FLORES SUICIDAS
Javier Cosnava
Entre los carriles de las vías del tren,
crecen flores suicidas.
Ramón Gómez de la Serna
Una vez me contó mi abuelo que nuestro don, nuestra maldición, nació con el tío Sendra. Como todos en nuestra familia, Sendra era observador, taciturno, amante de los silencios y de las sombras que estos generan en los rostros de los hombres. Sombras que no son sombras, tics que asoman a nuestra faz cuando nos creemos solos, cuando el traqueteo del tren lo llena todo y ningún otro sonido se atreve a enfrentar su voracidad, porque ese vaivén nos hace olvidar que estamos en un vagón de cercanías, rodeados de desconocidos. El tío Sendra, durante la media hora que duraba el trayecto, había llegado a memorizar cada gesto, cada movimiento, cada arruga, fruncimiento de ceño, mohín, temblor de labios… de sus compañeros de viaje.
También le gustaba la pesca de agua dulce. En su cabeza, de alguna forma arcana y acaso perversa, asimilaba el uso de cebos naturales con el silencio del que se valía para capturar bajo su retina el alma secreta de los hombres. Hay muchas clases de insectos que estimulan el apetito de truchas y otros salmónidos, decía siempre. Y el tío los arrojaba a merced de la corriente, pendiendo del anzuelo, los plomos y el flotador. Luego se sentaba a esperar que algún pez, llevado por la gula, sellase su destino y lo ligase al de ese observador que, mudo, impasible, se sabe conocedor de los secretos de las aguas. La pesca a pulso (o al tacto, como la prefieren llamar los profesionales) requiere una sapiencia única, una unión casi mística con el líquido elemento y sus esquivos pobladores, que culebrean en los remolinos, desviando la línea y obligando al pescador avezado a modificar la plomada.
Porque al tío Sendra no se le podía engañar, fueras un pescado o solamente un hombre. Por eso, en el vagón de tren, durante esa media hora en la que los mismos rostros repetían las mismas inclinaciones amables de cabeza y los mismos suspiros de sopor o de apatía, él había aprendido a ver más allá de las apariencias. Con el tiempo fue capaz de anticipar los remolinos del tiempo tan bien como si se tratase del caudal del río, fluctuando entre esos traqueteos y saltos de agua que conforman nuestra existencia. Finalmente, un día aciago, descubrió que aquellos hombres de mirada triste, trajes de segunda mano y sombreros desgastados por el uso, no eran ya ningún misterio para él, pues había capturado su esencia como si hubiese arrojado una imaginaria caña de pescar y atravesado el paladar de cada uno de ellos con un anzuelo hecho de hastío y de repeticiones.
La línea de tren Barcelona-Mataró se había inaugurado dos años antes, en 1848, y el tío Sendra la tomaba todos los días para ir a trabajar a una empresa algodonera. Luego de abandonar su pueblo natal, en la Valencia interior, había trabajado durante casi una década en diversas fábricas textiles catalanas, uncido a esa nueva forma de esclavitud que hoy llamamos Revolución Industrial. Llevaba dieciséis meses trabajando en la misma máquina, en el mismo almacén, haciendo cada día de ida y de vuelta aquel trayecto, de Mataró a Barcelona y de Barcelona a Mataró, en la primera línea ferroviaria de nuestro país. No se quejaba de su destino. Llevaba comida a la mesa, tenía tiempo (aunque no mucho) para irse de pesca al río Besos y podía observar entretanto a aquellos otros pececitos, esos de carne y hueso, que se hacinaban junto a las ventanillas, esperando el siguiente empujón de la locomotora.
Sendra transitaba en el mundo de los hombres, pero al mismo tiempo se sentía fuera de él, como si su don secreto le colocase más allá del bien y del mal, de lo real y de todas esas ficciones con que justificamos nuestros actos, pero todo cambió la mañana del estruendo.
El fragor llenó el universo. La ausencia de sonido y el soporífero balanceo del gigante de metal cesaron abruptamente. Sobrevino una explosión atronadora. El tren chirrió mientras se detenía, lanzando a unos pasajeros contra los otros. Aquellos rostros cuyos tics había memorizado reaccionaron con gestos de admiración, de sorpresa y, al cabo, de pánico. Las pupilas del tío Sendra se movían tan rápido como nunca había pensado que fueran capaces y anticipaba cada mueca, cada comentario aterrorizado, cada pregunta, cada encogimiento de hombros. Ni una sola de sus criaturas fue capaz de hacer algo que Sendra no hubiese previsto. Y entonces entendió que el proceso de asimilación de la substancia de sus congéneres había concluido. Podía predecir el comportamiento de aquellos pececitos como el de los hombres que serpenteaban bajo las aguas. «¿O será al revés?», se dijo. Lo mismo daba, porque ahora era capaz de adivinar (no, mejor aún, de «saber») cómo actuarían en la desidia de aquel viaje redundante en un vagón de cercanías y en la excepción, el accidente o el desastre. De un extremo a otro de sí mismos, aquellos seres eran suyos.
