TABÚ

LE escuché esta historia a Lewis Banning el americano; pero como también conozco bastante a Shiravieff, y le he oído contar partes de ella después, creo sinceramente que puedo reconstruir sus propias palabras.

Shiravieff había pedido a Banning que se uniese al coronel Romero, y después de comer, siguiendo su costumbre, les hizo pasar a su consulta; a su despacho, debería decir, porque allí no hay instrumentos ni cosas de esmalte blanco que transmitan al paciente la desagradable idea de que van a manipularle el cuerpo, ni tiene Shiravieff, entre las oscuras siglas que está autorizado a poner detrás de su nombre, ninguna que suponga un título médico. Es una habitación larga, tranquila, de una armonía sólo rota por los trofeos deportivos. El hocico de un enorme lobo gris enseña los dientes sobre la repisa de la chimenea, y en la pared de enfrente hay preciosas cabezas de íbices y aurochs. Como es natural, Shiravieff las ha colgado ahí a propósito. Sus pacientes de los condados acuden esperando encontrarse con un curandero, pero adquieren confianza en seguida, cuando ven que ha matado animales salvajes de manera caballerosa.

Le van bien los trofeos. Con su barba puntiaguda y su ancha sonrisa, parece más un explorador que un psicólogo. Su calma inalterable no es la cualidad sacerdotal del doctor: es la desilusión del viajero y el exiliado, del hombre que ha estudiado lo mejor y lo peor de la naturaleza humana, y ha descubierto que no hay clara diferencia entre lo uno y lo otro.

Romero le cogió antipatía al despacho. Era muy sensible al ambiente, aunque lo habría negado con indignación.

—Un montón de mujeres ridículas —gruñó oscuramente—, desahogando emociones a raudales.

Naturalmente, habían desahogado cantidad de emociones desde la misma silla que ahora ocupaba él; pero dado que Shiravieff había hecho nombre con casos provocados por la guerra, debía de haber montones de varones ridículos también. Romero, por supuesto, jamás hablaba de eso. Prefería pensar que la histeria era privativa del sexo opuesto. Y dado que era un latino enamorado de Inglaterra, adoraba y cultivaba nuestra flema.

—Le aseguro que las emociones son totalmente inofensivas, una vez fuera de nuestro organismo —contestó Shiravieff, sonriendo—. Es cuando las tenemos dentro, cuando dan problemas.

Çà! A mí me gusta la gente que sabe guardarse las emociones —dijo Romero—. Por eso me encanta vivir en Londres. Los ingleses no son fríos: es una estupidez decir que son fríos. Lo que pasa es que son educados. Nunca manifiestan aquello que los hiere. Me gusta eso.

Shiravieff tamborileó con su dedo índice sobre la mesa con ritmo rápido y nervioso.

—¿Y qué pasa cuando deben manifestar emoción? —preguntó con enfado—. ¡Hay que escandalizarlos… escandalizarlos para que lo hagan! Pero no pueden, y siguen heridos de por vida.

Nunca le habían visto impaciente. Nadie le había visto impaciente. Era una actitud inimaginable en él: como si tu médico de cabecera viniese a verte sin pantalones. Evidentemente, Romero había removido las heces.

—Yo los he escandalizado, y han revelado mucha emoción —comentó Banning.

—No me refiero a sus pequeños convencionalismos —dijo Shiravieff lenta, gravemente—. Escandalícelos con alguna acción horrible de la que no puedan desviar la mirada, con algo capaz de ofender el alma de cualquiera de nosotros. ¿Recuerda el cuento de Maupassant del hombre cuya hija fue enterrada viva, cómo volvió ella de la tumba, y cómo durante toda su vida conservó él el gesto impulsivo con que trató de apartarla? Bueno, si ese hombre hubiera chillado, o hubiera sufrido un ataque, o se hubiera pasado la noche llorando, tal vez no habría cogido ese tic.

—Podría haberle salvado el valor —sentenció el coronel con arrogancia.

—¡No! —exclamó Shiravieff—. Todos somos cobardes, y lo más saludable que podemos hacer es exteriorizar nuestro miedo cuando lo tenemos.

—A mí me da miedo la muerte —empezó Romero.

—No estoy hablando del miedo a morir. No es eso. Es nuestro horror a romper un tabú lo que produce el shock. Díganme, ¿alguno de ustedes recuerda el caso de Zweibergen, ocurrido en 1926?

—El nombre me resulta familiar —dijo Banning—. Pero no recuerdo con exactitud. ¿No era un pueblecito embrujado?

—Me alegra comprobar que tiene una mente sana —dijo Shiravieff con ironía—. Olvida las cosas de las que no quiere acordarse.

Les ofreció cigarros y encendió uno para sí. Como no fumaba casi nunca, el tabaco le calmó inmediatamente. Sus ojos grises centellearon como para asegurarles que compartía la sorpresa de ambos ante su momentánea irritación. No se había dado cuenta Banning, según dijo, de que las asociaciones antitabáquicas tenían razón: el tabaco era una droga.

—Yo me encontraba en Zweibergen ese verano. Había decidido ir allí en busca de soledad. Únicamente puedo descansar cuando estoy solo —empezó Shiravieff de repente—. Hace diez años, los Cárpatos orientales eran una región remota, separada de los turistas por demasiadas fronteras. Habían desaparecido los magnates húngaros que solían cazar en sus bosques antes de la guerra, y sus dominios estaban dispersos. No esperaba tener compañía civilizada de ningún género.

»Me decepcionó descubrir que un matrimonio había alquilado el viejo pabellón de caza. Era una pareja interesante, pero no trabé ninguna relación con ellos, aparte de charlar un rato cuando nos cruzábamos por la calle del pueblo. Él era inglés y ella americana; una de esas mujeres encantadoras que son absoluta y típicamente americanas. Ningún otro país puede fundir suficientes razas como para producir mujeres así. Su sangre, diría yo, era eslava en su mayor parte. Ellos me tenían por un individuo huraño, aunque respetaban mi evidente deseo de aislamiento… hasta que tuvimos necesidad de oyentes en Zweibergen. Entonces los Vaughan me invitaron a cenar.

