EL GÂLOUP

… POR fin, esta noche, en este bosque, siento revivir el humus. A través de sus poros, la raíces exhalan un exceso de savia nueva. Este olor negro que va ligado al frío: el uno me raspa el vientre por dentro, el otro me lo ara por fuera como una reja de múltiples uñas.

Pero ni la negrura ni el frío me sacian. Para avivar el odio y el dolor necesito ir a pastos mejores; porque la noche, mi terreno de vida, está también hambrienta de otros odios y otros dolores.

Y las estrellas que tachonan el cielo jalonan mis vagabundeos.

Los hombres me atribuyen necedad, torpeza… ¡Ah, los hombres! Se consideran dueños únicos de esta vulnerable bola de tierra, su nido obediente del espacio, cuando ya, desde su creación, se halla dominada por un eterno y poderoso soberano bifronte que la ha confiado a dos colonos inestables pero de fuerzas iguales, el uno negro: la noche, mi terreno de pasto; el otro blanco: el día, el de los hombres. Los dos se pelean, invadiendo poco a poco la parte del otro en un imperceptible pero constante juego de fuerzas, establecido de antemano, que no les deja en definitiva más que un tiempo limitado, por turno, de victoria…

Grrr… y yo, ¿acaso no soy también un señor, a mi manera? Señor del miedo de los hombres, vivo de noche y muero de día… Me llaman torpe, pero no se fían. Me amenazan, pero huyen de mí…

Esta noche, mis garras se hincan en un suelo de terciopelo azabache y lo desgarran profundamente, dándome la sensación de tomar posesión de una carne tierna.

Mi carrera surca la oscuridad igual que ella surca mi vientre vacío… siempre vacío… Mis hambres son el terror de los hombres. Son la quintaesencia de todos los apetitos de un mundo maléfico… el mío. Me es imposible contenerlas. Mi vientre exige de continuo… sus ansias son largas como la duración de la noche inexorablemente renovada cada crepúsculo… Grrr… Todo lo que me apetece debe ser mío en seguida…

Por supuesto, si no corriese así, sin cesar, quizá conservaría las fuerzas arrebatadas a mis víctimas… Pero no me está permitido permanecer en un mismo sitio sin necesidad: los hombres destruirían entonces mis fuerzas para calmar su constante apetito de quietud.

Durante siete años, mis patas me llevarán de las landas a los apriscos; del bosque helado al establo tibio.

Durante siete años, vendrá la Tuerta, la Luna, a espiarme con su ojo pálido y único, adoptando formas diversas para hacerme creer, cada vez, que es otra curiosa… Y siempre me obligará a aullar contra su provocación impasible.

Durante siete años, agudos como el frío de los vientos incoloros: penetrantes como el agua de las nubes impalpables.

Durante siete años me dolerá el vientre.

Durante siete años, los hombres pedirán e implorarán un amo distinto del verdadero, como si su Dios de dulzura pudiese prevalecer frente el mío, constelado de escamas y agitando brasas.

Durante siete años, afilados como siete espadas de acero, estaré condenado a no saber quién soy en verdad: hombre o árbol, ave o guijarro.

Mis suspiros serán aullidos; mi bebida, sangre; mi alimento, montañas de animales tiernos y calientes… Y cuando ya no queden, me alimentaré de hombres…

Cuando salga de este bosque cuyas múltiples patas inmóviles, de raíces garrudas y córneas, poseen la tierra hasta el fondo… Cuando entre mi hambre embotada y esas gruesas paredes que el hombre ha levantado allá alrededor de sus esclavos de lana, no haya sino un cuadrado de tierra todavía en rastrojo, seré una forma larga, rápida, ágil… un relámpago sombrío, jadeando en la penumbra…

*   *   *

—¡Mirad!, sus huellas acaban aquí… Después no hay nada… —grita de pronto Tillet que, más ligero que los otros tres, ha llegado primero a la linde del rastrojo.

Después, está el bosque de la Cornuyeré… Después, a pesar del sol fresco de la mañana, está el misterio opaco que apilan en seguida los que una vez allí, por falta de valor, no son capaces de seguir. Después, empieza el presunto reino de esa fiera que anoche, tras conseguir entrar malignamente en el corral de Tillet, pese a tener bien echado el cerrojo, le ha degollado veinte corderos y devorado otros veinte.

—Un lobo atrevido —gruñe Girard, paseando de derecha a izquierda el cañón helado de su escopeta, sin atreverse a dar la espalda al bosque.

—¡Ah, maldito lobo… como te encuentre te hago picadillo! —ruge Tillet con una voz astillada que se clava en los tímpanos de los otros. Y es que, como hombre activo, en vez de quejarse, se enfurece hasta ahogarse; a tal punto que la sangre se le sube a la cabeza y se la tiñe de una cólera púrpura.

Y empieza a disparar al azar, una y otra vez, hacia el hostil aunque tranquilo pinar por donde ha huido sin dejar rastro ese lobo ahíto de lo que era de él.

Y Girard y Thévaut se ponen a disparar también como si el animal acabara de plantarse de pronto ante ellos, como un blanco visible y paciente ofrecido a la ira de sus rayos.