—¡Dios mío! —aullaban las voces de otros peces desde el exterior, del otro lado de su pecera—. Se ha desplomado el puente del Besos. ¡Vengan a verlo! ¡Vengan a verlo!
Saltaron entonces del vagón. El puente de madera, aquella maravilla de la tecnología, había cedido por el empuje de las lluvias. Y es que el río, crecido tras días y días de un rabioso aguacero, eligió desbordarse delante de los ojos del tío Sendra, aquel ser que todo lo clasificaba y creía entenderlo todo. De pie junto a un montículo, rodeado de otros curiosos, el tío disfrutaba de esa furia de las aguas que se llevaba por delante la arrogancia de los hombres: vías de tren, columnas, muros de contención, vigas principales… lanzándose al vacío engullidas por aquel río que era su amigo y confidente. La línea estaría cortada hasta que se construyese un nuevo puente: mucho tiempo. En adelante, para ir de Barcelona a Mataró volvería a sufrir cinco horas de hacinamiento sobre un viejo carromato en lugar de aquella media hora en el vagón, rodeado de extraños a los que conocía mejor de lo que se conocían ellos mismos. Sin embargo, pese a todo, aquella riada ensoberbecida de su poder destructor le pareció un espectáculo hermoso. El más hermoso que nunca hubieran visto sus ávidos ojos.
Fue entonces cuando sucedió el milagro. El milagro que cambiaría su vida y la de toda nuestra familia. Sí, fue justo en ese instante cuando su aguda percepción, acostumbrada al detalle ínfimo, a no dejar escapar la más pequeña expresión del cuerpo y del espíritu, advirtió algo que ningún otro ser humano podría. Algo que sucedió tan rápido que sólo el tío Sendra fue testigo de la maravilla gracias a su don.
Al principio, ni él mismo comprendió lo que terminaba de acontecer. A su lado, el hombre del bombín azul se había desdoblado en dos, pero ¿cómo era esto posible? Por la mañana, ya le había llamado la atención aquel caballero que exhibía ese sombrero tan moderno. Lo había visto distraído, ojeroso, pálido. Sendra, entrenado para captar los cambios de humor de sus marionetas, era capaz de conocerlo todo de un vistazo: a quién habían despedido, quién había tenido una noche loca con alguna puta y regresaba sin un real a casa, quién había matado, violado, llorado, reído. Nada le extrañaba ya de sus compañeros de vagón, cuyos gestos silenciosos hablaban tan alto y tan claro como una turba vociferante.
El anciano del bombín azul había cogido aquella mañana el tren junto a Sendra, a primera hora. Ya entonces reparó en que se retorcía las manos y lloraba. A ratos, contemplaba un daguerrotipo incrustado en su reloj de bolsillo. Lanzaba hipidos como un pez fuera del agua. Sendra supo que su esposa había muerto y también su único hijo. No tenía más descendencia porque en su dolor no había espacio para el presente ni la esperanza que le habrían dado otros vástagos. Sabía, además, que su desgracia había sido un accidente, porque el viejo culpaba a Dios y a sí mismo en lugar de buscar al asesino armado de una pistola, como habría sido más propio de su carácter. Los gestos del hombre, su tormento, su impotencia, eran el espejo del tormento y la impotencia que había visto en otros un millón de veces. Nada nuevo bajo el sol.