»No hablamos más que de lugares comunes durante la comida, que dicho sea de paso fue excelente. Hubo pierna de venado y fresas silvestres, recuerdo. Tomamos café en el césped, delante de la casa, y permanecimos un rato en silencio —el silencio de las montañas—, contemplando el valle. El bosque de pinos, que ascendía hilera tras hilera, era negrísimo en el crepúsculo. Había rocas blancas, aisladas, diseminadas en él. Parecía como si fueran a moverse de un momento a otro… como espectros de animales gigantescos triscando por encima de las copas de los árboles. Luego, aulló un perro en la montaña, más arriba de donde estábamos. Empezamos a hablar a la vez. Sobre el misterio, evidentemente.

»Hacía casi una semana, habían desaparecido dos hombres en el bosque. El primero era de una aldea que estaba a unas diez millas valle abajo; cuando regresaba al anochecer de una pequeña ascensión a las montañas. Quizá había desaparecido en un ventisquero o barranco, porque los senderos no eran demasiado seguros: no había clubs de montañeros en esa región que los mantuviesen en buen estado. Pero por lo visto era un accidente menos habitual el que le había acontecido. Estuvo lejos de los picos altos. Un pastor que acampaba en una de las montañas menores había intercambiado un saludo con él: le vio desaparecer entre los árboles, de camino hacia abajo. Ésa fue la última vez que le vieron o se tuvo noticia de él.

»El otro formaba parte del grupo de búsqueda que salió al día siguiente. Este hombre se había quedado en un punto, mientras el resto registraba el bosque en dirección a él. Era la última batida, y estaba oscuro. Cuando el frente del grupo llegó al puesto acordado, no estaba.

»Todo el mundo sospechó de los lobos. No se cazaba en esta reserva desde 1914 y había abundante vida animal de toda clase. Pero no habían actuado en manada y los grupos de búsqueda no encontraron rastro alguno de sangre. No había huellas que ayudasen, ni descubrieron signo alguno de lucha. Vaughan comentó que se estaba haciendo una montaña del caso; probablemente, los dos hombres se habían hartado de la rutina doméstica y habían aprovechado la ocasión para desaparecer. En estos momentos, esperaba, estarían camino de Argentina.

»Esta fría manera de despachar la tragedia era inhumana: sentado allí, alto, distante, y despreocupadamente fuerte. Su rostro parecía troquelado con ese molde agradable de la clase superior. Sólo su boca firme y las delgadas y sensibles aletas de su nariz, revelaban que tenía alguna personalidad. Kyra Vaughan le miró con desprecio.

»—¿Eso es lo que piensas de verdad? —preguntó.

»—¿Por qué no? —contestó él—. De haber muerto esos hombres, tendría que haberlos matado algún animal que anduviera merodeando y esperando la ocasión. Y no hay tal cosa.

»—¡Si te empeñas en creer que los hombres no han muerto, créelo! —dijo Kyra.

»La teoría de Vaughan de que los hombres habían desaparecido por propia voluntad era desde luego absurda; pero la súbita frialdad de su mujer hacia él me pareció innecesariamente desabrida. Lo comprendí al conocerle mejor. Vaughan —¡su inglés reservado, Romero!— estaba disimulando sus propios pensamientos y temores, y eligió, de manera totalmente impensada, parecer estúpido en vez de mostrar inquietud. Ella se había dado cuenta de su insinceridad sin comprender la causa y eso la había irritado.

»Eran una pareja rara, los dos: inteligentes, cultos, y tan interesados en sí mismos y en el otro que necesitaban más de una vida para satisfacer su curiosidad. Ella era un ser nervioso, con unos ojos vivos de color castaño y un cuerpo delgado y ansioso que parecía brotar, como una flor, del suelo que tenía bajo los pies. ¡Y espontánea! No me refiero a que no pudiera actuar. Podía; pero cuando lo hacía, era con lentitud. Estaba indefensa frente a la alegría y el sufrimiento de los demás, y no intentaba ocultarlo.

»¡Dios mío, en un día vivía ella emociones que a su marido le duraban un año!

»No es que él fuese poco emotivo. Eran muy parecidos los dos, aunque jamás lo habría sospechado uno. Sin embargo, él era parco en las lágrimas y las risas, y había protegido su alma entera contra ambas cosas. A un observador fortuito le habría parecido el más tranquilo de los dos, aunque en el fondo era un extremista. Podía haber sido un poeta, un san Francisco o un revolucionario. Pero ¿lo era? ¡No! Era inglés. Sabía que corría peligro de que le dominaran las ideas emocionales, de entregar su vida a ellas. ¿Entonces? Entonces, contrarrestaba cada idea con otra, asegurándose así la paz del fiel de la balanza. Ella, en cambio, andaba saltando siempre de un platillo al otro. Y él la amaba por eso. Pero la actitud reservada de él le crispaba los nervios.

—O sea, que la mujer no hacía nada mal a los ojos de usted —dijo Romero con cierto enojo. El desconocido inglés había despertado sus simpatías. Lo admiraba.

—Yo la adoraba —dijo Shiravieff con franqueza—. Todo el mundo la adoraba: hacía vivir a uno más intensamente. Pero no crea que subestimaba al marido: no podía por menos de ver cómo funcionaba su maquinaria; aunque me caía muy bien. Era un hombre en el que se podía confiar, y un buen compañero. Un hombre de acción. Lo que hacía, tenía poco que ver con las opiniones que expresaba.

»Pues bien, después de esa cena con los Vaughan no me quedaron ganas de pasar las vacaciones solo; así que hice lo que me pareció mejor, y me interesé activamente en todo lo que ocurría. Escuchaba todos los cotilleos, ya que estaba hospedado en el mentidero del pueblo: la posada. Por las tardes solía reunirme con el juez del distrito que, sentado en el patio ante una jarra de cerveza, echaba una ojeada a las notas tomadas de las deposiciones del día.

»Era un funcionario muy rígido; el tipo de hombre apropiado para un caso como éste. Una persona más imaginativa habría elucubrado teorías, habría encontrado pruebas adaptables a ellas, y no habría conseguido sino aumentar el misterio. Él no quería hablar del caso. No, no había peligro de que cometiera una indiscreción. Sencillamente, no tenía nada que decir, y era lo bastante lúcido para darse cuenta. Confesaba que no sabía más que los vecinos del pueblo, cuyas deposiciones llenaban su carpeta. Pero estaba dispuesto a hablar de cualquier otro tema —especialmente, de política—, y nuestras conversaciones me granjearon cierta reputación de sabiduría entre la gente del pueblo. Casi alcancé la categoría de funcionario público.