—¡Maldito lobo! —aúlla Thévaut a su vez, gris como la guerra.

—Ya podría nuestro plomo tomarse la molestia de ir tras él —suelta sordamente Girard que, escaso de cartuchos, siente que le flaquea el valor y tiene prisa por volver.

—Sí… sí… —dice entonces sentencioso el viejo Loreux, de los Mafliers, que, hasta ahora sólo ha participado con los ojos y las piernas en esta cacería frustrada—, sí, pero yo no iría por los cuatro caminos… Pienso, pienso en ese gâloup

Gâloup o simple lobo —estalla Tillet, con la cara congestionada por un rencor cada vez más grande—, le voy a arrancar la piel; le voy a llenar la tripa de plomo… A gran crimen, gran castigo. Si hace falta, le pondré trampas; aunque no haga otra cosa el resto de mi vida… Vamos a ver quién tiene los colmillos más afilados…

—Sí… sí… —repite lentamente Loreux, de regreso a la granja cercana de Tillet—, creo que no me equivoco al pensar en el gâloup… Corriendo así por la noche, ese condenado no estará muy fresco para trabajar de día… Pero ¡vete a saber quién es! No lo sabe ni él.

Y se chupa los labios como para quitarse el sabor de estas palabras.

Girard corre a colocarse a su lado, aunque más delante que detrás.

—¿Crees que es él, entonces? —murmura con una voz neutra, de sílabas apagadas que llevan la entonación en las uniones.

—Me lo voy a cargar… me lo voy a cargar —gruñe furioso sin cesar Tillet, volviendo también sobre sus pasos.

*   *   *

Grrr… soy mucho más hábil que la mayoría de mi clan adoptivo… Por privilegio, sólo yo sé con cuánta facilidad pueden los hombres maquinar en su cabeza esas ideas arteras que son su auténtica fuerza, mientras que los demás lobos no saben siquiera que los hombres piensan. Para ellos no son sino animales de dos patas, tan cobardes de noche como fanfarrones de día…

¡El hombre! Un animal condenado, castigado por un amo blanco a vivir de día. El hombre, que si no hubiera logrado aliarse con el perro, si no tuviera a su servicio ese palo hueco con el que perfora a discreción la noche, la distancia y la carne no sería nada de nada, os lo garantizo, el lobo lo sería todo… hasta el dios de los hombres.

Aunque no se vería a un lobo sólidamente sujeto a una cruz, con cuatro clavos resistentes clavados en el hueco de sus patas, y venerado de forma plañidera; actitud que simulan hipócritamente los hombres hacia el más honesto de ellos. Los lobos serían menos crueles; no crucificarían más que a los falsos lobos… a los perros.

En cambio, se verían rebaños de hombres desnudos, custodiados por lobos de verdad con ayuda de corderos inquietos y adustos, encantados de morderle los costados a ese ganado pálido e insulso.

Los hombres fuertes llevarían sobre sus espaldas caballos y asnos amenazadores capaces de azotarlos hasta matarlos.

Las mujeres serían ordeñadas por vacas brutales, impacientes por ofrecer a los lobos embriagadoras fuerzas blancas.

Los hijos de los lobos se divertirían con los hijos de los hombres, y los querrían como hermanos, hasta el momento en que en sus miradas de pequeños humanos se encendiese la inteligencia: ese peligro de muerte.

Los cerdos, que saben tan bien cómo se engorda, se encargarían de alimentar a los rebaños de hombres, echados en fétidas hombrerías, adonde irían de vez en cuando los lobos, según su humor y voracidad, a entregarse a los placeres embriagadores del degüello…

¡Ah!, hincar los colmillos en la garganta de unos hombres con el cuerpo engrasado en su punto por los cerdos servidores de los Lobos-Reyes…

… Pero soy el único lobo que puede imaginar todo esto. Los demás son demasiado estúpidos… Para ellos, nada de reinos de maravillas: sólo cuenta la vida lobuna. Sólo son lobos corrientes, y punto. Seguirán perpetuamente en su estado; y los rehúyo porque no quiero compartir mi comida: ¡Necesito tanta! Mucha más que todos ellos juntos. Que se mueran, si no les dejo nada. No tienen más que encontrar un señor que sea sagaz consejero…

Si ellos no lo tienen, yo tengo en cambio uno excelente que me va a proteger siete años.

Siete años solamente.

Siete años, ¡qué lástima!

Tendré hambre durante siete años.

Siete hambres, como siete son los rayos del Amo que caen bajo siete formas diferentes:

de hierro para romper,

de fuego para abrasar,

de azufre para envenenar,

de andrajos para asfixiar,

de pólvora para aturdir,

de piedra para destruir,

y de madera para hundirse.

Pasaré hambre siete años, antes de estar en paz con él… es mi condena. Pero me consuelo, porque mi hambre despiadada es igualmente el terror vertiginoso que ofrezco a los hombres.

