JUEGO DE NIÑOS
Ivan Mourin
—Venga, tío, cámbiamelos —suplicó Raúl, extendiendo los tres cromos con los dedos.
Oriol los estudió con detenimiento, bajando los peldaños de piedra de la entrada del instituto. Una horda de zombis, putrefactos y babeantes, acorralando a una chica universitaria de grandes tetas; un vampiro alzándose de un ataúd en algún cochambroso sótano; y una sombra estrangulando a un hombre en el pasillo de un hotel lujoso.
—Tú debes de estar flipando, colega. —Le apartó la mano y continuó descendiendo—. El de los zombis mola, pero los otros los tengo. Y no te lo cambiaré sólo por tres, a no ser que sean muy buenos.
—¡No seas así! —protestó Raúl—. ¡Si el de Mr. Hyde lo tienes repe!
—Lo sé, pero vale mucho más de lo que tú me ofreces. Si quieres, te doy el del hombre lobo por el de los zombis.
—¿El que le arranca al tío del coche la cabeza? —preguntó, ilusionado. Ese no lo tenía.
—Sí.
—¡Genial!
Le entregó el cromo y se preparó para recibir el trueque con tal ilusión y nerviosismo como si estuviese traficando con droga, como había visto hacer a algún alumno de segundo de Bachillerato. Esperó a que Oriol descolgara la mochila hacia el pecho y sacara el fajo de estos, cada uno cubierto por una fundita de plástico, sujeto con una goma elástica.
—¡Gracias, tío! —Se guardó el cromo en el bolsillo del pecho de la cazadora tejana—. ¿Me dejas ver el de Hyde?
Resoplando, Oriol lo separó y se lo dejó sobre las palmas abiertas como si fuese una oblea. Con ojos brillantes, Raúl se lo acercó y lo examinó con minucia como si fuera la primera vez.
Hyde, enorme, grotesco, con el rostro surcado de cicatrices, enarbolaba, protegido por la noche, un bastón contra un anciano que estaba tendido en el suelo adoquinado con el cráneo abierto.
—¿Qué tienes ahí? —Curioseó alguien a su espalda, arrebatándole la pequeña lámina.
Los dos se giraron de sopetón, sintiendo cómo se les hundía el estómago como si les hubiesen dado un puñetazo, cosa que posiblemente sucedería. Un chaval de casi metro ochenta, rubio, jugueteaba con la viñeta entre los dedos, mirándolos. Era Rubén Corchero, el matón del instituto, repetidor de cuarto de ESO y, cómo no, iba acompañado por su séquito, otros cinco chicos que no pasaban de los dieciséis años.
—¿Estáis en primero y aún jugáis con car ti tas, mariquitas? —se burló este, tratando de controlar los gallos en la voz para mantenerla grave—. ¿Para qué mierda necesita el plástico este trozo de cartón?
—No se lo quites. —Oriol se acercó a él para recuperarlo—. Lo estropearás.
—¿Lo estropearé? —le imitó, con cara de sorpresa, alzando el cromo hasta donde el crío no podía alcanzarlo—. ¿Crees que podrás quitármelo, canijo?
—Devuélvemelo, o…
—¿O qué? —se agachó para mirarle a los ojos—. ¿Me vas a pegar?
El grupo se rio entre brillantes ortodoncias y chicles masticados exageradamente, calentando los nudillos para la pelea que se avecinaba. Raúl tragó saliva, rezando para salir de allí, o para que apareciese algún profesor, aunque estaban a casi dos manzanas del centro. Se acercó a Oriol y le cogió del brazo para apartarlo, pero este se resistió, sin retirar la mirada de aquellos grandes ojos marrones de Rubén, calcados a los de alguien listo para asesinar.
—Oriol, por favor, déjalo —suplicó su amigo, notando cómo el sudor brotaba de su frente y perlaba la cara pecosa.
—¿Te ha pedido alguien que te metas, pipiolo? —increpó el matón, aún con los ojos clavados en los de Oriol.
—Lo siento, tío, no quería…
—¿Por qué cojones me has llamado «tío», pardillo? —Le agarró de la camiseta, con un dibujo de Astroboy. Su aliento olía a tabaco camuflado con chicle de fresa—. ¿No creerás que somos amigos?
