intocables documenta algunas historias ejemplares que dan cuenta de este proceso. Hombres y mujeres que gracias a su poder, celebridad o riqueza viven, literalmente, al margen de la justicia.

Los más obvios son los políticos millonarios y todopoderosos que se han encumbrado a pesar de exhibir trayectorias plagadas de escándalos de diversa índole. Hemos elegido cuatro casos, pero podrían ser varias docenas: Emilio Gamboa, coordinador de los priistas en la Cámara de Diputados en el periodo 2006-2009; Jorge Hank Rhon, vástago de uno de los más poderosos clanes políticos, ex alcalde de Tijuana y multimillonario propietario de casinos de juego; Diego Fernández de Cevallos, un cacique panista, inmensamente rico gracias a su doble carácter de miembro del Estado y abogado de demandas en contra del erario público; Marta Sahagún y los Bribiesca, que reescriben una nueva versión de la historia antigua del enriquecimiento por tráfico de influencias. Jenaro Villamil, Marco Lara, Roberto Rock y Rita Varela, cuatro extraordinarios periodistas, dan cuenta de los trasfondos de estas trayectorias. Ninguna descripción de la impunidad de la clase política quedaría completa sin tratar el caso de los gobernadores. La democracia mexicana y sus vacíos de poder los han convertido en verdaderos señores feudales en sus territorios. El autor de estas líneas describe a los grandes beneficiarios de la fragmentación del poder en México: del «Góber Bailador» Humberto Moreira, en Coahuila, al «Piadoso» Emilio González Márquez, en Jalisco, pasando por los hermanos incómodos de Bours, Natividad González, Zeferino Torreblanca, entre otros. Los políticos pueden ser los más visibles, pero no son los únicos que están más allá del bien y el mal. El cardenal Juan Sandoval Íñiguez, líder espiritual de buena parte de la derecha ultraconservadora, varios gobernadores incluidos, es uno de los mayores intocables en México, como lo muestra el texto de Sanjuana Martínez, autora de varios libros sobre el lado oscuro de los prelados.

El caso de José Luis Soberanes, presidente de la CNDH, resultó imprescindible porque se ha convertido en un cancerbero que garantiza la impunidad de algunos intocables. La periodista Lydia Cacho, que algo sabe del tema, documenta esta historia.

Los grandes ausentes en este texto son los capitanes empresariales, verdaderos titiriteros del teatro de la impunidad en México. En realidad, el libro Los intocables constituye una suerte de segundo volumen de Los amos de México, que presentamos en 2007, sobre los dueños del dinero. Luego de las once historias de vida de los principales multimillonarios del país tratado en aquel texto, consideramos pertinente dedicar este volumen a otros gremios.

Sin embargo, incluimos el peculiar caso del empresario Víctor González Torres, el «Doctor Simi», pues ha sido un personaje recurrente de la vida pública luego de su participación en la campaña presidencial de 2006. Ricardo Raphael arroja luz sobre los verdaderos motivos de su incursión política y los oscuros entretelones del imperio que ha construido.

Finalmente, desarrolladas por Mauricio Carrera y Alejandro Páez Varela, respectivamente, se incluyen las historias de vida de la conductora de televisión Pati Chapoy y del ex boxeador Julio César Chávez. Quizá sus fallas y errores no tienen el carácter francamente criminal que exhiben otras trayectorias en este libro. La inclusión de Chapoy y JC obedece al interés de documentar otras áreas de la vida pública, en las que la fama y el poder mediático hacen intocables a algunos personajes.

Algunos autores pudieron entrevistar personalmente a los biografiados (es el caso de Jorge Hank, Pati Chapoy, Diego Fernández de Cevallos); todos fueron el resultado de diversas entrevistas con amigos y enemigos, admiradores y detractores, testigos de defensa y de descargo de las trayectorias aquí relatadas. Fernando Hernández Hurías aportó un documentado expediente hemerográfico de cada caso. Las propuestas de Gabriel Sandoval, editor de Planeta, fueron decisivas en la conjunción de esta obra.

Las diez historias de impunidad incluidas no buscan simplemente documentar el pesimismo o inventariar nuestras desgracias. Por el contrario, el libro parte de la convicción de que la única manera de combatir la corrupción es entendiendo los intrincados y sutiles mecanismos que la construyen. La revelación desmenuzada de la manera en que viven y se reproducen Los intocables es el primer paso de un largo camino para hacerlos tocables. El principio del fin de la impunidad consiste en asegurarse de que esas infamias no sean ignoradas.

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Septiembre, 2008