LA CAZA

EN la fría sala de espera de una pequeña estación de ferrocarril del oeste de Inglaterra había dos hombres. Llevaban sentados una hora, y probablemente iban a seguir allí bastante más. Fuera reinaba una espesa niebla. Su tren se retrasaba indefinidamente.

La sala de espera era un lugar inhóspito y vacío. Una simple bombilla iluminaba con lívida, desdeñosa eficacia. Sobre la repisa de la chimenea había un cartel: «Prohibido fumar». Si se le daba la vuelta, ponía «Prohibido fumar» al otro lado, también. En una de las paredes, casi en su centro —aunque no en el punto maniáticamente exacto—, estaban cuidadosamente clavadas las normas sobre un brote de fiebre porcina ocurrido en 1924. La estufa emitía un olor denso, caliente, fuerte ya, pero que iba en aumento. Un resplandor pálido y leproso sobre la ventana negra, sucia de lamparones, revelaba que, inmersa en la niebla, ardía una luz en el andén. En algún lugar goteaba agua con infinita desgana sobre una chapa ondulada.

Los dos hombres se hallaban el uno frente al otro junto a la estufa, en sendas sillas de inmutable rigidez. La relación entre ellos se remontaba tan sólo a esta velada. Y a juzgar por la conversación que sostenían, probablemente iban a seguir siendo mutuos desconocidos.

El más joven de los dos acusaba la falta de comunicación entre ambos más que la falta de comodidades del entorno. Su actitud hacia sus semejantes había sufrido recientemente una transición de lo subjetivo a lo objetivo. Como en muchos de su clase y edad, la rutina —no reconocida como tal— de una educación cara, con la alternativa trienal de esos placeres normales en la riqueza y el refinamiento, había atrofiado muchas de sus curiosidades. Durante los primeros veintitantos años de su vida había interpretado humanidad como equivalente de relación, más que de realidad, mirando a la gente que no ocupaba un lugar establecido en su propia existencia como observa el gamo de un parque a los visitantes que pasan de excursión: con mansa, algo ofendida curiosidad… no de manera inquisitiva. Ahora, en encendida reacción a este provincianismo inconsciente, trataba a la humanidad como un museo, quedándose concienzudamente boquiabierto ante cada nuevo ejemplar, y buscando con celo indiscriminado la prueba no acumulativa de la complejidad del ser humano. En cada círculo máximo de individualidad se veía a sí mismo como una especie de tangente independiente. Aspiraba a ser un conocedor de los hombres.

Había, indudablemente, algo llamativo en el ejemplar que tenía delante. De una estatura por debajo de la media, el desconocido tenía sin embargo esa especie de alargada delgadez que concede unas ilusorias pulgadas de más. Llevaba un largo abrigo negro, muy andrajoso, y tenía los zapatos llenos de barro. Su cara carecía de color, aunque la impresión que producía no era de palidez: su piel era de un cetrino oscuro, tirando a gris; la nariz puntiaguda, con una barbilla afilada y estrecha, y de sus pómulos altos le bajaban unas arrugas profundas, verticales, que bosquejaban el fondo permanente de una sonrisa más ancha de lo que sus ojos hundidos, de color miel, parecían autorizar. Lo más sorprendente de su cara era la incongruencia de su marco: detrás de la cabeza, el desconocido llevaba un sombrero hongo de ala estrechísima. No había palabras sobre inclinación que hicieran justicia a su ángulo. Lo tenía encajado, por algo al menos tan sagrado como el hábito, en la parte posterior de su cráneo; y esta cara flaca e indagadora enfrentaba el mundo con fiereza desde un halo negro de indiferencia. El aspecto entero del hombre denotaba diferencia, más que altivez. La forma poco natural de llevar el sombrero tenía el valor de un comentario indirecto, como las cabriolas de un animal de circo. Era como si formara parte de una realidad más antigua, de la que el homo sapiens con sombrero hongo fuese edición expurgada. Estaba sentado con los hombros encogidos y las manos metidas en los bolsillos del abrigo. La idea de incomodidad que sugería su postura parecía deberse no tanto a que su silla fuese dura, como a que fuese silla.