»Así que, cuando desapareció un tercer hombre —esta vez del propio Zweibergen—, vinieron el alcalde y el guardia a pedirme instrucciones. Era el tendero el que había desaparecido. Había subido al bosque con la esperanza de cazar un urogallo al anochecer. Por la mañana, la tienda permaneció cerrada. Sólo entonces se supo que no había regresado. Se había oído un único disparo hacia las diez y media de la noche, cuando se supone que el tendero estaría camino de regreso.

»Lo único que se me ocurrió, mientras llegaba el juez, fue organizar grupos de búsqueda. Dividimos el bosque en secciones, y recorrimos todos los senderos. Vaughan y yo, con uno de los campesinos, subimos a mi lugar predilecto para la caza del urogallo. Era allí, pensaba, adonde debió de ir el tendero. Luego examinamos todas las pisadas del camino que tuvo que tomar para volver al pueblo. Vaughan sabía leer un rastro. Era uno de esos ingleses sorprendentes a los que puedes estar tratando durante años sin enterarte de que hay hombres de color en África o en Birmania o en Borneo que le conocen mejor que tú, que han ojeado para él, y lo consideran más justo que sus propios dioses, aunque no más comprensible.

»Llevábamos recorridas unas cuatro millas cuando me sorprendió verlo detenerse súbitamente ante una maleza. Hasta ese momento, yo había sido lo bastante imbécil como para pensar que no hacía nada.

»—Alguien ha dejado el sendero aquí —dijo—. Le entró prisa. No sé por qué.

»A unos pasos del sendero había una roca blanca de unos treinta pies de altura. Era empinada, pero sus salientes hacían posible escalarla. Al pie de esta roca, de una cavidad escasamente más grande que la madriguera de un zorro, salía un manantial caliente. Cuando Vaughan me indicó las señales, pude ver que los arbustos que crecían entre la roca y el sendero habían sido apartados con violencia. Pero le hice notar que no parecía lógico que nadie que huyese del sendero lo hiciera atravesando matorrales.

»—Cuando uno sabe que le persiguen, le gusta poder otear a su alrededor —contestó Vaughan—. Sería reconfortante encontrarse en lo alto de esa roca, con un rifle en las manos… si se llega a tiempo. Subamos.

»La cima era de roca viva, con matas trepadoras y hiedra que crecían en las grietas. A unas tres yardas del borde había un arbolito que había crecido en una oquedad rellena de tierra. Un lado de su tronco estaba astillado. Había recibido un disparo a corta distancia. El campesino que venía con nosotros se santiguó. Murmuró:

»—Dicen que siempre hay un árbol entre tú y él.

»Le pregunté quién era “él”. No contestó en seguida, sino que jugó con su bastón despreocupadamente, y como avergonzado, hasta que cogió la contera de hierro con la mano. Entonces murmuró:

»—El hombre-lobo.

»Vaughan se echó a reír y señaló las huellas del disparo a quince centímetros del suelo.

»—Será una cría de hombre-lobo, si tiene esa estatura —dijo—. No, al hombre se le disparó la escopeta al caer. Quizá le seguían demasiado de cerca, cuando trepaba. Ahí es donde debió de caer su cuerpo.

»Se arrodilló para inspeccionar el suelo.

»—¿Qué es esto? —me preguntó—. Si es sangre, tiene algo más.

»Sólo había una mancha pequeña en la roca viva. La examiné. Era, sin ninguna duda, masa encefálica. Me sorprendió que no hubiera más. Supongo que debió de salirle de una herida profunda en el cráneo. Quizá producida por una flecha, o por el pico de un ave, o tal vez por un diente.

»Vaughan bajó de la roca deslizándose, y hundió el bastón en el barro sulfuroso del lecho del manantial. Luego registró por los matorrales como un perro.

»—No han arrastrado ningún cuerpo en esa dirección —dijo.

»Examinamos la otra cara de la roca. Estaba cortada a pico, y parecía imposible de escalar por ningún hombre o animal. En el borde asomaba una maraña de vegetación. Yo estaba dispuesto a creer que los ojos de Vaughan podían decretar si había pasado alguien por allí.

»—¡Ni rastro! —dijo—. ¿Adonde diablos habrá ido a parar su cadáver?

»Estábamos los tres sentados en el borde de la roca, en silencio. El manantial burbujeaba y supuraba debajo, y los pinos susurraban encima de nosotros. No hacía falta que una partícula de sustancia humana, reconocible sólo por el ojo del psicólogo, nos dijera que estábamos en el escenario de un crimen. ¿Imaginación? Con frecuencia, la imaginación no es sino un instinto olvidado. El hombre que subió a esa roca se preguntaría aterrado por qué se rendía a su imaginación.

»Al regresar al pueblo encontramos al juez, y le informamos de nuestro descubrimiento.

»—¡Muy interesante! Pero ¿qué nos dice eso? —preguntó.

»Le dije que al menos sabíamos que el hombre había muerto, o se estaba muriendo.

»—No hay una prueba fehaciente. Enséñeme su cadáver. Muéstreme un motivo para matarle.

»Vaughan insistió en que era obra de un animal. El juez no estaba de acuerdo. Si fuera un lobo, dijo, podría haber habido alguna dificultad en reunir los restos del cuerpo, pero no en encontrarlo. Y en cuanto a los osos, bueno, eran tan inofensivos que la sola idea era ridícula.

»Nadie creía que se tratara de una bestia material, porque habían registrado toda la zona. Y en el pueblo se contaban historias, viejas historias. Nunca me hubiera imaginado que esos campesinos admitiesen tantos horrores como hechos efectivos, de no haber oído sus habladurías en la posada del pueblo. Lo extraño es que no podía decir entonces, ni puedo decir ahora, que fueran pura fábula. Tenían que haber visto ustedes la expresión de los ojos de aquellos hombres cuando el viejo Weiss, el guardabosque, nos contó cómo su padre había disparado a quemarropa, en varias ocasiones, a un lobo gris que andaba por el bosque al anochecer. No consiguió matarlo hasta que cargó su escopeta con algo de plata. Entonces el lobo se desvaneció, al recibir el disparo; pero después encontraron a Heinrich el zapatero agonizando en su casa, herido con un dólar de plata en el vientre.

