LUDIMILA
Juan Ángel Laguna Edroso
Ochenta y seis años. No es edad, no, para cuidar de un chiquillo. ¡Si ni siquiera soy su abuela, sino su bisabuela! Como bien dijo mi Aniceto hace lo que parece una eternidad: «mocé, tú y yo ya casi no somos parientes…». Y, sin embargo, aquí me veo, ocupándome del niño en este viejo caserón que parece pensado para albergar sombras, sin nadie que me eche una mano. Ni siquiera su bisabuelo me es de gran ayuda, tan perdido que anda en sus propios mundos. ¡Qué extrañas son a veces las cosas! Extrañas y crueles.
Suerte tengo, me digo, de que al menos su padre siempre fue previsor. Si no fuera por él, no sabría ni cómo se llama el muñeco ese con el que le gusta dormir ni qué le gusta hacer para pasar el rato. No me hubiera gustado tener que indagar en sus cosas a estas alturas. Es mejor respetar algunos silencios, porque no sabes qué es lo que pueden despertar. Por eso recurro al cuaderno de su padre, a sus hojas frágiles como trigo dorado en exceso, y evito hurgar en lo que siempre serán heridas demasiado abiertas.
Sé que no es fácil fingir un nuevo hogar en esta casa; tan vieja y destartalada para un chiquillo de su edad… Pero ¿qué otra cosa nos queda? Yo soy muy mayor para emprender otras sendas y él no puede contar con nadie más que con esta anciana, y será así, al menos lo espero, todavía por muchos años. Años que se alargan entre estas cuatro paredes como las sombras de los cipreses.
Es por ello que no sirven lamentos, ni caras largas. Las cosas son como son: extrañas y crueles… e inevitables. Así que mejor arremangarse y mantenerse alerta. Aún recuerdo la carita blanca y aterrada de Nieves, su madre, cuando de niña venía a pasar el día con nosotros y le sorprendía la noche fuera de casa. Era tal el temor que le infundían estas tristes paredes una vez se escondía el sol que no pocas veces tuvo que llevarla de vuelta al valle su tía Engracia. ¡Pobres! Como dos almas en pena tomaban el alcorce de los pastores para cruzar por la vía más corta esa negrura de los que vivimos lejos de las ciudades. No querría, por nada del mundo, que el chiquillo incubara los mismos miedos; para él no hay otra casa en la que buscar refugio cuando le atenacen las pesadillas. Está obligado —ambos lo estamos— a llamar hogar a este viejo caserón.
No debería ser difícil, pues lo es, sin duda. Aunque su padre sea de la capital, él es uno más de Casa Tomás. Aun así, no puedo evitar preguntarme si será capaz de convivir con todas estas sombras, con el luto de su bisabuela y con los secretos que se han ido posando, como el polvo, entre estas paredes. Si pudiera, me quitaría la pañoleta para hacerle más fácil el tránsito, pero es demasiado tarde. Las cosas son así: inevitables, extrañas y crueles.
Cuando el chiquillo huronea por la falsa parece que el mundo se deja moldear por sus ojos. Los viejos arcones llenos de sábanas apolilladas se convierten en cofres del tesoro y los legajos de la casa en diarios de guerra y paz. La colección de novelillas del Coyote enciende chispas en sus pupilas y no es difícil imaginárselo soñando con grandes praderas remotas y cabalgadas a tumba abierta a la luz del crepúsculo. Nunca irá tan lejos del caserón, pero la jaula tiene tintes de oro cuando su imaginación desbocada se permite dibujar sobre el polvo y las telarañas.