… Esta noche, el viento sopla a ras de suelo. Tumba y alisa la hierba flexible, a la vez que aplasta y acaricia mi pelo hirsuto. Trae consigo y me ofrece fragancias de otros lugares: el denso perfume del aliento de tierras que él lame, en el que predomina el del humus, surgido de un olor agridulce que exhala la hojarasca en putrefacción.

Y siguiendo su curso, el viento canta como si cumpliese una tarea bien llevada. Mejor, así mecerá y adormecerá al hombre, disimulando mi carrera a saltos.

*   *   *

—La semana pasada —se lamenta Thévaut— le tocó a Tillet… esta noche, ha sido a mí… y a otros les tocará después.

Los hombres se miran; y más allá de la puerta hundida como por el golpe irresistible de un ariete, miran también la carnicería que ha dejado la fiera en el corral de Thévaut, que era, sin embargo, el más seguro de Sainte-Métraine.

Y, como una mancha de aceite, una inquietud solapada les invade lo más profundo de sus sentimientos.

—Es increíble —dicen unos.

—Es imposible —dicen otros.

Y sin embargo, es creíble y posible, puesto que lo tienen delante de los ojos.

—Han venido diez lobos —dicen unos.

—Han venido muchos más —dicen otros.

Pero, en medio de todos, el viejo Loreux afirma sentencioso:

—Sí, sí… es el gâloup… sí… creo que no me equivoco…

—Vamos —le replican, incrédulos—; sabes de sobra que en estos tiempos no existen ya gâloups. Eso estaba bien para la gente de tiempos pasados…

Los que dicen esto lo hacen sin convicción, y preferirían oír al viejo Loreux confirmarles la presencia de diez lobos adultos, a que siga salmodiando la existencia de un gâloup, siquiera recién nacido.

—Sí… sí —repite Loreux, con una voz capaz de rajarte la espina dorsal de arriba abajo—; es el gâloup… os lo repito… Pero a ver quién se atreve a perseguir al hombre-lobo… a ver…

Y, convencido, se frota el cogote. Y, seguro, menea la cabeza. De manera que todos tienen la impresión de que les rasca por dentro con un puñado de cardos secos.

—Me da igual si es un gâloup o un lobo vulgar y corriente, o incluso un monstruo de tres cabezas —amenaza entonces Tillet el incrédulo, tan de repente que sobresalta a los que tiene a su lado—. Me lo voy a cargar, le voy a agujerear la barriga con el plomo de mi escopeta y con los dientes de mi horca más afilada… Me lo voy a cargar, aunque tenga que ir detrás de él cien años de mi vida…

Se habrían sonreído ante las palabras orgullosas de Tillet, de no haberse negado a ello sus labios tensos de temor.

—Y yo te voy a ayudar —exclama entonces Thévaut que, a falta de corderos vivos, se consuela con la idea de una gran venganza, y se contenta ya con ella.

—Seguiremos a Tiller —anima entonces Nicolás, de los Landrouéts; ¿acaso no es el más valiente de la comarca? ¿Acaso no es él quien ha echado a ese maldito brujo de…?

Se para en seco y no se atreve a decir más. Sus vecinos le han hecho callar a codazos. A Tillet no le gusta que se vuelva a hablar de ese asunto. Ya está hecho, ya está hecho… así que se acabó.

—Iremos a donde tú digas —ofrecen entonces los demás.

*   *   *

Mi estado de lobo voraz, con los costados modelados por el hambre perpetua, me hace temer a los otros animales de la noche, de los que podría ser el rey si quisiera; pero el respeto que me tributan sostiene mi orgullo suficientemente, y no encadena mi plena libertad.

Si vestido de piel vellosa soy el más temido de los lobos, seguro que vestido con ropa de hombre podría ser el más temido de los hombres. Al verme, dirían: «Mirad a nuestro jefe»; y temiéndome, me admirarían; porque soy rey por derecho.

Mi poder me ayuda a penetrar uno tras otro los misterios del mundo animal que rodean al hombre y le oprimen sin que encuentre una forma de apaciguamiento: esos hechos extraños que sospecha sin atreverse a explicárselos… Así que, ahora que acabo de darle su tributo a mi vientre (para lo que he reducido a la mitad ese rebaño, aterrorizado por mi súbita aparición, que no paraba de balar como críos en un patio de recreo), me he tumbado en tierra, pesado y ahíto, con el hocico entre las patas…

Y… ¿pero qué veo, trepando hacia este claro arenoso, expuesto ahí como un joyero de raso gris? Una, dos, y más y más víboras inquietas.

Gruesas víboras cortas, rojas o negras, silbando agresivas; pequeños monstruos de angustia para el hombre… volutas de carne helada, espectáculo entretenido para mí…

Son las serpientes de los años anteriores, las adultas, las viejas… Vienen para su multiplicación de primavera.

A continuación, en espirales flexibles, se aglutinan y enroscan unas sobre otras, reencontrando juventud y ardores amorosos.

Cada vez llegan más, a brazadas infectas y compactas. Acuden presurosas a ese breve instante de amor colectivo, y sus silbidos se parecen al del aceite sembrado de chisporroteos en un fuego vivo.