»Josef Weiss, su hijo, que trabajaba casi exclusivamente en la reserva y apenas se le veía en el pueblo, a menos que bajara a vender un cuarto o dos de venado, estaba indignado con su padre. Era un tipo corpulento, hosco, y algo leído. Nadie era tan intolerante con la superstición como este hombre semi-instruido. Vaughan, naturalmente, coincidía con él; pero superaba las historias de los aldeanos con tan horripilantes historias del folklore nativo y la literatura medieval que yo no podía por menos de pensar que había estudiado el tema. Los vecinos le tomaban en serio. Iban y venían en parejas. Ninguno salía de noche sin compañía. Sólo el pastor parecía indiferente. No era un incrédulo, sino un místico. Estaba acostumbrado a andar de noche bajo los árboles.

»—Uno tiene que formar parte de esas cosas, señor —me dijo—; entonces se les pierde el miedo. No quiero decir que tenga uno que convertirse en lobo, ¡la Virgen María nos proteja! Pero yo sé lo que quería.

»Esto era de lo más interesante.

»—Creo que yo también —contesté—. Pero ¿qué se siente?

»—Se siente como si el bosque se le metiera a uno debajo de la piel, y le dieran ganas de vivir a lo salvaje y andar a cuatro patas.

»—Tiene toda la razón —dijo Vaughan, con convicción.

»Ésa fue la gota que colmó el vaso para los campesinos. Se apartaron de Vaughan, y dos de ellos escupieron en el fuego para ahuyentar su mal de ojo: les parecía que estaba demasiado familiarizado con las artes negras.

»—¿Qué explicación le encuentra usted? —preguntó Vaughan, volviéndose hacia mí.

»Le dije que podía haber una docena de causas diferentes, lo mismo que el miedo a la oscuridad. Y el hambre física podía tener igualmente que ver.

»Creo que nuestra moderna psicología tiende a conceder demasiada importancia al sexo. Hemos olvidado que el hombre es, o ha sido, un veloz animal cazador provisto de todos los instintos necesarios.

»En cuanto mencioné el hambre, hubo un coro de asentimiento; aunque la verdad es que no querían saber nada de lo que el pastor, Vaughan y yo estábamos hablando. La mayoría de estos hombres conocía lo que era el hambre extrema. El posadero recordó una hambruna temporal durante la guerra. El pastor nos contó que una vez había pasado una semana pegado a la pared de una roca, hasta que le rescataron. Josef Weiss, deseoso de dejar lo preternatural, nos contó sus experiencias como prisionero de guerra en Rusia. Había sido olvidado, junto con sus compañeros, tras las paredes lisas de una fortaleza, al incorporarse sus guardianes a la revolución. Aquellos pobres diablos pasaron por una situación verdaderamente desesperada.

»Durante una semana entera, Vaughan y yo estuvimos saliendo día y noche con grupos de búsqueda. Entretanto, Kyra se esforzaba sin descanso en tranquilizar a las mujeres. No podían por menos de quererla… aunque medio recelaban que tenía que ver con el misterio. No les culpo. No podía esperarse que comprendiesen su apasionada espiritualidad. Para ellas, Kyra era un ser de otro planeta, fascinante y aterrador. Sin atribuirle ningún poder sobrenatural, no tengo duda de que Kyra era capaz de leer el pasado, presente y futuro de cualquiera de aquellos aldeanos más certeramente que los gitanos ambulantes.

»En nuestro primer día de descanso, pasé la tarde con los Vaughan. Él y yo estábamos descansados tras dormir doce horas, y convencidos de que daríamos con una nueva solución del misterio que fuera la correcta. Kyra se unió a la conversación. Repasamos las viejas teorías una y otra vez, aunque no avanzábamos.

»—No tendremos más remedio que creer lo que cuentan los del pueblo —dije finalmente.

»—¿Y por qué no? —preguntó Kyra Vaughan.

»Los dos protestamos. ¿Acaso lo creía ella?

»—No estoy segura —contestó—. ¿Qué importa? Pero sé que les ha llegado el mal, a estos hombres. El mal… —repitió.

»Nos sobresaltó. Ríase usted, Romero, pero no tiene idea de cómo nos afectaba esa atmósfera de extrañeza.

»Al evocar aquello ahora, me doy cuenta de cuánta razón tenía. ¡Dios mío, mientras las mujeres captan el significado espiritual de algo, nosotros lo tomamos literalmente!

»Cuando se marchó ella, le pregunté a Vaughan si Kyra creía de veras en la existencia del hombre-lobo.

»—No exactamente —explicó—. Lo que quiere decir es que nuestra lógica no nos está llevando a ninguna parte; que debemos ponernos a buscar algo que, si no es hombre-lobo, tiene el espíritu de hombre-lobo. Y aunque viese uno, no estaría más preocupada de lo que está. Le impresiona poco la forma externa de las cosas.

»Vaughan valoraba a su mujer. No sabía qué diablos quería decir, pero sabía que siempre había un sentido en sus parábolas, aun cuando tardabas tiempo en descubrir la relación entre lo que ella decía y el modo en que tú habrías expresado lo mismo. Eso es, al fin y al cabo, lo que significa la palabra entendimiento.

»Le pregunté qué pensaba que había querido decir con eso del mal.

»—¿El mal? —contestó—. Las fuerzas malignas; algo que se comporta como no tiene derecho a comportarse. Quiere decir casi… posesión. Bueno, busquemos según nuestra propia manera de interpretar lo que ella quiere decir. Supongamos que es visible, y veamos a ese ser.

»Vaughan seguía pensando aún que era un animal: su cacería había sido fructífera, y ahora que el bosque estaba tranquilo volvería a empezar. Creía que no se le había alejado de manera definitiva.

»—No lo han puesto en fuga las primeras batidas —comentó—. Han ahuyentado toda la caza en varias millas a la redonda, pero ese animal se ha llevado a uno de ellos. Volverá, tan seguro como que vuelve el león devorador de hombres. Y sólo hay una forma de cogerlo: ¡con cebo!

»—¿Y quién va a hacer de cebo? —pregunté.

»—Usted y yo.