Para él todo es nuevo, sobre todo lo antiguo, por eso le dejan que mate el rato por el desván, redescubriendo oxidadas tijeras de trasquilar que fueron dejadas de lado años atrás o un paquete de libros de texto exiliados de la República, de cuando ella misma aprendió a leer y escribir con esa preciosa caligrafía que siempre ha sido su orgullo. El chiquillo se maneja bien con las letras, pero a esas horas del día prefiere trastear entre muebles enmohecidos. Las historias que es capaz de arrancarles rivalizan con las de las ediciones por fascículos de Dumas, Salgari o Stevenson. Sólo cuando tiene ya tan metido en la nariz el olor del polvo que ni siquiera lo percibe, termina por bajar a la primera planta. Esta lo sobrecoge —pondría la mano en el fuego, aunque él nunca se lo haya confiado a nadie—, sobre todo a causa del carrillón que marca el paso del tiempo en el salón adyacente a la cocina, por lo que no se suele demorar en sus habitaciones. Un cierto pudor lo mantiene también alejado de estas: aunque él nunca ha visto a nadie dormir entre sus camas, tienen ese toque personal que denota un propietario. ¿Alguna de sus tías abuelas, quizá? No sabría decirlo, pero evita fisgonear en las estanterías y los armarios. La ropa, aunque se le antoja igualmente vieja, no tiene el halo de la que permanece olvidada en la falsa.
La planta baja es harina de otro costal. Las herrumbrosas herramientas del taller parecen no tener dueño y sí muchas historias que contar. «¿Ves esa sierra olvidada en un rincón? ¿No te habla de bosques infestados de lobos, de largos inviernos a combatir con un buen fuego? ¿Y esos ganchos oxidados?». El chiquillo ha oído hablar de la matacía, pero nunca ha presenciado ese mundano ritual de vida y muerte. Tampoco conoce el uso auténtico de las forcas, pero su semejanza con el tridente de los gladiadores, o del mismo diablo, es suficiente para disparar su imaginación. El taller es terreno fértil para sus juegos y, a diferencia de sus padres, la yaya Ludimila no lo sermonea con los peligros de filos, puntas y clavos. «Los críos tienen que trepar a los pajares y romperse los pantalones». No sabría decir de quién es la sentencia, pero la relaciona con los viejos de la familia. Para él es buena, como una patente de corso.
Por eso, en casa de sus bisabuelos se permite jugar a gato, escurrirse dentro del horno de pan o reptar por entre los muebles y las descoyuntadas ruedas de carros que jamás ha llegado a ver. Por eso se abandona, sin remordimientos, a los encantos de ese mundo intermedio que es Casa Tomás, un caserón con un pie en el siglo pasado y otro en el que, si Dios quiere, vendrá con el cambio de milenio. Por eso salta la tapia del huerto que hay más allá del taller, en la parte de atrás de la casa, en busca de otros chiquillos. Porque estos tienen que trepar y romperse los pantalones, a poder ser en buena compañía.
No debería visitar el cementerio, lo sabe, pero el chiquillo nunca ha sido demasiado obediente: sólo cuando lo marcado no interfería con sus deseos, lo suficiente para no crispar los nervios de sus mayores. Discreto, pero independiente. Como un gato que apura sus siete vidas. Él mismo se da cuenta de que no debería ir ahí, de que si Ludimila le ha impuesto un par de límites, sólo un par, ha debido de ser por una buena razón. Pero no puede evitarlo. Cómo resistir a la llamada de la luna en una noche como esa…
La cerca de piedra que recoge tanto la iglesia como el camposanto no es muy alta, apenas un murete de piedras como los que separan los huertos. Para su estatura, no obstante, es un desafío suficiente. Es por ello que ni siquiera se molesta en comprobar la puerta de entrada, que rara vez cierra el párroco, sino que emprende la escalada por el sitio más abrupto. Como una araña, el chiquillo se encarama a la piedra y sube, poco a poco, hasta coronar su cima. Desde ahí, jadeante, echa un vistazo al sembrado de lápidas. Sus ojos se prenden, de inmediato, del pábilo de una vela, de la llamita que danza al son del viento del crepúsculo. Luego vislumbra la silueta que se agazapa junto a la luz y algo brilla travieso en su mirada.
Como una lagartija, desciende hasta el cementerio y culebrea hacia la vela, atraído como una polilla, con mucho cuidado para que no le descubran. Sólo cuando ha llegado a la tumba adyacente delata su presencia; la niña que juguetea con una moneda sobre la lápida no entraña ningún peligro para él. La adivina, por el contrario, como la compañera de juegos que anda buscando.