Se unen tanto en carne como en cólera, como si el amor fuese un tormento. Un líquido gelatinoso mana de su orgía viscosa.

Y esta masa blanda palpita como un enorme corazón caído del infierno celeste.

Y mi aliento se paraliza, esperando la apoteosis que debería proyectar a mi alrededor miles de trozos de víboras satisfechas.

En ese momento tiembla el suelo, y mi entorno oscuro es desnudado duramente por una claridad cegadora.

Aquí, gigantesco, surge de la tierra un ser de facetas multicolores… Criatura de oro, plata y poder, mitad hombre, con sus altas piernas enfundadas en telas arlequinadas y sus brazos perdidos en un amplio jubón carmesí; mitad animal, con una cola de pelo hirsuto, pezuñas córneas y cara de cabra impía. Es las dos cosas a la vez. Lo porque es mi Amo.

Debe de haberme visto ya, holgazaneando, en vez de dedicarme a devorar a toda costa. Pero de momento, sin duda tiene mejor tarea que cumplir que venir a recriminarme.

Me parece más hermoso, más noble que nunca; aunque encuentro de pronto pretenciosa mi propia necesidad de Majestad. Hasta ahora sólo le había visto una vez: aquella noche, tan cercana aún, en que me otorgó mi estado actual…

Durante siete años, esperaré para librarme de mi condición.

Durante siete años, me tendrá fuera por las noches, con las fauces y el vientre sometidos a una constante necesidad de carne viva.

Durante siete años, será mi amo absoluto.

Durante siete años, los hombres temblarán sin atreverse jamás a enfrentarse conmigo, a menos que les domine la locura.

Durante siete años se estremecerán por las noches por todo lo que imaginan de mis fuerzas terroríficas…

Ahora avanza hacia la inmunda bola de reptiles en procesa de multiplicación. Tiene tanto miedo a las mordeduras de las víboras como a las palabras venenosas de los hombres. Aquí está, soberano absoluto del Mal.

En seguida comprendo que ha venido a regenerar uno de los clanes de sus secuaces… Sí; inclinado sobre este nudo de víboras, se dispone a predicarles… ¡Pero no…! Se limita a remedar las palabras… sus labios se animan y hablan de juveniles víboras mudas.

Cada movimiento de su boca no libera una palabra, sino una serpiente… Al principio me parece ver la punta de su lengua, pero es la cola de un reptil inquieto que sale vivamente de su garganta como de una madriguera… Tras un violento coletazo, se desprende de la glotis del Amo, cae a tierra, y corre a reunirse con las viejas, deseosas de renovación. Son las serpientes del año, las que enriquecen y reavivan la raza. Fluyen de buena fuente.

Finalmente, el Amo parece cansado. Al cesar de decir silenciosamente el mal, hace que cesen los silbidos charlatanes. El racimo de víboras se desata. Cada una huye vivamente, sumisa.

Algunas, al rozarme me obligan a observarlas con detalle. Entonces veo que tienen la cara humana, facciones familiares de hombres y mujeres que sin duda he conocido en otra vida olvidada, y que también me reconocen, puesto que algunas se inclinan al pasar.

Así acabo de descubrir la manera en que el Amo procede para conservar vigorosos los emblemas vivos de su poder invencible.

Se aleja, desaparece, llevándose consigo el pilar de oro que mantenía en alto la negrura del cielo.

Me ha vuelto mi voracidad. Aspirando lejanos, suaves olores animales, mi carrera se ve enseguida determinada por ellos.

*   *   *

—Esta noche me ha tocado a mí —gruñe furioso Mirmont—; pero la próxima vez le tocará a esa maldita fiera. Le vamos a acribillar el pellejo con el plomo de nuestros cartuchos. ¿Eh, Thévaut? ¿Verdad, Tillet?

—Ah, —pondera Thévaut—. Traeré conmigo a mis chicos y llevaremos todo lo que pueda fulminar, agujerear y romper…

—Pues yo —truena rabioso Tillet—, iré delante con los míos… y también llevaremos con qué fulminar, agujerear y romper… palabra de Tillet.

Después cae el silencio, que espolvorea sentenciosamente el viejo Loreux.

—Sí… sí; pero no olvidéis que habréis de enfrentaros con el gâloup

No tira de estas lentas palabras el tronco fogoso de la cólera. Al contrario, caen suavemente, sembradas por la prudencia. Y se posan, y germinan en el lugar donde caen.

Inquietos de repente, le miran.

Todos, hasta Thévaut y Mirmont, hasta Tillet, a los que les ha llegado a la fuerza la hora de calibrar las dimensiones de la empresa y la pequeñez de sus medios.

—Debe de haber alguna magia —insinúa uno—. Antes, en los tiempos de los hombres-lobo, se utilizaban algunas muy eficaces, puesto que desde hace cincuenta años por lo menos no se ha vuelto a ver ningún gâloup

—Sí… —asegura cautamente Loreux—. Disparar con plomo… Pero con plomo de Dios…

—¿Dónde lo encontraremos? —murmuran algunos estúpidamente, como si ésa fuera una dificultad insuperable.