El joven le había encontrado poco comunicativo. La más ágil simpatía, tras lanzar sucesivos ataques en distintos frentes, no había logrado abrir brecha. La lacónica exactitud de sus respuestas denotaba un rechazo más rotundo que la pura hosquedad. Salvo para contestar, no miraba al joven para nada. Y cuando lo hacía, sus ojos rebosaban de abstraído regocijo. A veces sonreía, aunque no por un motivo inmediato.

Al evocar su hora juntos, el joven veía un campo de batalla en el que se amontonaban frustradas banalidades como la impedimenta desechada de un ejército en fuga. Pero la resolución, la curiosidad y la necesidad de matar el rato, se resistían a reconocer la derrota.

«Si no quiere hablar —pensó el joven—, hablaré yo. Es infinitamente preferible el sonido de mi voz al de ninguna. Le contaré lo que me ha sucedido. La verdad es que es una peripecia extraordinaria. Se la contaré lo mejor que pueda; y mucho me sorprenderá si el impacto que va a causar en su ánimo no le impulsa a algún tipo de auto-revelación. Es un individuo de lo más extraño, aunque sin llegar a la extravagancia, y me tiene muerto de curiosidad».

En voz alta dijo, adoptando un tono animado y simpático: «Creo que ha dicho usted que es cazador, ¿no?».

El otro alzó sus vivos ojos color miel. Un regocijo inaccesible destelló en ellos. Sin contestar, volvió a bajarlos para mirar las gotitas de luz que se proyectaban, a través de la rejilla de la estufa, sobre el bajo de su abrigo. A continuación habló. Tenía la voz ronca.

—He venido aquí a cazar —reconoció.

—En ese caso —dijo el joven—, habrá oído hablar de la jauría particular de lord Fleer. Sus perreras no están lejos de aquí.

—Las conozco —replicó el otro.

—Vengo de pasar unos días allí —prosiguió el joven—. Lord Fleer es tío mío.

El otro alzó los ojos, sonrió y asintió con la amable incoherencia del extranjero que no comprende lo que le dicen. El joven se tragó su irritación.

—¿Quiere —continuó, empleando un tono ligeramente más perentorio que hasta ahora—, quiere oír una historia nueva y singular sobre mi tío? No hace ni dos días que ha tenido lugar su desenlace. Es muy corta.

Desde la fortaleza de algún chiste oculto, aquellos ojos claros burlaron la necesidad de una respuesta concreta. Por último, dijo el desconocido: «Sí, me gustaría». La impersonalidad de su voz podía haber pasado por un alarde de sofisticación, por una renuencia a mostrar interés. Aunque sus ojos delataban que estaba interesado en otra cosa.

—Muy bien —dijo el joven.

Y acercando su silla a la estufa un poco más, comenzó:

—Como puede que sepa, mi tío, lord Fleer, lleva una vida retirada aunque de ningún modo inactiva. Durante los últimos doscientos o trescientos años, las corrientes de pensamiento contemporáneo han pasado por manos de hombres a los que se les han despertado constantemente los instintos gregarios, instintos que han satisfecho de manera casi invariable. De acuerdo con las normas del siglo XVIII, en que los ingleses cobraron conciencia de su soledad por primera vez, mi tío habría sido considerado insociable. A principios del XIX, los que no le conocen personalmente le habrían tenido por un romántico. Hoy su postura frente al bullicio y frenesí de la vida moderna es demasiado negativa para suscitar comentario alguno sobre su rareza. No obstante, aún ahora, si se viera implicado en algún suceso que pudiera calificarse de lamentable o vergonzoso, la prensa le expondría a la vergüenza pública con el apelativo de Aristócrata Recluso.