—¿Qué buscas? —le pregunta, casi en un susurro, parece un sacrilegio hablar más alto en un lugar como ese, sobre todo en una hora tan tardía.
La chiquilla se sobresalta. Sus bucles pelirrojos se estremecen, muelles, como si fuera una muñequita de porcelana. Sus rasgos, aunque pálidos, desmienten esa naturaleza: en sus ojos verdes anida un brillo pícaro que advierte de que no es ningún juguete.
—Fantasmas —replica con aplomo—. ¿Eres uno o un espíritu burlón?
El chiquillo la mira confundido, preguntándose si está hablando en serio o si, por el contrario, le está tomando el pelo. Se acerca hasta ponerse a su lado y le susurra al oído, provocándole un escalofrío:
—Vivo en la casa de la era, en la que está junto al arco.
Ella se aparta muy despacio, como si hubiera visto una víbora justo a su lado, y se encara con él. Sonríe. A pesar del susto, sonríe. Tampoco alza la voz.
—¿En la casa de la bruja?
La tentación de mentir le muerde las entrañas, pero al final sólo dice:
—En Casa Tomás, con mi yaya Ludimila. —Una media sonrisa se dibuja en la cara pecosa de la niña, así que añade—: No es ninguna bruja.
—La conozco. Va de luto, encorvada, y tiene el pelo muy blanco y largo, aunque lo recoge bajo un pañuelo negro. Siempre le tiemblan las manos. —El chiquillo presta mucha atención a sus palabras, como un gato al acecho, pero no llega a saltar—. ¿Por qué vives con ella?
—Es por mis padres —responde, sorprendido de encontrar palabras, aunque sean esas—. Ya no tengo padres.
—¿Por eso has venido al cementerio esta noche?
—Por eso debería no haber venido al cementerio.
Ahora sonríen ambos, y sus sonrisas son sonrisas cómplices.
—Ven —dice ella—. No tenemos por qué estar aquí. Te llevaré a otro lugar.
—¿A dónde?
—A la cabaña de la barranquera. ¿La conoces? Ahí también podremos cazar fantasmas.
Él asiente en silencio. No le dice que su bisabuela le ha prohibido igualmente ir allí. Luego echan a correr como dos cachorros con demasiada energía y demasiadas prisas, ebrios de la frescura de una noche de verano. Ya son amigos, para siempre.
La cabaña de la barranquera se alza como un diente podrido en el linde de la colina. Más allá, un despeñadero de unos veinte metros testimonia la incansable labor de un riachuelo de montaña que apenas susurra un hilillo de agua en la oscuridad. Es como un arrecife de secano, un colmillo de una bestia antediluviana que dormita bajo los hombres. Es un canto de sirena demasiado poderoso para los dos chiquillos que, furtivos como raposas, se aproximan a sus muros carcomidos.
Resulta tan fácil colarse dentro que no saben por dónde hacerlo. La gatera de la puerta principal, vencida por los años y el abandono, podría dar paso a un jabalí. Las ventanas de la planta baja, aún tapiadas con tablones, dejan suficiente espacio para búhos y niños traviesos. Tampoco necesitan estos arriesgarse al picotazo de algún clavo oxidado: trepar al piso de arriba por la piedra desnuda de las paredes no reviste una gran dificultad y el balcón mantiene sus fauces abiertas, muerto de inanición.
—¿Sabes por qué se fueron? —pregunta la chiquilla por ganar unos instantes. La cuestión, no obstante, parece pesar sobre su compañero de aventuras.
—Mi madre decía que la gente ya no quiere vivir en los pueblos, que los inviernos son muy largos y que ya no hay trabajo en los campos. Creo que es por los pantanos.
—¡Vaya tontería! —replica, divertida—. ¿Cómo van a hacer un pantano aquí, si estamos en lo alto de la montaña? —Su pregunta no encuentra respuesta, así que aventura una nueva con la que ocupar su silencio—. ¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré ocho este verano.
Ella sonríe de nuevo, pero ya no parece divertida.
—¿Estás seguro de eso? —se burla para, acto seguido, salir corriendo hacia la casa.