—Haciendo bendecir el vuestro —les tranquiliza Loreux, que frunce malignamente sus párpados arrugados.

—Si no es más que eso —exclama entonces Tillet—, vayamos ahora mismo a su santidad…

Mirmont y Thévaut se contentan con menear la cabeza. Los demás se juzgan con la mirada. Si es de verdad un gâloup, piensan, y hace falta ese procedimiento para destruirlo, los peligros son mucho más grandes de lo que creen esos tres, valientes únicamente porque a sus bienes les ha sido arrancada una carretada de ganado. Además, ¿para qué se quieren meter ellos, si ese maldito animal les ha perdonado hasta ahora, y quizá no vuelva más por Sainte-Métraine?

Y cada uno, seguro de su suerte infalible, está dispuesto a encontrar sinceras razones para volverse atrás.

—Con los nuestros seremos diez —lanza violentamente Tillet, como si echara un cesto de piedras sobre el platillo vacío de una balanza inclinada del lado que le perjudica.

Esto lleva a pensárselo menos a algunos reticentes.

Dicen: «Después de todo…».

Y este «después de todo», lanzado dignamente con la honda de un tono sólido, golpea en pleno vuelo al último indeciso.

—¡En ese caso…! —aceptan como si fuera un «qué le vamos a hacer».

—En ese caso —conviene Tillet—, significa triplicar nuestra fuerza… ¿Se ha visto a menudo que haya un único vencedor y treinta vencidos en un mismo campo de batalla?

—… Qué infierno podría resistirnos —concluye.

Mirmont, arropándose en la convicción dominadora de Tillet.

*   *   *

Con su bola de hielo, la luna, mi sol fingido, se dedica a enfriar el estanque que tengo que bordear para ir a mitigar un poco mi hambre, tan imperiosa esta noche, a pesar de mi reciente festín de corderos baladores. Desde luego, habría podido comerme al perro que han puesto a su servicio; pero no me apetecen esos hermanastros, bastardos de nuestra raza.

El pálido redondel de la luna que flota desamparado sobre el agua negra me detiene con fuerza, de repente, como invitándome a admirar su desnudez.

Me quedo inmóvil con la lengua colgando, se me erizan los pelos del lomo; no estoy inquieto en absoluto, sino sólo fascinado por este doble de la luna que el estanque no consigue disolver.

Y acto seguido, en contra de mi voluntad, me veo obligado a emitir penosos gemidos que me anudan las tripas y la garganta. Pero a pesar de esta angustia repentina que me llega de más allá de la noche, se me alivia el pecho, las patas de delante pierden fuerza y, con un movimiento del que no me habría creído capaz, las cruzo sobre el pecho mientras las de atrás parecen alargarse, se musculan y me levantan a la fuerza, a tal punto que me encuentro cómodo de pie, con las fauces al viento, desafiando a la luna-madre. En cuanto a mis garras, se reducen, desaparecen, y la parte inferior de mis patas se suaviza, se sensibiliza, se vuelve tan frágil que el suelo pedregoso, utilizando rabia y colmillos, me la muerde súbitamente, arrancándome un aullido que no es ya sino un grito estridente… un grito que sale de un ser que no soy yo… un grito vertiginoso de hombre…

Entonces, irradiando el toldo del cielo, observo que la luna se ha puesto una máscara sobre su rostro luminoso. Sus ojos se burlan, mientras su boca se abre en una risa que, de repente, me llega tan ensordecedora que me obliga a ponerme las patas delanteras sobre las orejas.

Ah, qué suave es mi piel tibia, y qué largas y flexibles se han vuelto mis garras… qué pequeñas mis orejas…

Estoy más desnudo que nunca. Tengo frío, tirito como un pordiosero. Ah, sufro. Se me ha olvidado mi hambre nocturna. Mi angustia tiene un sabor amargo que me produce en el vientre verdes quemaduras… Mi corazón bombea una sangre corrosiva que me calcina la médula y la carne. Ah… Sufro el látigo de puntas… Pero ¿quién, sorprendiéndome aquí, sin defensa, me golpea el lomo con ramas de zarza sin que yo quiera vengarme, sin que sienta ganas de degollarlo?

Tras conseguir volverme para enfrentarme a este enemigo, mis ojos no descubren otra cosa que la noche fermentada por la luz lechosa de esta luna de mis tormentos.

Pero… Pero… ¿dónde estoy? ¿Qué hago aquí, desnudo y sollozante en el borde de este estanque que ahora me parece familiar…? ¿No es el que está a tres leguas de…? Pero ¿quién soy yo, presa sin defensa, cuyos sentidos palpan esta pesadilla? ¿Qué hago aquí en plena noche?

Poco a poco se me nubla la vista. Ahora me son negados los frágiles y secretos olores de la naturaleza… No gruño ni puedo morder. No tengo ya colmillos.

Lloro, y la luna reidora me ensordece con sus carcajadas; luego, volviéndose de hierro, me pesa en el extremo de una pata como si, enorme bola de forzado sujeta a mi tobillo, quisiera impedirme huir.