»Creo que me sobresalté. Vaughan se echó a reír. Dijo que me veía gordo, que sería un cebo de lo más tentador. Cada vez que él hacía un chiste de mal gusto, me daba cuenta de que hablaba en serio.

»—¿Y qué va a hacer? —pregunté—. ¿Atarme a un árbol y acechar con un rifle?

»—Es lo mandado, salvo que usted no necesita que le aten; y como la idea es mía, el rifle le toca a usted primero. ¿Es buen tirador?

»Lo soy, y él lo era también. Para probarlo, practicamos el tiro al blanco después de cenar, y comprobamos que podíamos confiar el uno en el otro hasta unas cincuenta yardas, en luna llena. A Kyra no le gustaba la caza. Le tenía horror a la muerte. La excusa de Vaughan no la hizo cambiar de parecer: le dijo que íbamos a cazar ciervos por la noche y que necesitábamos practicar.

»—¿Vais a matarlos mientras duermen? —le preguntó de malhumor.

»—Mientras están cenando, cariño.

»—Antes, si es posible —añadí yo.

»Me desagradaba ofenderla con bromas que para ella eran insustanciales, pero elegí esta salida a propósito. No le podíamos decir la verdad, y ahora ella se sentiría demasido orgullosa para hacer preguntas.

»A la tarde siguiente, Vaughan bajó a la posada, y allí trazamos un plan de campaña. La roca era el punto de partida de todas nuestras teorías, y decidimos situar en ella el puesto de observación. Desde lo alto se dominaba claramente el sendero, hasta unas cincuenta yardas a lado y lado. El que montase guardia debía ocupar su sitio, cubierto por la hiedra, antes de ponerse el sol; y poco antes de las diez, debía estar el cebo en el sendero, y a tiro. Tendría que pasear arriba y abajo cuidando siempre no perder de vista la roca, hasta la medianoche, en que daríamos por terminada la sesión. Calculamos que nuestra presa, si discurría, tomaría al cebo por miembro de un grupo de búsqueda en esa parte del bosque.

»La dificultad estaba en llegar allí. Teníamos que ir por separado, por si éramos vistos, y esperábamos que todo fuera bien. Finalmente, decidimos que el que ocupara el sendero, dado que podían seguirle, debía dirigirse allí directamente y lo más deprisa que pudiera. Había un resbaladero de troncos muy cerca, por el que se podían acortar diez minutos. El de la roca debía esperar un rato, y luego regresar por el sendero.

»—Bien, no le volveré a ver hasta mañana por la mañana —dijo Vaughan cuando se levantó para irse—. Usted me verá a mí pero yo a usted no. Dé un silbido bajo cuando yo llegue al sendero; asi sabré que está allí.

»Comentó que había dejado al notario una carta para Kyra, en caso de accidente; y añadió con una risa forzada que pensaba que era una tontería.

»A mí me pareció que era todo menos una tontería, y se lo dije.

»Antes de ponerse el sol estaba yo en lo alto de la roca. Enrosqué las piernas y el cuerpo en la hiedra, dejando la cabeza y los hombros libres para girar con el rifle, un 300 de cañón largo. Tuve la certeza de que Vaughan estaba todo lo seguro que la ciencia humana y la mano firme podían garantizar.

»Salió la luna, y el sendero fue una cinta de plata delante de mí. Hay algo silencioso en la luna. No es la luz. Es la situación. Cuando se oía un ruido, era inesperado; como el súbito temblor del costado de un animal dormido. De vez en cuando chascaba una ramita. Ululó un búho. Un zorro cruzó furtivo el sendero, mirando hacia atrás por encima del hombro. Deseé que hubiera llegado Vaughan. Luego la hiedra crujió detrás de mí. No podía volverme. Se me había sensibilizado la espina dorsal, y la nuca me hormigueaba como si esperase un golpe. Era inútil que me dijera a mí mismo que detrás de mí sólo podía haber un pájaro; aunque, naturalmente, era un pájaro: un chotacabras salió de la hiedra con ruidoso aleteo, y el cuerpo se me cubrió súbitamente de un sudor frío. El susto me borró todos los temores vagos. Seguí estando incómodo, pero tranquilo.

»Al cabo de un rato, oí a Vaughan caminando por el sendero. Luego apareció a la vista: era una silueta clara, destacada a la luz de la luna. Di un silbido suave, y él movió la mano desde la muñeca para hacerme saber que me había oído. Se puso a andar arriba y abajo, fumando. La brasita del cigarro señalaba su cabeza en las sombras. Adonde fuera, mi telémetro apuntaba una yarda o dos detrás de él. Cuando llegó la medianoche, hizo una seña con la cabeza en dirección a mi escondite, y se fue corriendo por el resbaladero de troncos. Poco después emprendí yo también el regreso.

»A la noche siguiente cambiamos los papeles. Me tocó deambular por el sendero. Descubrí que era preferible hacer de cebo. Habría deseado tener la ayuda de otro par de ojos en la roca; pero al cabo de una hora en mi puesto, ni me dignaba a volver la cabeza. Dejé que Vaughan cuidase de lo que aconteciera detrás de mí. Sólo una vez me sentí inquieto. Oí, según me pareció, el grito lejano de un pájaro en el bosque. Fue un canto extraño, casi un quejido. Sonó como la breve exclamación asustada de una mujer. Por entonces, los pájaros no eran santos de mi devoción. Tenía el recuerdo enloquecedor de cierta ave brasileña que le perfora a uno el occipital y se alimenta de sesos. Miré fijamente hacia los árboles, vislumbré un aleteo de algo blanco en un claro de la luna, abajo. Sólo fue una fracción de segundo, y llegué a la conclusión de que debió de ser un soplo de viento que rizó la yerba plateada. Al terminar el tiempo de vigilancia me dirigí al resbaladero de troncos y emprendí el regreso a la posada. Me dormí preguntándome si no nos habíamos dejado llevar por los nervios.

»A la mañana siguiente subí a ver a los Vaughan. Kyra estaba pálida y nerviosa. Le dije inmediatamente que debía descansar más.

»—No quiere —dijo Vaughan—. No soporta que los demás tengan preocupaciones.

»—La verdad es que no puedo borrarlas de la cabeza con la misma facilidad que tú —contestó provocadora.

»—¡Vaya por Dios! —exclamó Vaughan—. No quiero que empecemos a discutir.