Raúl se preparó para recibir el primer golpe; lo único que esperaba era que sólo fuese uno, y no en la cara. Le entró un retortijón de tripas. Cerró los ojos a la espera del guantazo.
—Quédate el cromo, si quieres —intervino Oriol—, o atízame a mí, pero a él déjalo en paz.
—Zumbémosles a los dos —dijo uno de los chicos tras su jefe, con la gorra (demasiado pequeña para una cabeza tan grande) a punto de caérsele.
La boca de Raúl dejó libre el aire que había contenido al sentir que aquel mastodonte lo soltaba, alejándose con su cuadrilla.
—Tenéis suerte de que hoy hay entreno, pero mañana hablaremos —se carcajeó, y los otros cinco le acompañaron—. Ah, y esto no lo quiero para nada, nenazas.
Tiró el cromo y pasaron todos sobre este, ensuciando la funda con las suelas de las zapatillas deportivas, marchando calle abajo aún riendo, volviéndose hacia ellos y haciéndoles gestos amenazantes.
—Puto gilipollas. —Oriol se agachó y lo recogió.
—¿Se ha estropeado? Se arrodilló Raúl a su lado. Le temblaban aún las piernas.
—No, tranquilo. —Limpió el plástico contra el pantalón y lo guardó en el fajo—. Debería haberle soltado un gargajo.
—¡Estás loco o qué! Te hubiera dejado con más señales que un mapa. ¿Por qué la toma con nosotros?
—Tenemos doce años, somos novatos, ¿qué más necesita? —Cargó la mochila al hombro y echó a andar—. Se olvidará de nosotros cuando pasemos a segundo.
—¿Y si no lo hace?
—Rogaré para que le pille un coche antes. —Sonrió, dándole un golpe en el brazo—. Es muy gallito, pero me gustaría ver si tiene huevos de entrar ahí.
Raúl sabía a qué lugar se refería, incluso antes de mirar. Era la casa del número 127, o, como la llamaban ellos, «la casa de las moscas». Llevaba unos cinco años cerrada y en venta, pero ¿quién iba a ser tan estúpido de comprarla, si todo el pueblo sabía que estaba maldita? Hacía unos tres años, en una visita de la inmobiliaria con unos clientes, encontraron el cadáver de un chico de más o menos su edad. Se había cortado las venas en la cocina. Según había escuchado decir a su madre, al abrir la puerta de la entrada apareció un fuerte hedor, a lo que achacó el vendedor que era algo normal porque llevaba tiempo sin ventilarse, pero el pestazo se intensificó hasta que lo encontraron allí, tirado bajo el fregadero, con las muñecas rajadas hasta el hueso, cubierto de moscas.
Un año después, sucedió algo parecido, pero lo que encontraron fue a una niña ahorcada en una de las habitaciones de la primera planta. La envolvían tantas moscas que parecía que llevaba un vestido de lentejuelas. La prensa la llamó «la casa asesina» y «la casa de las muertes», pero como ellos eran más originales, la bautizaron como «la casa de las moscas».
Siempre que pasaba ante esta, Raúl intentaba no mirarla. Era como si alguien no le quitara ojo tras las ventanas sucias, o como si la pátina de mugre que cubría los ladrillos fuese a saltar sobre él como un monstruo negro y amorfo, pero, inevitablemente, siempre acababa topándose de frente, como si le atrajese de un modo perverso y perturbador.
—Nosotros podríamos entrar —dijo Oriol, acercándose a la reja de acceso.
—¿Qué?
—Tenemos más cojones que ese capullo, siempre acompañado de sus perros. —Puso la cara entre los barrotes, los niales habían perdido capas de pintura, dejando total libertad al óxido—. Podemos hacerlo.
—¡Ni de coña, tío! —Negó con las manos.
—¿Por qué no? —insistió, serio, con los ojos verdes azotados por el sol del mediodía fijos en la puerta, a unos veinte metros—. Seríamos héroes.
—¿Para quién? Rubén no lo verá.
—No me importa que ese imbécil nos vea o no. Nosotros sabremos que hemos estado allí, y eso es lo que importa. Saldremos convertidos en hombres.