Los perros que hace poco, al olfatear mi presencia, callaban inquietos y dispuestos a la zozobra, han salido de su angustia… Ahora se muestran agresivos, ladradores. Si los soltaran, sé que estaría perdido… ¡Tienen tanto rencor que aplacar!

Pero en el instante en que voy a dejarme caer al suelo y recobrar mi otro yo, una nube enorme se desliza, veloz y callada, sobre el negro del cielo ungido con el óleo de la nada. Su masa ligera borra la luna y limpia de estrellas el cuadro del Universo.

Los perros, cuya pasajera valentía flaquea, dejan súbitamente de morder el silencio sometido. Recobrado mi valor, los imagino regresando otra vez a su perrera y tiritando allí de miedo reavivado.

¡Me siento menos aterido! Caigo pesadamente sobre mis patas delanteras y, dejando de hacerle galanteos a la difunta luna, noto que mis garras vuelven a tomar posesión de la tierra, que ahora me acaricia. Aquí están de nuevo mis cuatro soportes. Río, y mi garganta aúlla cóleras malvadas que se vuelven dardos y arpones en la parte de calma de los hombres que ahora rompo con rabia.

Soltadas por la ya lejana cómplice, aparece ahora una horda de nuevas nubes que me salvan definitivamente de una debilidad incomprensible. Pero ha sido buena lección para el joven lobo que soy. En adelante sabré desconfiar de la más pequeña travesura de la luna.

Grrr… jamás había sentido una acometida así de hambre, tan intensa e insoportable… Hambre de todo lo que puede degollarse… Hombre o perro, no importa; mi vida está por encima de las suyas, y no puedo vivir más que arrebatando otras vidas.

Ahí, cerca, esa casa… Ahí, al alcance de mis colmillos más afilados que nunca, esas tiernas gargantas…

*   *   *

Apretujándose, el rebaño de hombres se encuentra, armado y mudo, en el patio de la granja de Tillet. El motivo es que anoche, en un nuevo asalto, la fiera se condenó definitivamente al despedazar el cuerpo de Antoine, el pastor de los Graudes, que sin duda quiso defender a toda costa su rebaño amenazado y que, con su muerte, parece haberse convertido en campana de bronce tocando un incesante tañido fúnebre de venganza.

Ahora todos los de Sainte-Métraine, e incluso algunos vecinos de los alrededores, están aquí, dispuestos a combatir valientemente al monstruo y el miedo.

¡Pronto habrá acabado el día! La noche cercana habrá terminado de desplegar su crespón oscuro. Entonces se deslizarán por su trama como pulgones vulnerables y menesterosos… Pobres pulgones de campesinos, armados sobre todo de obediencia y solidaridad humana.

Cuidadosamente engrasado está el mecanismo de las escopetas; abundantemente bendecidas las balas de plomo frío, que pesan sobre sus caderas; y, fustigado por la inquietud, cada corazón toca a rebato.

Aquí están Tillet y los suyos: sus tres hijos, el vaquero… Aquí Thévaut y aquí Mirmont, pertrechados más o menos igual… Cada uno duplicado por un alma dócil. Cuarenta hombres en total, reunidos y guardados únicamente por las órdenes de Tillet, este predicador de la cruzada contra el gâloup. Una fuerza de cuarenta fuerzas de diferente oropel, pero todas doradas.

Tillet no necesita pedir silencio: lo tiene ahí, puro, enteramente a su servicio: no tiene más que poner encima sus palabras… se harán cristalinas… se oirán limpias.

—Creo que estamos preparados —dice, paseando una mirada de dominio, como si este rebaño asombrosamente dócil fuese de su propiedad.

—¿Estáis todos? —añade, como si los ausentes pudieran contestar que no.

Por supuesto: están todos. Ninguno se habría atrevido a retrasarse por temor a quedarse solo, incluso en casa, sin los demás alrededor.

Pero nadie se da cuenta de que falta un arma poderosa: el viejo Loreux, tan útil con sus sabios y atinados consejos.

Detrás de la ventana de la sala van y vienen rostros de mujeres, como máscaras tristes agitadas por manos de niños un día de carnaval. A las mujeres les gustaría ver, pero temen asistir a este espectáculo de hombres preparados a arriesgar la vida en una maléfica y prohibida caza del gâloup.

¡Vaya! Ahora se pone a bostezar Tillet, mirando cómo asoman los primeros atisbos de la noche; tanto que haría bostezar a un muerto. Algunos le imitan, y se sienten mejor después. Luego Tillet habla en voz baja a sus hijos, los cuales, a fuerza de mover la cabeza, parecen embutir en ella lo que el padre les explica con amplios gestos hacia el norte, después hacia el este, de forma que en esos movimientos sencillos pueden seguir todos de antemano la futura y penosa marcha que les aguarda.

—Adelante —dice entonces Tillet.

Y levanta la escopeta para mostrar la fuerza que tiene al extremo de su brazo.

Poco después, camino del mundo nocturno, no hay otra cosa que pisadas sobre suelo blando que ahuyentan ratones, lagartos y sapos, pequeños habitantes de las noches campesinas.