»Lo cierto del caso es que mi tío ha descubierto el elixir o, si prefiere, el narcótico de la autosuficiencia. Hombre de gustos extremadamente simples y exento de la maldición que supone una imaginación excesiva, no ve motivo alguno para trasponer las fronteras del hábito que los años han santificado con la rigidez. Vive en su castillo (que puede describirse como desahogado, más que como confortable), gobierna sus propiedades con algún provecho, tira al blanco un poco, monta a caballo un mucho, y caza siempre que puede. No se ve con sus vecinos más que por azar, lo que les ha llevado a suponer, con sublime aunque inconsciente arrogancia, que debe de estar un poco loco. Si lo está, al menos puede proclamar que tiene acolchada su celda.

»Mi tío nunca ha llegado a casarse. Y yo, como hijo único de su hermano, he sido educado con miras a ser su heredero. Durante la guerra, empero, aconteció un hecho imprevisto.

»Durante esa crisis nacional, mi tío, que naturalmente era demasiado viejo para el servicio activo, mostró una falta de espíritu ciudadano que le granjeó gran impopularidad local. Dicho de otro modo: se negó a admitir la guerra, o si la admitió, no dio muestra alguna de hacerlo. Siguió llevando su vigorosa aunque (dada la situación) bastante improcedente vida. Y aunque al final se vio obligado a contratar a sus criados entre hombres de edad avanzada y temple dudoso en los momentos cruciales de la caza, se las arregló para montarlos bien; y dos veces por semana, durante la temporada, conseguía cansar dos caballos en la persecución del zorro, la cual, como sin duda sabe, proporciona el mejor deporte que el dominio de Fleer es capaz de ofrecer.

»Cuando la burguesía local fue a protestarle, diciendo que era hora de que hiciese algo por su región, además de destruir la fauna con el método más indigno y caro que se haya ideado, mi tío se mostró sumamente receptivo. Ahora veía, dijo, que había estado demasiado apartado de una contienda de cuyo curso (dado que jamás leía un periódico) se enteraba indirectamente. Al día siguiente escribió a Londres pidiendo que le mandasen el Times y un refugiado belga. Era lo menos que podía hacer, dijo. Creo que tenía razón.

»El refugiado belga resultó ser del sexo femenino, y mudo. No se supo si mi tío había impuesto una de estas facetas, o las dos. El caso es que la belga se instaló en Fleer: era una joven corpulenta y sin atractivo, de veinticinco años, cara brillante y vello en el dorso de las manos. Su vida parecía inspirada en los grandes rumiantes; salvo, naturalmente, que transcurría casi toda dentro de casa. Comía mucho, dormía a discreción y se bañaba todos los domingos, perdonando esta sana costumbre sólo cuando el ama de llaves, que era quien se la imponía, estaba de vacaciones. Pasaba gran parte de su tiempo sentada en el sofá, en el rellano de fuera de su dormitorio, con el libro de Prescott La Conquista de México, abierto en su regazo. O leía increíblemente despacio, o no leía en absoluto. Porque, que yo sepa, anduvo once años con el primer volumen a cuestas. Su carácter, creo, era del tipo contemplativo.

»La curiosa y, desde mi punto de vista desafortunada, consecuencia de la actitud patriótica de mi tío fue el creciente afecto con que miraba a esta poco atrayente criatura. Si bien —o más probablemente debido a que— la veía sólo en las comidas, hora en que se le animaba el rostro más que en ningún otro momento del día, su actitud hacia ella pasó de indiferente a cortés, y de cortés a paternal. Al finalizar la guerra, ni se mencionó la posibilidad de su regreso a Bélgica; y un día de 1919 me enteré, con perdonable mortificación, de que mi tío la había adoptado legalmente, y de que estaba modificando el testamento en su favor.