—Podríamos grabarlo con el móvil…
—¡Exacto! —Le cogió por los hombros, entusiasmado—. Así demostraremos de lo que somos capaces. Te paso a buscar después de comer.
—Pero…
Trató de detenerlo, pero Oriol ya estaba cruzando la calle, corriendo como si una manada de toros le persiguiese.
—Colega, ¿estás listo para vivir una experiencia única? —Oriol pasó el delgado brazo por el cuello de Raúl.
—No.
Claro que no estaba preparado; no quería entrar en aquella casa. Tenía que haber hecho recapacitar a su amigo, y en su lugar no se le ocurrió otra cosa que comentar lo del móvil. «¡Soy un bocazas!», lamentó, quitándosele hasta las ganas de comer, y eso que su madre había preparado paella de conejo.
—Venga, Raúl, ¿qué te da tanto miedo? Es sólo una casa.
—Pero la han cascado dos personas, que sepamos, y la niña iba a nuestro colegio. —El nudo en el estómago se iba apretando a cada paso; sólo quedaba manzana y media para llegar—. Además, vamos a faltar a clase.
—¿A que mola? —Se plantó ante él, con el pelo castaño alborotado en el flequillo—. ¡Serán nuestras primeras pellas!
Vislumbró el tejado mohoso de la vivienda y la ventana que debía pertenecer al desván. Era como el ojo de un cíclope que trataba de observarle por encima de los árboles, y eso le asustó más.
—Creo que no puedo —se le escapó.
—¿No me irás a dejar tirado? —se mosqueó Oriol, caminando de espaldas. Por un momento, adquirió la despreciable e intimidante mirada de Rubén—. No puedes hacerme esto.
El edificio estaba a tiro de piedra, y su corazón lo notaba, Se empotraba contra las costillas, fatigándolo. «Es sólo una casa», rumió, pero se estaba engañando. Era una aberración maligna vestida de ladrillos y cristal, objetos que cobrarían vida en cuanto ellos estuvieran adentro.
—Está bien —suspiró Raúl.
—¡Guay! —Sonrió, corriendo hacia la entrada—. Saca el móvil y prepáralo.
—Entramos, grabamos un minuto y nos vamos, ¿vale?
Le temblaban los dedos. No conseguía atinar con el botón que conectaba la cámara. Entró accidentalmente en internet, y después en la bandeja de SMS. Finalmente, la pantalla reflejó la acera captada por el pequeño objetivo.
—Paso abierto, colega —canturreó Oriol, cabalgando el bajo muro. Tenía entre las manos el tronco seco y partido de un ciprés.
—Pero ¿qué haces? —le gritó, corriendo hasta él—. ¡Estás como una puta cabra!
—¡Chsss, cállate, coño! —Miró de un lado para otro—. ¿Estás tonto o qué? ¿Quieres que nos pillen?
—No.
—Pues salta —ordenó, escondiéndose tras los arbustos muertos.
Raúl lanzó la mochila por el hueco abierto. Cerró los ojos, tomó aire y trepó al muro. Un calambre le ascendió desde los tobillos hasta las rodillas al aterrizar, interpretándolo como un mal recibimiento de la casa, que no dejaba de escrutarle desde cada una de las ventanas aporreadas por el sol. La hierba alta y seca producía un escalofriante roce contra los tejanos, y la posibilidad de que fuera una culebra le obligó a correr pesadamente por la tierra árida tras su amigo, al que había perdido de vista al torcer por la izquierda.
—Oye, espérame —le susurró atemorizado, lo más alejado de la fachada que le permitía el muro colindante—. No vayas tan rápido.
Oriol tenía el chupadísimo cuerpo estirado y en tensión contra una ventana de la planta baja, la cara enrojecida del esfuerzo. Una sonrisa se ladeó cuando el marco de madera dio un chasquido al ceder.
—Bienvenido a «la casa de las moscas» —pronunció maliciosamente con las cejas enarcadas—. ¿Entras tú primero o lo hago yo?
Sin embargo, antes de que Raúl pudiera responder, Oriol ya estaba encaramado en la cornisa, y desapareció en el interior oscuro, seguido por los pies calzados con zapatillas rojas.