En la sala de la granja, de espaldas a la chimenea, las mujeres, mudas, preparadas para todas las zozobras, imaginan ya que le crecen colmillos al silencio.

*   *   *

Otra vez comienza mi noche…

¡Vaya! ¿Qué es ese roce apagado de ramas? ¿Qué ganado atrevido merodea por mis espacios? ¿Quiénes son los inconscientes que vienen a meterse en mis fauces…?

Pero… ¡huele a hombre! ¿Eh, será posible…? ¡Esos cobardes han confundido la noche con el día! Grrr… pues sí: ese olor soso, adherido al dorso del cierzo, es de ellos… Así que ahora vienen a alimentarme a domicilio… ¡Ah, los hombres!, no hay quien los entienda…

Debe de haber hombres por todo mi alrededor… ¿Les habrá guiado mi olor?, ¿mis huellas, o quizás su antiguo instinto de animal…? Por supuesto, no soy invisible, pueden verme a pesar de la oscuridad: también pueden oírme correr, trepar o aullar; pero ¿qué pueden contra mi vida?

¡Ah, los hombres! Mira que venir aquí a obligarme a probar otra vez una carne que no me gusta… ¿Pensarán que son demasiados en la tierra? ¿Habrán decidido sacrificarse para dejar su sitio a los demás…?

Y venga disparar… Tienen tanto miedo, tan pocas palabras que decir con su miedo, que no saben más que hacer gruñir a sus palos de fuego… Disparan por disparar, y como la suerte está siempre de mi parte, se van a matar entre sí, ayudándome de este modo en mi tarea. ¡Ah, los hombres, tan previsores en todo…!

Bueno, puesto que han venido a la fiesta, no hay que decepcionarlos… Precisamente olfateo a un par de ellos ahí, justo detrás de mí. Si me descubren, esperando al pie de este castaño, les va a entrar un temblor mortal.

Bien, puesto que quieren pelea, vamos a dejarlos satisfechos…

Apoyándome en mis patas traseras, asegurándome sobre mis garras, deslizándome a ras de suelo, calculo la distancia… y suelto el resorte de mis músculos.

Grrr… salto en el aire: voy hacia ellos de manera tan fulgurante que no van a poder hacer otra cosa que morir en el acto de puro miedo.

… No, esta vez no voy a sorprenderlos porque, a juzgar por el fogonazo de sus palos, comprendo que estaban en guardia… Pero al caer otra vez sobre mis patas, aullando, observo que han huido ya, los cobardes… Grrr…

… Había otros cerca, que me acosan a su vez, con resplandores silbantes…

Ag… ag… me entran en el cuerpo como si fuesen colmillos de metal al rojo blanco. Se deslizan en mí sin dificultad y me laceran por dentro… La sangre se me pega de pronto en la lengua… Mis fuerzas menguan… ¿Cómo pueden infligirme un sufrimiento con tanta rapidez, cuando no los veo? ¿Tendrán los hombres mejor amo que yo…?

Se aprovecharán de mi debilidad… así que necesito huir… recobrarme para vencerlos, en el momento oportuno…

Reprimiendo mi dolor, consigo salir del bosque donde ahora aúllan ellos lo que creen que es su victoria… Pero yo conozco una madriguera donde podré reanimar mis fuerzas.

¡Ah, qué ardiente suplicio se ceba en mí!

*   *   *

Al norte de Sainte-Métraine, hacia Pierrefiche, en esa parte arbolada y pantanosa que va de la Rozelle a Brunau, los disparos crepitan a manera de llamaradas de cólera de los que persiguen al gâloup.

En casa de Tillet, apretujadas unas contra otras, las mujeres —madre, hijas, criadas— parecen condenadas al fuego que han logrado vencer con su sumisión las llamas de una hoguera que no es ya más que cenizas mortecinas. Pero sólo viven por el oído, confortándose en las fuerzas furiosas mandadas por Tillet, las más activas de las cuales son sin duda las de él. Y es que Tillet, cuando se pone a hacer algo, lo hace siempre mejor que nadie.

Y, a medida que se propaga la tempestad de pólvora, sienten ellas un gran alivio. El granjero sabrá mostrarse sin debilidad con el miedo de los demás, y logrará un trabajo bien ejecutado. Ya puede andarse con cuidado el gâloup, por lo que le toca. Por fin, aliviadas en su espera, las mujeres suspiran entre frágiles sonrisas.

Pero ¿qué pasa de repente, sin que nada lo sugiera? Sienten que un miedo lívido las roza y luego las envuelve implacable: esa clase de miedo movedizo que vuelve blanca la sangre y la deja sin fuerza.

Sufren esa opresión agobiante que los rincones callados de los muebles saben tejer en forma de inquietudes invasoras, capaces de vestir de ansiedad los más claros pensamientos. Con el corazón chocando en sordos contrarritmos, se ahogan poco a poco, y sus cabezas comienzan a batir a punto de nieve montones de feroces comadreos de color carbón al rojo.