»Con el tiempo, no obstante, me resigné a ser desheredado por un ser que, en el intervalo entre comidas, apenas podría describirse como sensible. Seguí efectuando mi visita anual a Fleer, y saliendo con mi tío a caballo, detrás de sus huesudos podencos galeses, por la montuosa región gris oscuro que —puesto que ya no me estaba garantizada su posesión— empezaba a encontrar de una inmensa aunque inalcanzable belleza.

»Hace tres días llegué aquí con idea de pasar una semana. Encontré a mi tío, que es hombre alto, de buena planta y con barba, disfrutando de su habitual salud de hierro. La belga, como siempre, me dio la impresión de ser invulnerable a las enfermedades, a las emociones y a cualquier cosa que no fuera un acto divino. Había ido aumentando de peso desde que empezó a vivir con mi tío, y ahora era una mujer de figura imponente, aunque no —todavía— torpe.

»Fue en la cena, la noche de mi llegada, cuando noté por primera vez cierto malestar detrás de la actitud brusca y lacónica de mi tío. Evidentemente, tenía algo en el pensamiento. Después de cenar me pidió que fuese a su despacho. Al hacerme la invitación, advertí en él el primer atisbo de confusión desde que le conocía.

»Las paredes del despacho estaban tapizadas de mapas y trofeos de zorro. La habitación se hallaba repleta de programas, catálogos, guantes viejos, fósiles, ratoneras, cartuchos y plumas utilizadas para limpiar la pipa: rancia diversidad de desechos que, en cierto modo, conseguían dar una impresión de coherencia y continuidad, como los detritos de la madriguera de un animal. Jamás en mi vida había entrado en su despacho.

»—Paul —dijo mi tío en cuanto cerré la puerta—, estoy muy preocupado.

»Adopté un aire de comprensivo interés.

»—Ayer —prosiguió mi tío— vino a verme uno de los colonos. Es un hombre honrado que cultiva un trozo de tierra al otro lado de la tapia norte del parque. Me dijo que había perdido dos ovejas de una forma que se podía explicar. Dijo que creía que las había matado algún animal salvaje.

»Mi tío hizo una pausa. La gravedad de su actitud era realmente presagiosa.

»—¿Los perros? —sugerí yo, con la timidez ligeramente protectora del que tiene probabilidad de su parte.

»Mi tío meneó la cabeza con circunspección.

»—Este hombre ha visto ovejas muertas por los perros. Dice que acaban siempre despedazándolas: les muerden las patas, las arrinconan, y las acosan hasta matarlas; no queda de ellas parte alguna sin dañar. Estas dos ovejas no habían muerto así. Bajé a verlas personalmente. No las habían mordido ni arrinconado. Habían muerto en descampado, no arrinconadas. El animal que lo ha hecho tiene más fuerza y más astucia que un perro.

»—¿No puede haber sido alguna fiera escapada de algún circo ambulante? —dije.

»—No vienen a esta parte del país —replicó mi tío—; aquí no hay ferias.

»Nos quedamos callados un momento. Era difícil no mostrar más curiosidad que simpatía, mientras esperaba alguna otra revelación que justificase el derecho de mi tío a esta última emoción. Yo no lograba encontrar en esas dos ovejas muertas violencia suficiente que explicara su evidente zozobra.

»Habló otra vez, aunque con manifiesta desgana.

»—Esta mañana ha muerto otra —dijo en voz baja— en Home Farm. De la misma manera.

»A falta de mejor comentario, sugerí dar una batida por los matorrales de alrededor. Quizá había algún…

»—Hemos peinado el bosque —atajó mi tío bruscamente.

»—¿Y no han encontrado nada?

»—Nada… salvo unas huellas.

»—¿Qué clase de huellas?

»Los ojos de mi tío se volvieron súbitamente evasivos. Volvió la cabeza.

»—Eran huellas de hombre —dijo despacio. Un leño se desmoronó del fuego, en la chimenea.