—Vamos, tío, que te ayudo —descolgó los brazos hacia él—. ¡Esto es un pasote!
Le quedaban dos opciones: dejar que su amigo le arrastrara a aquella locura que le oprimía el corazón, o que el miedo fuese su dueño y largarse de allí, aunque se arriesgara a que Oriol no volviese a hablar con él. Y la verdad era que no le sobraban los amigos.
—Joder, te sudan las manos —gruñó Oriol, tirando hacia él—. ¡Qué asco!
—Estoy nervioso —justificó, luchando con las suelas contra la pared para trepar.
La atmósfera enrarecida y polvorienta fue la señal de que había cruzado el umbral hacia otro mundo. Le picaba la nariz y eso no era bueno; según la web del programa Señales de lo oculto, significaba que algo malo iba a suceder. De rodillas, descubrió que habían entrado directamente en el salón, una grandiosa estancia vacía de paredes malva, excepto por unas virutas negras que destacaban exageradamente sobre las baldosas blancas. Cagadas de roedor. «Por Dios, ratas no», negó, empapando la camiseta en la espalda, por debajo de la cazadora.
—Colega, prepara el móvil —Oriol se pasó los dedos por el cabello revuelto—. ¿Está listo? Mira que quede guay, que lo colgaremos en YouTube.
—Listo —confirmó cuando el icono de una claqueta cinematográfica apareció a un lado de la pantalla—, cuando quieras.
—Hola a todos —saludó al móvil como un presentador lo haría a su público—: Voy a guardar el anonimato y el del lugar donde me encuentro para que no puedan acusarme de allanamiento de morada. Aun así, sé que muchos de vosotros sabéis dónde estoy. A partir de ahora, me dirigiré a este como «la casa de las moscas».
El bisbiseo de insectos invisibles adornó el nombre y recorrió la nuca de Raúl hasta robarle un estremecimiento.
—Poco sabemos sobre los propietarios, pero sí que es la morada más encantada de… —Se detuvo, sonriendo—. Lo siento, pero no puedo nombrar este pueblo o ciudad. Lo que sí puedo decir es que al menos dos adolescentes se han suicidado en su interior, pero ¿inducidos por qué? —Deslizó la mochila hacia el pecho y abrió la cremallera—. Tal vez esto pueda ayudarnos a aclararlo.
—¿Qué hostias es eso? —Apartó el teléfono—. Ni se te ocurra, tío.
—Sigue grabando. —Se sentó, con la tabla que extrajo de la bolsa colocada frente a las piernas cruzadas—. Esto es necesario para que nuestros espectadores vean que es cierto.
—No dijimos nada de ouijas —se opuso—. Esto es pasarse.
—Siéntate y pon el dedo aquí. —Puso el suyo sobre un pequeño círculo de madera—. Te necesito en esto al cien por cien, colega.
Raúl no tuvo la fuerza suficiente para negarse y defraudar a su amigo. Se dejó caer sobre las rodillas, apoyando las nalgas en los talones. Algún día aprendería a decir no, pero dudaba sobre cuándo sería. De momento, obedecía y nada más.
—Debemos cerrar los ojos y vaciar la mente. —Respiró hondo, bajando los párpados. Abrió uno—. ¡Eh, Raúl, no hagas trampa!
Aquella casa vacía, sin ver nada, generaba más sonidos en la cabeza de Raúl donde sólo existía silencio. Suspiros, el frote de alguna tela deslizándose contra madera, el palpitar de sus sienes, y el de la saliva que peleaba por bajar por la garganta cuando Oriol pronunció con voz alzada: «¿Hay alguien en esta casa? Si es así, ¡contesta!».
El disco se deslizó.
—¡Para ya! —protestó Raúl, apartando el dedo como si le hubiese soltado una descarga, pero la cara de asombro de su amigo le acojonó—. Dime que has sido tú.
—No, tío, no he sido yo —respondió con el dedo aún sobre el círculo, que se había desplazado al sí—. Debemos continuar.
—¡Ni de coña!
—¡Vuelve a poner el dedo, joder! —le mandó, con el labio inferior espasmódico—. No podemos romper la conexión; puede ser peligroso. Y continúa grabando.