Antes de que el niño pueda reaccionar, se está aupando hasta el balcón. Sus barrotes de hierro negro no son capaces de cerrarle el paso y, en un abrir y cerrar de ojos, la niña se pierde en la oscuridad de la casona.
Cuando se adentra tras sus pasos en la quietud del salón, el chiquillo siente un frío como no ha sentido desde que fuera arrebatado del lado de sus padres. Es un frío siniestro, que cala los huesos y roe el tuétano. Es el frío de la muerte cuando las vallas de los cementerios no son capaces de contenerla.
Como un ratoncillo asustado, busca a su recién descubierta amiga. Pisa con tal levedad que ni siquiera gimen las tablas bajo sus pies. En el pasillo, por el contrario, ella levanta una sinfonía de lamentos que dotan al caserón de un aura todavía más lúgubre. Cuando llega a su lado, la encuentra acariciando, ensimismada, las molduras de un espejo destartalado. Su imagen parece flotar en las aguas de algún estanque asesino: el cobre apagado de sus cabellos habla de muerte, el jade polvoriento de sus ojos habla de muerte, la palidez cadavérica de su rostro habla:
—¿Quieres saber por qué se fueron, por qué abandonaron esta casa?
El chiquillo niega con la cabeza porque intuye algo terrible, algo agazapado en alguna de las tres estancias a las que se puede acceder desde el pasillo. Un segundo más en la oscuridad y podrá verlo, lo sabe. Ella ignora su negativa.
—Aquí vivía el hombre más rico del pueblo. —Un nombre salta a la memoria del chiquillo: Ponciano; ha oído hablar de él, pero es un jirón en el tiempo, un retazo de conversación entre adultos—. Era también el más miserable.
Sus ojos siguen el sendero que la luna delata en el pasillo, el trazo dejado sobre la mugre por la rutina de unos pasos, del dormitorio a la cocina, de la cocina al vestíbulo, del vestíbulo al dormitorio. Recuerda lo que le contó su tío, el epitafio de un hombre sepultado por sus ahorros, una terrible montaña que fue incapaz de comprar unos hombros que llevaran su ataúd al cementerio. No quiere seguir escuchando esa historia de terror, pero su amiga continúa.
—Nadie quiso enterrarle —murmulla la chiquilla—, ni por todo el oro del mundo.
El resplandor de una vela restalla frente a sus ojos y, aliado con el espejo, deforma los límites del mundo. Las aristas de la casa se difuminan y algo se quiebra cuando una voz profunda gorgotea desde la penumbra:
—¿Qué estás buscando?
La niña se asusta y replica, confundida:
—¿Por qué hablas así?
—No he sido yo. —Tiembla el chiquillo.
—¿¡Quién eres!?
El espanto.
—Yo…
—¡Dime tu nombre!
El terror… Una súbita corriente de aire extingue la llama… Oscuridad… Como boca de lobo.
—¡No veo! ¡No puedo ver nada!
Pánico. El chiquillo no responde. Sabe que él sí que va a ver. Y que preferiría no hacerlo. Así que se limita a dar unos pasos sonámbulos siguiendo la ruta marcada por la miseria de la casa y deja que ella se quede atrás, donde todavía llega el fresco aliento de la noche que tanto alivia a los que aún respiran.
La puerta de la habitación permanece entreabierta, como una invitación muda que nadie en su sano juicio aceptaría. Al mismo tiempo, resulta hipnótica, ineludible. El chiquillo la franquea como en un sueño que, a todas luces, va a devenir pesadilla. Al otro lado espera el último inquilino de la casa entre columnas de oro y argento. Es ahí donde desemboca el hilo de Ariadna de una vida, donde el laberinto de la existencia pone todas sus cartas bocarriba. El chiquillo hubiera preferido que alguna quedara sin desvelar para que ocultase, aunque fuera en parte, el horror que le contempla sentado sobre su tesoro. Es un tahúr de carne putrefacta y hueso que no está dispuesto a desprenderse de una sola de sus monedas.