»Volvió a reinar el silencio. La entrevista parecía producirle dolor, más que alivio. Pensé que no empeoraría la situación si manifestaba con franqueza mi curiosidad. Así que me armé de valor y le pregunté claramente qué motivos tenía para estar tan preocupado. Tres ovejas, que eran propiedad de sus arrendatarios, habían tenido una muerte que, aunque desde luego muy poco habitual, sin duda no iba a ser un misterio por mucho tiempo. Fuera quien fuese el que lo había hecho, acabaría inevitablemente siendo atrapado, muerto o expulsado en el transcurso de unos días. Lo más que podía temerse era la pérdida de una oveja o dos más.

»Al terminar, mi tío me dirigió una mirada inquieta, casi culpable. De repente comprendí que iba a hacer una revelación.

»—Siéntate —dijo—. Quiero contarte algo.

»Y esto es lo que me contó:

»—Hace un cuarto de siglo, mi tío había tenido que contratar a una nueva ama de llaves. Con esa mezcla de fatalismo e indolencia que es fundamento de la actitud del soltero ante los problemas de la servidumbre, aceptó a la primera solicitante. Era una mujer alta, ceñuda, y de ojos oblicuos, de unos treinta años, que venía de la frontera galesa. Mi tío no me dijo nada sobre su carácter, pero la describió como dotada de “poderes”. Cuando llevaba en Fleer unos meses, mi tío empezó a dedicarle atenciones, en vez de considerarla como algo natural. Y a ella no le desagradaron esas atenciones.

»Un día, fue y le dijo a mi tío que estaba embarazada de él. Mi tío lo tomó con bastante serenidad, hasta que vio que esperaba, o fingía esperar, que se casase con ella. Entonces montó en cólera, la llamó puta y le dijo que debía abandonar la casa en cuanto naciera el niño. Y ella, en vez de derrumbarse, o de seguir discutiendo, se puso a salmodiar en galés, mirándole de soslayo con cierta burla. Esto le asustó. Le prohibió que volviera a acercarse a él, le ordenó que trasladase sus cosas a un ala no utilizada del castillo, y contrató a otra ama de llaves.

»Dio a luz un niño, y fueron a decirle a mi tío que la mujer se estaba muriendo; pedía continuamente verle, dijeron. Asustado a la vez que afligido, recorrió los pasillos, que no pisaba desde tiempo inmemorial, hasta su aposento. Cuando la mujer le vio aparecer, empezó a farfullar atropelladamente, sin apartar los ojos de él, como si repitiese una lección. Luego se detuvo, y pidió que le enseñasen al niño.

»Era un varón. La comadrona, observó mi tío, lo cogió de mala gana, casi con asco.

»—Ése es tu heredero —dijo la moribunda con voz destemplada y vacilante—. Le he dicho qué debe hacer. Será buen hijo para mí, y celoso con sus derechos de nacimiento —y se puso a contar una historia descabellada, aunque coherente, sobre una maldición, encarnada en el niño, que caería sobre aquél a quien nombrase mi tío heredero por encima del bastardo. Finalmente se apagó su voz y cayó hacia atrás, agotada, y con la mirada fija.

»Al dar mi tío media vuelta para marcharse, la comadrona le dijo en voz baja que echase una mirada a las manos del niño. Y abriéndole suavemente sus manitas, le mostró cómo, en las dos, el dedo anular era más largo que el corazón…

»Aquí le interrumpí. La historia tenía cierta fuerza misteriosa, quizá debido a su evidente efecto en el narrador: mi tío sentía miedo y repugnancia por lo que estaba contando.

»—¿Qué significa eso —pregunté— del anular más largo que el corazón?

»—Tardé mucho tiempo en descubrirlo —replicó mi tío—. Mis criados, al darse cuenta de que no lo sabía, no quisieron decírmelo. Pero al final lo averigüé por el doctor, que se enteró por una vieja del pueblo. Los que nacen con el anular más largo que el corazón se vuelven hombres-lobo. Al menos —hizo un ligero esfuerzo por mostrar divertida indulgencia— eso es lo que cree la gente de aquí.