»—No, porque sabes que no tienes razón. ¿Acaso has olvidado ya ese asunto horrible?

»Tomé las riendas de la conversación, y la suavicé encauzándola hacia temas más amables. Y al hacerlo, percibí cierta resistencia por parte de Kyra: evidentemente, quería seguir la pelea. Me pregunté por qué. Sin duda tenía los nervios en tensión; aunque estaba demasiado cansada para relajarlos con una pelea. Concluí que atacaba a su marido para hacerle confesar cómo pasaba las veladas.

»Era eso. Antes de marcharme, me llevó aparte con el pretexto de enseñarme el jardín, y centró la conversación en nuestras expediciones de caza. ¡Quiera Dios que no me encuentre jamás en el banquillo, si el fiscal es una mujer! Sin embargo, yo tenía derecho a preguntar a mi vez, y me las arreglé para escurrirme de su interrogatorio sin que se diera cuenta. Era doloroso. No podía permitir que supiera la verdad, pero me sabía mal dejarla en el suplicio de la incertidumbre. Vaciló un instante, antes de decirme adiós. Luego me cogió el brazo y exclamó:

»—¡Cuide de él!

»Sonreí, y le dije que tenía los nervios agotados, y que no hacíamos nada peligroso. ¿Qué otra cosa podía decirle?

»Esa noche, la tercera de nuestra vigilancia, el bosque parecía vivo. El mundo que vive bajo las hojas caídas —ratones, topos y escarabajos— producía una agitación sorprendente. Chillaban las aves nocturnas. Un ciervo tosió en el interior del bosque. Soplaba una ligera brisa, y desde mi escondite en lo alto de la roca observaba a Vaughan tratando de captar qué olor traía. Se agachó, ocultándose en las sombras. Un oso cruzó el sendero hacia arriba, y empezó a cavar en busca de algún suculento bocado en las raíces de un árbol. Parecía lanoso e inofensivo como un perro grande. Evidentemente, ni él ni su especie eran la causa de nuestra vigilancia. Vi sonreír a Vaughan, y comprendí que estaba pensando lo mismo que yo.

»Poco después de las once, el oso alzó la cabeza, olfateó el aire, y desapareció entre las masas oscuras de los matorrales con la misma facilidad y rapidez que si hubieran apagado una luz proyectada sobre él. Los ruidos de la noche fueron cesando uno tras otro. Vaughan se palpó el revólver en el bolsillo. El silencio hablaba por sí mismo. El bosque había dejado a un lado sus asuntos y vigilaba como nosotros.

»Vaughan caminó, sendero arriba, hasta el límite de su recorrido. Miró a lo lejos un instante; y más allá del sendero, entre los árboles, mis ojos captaron el mismo parpadeo blanco. Vaughan dio media vuelta y regresó; y cuando él se hallaba junto a la roca, lo percibí otra vez: parecía algo voluminoso, de un blanco suave, y se movía deprisa. Vaughan pasó por delante de mí, en dirección a él, y enfoqué el telémetro en el sendero, delante de él. El bulto venía saltando por entre los árboles; salió a la luz de la luna, y fue hacia él. Me salvó sólo la especial dificultad del tiro. Era una fracción de segundo más lo que yo necesitaba para asegurarme de no herir a Vaughan. Y en esa fracción de segundo, gracias a Dios, ¡ella le llamó! Era Kyra. Un abrigo blanco de armiño, y su carrera aterrada, sendero arriba, hacían de ella una extraña figura.

»Se quedó abrazada a él mientras recobraba el aliento. La oí decir:

»—Me he asustado. Algo venía detrás de mí. Estoy segura.

»Vaughan no contestó, pero la estrechó contra sí y le acarició el cabello. El labio superior de Vaughan se retiró un poco de sus dientes. Por una vez, su ser cedió a una simple emoción: el deseo de matar lo que la había asustado.

»—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le preguntó.

»—No lo sabía. Te estaba buscando. Anoche te busqué también.

»—¡Estás loca, mi valerosa chiquilla! —dijo.

»—Pero tú no debes… no debes estar solo. ¿Dónde está Shiravieff?

»—Ahí arriba —señaló la roca.

»—¿Y por qué no te escondes tú también?

»—Uno de los dos tiene que dejarse ver —contestó.

»Kyra comprendió inmediatamente el sentido de su respuesta.

»—¡Regresa conmigo! —exclamó ella—. ¡Prométeme dejar esto!

»—No corro ningún peligro, cariño —contestó él—. ¡Mira!

»Aún puedo oír ahora su voz tensa y recordar sus palabras exactas. La llevó al pie de la roca. La rodeó con su brazo izquierdo. Alzó el derecho, extendido, con un pañuelo cogido por dos puntas. No me miró, ni alteró su tono.

»—¡Shiravieff —dijo—, hágale un agujero!

»Era una tontería de lo más teatral, porque un pañuelo es una de las dianas más fáciles. En cualquier otro momento, habría estado tan seguro como él del resultado del tiro. Pero lo que él no sabía era que yo había estado a punto de disparar a otra diana blanca mucho más grande, y temblaba de tal manera que apenas podía sostener el rifle. Apreté el gatillo. El agujero del pañuelo apareció peligrosamente cerca de su mano. Él lo consideró más un farol por mi parte que un mal disparo.

»El truco de Vaughan dio resultado. Kyra estaba sorprendida. No se daba cuenta de lo fácil que era, como tampoco sabía lo difícil que es acertarle a un blanco móvil en un instante de excitación.

»—Pues deja que me quede contigo —suplicó.

»—Cariño, volvamos a casa. ¿Crees que voy a permitir que mi más querida posesión ande corriendo como una loca por el bosque?

»—¿Y la mía? —dijo ella, y le dio un beso.

»Se marcharon por el atajo. Vaughan la convenció para que caminase una yarda delante de él, y vi brillar la luna en el cañón de su revólver. No quería correr riesgos.