—¿Qué has venido a robar? —Su voz de cripta tiembla cuando, ávida, su lengua recupera los gusanos que intentan escapar por entre sus labios secos. El chiquillo duda, no llega a defenderse: el horror desea tenerlo todo, también todas las respuestas, así que se contesta a sí mismo con un aplomo nacido de años de soledad—: Todos quieren algo, es inútil que lo niegues, la única cuestión es qué y la respuesta marcará el precio. No hay otro modo. Nunca lo ha habido.
El chiquillo siente un vértigo atroz frente a esas pilas de monedas que le superan en altura, un trabajo que, por sí solo, ha durado más que su propia vida. Se siente abrumado, pero es un niño, y en su simplicidad encuentra una contestación con la que satisfacer a su anfitrión.
—Sólo quiero irme —suplica.
Un fugaz rayo de luna realza la sonrisa de dientes negros de Ponciano. No encontró suficiente oro en el mundo para malgastarlo en sí mismo, menos aún para remendar su dentadura. Por fortuna, su condena la brinda el tiempo que le faltó en vida. Él está dispuesto a ocuparse del resto.
—¿Ves? —instruye al chiquillo—. Todos quieren algo. Sólo hace falta ponerle un precio.
Su retorno al caserón viene anunciado por el tintineo del hierro contra el hierro. No hay nada que duela más a los malos espíritus, a decir de las viejas. Al chiquillo, desde luego, le duele en el alma, más aun al entrar en Casa Tomás, en el hogar de sus ancestros, como un reo de muerte, como un esclavo. Pero ¿a qué otro sitio iba a ir a pedir ayuda ahora que ya no tiene a dónde ir?
Enfila los angostos escalones de piedra negra con determinación y ardientes lágrimas en los ojos. Va a escalar esa cima. Y va a dolerle. Arrastra tras de sí muchos pecados. Demasiados para sus escuálidas espaldas.
—Y no son suyos —sentenció desde lo alto de la escalera. Mi silueta de cuervo viejo se recorta contra la luz del hogar, una luz que se resiste a extinguirse a pesar del tiempo y el espacio.
Soy una bruja, que diría la niña pelirroja. Soy el mismísimo diablo si hace falta. Lo único que no soy es su abuela: casi ni somos parientes. Pero por ese resquicio del «casi» cabe la fuerza de mil tempestades. Y las estoy convocando en mi auxilio.
Alarmado por mi presencia, Ponciano se arrastra, tirando de la cadena, hasta entrar en nuestro patio; el chiquillo ha de soportar su peso y sus tirones. Mucho tiempo ha esperado ese viejo mezquino para poder transportarse por las sendas de otros. Y, aun así, lo puedo leer en su mirada, sólo tiene ojos para la codicia. Si pudiera, se llevaría ahora mismo todos los zarrios que descubre en nuestro patio, aunque sean tan solo polvo y cenizas que serán borradas por el tiempo. Para algunos no hay redención posible, para otros…
Veo el rostro lívido del chiquillo y me estremezco. Es inevitable hacerlo. ¿Recuerdas esa frase lapidaria que alguien grabó a las puertas del infierno? «Abandonad toda esperanza». He de hacerla mía y retorcerla hasta convertirla en una pesadilla propia para poder espantar al engendro que mi propia sangre arrastra al interior de mi casa. Sólo así podré combatir su sonrisa de dientes podridos y su ansia insatisfecha.
—La cadena —le digo. Y él ensancha su mueca de malsana alegría.
—¿Y cuál será el precio?
—«Ese» es el precio que te exijo —le contradigo y, cuando su expresión delata la curiosidad suficiente, la anticipación que lo estremece, le ofrezco un tesoro que no podrá rehusar— a cambio de lo único que nunca pudiste conseguir en vida.