»—¿Y eso… eso qué es? —yo también me di cuenta de que mi escepticismo estaba cediendo terreno a toda marcha. Me estaba volviendo extrañamente crédulo.

»—Un hombre-lobo —dijo mi tío, adentrándose sin la menor timidez en el terreno de lo inverosímil— es un ser humano que se transforma periódicamente, y en todos los respectos, en lobo. La transformación (o la supuesta transformación) acontece de noche. El hombre-lobo mata hombres y animales, dicen que para beberse su sangre. Tiene preferencia por los hombres. Durante toda la Edad Media, hasta el siglo XVII, hubo innumerables casos (especialmente en Francia) de hombres y mujeres que fueron juzgados legalmente por delitos que habían cometido como animales. Al igual que las brujas, rara vez eran absueltos; pero a diferencia de ellas, parece que raras veces fueron condenados injustamente —mi tío hizo una pausa—. He estado leyendo viejos libros —explicó—. Al enterarme de lo que se creía del niño, escribí a un hombre de Londres que es entendido en estas cosas.

»—¿Qué fue del niño? —pregunté.

»—Se hizo cargo de él la mujer de uno de mis colonos —dijo mi tío—. Una mujer impasible del norte que, según creo, aprovechó la ocasión para mostrar lo poco que se le daban a ella las supersticiones locales. El chico vivió con este matrimonio hasta los diez años. Luego huyó. No he sabido de él hasta… —mi tío me miró casi como disculpándose—, hasta ayer.

»Nos quedamos un momento en silencio, mirando el fuego. Mi imaginación había traicionado a mi razón rindiéndose totalmente a esta historia. No encontré fuerzas para disipar sus temores con un alarde de sensatez. Yo también estaba algo asustado.

»—¿Cree que ha sido su hijo, el hombre-lobo, el que ha matado las ovejas? —dije finalmente.

»—Sí. Por jactancia o como advertencia. O quizá por despecho, una noche de caza infructuosa.

»—¿Infructuosa?

»Mi tío me miró con ojos turbados.

»—Su litigio no es con las ovejas —dijo inquieto.

»Por primera vez comprendí las consecuencias de la maldición de la galesa. La caza estaba en marcha. La presa era el heredero de Fleer. Me alegraba de haber sido desheredado.

»—He dicho a Germaine que no salga de noche —dijo mi tío, coincidiendo con el curso de mis pensamientos.

»Germaine era el nombre de la belga; se apellidaba Vom.

»Confieso que no pasé la noche muy tranquilo. La historia de mi tío no había causado esa “suspensión de la incredulidad” que dicen que es requisito fundamental para un buen drama; pero tengo una imaginación disparada. Ni el cansancio ni el sentido común pudieron desterrar por completo la visión de esa maldad metamorfoseada extendiendo los silencios negro y plata, con algún propósito, en el exterior de mi ventana. Me descubrí a mí mismo atento, temiendo oír ruido de pisadas sobre una costra helada de hojas de haya…

»No sé si fue en sueños como oí aullar una vez. Pero a la mañana siguiente, mientras me vestía, vi un hombre andando deprisa por el camino de la entrada. Me pareció un pastor. Llevaba un perro a sus talones, trotando con evidente falta de seguridad. En el desayuno, mi tío me dijo que habían matado otra oveja casi en las mismas narices de los guardas. Le temblaba un poco la voz. En su semblante se instaló la inquietud mientras observaba cómo Germaine se tomaba sus gachas como si se tratase de una apuesta.

»Después del desayuno decidimos emprender una campaña. No quiero aburrirle con los detalles de su desarrollo y fracaso. Estuvimos todo el día registrando el bosque trozo a trozo con treinta hombres, a caballo y a pie. Cerca del lugar de la matanza, nuestros perros dieron con un rastro, y lo siguieron durante dos millas o más, hasta que lo perdieron en la vía del tren. Pero el suelo estaba demasiado duro para que hubiera huellas, y los hombres dijeron que sólo podía ser un zorro o una mofeta, a juzgar por la seguridad con que lo habían seguido los perros.