Eso es lo que sienten de pronto las mujeres, sin saber siquiera de dónde pueden venir estas sensaciones torturantes, peligrosas como llamas silenciosas bajo un barril de pólvora impaciente.

Pero esta opresión no está destinada sino a preparar otra más concreta aún; porque, procedente de la alcoba de Tillet, arañando la pared con el ardor de un parásito, una débil queja consigue traspasarla, reventarla, para ir a apagarse en sus oídos, ya indefensos, abiertos a toda la gama del terror solapado.

No han visto pasar un alma. La puerta sigue cerrada. ¿Quién se ha atrevido, entonces, a forzar la ventana de la alcoba del amo para ir a gemir allí?

No puede ser Tillet, ocupado en mover allá los ánimos contra el gâloup, y no en levantar aquí el miedo contra las mujeres.

Poco después, esta queja deja de ser única. Hay otras, enredadas en correhuelas de alientos silbantes cortados por hipos secos… Un largo hilo de quejas trenzadas en forma de dolor; a tal punto, que la angustia pisotea a las mujeres, racimo de terror maduro en su punto.

Y cada vez que los más agudos de esos inexplicables gemidos atraviesan la pared, ésta parece resquebrajarse, y salpicarles el yeso seco en plenos ojos, en plena garganta, de forma que no se atreven a mirarla directamente, y se muerden los labios hasta notar sabor de sangre.

Ahogadas por este miedo que rezuma de la alcoba de Tillet, inmovilizadas por las ligaduras sonoras de los gemidos sin rostro, las mujeres espían con creciente terror la mecha agonizante de la lámpara de petróleo colgada de la viga maestra y única alma fuerte de la habitación. Pero ninguna tiene la valentía de ir a alargarle una buena porción de vida.

Los gemidos y la oscuridad terminan por abrir un gran boquete a sus pies, y sienten que resbalan imperceptiblemente, y luego se precipitan bruscamente en él… Ahí están todas, amontonadas en el fondo, tontamente caídas en una trampa sin forma donde la negrura cae espesa a paladas sobre ellas, enterrándolas vivas.

Desde hace mucho rato, los hombres, a lo lejos, han dejado el silencio al silencio. Ya no suenan esos puñados reconfortantes de ruidos calientes. Y las mujeres agonizan consciente, concienzudamente, de tanta negrura fría, de tantos gemidos inexplicables.

Ya oyen aullar a los sirvientes del Más Allá. Llegan… previniéndolas a grandes gritos que se preparen a dejar la tierra. Llegan corriendo. Sus jadeos suenan breves. Empujan la puerta de la granja; seguramente será el primero de ellos el que se apodere de estas presas medio vivas, medio muertas, y las lleve a la fuerza a algún paraíso oscuro y aterrador.

Uno de los que entran en la sala tiene voz de hombre. Grita en la oscuridad:

—¡Eh, mujeres…! ¿Dónde estáis…? Venid en seguida…

¡Ah! Esa voz clara y autoritaria sólo puede ser la del hijo mayor de la casa…! ¡Pero esas otras voces, que las llaman con impaciencia, sin odio, no pueden ser más que las de los cazadores del gâloup, que han vuelto!

A continuación, la mujer de Tillet se siente tan vivamente liberada de su espanto que acude presurosa, tropezando en el banco, a devolverle la vida a la mecha justo a punto de apagarse. Y a la vista de esos auténticos granujas jadeantes, casi felices, que quieren hablar a la vez, se lleva impulsivamente la mano a la boca para contener uno de esos estúpidos gritos de hembra, formado por una alegría demasiado viva y un tufo a miedo agrio.

Por fin, comprende que han alcanzado al gâloup… que ha dado un salto terrible… pero que ha conseguido huir… pero que mañana no tendrán más que ir en busca de sus despojos…

¡Ah, qué bien, sentirse resucitada así! ¿Tendrán los hombres más poder del que se les concede?

*   *   *

Al hacerse un breve silencio, tras las palabras, oyen todos los quejidos que vienen de la alcoba de Tillet.

Las mujeres vuelven a apretujarse junto al hogar. La granjera agarra por el brazo a su hijo mayor; éste, rechazándola, va a la puerta y la empuja. Tiene el cerrojo echado por dentro. Así que fuerza la tabla de un violento empujón con el hombro.

En la alcoba, la oscuridad oculta los gemidos a la vez que los enfría.

Traen la lámpara y… ahí está el cuerpo de Tillet, desnudo y pringado de sangre.

Está echado en la cama: sus uñas desgarran su propia carne destrozada, reventada, estallada por todas partes.

Está desollado vivo, Tillet. Se diría que un gigante lo ha envuelto con un rollo de alambre de espino. Su piel no es más que tiras. En su garganta, detrás de la lengua torcida y comprimida en la boca, raspan sus estertores.

El hijo mayor palidece e impide la entrada a su madre. Hecho esto, se acerca a inclinarse sobre el horrible campo de carnicería que es el cuerpo de Tillet.

Luego, horrorizado, le parece ver, a través de un vaho de pavor, que las piernas y los brazos de su padre se están despojando lentamente de mechones dispersos de pelos negros y terrosos.