—Te odio, cabronazo.
Lo dijo muy en serio. En cuanto salieran de aquel lugar infernal, mandaría a la mierda a Oriol Berdaguer. No quería volver a saber nada de un supuesto amigo que le inducía más y más al miedo para lucirse en internet.
—¿Has muerto en esta casa? —preguntó.
El círculo se movió unos centímetros para regresar al sí.
—¿Cómo te llamas? —continuó, pero el disco no hizo nada—. ¿Quién eres?
El aro recorrió el tablero, marcando pausadamente las letras, componiendo la palabra «soga». Oriol miró al móvil y a Raúl con ojos desorbitados.
—¿Quién eres? —insistió.
Soga.
—No te comprendo.
El disco se aceleró por la madera: Casa, maldad, liberación, soga, liberación, soga, soga, soga…
Una puerta se cerró desde algún punto de la casa, arrebatándole de un susto el teléfono a Raúl de las manos, cayendo sobre el tablero.
—¿Has escuchado eso? —dijo Oriol, que se había levantado de un brinco, con los pómulos inyectados en sangre—. Voy a echar un vistazo.
—¡No, espera! —Intentó retenerle, pero ya había salido al pasillo—. ¡No me dejes solo!
Olvidando el móvil y la mochila, Raúl corrió tras Oriol. El estómago le bajó a los pies al descubrir el pasillo desierto. No podía haber sido tan rápido. Lo mejor sería regresar al salón y salir por la ventana, pero ¿y si Oriol había contado a alguien lo que iban a hacer y este no regresaba? Con los hombros caídos y encogidos, los puños sobre el pecho para mitigar el ruidoso latir del corazón, se internó en este.
—¿Oriol? —preguntó despacio. No iba a mirar a través de ninguna de aquellas puertas, ni abiertas ni cerradas—. ¿Dónde estás?
Pasó ante dos sin obtener respuesta. El único consuelo que tenía era toda la luminosidad que entraba por ventanas y ventanales. En la oscuridad, no avanzaría ni un paso más.
—Oye, ¿podrías echarme un cable?
Aquella voz fue como recibir un cerillazo por sorpresa de tres dedos en la nuca.
—¿Oriol? —Retrocedió, volviéndose hacia la puerta—. ¿Qué hac…
Un reguero de sangre circulaba por las juntas de las baldosas, proveniente de los desagradables cortes en las muñecas del chico que reposaba sentado contra el mueble de la cocina. Varias moscas, gordas y negras, moteaban la piel pálida, de un tono azulado. Bajo los tejanos se había formado un gran charco, espeso y brillante como sirope de cereza. Las marcadas ojeras envolvían los ojos, negros como las moscas.
—¿Podrías quitarme estos bichos de encima? —Le pidió con una mueca de asco—. Me están comiendo, y no puedes imaginarte cómo escuece.
Raúl escapó despavorido por el pasillo, tan aterrorizado que no podía gritar. Lo sentía por Oriol, pero debía pirarse ya, escapar… Una puerta se abrió, y unos dedos larguísimos le apresaron del brazo, tirando de él al interior de la habitación.
—¡Suéltame! —chilló, zarandeándose para zafarse, agitando el brazo libre para atizar a su captor, si podía.
—¡Soy yo! —dijo quien le retenía, quejumbroso—. ¡Soy Oriol!
El niño abrió los ojos, llorando, y descubrió que su amigo también lloraba. Le soltó un puñetazo en el hombro que le hizo crujir los nudillos.
—¿Dónde te habías metido, capullo? ¡Me has dejado tirado! —gritó de carrerilla—. Creo que me he cagado porque… porque… ¡porque he visto al tío que se suicidó en la cocina!
—¡Y yo a la niña! —Le agarró de los brazos con fuerza.
—¿Dónde?
—Está ahí —señaló con el pulgar por encima de su hombro—, justo detrás de mí.
—No veo a nadie —miró por el costado—, sólo las sogas.
—¿Sogas? —soltó perplejo, girándose hacia donde había señalado.
El sol atravesaba el lazo de las cuerdas, anudadas a la viga, una al lado de la otra, con un banco de madera tapizado en rosa debajo.