»En cuanto a mí, bajé por el sendero sin preocuparme; porque estaba seguro de que las voces y el disparo habían ahuyentado a todo bicho viviente. Y casi había llegado abajo, cuando me di cuenta de que me seguían. Ustedes dos han vivido en regiones extrañas: ¿necesitan que les explique esa sensación? ¿No? Bueno, pues eso: me di cuenta de que me seguían. Me detuve, y me volví hacia la cuesta arriba. Inmediatamente, algo me adelantó por los matorrales, como para cortarme la retirada. No soy supersticioso. Una vez que lo oí, ya no tuve miedo; porque lo tenía localizado. Y estaba seguro de poder correr sendero abajo más deprisa que cualquier animal entre los arbustos. Y como se le ocurriera salir a terreno despejado, recibiría cinco balas explosivas. Eché a correr. Por lo que pude oír, no me siguió.

»Por la mañana le conté a Vaughan lo que me había ocurrido.

»—Lo siento —dijo—. Tenía que traerla de regreso. Lo comprende, ¿verdad?

»—Por supuesto —contesté sorprendido—. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

»—Bueno, no me hacía gracia dejarle solo. Habíamos revelado nuestra presencia de manera bastante clara. Es verdad que asustamos a toda clase de animal; pero lo único que sabemos de esa bestia es que no actúa como las demás. Corríamos el riesgo de atraerla, en vez de ahuyentarla. Esta noche la atraparemos —añadió con rabia.

»Le pregunté si Kyra prometería quedarse en casa.

»—Sí. Dice que estamos cumpliendo con nuestro deber, y que no quiere interferir. ¿Cree usted que es nuestro deber?

»—¡No! —dije.

»—Yo tampoco. Nunca me parece que sea un deber una cosa que disfruto haciendo. ¡Y por Dios que estoy disfrutando con esto, ahora!

»Creo que esa noche puso toda su alma vigilando desde la roca. Vaughan quería vengarse. No había motivo para creer que hubiese asustado a Kyra otra cosa que la oscuridad y la soledad, pero él estaba decidido a enfrentarse a todas las circunstancias que habían osado afectarla. Quería ser el cebo en vez del vigilante, con la esperanza, creo, de poder ponerle la mano encima a su enemigo. Pero no se lo consentí. Al fin y al cabo, me tocaba a mí.

»¡El cebo! La palabra me resonaba sin cesar en el cerebro mientras daba vueltas arriba y abajo por el sendero. No se oía un ruido. Lo único que se movía era la luna, que cruzaba de un árbol a otro a medida que avanzaba la noche. Me representaba a Vaughan en la roca, con el punto de mira de su rifle desplazándose adelante y atrás en un cuarto de círculo, siguiendo mis movimientos. Imaginaba la trayectoria de su mira como un hilo de luz descendente, pasando por delante de mis ojos. Una de las veces oí toser a Vaughan. Supe que había notado mi nerviosismo, y me estaba tranquilizando. Me detuve junto a un grupo de arbustos, a unas veinte yardas, a observar una hoja plateada que movía un bichito al trepar por ella.

»Un aliento caliente en la nuca, un peso aplastante en mis hombros, una cosa dura contra la parte de atrás de mi cráneo, el estampido del rifle de Vaughan… fueron sensaciones instantáneas, aunque no tan breves como para ahorrarme un terror mortal. Algo se apartó de mí de un salto, y se zambulló en el manantial, al pie de la roca.

»—¿Se encuentra bien? —gritó Vaughan, descendiendo con estrépito por la hiedra.

»—¿Qué era?

»—Un hombre. Le he dado. ¡Vamos! Voy a perseguirlo.

»Vaughan estaba como loco. Jamás he visto tan encendido desprecio del peligro. Aspiró profundamente, y se lanzó al agujero como si fuese los tobillos de un jugador. Con la cabeza y los hombros fuera, chapoteó en el barro de la cavidad, descargando su Winchester ante sí. De no haber pasado rápidamente al otro lado sin respirar, le habrían asfixiado los vapores sulfurosos, o se habría ahogado. Si su enemigo le estaba esperando, era hombre muerto. Desapareció, y yo le seguí. No; no necesité de ningún valor especial. Me cubría el cuerpo de Vaughan. Pero fue un momento espantoso. No se nos había ocurrido que pudiera entrar y salir nadie de aquella fuente. Imaginen lo que es contener el aliento, e intentar cruzar el agua caliente contorsionándose, usando las caderas y los hombros como una serpiente, sin saber uno si va a encontrar obstruida la salida. Finalmente, pude izarme con las manos y respirar. Vaughan estaba ya fuera y de pie, iluminando delante de él con una linterna.

»—¡Ya lo tenemos! —dijo.

»Estábamos en una cueva baja al pie de la roca. Entraba aire por las grietas de arriba. El suelo era de arena seca, debido al agua caliente que entraba en la cueva cerca del agujero por donde salía. Había un hombre contraído en el fondo. Nos acercamos. Tenía una especie de pistola larga en la mano. Era una pistola de resorte, para sacrificar reses. El contacto de su ancha boca en mi cráneo no es un recuerdo muy agradable. Tiene la boca dentada para que se agarre al pelo del animal en el momento de disparar el clavo.

»Le dimos la vuelta al cuerpo: era Josef Weiss. ¿Hombre-lobo? ¿Posesión? No sé. Yo lo llamaría neurosis atávica. Pero eso sólo es un nombre, no una explicación.

»Más allá del cuerpo había un agujero de unos seis pies de diámetro, redondo como si lo hubiesen hecho con una barrena. Los manantiales que habían abierto este paso se habían secado, pero las paredes de amarillo veteado eran lisas como el mármol, a causa del sedimento dejado por el agua, Evidentemente, Weiss había intentado llegar a esa abertura cuando Vaughan lo abatió. Subimos por ese alcantarillado natural. Durante media hora, la linterna de Vaughan no reveló otra cosa que las paredes sudadas de la madriguera. Luego nos detuvo una escala de mano toscamente confeccionada, colocada en mitad del pasadizo. Los barrotes estaban cubiertos de barro, y aquí y allá, su madera mostraba manchas oscuras. Subimos. Conducía a una oquedad excavada evidentemente con pico y cincel. El techo era de tablas, con una trampa en un extremo. La levantamos con los hombros, y nos encontramos entre las cuatro paredes de una cabaña. Un fuego de ascuas ardía en la chimenea, y cuando abrimos para que entrase el aire, un leño estalló en llamas. En la chimenea había una escopeta de pie. En una percha había varios cepos de hierro y una canana. Había una mesa en el centro de la habitación, y sobre ella un cuchillo largo. Eso fue todo lo que vimos en una primera ojeada. Después, descubrimos bastante más. Weiss había llevado al extremo su manía homicida. Imagino que las experiencias bestiales como prisionero de guerra habían hecho mella en el cerebro del pobre diablo. Luego, al excavar un sótano o reparar el suelo, había descubierto accidentalmente el canal seco debajo de la cabaña, y lo había seguido hasta su salida oculta. Eso convirtió sus secretos deseos en acción. Podía matar y llevarse a su víctima sin dejar rastro. Y así, se dejó llevar de sus impulsos.