No es necesario que estrechemos manos para cerrar el trato. Tampoco sabríamos cómo hacerlo. Los muertos hemos olvidado ya cómo tocarnos. El primero en llegar es el pobre Masador. Tan joven y tan robusto, ¿qué mal viento se lo pudo llevar? Detrás de él va Canias, con esa mirada de rapaz que se le ha acentuado en este otro mundo, después el abuelo de Sanmitier y el chico da Sorda. Son los primeros de muchos otros que vienen silenciosos y solemnes, como cuando el Rosario de la Aurora, a cumplir su cometido en el sepelio. Parece que en cualquier momento vayan a romper a cantar con esas voces salidas de debajo de la tierra, voces de labradores y gentes de campo, pero no, se mantienen callados, silentes. Y avanzan.
Ponciano los mira esperanzado al principio, sorprendido después. Poco a poco, el espanto va tomando forma en su corazón renegrido. Cuando la comitiva ha llegado a su lado, el terror moldea sus rasgos marchitos. Es un retrato de patetismo y dolor, de un dolor tan profundo como la fosa y tan viejo como el hombre. Es un horror de polvo enquistado en el polvo, más allá del tiempo y la memoria.
Ese horror doliente es el que nos permite encontrar nuestro rumbo en estas brumas sempiternas. Es la hora, lo sabemos, de volver al lecho eterno.
—Ven, chiquillo —le digo a mi bisnieto sin soltar las cadenas que tan caras acabo de comprar—. Esta vez sí iremos al cementerio, y con todas las de la ley.
El asiente y, como el alma en pena que es, avanza. No llegará tan lejos como llegaba su madre tantos años atrás. Sus sendas son distintas: extrañas. Crueles. E inevitables.
Aunque Ponciano aúlla como un pobre diablo, la solitaria pareja que reza en el camposanto no acusa nuestra presencia. Es mejor así. No querría que vieran el dantesco espectáculo que damos. Nadie debería hacerlo. No hay nada más espeluznante que contemplar cómo se conduce a un hombre a su propia sepultura cuando todavía es este consciente de su destino. Y, por su condición, no hay nadie más consciente que este pobre desgraciado a quien portamos hoy sobre nuestras espaldas, directos al fosal.
Qué solemne procesión plagada de horror encabezo al tirar de estas pesadas cadenas forjadas con oro amargo, qué terrible comitiva que porta un muerto sobre sus hombros, en silencio, sin siquiera un catafalco en el que meter al despojo. Me estremece el propio horror que resultamos y, al mismo tiempo, no me arrepiento del trato sellado. No aún, cuando la eternidad es todavía joven.
Sólo me preocupa el chiquillo; aunque mis temores sean vanos: está todo lo bien que puede estar. Lo sé cuando lo veo, absorto, mirando por primera vez de nuevo a sus padres. Sí, en esa triste pareja que ora apesadumbrada, ajena a la trastienda de los muertos, he reconocido a mi pequeña Nievitas y, a su lado, inquebrantable aún en la desesperación, a su esposo. También el chiquillo ha sabido conocerlos a pesar de la distorsión que nos separa. Ahí le dejo, solo, como habrá de estar de ahora en adelante, como habremos de estar todos. Solos, con nuestros fantasmas y nuestros recuerdos.
El chiquillo se queda a tan solo unos pasos de la joven pareja. Parece fascinado por la congoja de sus ojos, por sus lágrimas de amargura, pero, en realidad, bebe de sus rostros con un infinito cariño, como sólo los niños saben hacer. Y del mismo modo, después de acariciar esa ausencia, como sólo los niños saben hacer, inconstante como un gato, porque están hechos de fuego, pierde la mirada en el otro extremo del cementerio.
Allí, un jirón pelirrojo busca una moneda entre las lápidas, arropado por la luz del sol. Lejos quedan los sobresaltos de la noche, pero la misma sonrisa aventurera y traviesa flota en la cara de porcelana de esa falsa muñequita. El chiquillo la sigue al acecho, sibilino, mientras acepta, poco a poco, ese nuevo juego al que se ha visto condenado por no saber obedecer. Se apresta a ayudarla en su búsqueda aún sin saber cómo demonios hará para darle la moneda si consigue encontrarla.
No sabe que Ponciano la encontró antes que ellos, ni que no dejará que nadie se la arrebate. Hay muchas cosas que no sabe todavía. Y tiene toda la eternidad para evitar descubrirlas.