»Este ejercicio y ocupación sentó bien a nuestros nervios. Pero avanzada la tarde, mi tío empezó a mostrar desasosiego: el crepúsculo se estaba echando encima a toda prisa bajo un cielo cargado de nubes, y nos encontrábamos algo lejos de Fleer. Dio una última instrucción de encerrar el ganado por la noche, y encaminamos nuestros caballos hacia casa.

»Llegamos al castillo por la entrada de atrás, que era poco utilizada: un paseo húmedo, horrible, flanqueado por una fila de abetos y laureles. Bajo los cascos de nuestros caballos, las piedras sonaban remotas, amortiguadas por una alfombra de musgo. Cada bocanada de vapor de sus ollares se quedaba flotando con un aire de permanencia, como legada a una atmósfera inmóvil.

»Estábamos, quizá, a unas trescientas yardas de la alta verja que daba acceso al patio de las caballerizas, cuando los dos caballos se detuvieron en seco a la vez. Volvieron la cabeza hacia los árboles que teníamos a nuestra derecha, al otro lado de los cuales, sabía yo, se juntaba el paseo principal con el nuestro.

»Mi tío soltó un grito breve, inarticulado, en el que el presentimiento se horrorizó ante lo que preveía. En ese mismo instante, sonó un aullido al otro lado de los árboles. Había complacencia, y una especie de risa sollozante, en ese aullido siniestro. Se elevó y se apagó de manera voluptuosa; y volvió a subir y caer, inficionando la noche. Después se perdió, acompañado de un gañido gutural.

»Las fuerzas del silencio cayeron inútilmente detrás: su eco inmundo seguía resonando en nuestros oídos. Percibimos unos pies ligeros cruzando a zancadas el duro suelo del camino… dos pies.

»Mi tío saltó del caballo y echó a correr entre los árboles. Le seguí. Trepamos por un talud y salimos a terreno despejado. La única figura a la vista estaba inmóvil.

»Germaine Vom yacía doblada en el paseo, bulto sólido y negro contra los matices movientes del crepúsculo. Corrimos hacia ella…

»Para mí, Germaine había sido siempre un monograma inverosímil, más que una persona real. No pude por menos de pensar que moría como había vivido, en la estricta tradición pecuaria: tenía la garganta destrozada.

El joven se echó hacia atrás en su silla, algo mareado de hablar, y del calor de la estufa. Volvieron a rodearle las incómodas realidades de la sala de espera, olvidadas durante su relato. Suspiró, y dedicó una sonrisa de disculpa al desconocido.

—Es una historia improbable y absurda —dijo—. No espero que se la crea totalmente. En cuanto a mí, quizá, la realidad de sus consecuencias ha oscurecido su casi ridícula falta de verosimilitud. Porque, con la muerte de la belga, ahora soy yo el heredero de Fleer.

El desconocido sonrió: fue una lenta pero ya no abstracta sonrisa. Centellearon sus ojos color miel. Bajo el abrigo largo y negro, su cuerpo pareció estirarse con sensual expectación. Se puso silenciosamente de pie. El otro sintió que un miedo frío, afilado, le traspasaba los órganos vitales. Algo, desde el fondo de esos ojos brillantes, le amenazaba con sobrecogedora inmediatez, como una espada apoyada en el corazón. Estaba sudando. No se atrevía a moverse.

La sonrisa del desconocido no fue ahora sino una mueca, una convulsión hambrienta de la cara. Sus ojos centellearon con duro y decidido deleite. Un hilo de saliva le colgaba del canto de la boca.

Muy despacio, alzó una mano y se quitó el sombrero hongo; de los dedos que agarraban el ala, el joven vio que el anular era más largo que el corazón.