»Al amanecer estábamos de nuevo en la cabaña, con el juez. Cuando salió, estaba violenta, terriblemente afectado. En mi vida he visto a un hombre con tales náuseas. Eso le despejó. No; no lo digo en broma. Le despejó mentalmente. No le hizo falta ninguna de esas tormentas psíquicas que necesitamos nosotros para expulsar de nuestro organismo una conmoción. ¿Les he dicho que era un hombre muy poco imaginativo? Dirigió la investigación subsiguiente de manera magistral. Aceptó como un hecho ineludible el horror del caso, pero no quiso escuchar historias que no podían probarse. No hubo una prueba clara del horror adicional en el que todos los del pueblo creían.

Lewis Banning profirió una exclamación.

—¡Ah, ahora cae! Sabía que lo recordaría. La prensa publicó ese rumor como un hecho. Pero repito: nunca se encontró la prueba fehaciente.

»Vaughan me rogó que no le dijera nada a su mujer. Debía convencerla para que se marcharan en seguida, antes de que le llegase ningún rumor. Debía decirle que quizá su marido había sufrido lesiones internas, y tenían que reconocerle sin tardanza. En cuanto a él, creía lo que se decía, pero tenía conciencia de la importancia de su aplomo. Sospecho que estaba un poco orgulloso de sí mismo… orgulloso de no sentirse afectado. Pero le preocupaba el efecto que el shock podía producir en su mujer.

»Llegamos tarde. La cocinera se había contagiado de la fiebre reinante, y le había dado la desagradable noticia. Kyra fue corriendo a su marido, mortalmente pálida, desesperada, en busca de protección contra ese golpe. Él podía protegerse a sí mismo, y habría dado la vida por poder proteger a su mujer. Lo intentó, pero sólo pudo darle palabras y más palabras. Le explicó que, si se miraba el asunto con calma, no tenía importancia; que nadie podía haberlo sabido; que lo mejor que se podía hacer era olvidarlo; y así sucesivamente. Era absurdo. ¡Como si cualquiera que creyese lo que se decía pudiera mirar el asunto con serenidad!

»Sentimientos de ese género no servían de consuelo a su mujer. Esperaba que él mostrase su horror, no que se aislase como si hubiese cerrado una tapadera; no que la dejase espiritualmente sola. Le gritó que no tenía sentimientos, y echó a correr a su habitación. Quizá debí haberle dado un sedante; pero no lo hice. Yo sabía que cuanto antes lo expulsase, sería mejor para ella, y que tenía una mente suficientemente sana para resistirlo.

»Así se lo dije a Vaughan; pero él no lo comprendió. La emoción, pensaba, era peligrosa. No había que dejarla en libertad. Quería decirle otra vez que no se “preocupase”. No se daba cuenta de que él era el único en diez millas a la redonda que no estaba “preocupado”.

»Kyra bajó más tarde. Habló a Vaughan con frialdad, con desprecio, como si hubiese descubierto que le era infiel. Le dijo:

»—No puedo volver a ver a esa mujer. ¿Quieres decirle que se vaya?

»Se refería a la cocinera. Vaughan se opuso. Era obstinadamente lógico y razonable.

»—No es culpa suya —dijo—. Es una ignorante, no una anatomista. Vamos a llamarla, y verás como no eres justa.

»—¡Ah, no! —exclamó ella, y a continuación se calló—. ¡Llámala! —dijo.

»Acudió la cocinera. Cómo iba ella a saberlo, sollozó: no había notado nada; estaba convencida de que lo que le había comprado a Josef Weiss era carne de venado. Ni por un momento se le ocurrió… ¡Bueno, bienaventurados los simples!

»—¡Dios mío! ¡Cállese! —estalló Kyra—. Pensad lo que os dé la gana todos. ¡Todos os mentís a vosotros mismos, y fingís, y no tenéis sentimientos!

»No pude resistir más. Le rogué que no se torturase a sí misma y no me torturase a mí. Pulsé la nota justa. Me cogió las manos y me pidió que la perdonase. A continuación llegaron las lágrimas. Estuvo llorando, creo, hasta la mañana siguiente. En el desayuno, nos dedico a los dos una pálida sonrisa, y comprendí que estaba fuera de peligro: se había librado definitivamente del shock. Ese mismo día emprendieron el viaje a Inglaterra.

»Hace dos años los encontré en Viena y cenaron conmigo. No mencioné Zweibergen. Todavía se amaban tiernamente, y todavía se peleaban. Daba gusto oírles hablar, y verlos buscar a tientas la comprensión del otro.

»Vaughan no probó la carne en la cena y dijo que se había vuelto vegetariano.

»—¿Por qué? —pregunté yo con toda intención.

»Contestó que últimamente había tenido una depresión nerviosa: no había sido capaz de comer nada, y había estado al borde de la muerte. Ahora se encontraba bien, dijo: no le quedaba el menor vestigio de la enfermedad, aparte de la aversión a la carne… Le había sobrevenido de repente, no podía entender por qué.

»Les aseguro que el hombre lo dijo absolutamente en serio. No podía entender por qué. El shock había permanecido larvado dentro de él durante diez años, y de repente, había reclamado su precio.

—¿Y usted? —preguntó Banning—. ¿Cómo se libró del shock? Tuvo que dominar sus emociones, en aquellos momentos.

—Es una pregunta acertada —dijo Shiravieff—. He estado viviendo bajo suspensión de condena. Ha habido días en que he pensado que debía visitar a uno de mis colegas y pedirle que me librara de esta repugnancia. Si hubiese podido echar de mi cerebro ese episodio, me habría aliviado bastante… Pero nunca me he decidido a contarlo.

—Acaba de hacerlo —dijo el coronel Romero solemnemente.