—¡Es imposible! —balbució, tirándose del cabello—. ¡Ahí había una niña y una sola cuerda!
El pomo de la puerta se movió. Los niños se volvieron, agarrándose entre ellos, reculando. Volvió a moverse, pero no giró completamente, como si la mano que lo asía no tuviese la fuerza suficiente.
—Por favor, por favor, vayámonos —sollozó Raúl, apretándose más contra Oriol.
—¿Cómo? —Le castañeteaban los dientes—. Por la puerta no podemos, y estas ventanas están atrancadas. He intentado abrirlas, y los recuadros son demasiado pequeños para pasar por ellos aunque rompiéramos el cristal.
—Piensa, joder —le urgió, viendo cómo la maneta continuaba agitándose, fallando en su intento de abrirse.
—¡La soga! —se subió al banco—. ¡Claro, eso es!
—¿Qué dices? —Le tiró del pantalón. Le dolían los dedos de hacer fuerza—. Baja de ahí.
—¿No lo entiendes? —Introdujo la cabeza en el lazo, con los ojos llorosos, pero despejados como si hubiese encontrado la solución—. La ouija nos dio la respuesta: la soga es la liberación.
—¡Estás loco!
—Es una prueba de valor. —Se echó las manos a la nuca, apretando el nudo—. Una ilusión que nos salvará.
—¡No tiene sentido!
—Haz lo que quieras. —Preparó el pie para apartar el banco.
El pomo cada vez estaba más cerca de girar por completo. ¿Y si…? Antes de que su cabeza acabara de plantear la pregunta y encontrar una respuesta, Raúl estaba con la cuerda rodeándole el cuello. Las pilosidades del esparto le incomodaban tanto como el miedo que le parasitaba.
—¿Listo? —preguntó Oriol, mirando la puerta.
—No. —La vejiga le punzaba la pelvis.
—Uno —empezó a contar.
—Para, tío, creo…
—Dos…
—¡Para, para! —Se echó las manos al nudo para aflojarlo.
—Tres —finalizó, dedicándole una sonrisa torcida.
El banco se volcó estrepitosamente, y los pies se sacudieron con el abrazo de las cuerdas.
La puerta se abrió. Rubén Corchero entró en la habitación, seguido de sus esbirros. Imperturbable, contempló los dos cuerpos que pendían del cuello, especialmente el de Raúl, quien asomaba la lengua entre los labios hinchados, el rostro amoratado y los ojos entrecerrados.
—Se acabó la función, pamplinas. —Golpeó el empeine de Oriol.
El niño abrió los ojos. Trató de mirar de reojo el cadáver de Raúl, pero no pudo. No porque no quisiera, sino porque era muy difícil desde donde estaba.
—¿Lo he hecho bien? —murmuró desde la soga. Aunque no apretaba, era molesta—. ¿Lo he conseguido?
—De puta madre, chaval, de puta madre. —Rubén le sonrió, rodeándole las piernas por las rodillas y levantándolo medio metro—. Baja de ahí.
Un chico cubierto de bolas pegajosas, con las manos pintadas de rojo, entró en la estancia mientras Oriol soltaba el mosquetón, camuflado en el nudo, del arnés que llevaba bajo la chaqueta. Estaba tan maquillado que era difícil de saber quién era.
—¿De quién fue la idea de engancharme bolas de tapioca? —Despegó un par y se las lanzó a otro muchacho, que las esquivó riendo—. ¡Apesto! Pero el látex que imita las heridas de las muñecas es genial. —Señaló al ahorcado y soltó una carcajada—. Teníais que haber visto el careto que ha puesto.
Se acercó a Raúl y le dio un codazo en la mano.
—¿Habéis visto? ¡Está empalmado! ¡Ha dejado un buen manchurrón de leche en la bragueta!
—Entonces, —ignoró Oriol a los otros chicos. Sólo quería que Rubén le prestara atención, y lo había conseguido—, ¿estoy dentro?
—Sí, amigo. —Rubén le sonrió fraternalmente, y puso una mano en su hombro—. Has superado la prueba; el rito de iniciación ha finalizado. Ya no eres un candidato. ¡Bienvenido al club!
Calafell, 13 de marzo de 2010