Y, sin embargo, había algo distinto. Su mirada irradiaba un fulgor inextinguible, una calidez extraña que era el luminoso testimonio de una rara determinación. Pero ¿determinación de qué? Sendra no lo sabía y eso le hizo sentir un espasmo en la espina dorsal, recordándole que también un semidiós puede sentirse vivo. Hacía semanas que nadie hacía, ni pensaba siquiera, algo que él no hubiese anticipado. ¡El hombre del bombín azul era una pieza extraordinaria para su colección de almas! Le recordaba a una trucha que se había resistido durante horas a todos sus señuelos hasta que, por fin, picó el anzuelo y se rindió a su superior intelecto. Así que lo había observado intrigado durante todo el viaje, esperando el momento de atrapar su identidad como había hecho con el resto de viajeros. Contempló cómo se sonaba los mocos, se abanicaba por el calor, lloraba de nuevo y miraba su reloj y las fotos de su parentela desaparecida. No obstante, no pudo adivinar y mucho menos «saber» qué pretendía hacer aquel hombre en el futuro, cuál sería su próximo movimiento. Luego, el estruendo del río Besos engullendo al otrora altivo puente de madera le había distraído, unos instantes tan sólo, como mucho un par de minutos. Y ahora, cuando volvía la vista hacia el anciano, este se desdoblaba en dos seres.
¡Aquello era una locura! Sendra, más que asombro, sintió el amargo sabor de la derrota. De todas las reacciones que podría haber imaginado para aquel ser en particular en aquella situación en particular, el desdoblamiento en un ser original y su doppelgänger no estaba precisamente entre las más plausibles. Además, él no inventaba, no conjeturaba nunca. Sendra conocía el gesto de antemano y luego lo veía ejecutar, como contempla el maestro titiritero el movimiento de los hilos que siegan la voluntad de sus inferiores. Así de fácil. Mas el caballero del bombín azul acaso supiera que esos hilos estaban allí y de esta forma había sido capaz de soslayarlos. Porque aquel caballero ya no era esclavo de nadie, ni siquiera de sí mismo.
Mientras el tío Sendra pensaba en todas estas cosas, el primero de los dos ancianos, frunciendo los labios, se asomó al montículo que el hundimiento del puente había creado sobre el río Besos. Señaló hacia las aguas como el que señala hacia el infinito. Su doble bajó los ojos y, quitándose el bombín, lo colocó sobre su pecho, mientras decía en un hilo de voz: «Hazlo». El primero asintió, avanzó un paso hacia el abismo y se detuvo al oír el suspiro de las gentes.
—¿Qué hace? —dijo alguien, con aire marcial—. ¿Está loco?
El segundo, el doppelgänger, lanzó una mirada furiosa al revisor, que se abalanzaba hacia su yo original y extendió una mano intentando frenar su carrera, pero este atravesó la extremidad limpiamente, pues sólo Sendra podía verla y sólo para Sendra era parte de un ser real, aunque incorpóreo.
El primero de los ancianos lanzó un hondo suspiro y se arrojó al turbulento curso de las aguas antes de que nadie, ni el revisor ni ningún otro pasajero, pudieran hacer nada por evitarlo. El tío Sendra, boquiabierto, se volvió hacia la segunda figura, y la vio perder contornos, difuminarse como un mal truco de un mal ilusionista.
—¿Por qué? —gimió, temiendo que nunca entendería lo que estaba sucediendo y que, de esta forma, su don permanecería para siempre incompleto.
El hombre, el fantasma, la sombra, dijo, antes de apagarse como la luz de una vela sobre la que soplase el viento:
—No quiero seguir existiendo en un mundo que da cabida a un ser tan miserable y desgraciado como yo.
Jaime, mi abuelo, conoció al tío Sendra a principios del siglo XX, concretamente en 1905. El sólo tenía catorce años y el tío era una figura legendaria en la familia. Se había pasado décadas dando tumbos, siguiendo las nuevas ramificaciones de las líneas ferroviarias, de la línea Játiva-Valencia a la de Madrid-Aranjuez, y más tarde Madrid-Alicante, Zaragoza o Ciudad Real. Estuvo en Lisboa poco después de que convergieran las líneas de tren españolas y portuguesas, también en París cuando lo hicieron los tres estados con el sud-expreso. Hay quien decía que había sido uno de nuestros primeros compatriotas en hollar los legendarios Orient Express y Transiberiano. Pero nadie conocía la razón de su designio ni entendía de dónde sacaba el dinero para aquel extraño pasatiempo que le había absorbido ya media vida.
—Universale est sermo —le dijo cierto día el tío Sendra a mi abuelo en Tudela-Veguín, Asturias. Era la primera vez que acudía a visitar la rama norteña de la familia y todos eran conscientes de que no se trataba de una razón sentimental. El primer tramo del ferrocarril vasco-asturiano acababa de inaugurarse pocos meses atrás y el tío no podía perder aquella nueva oportunidad de entregarse a la contemplación de sus cobayas desde el interior de un vagón de tren.
—¿Universale est…? —farfulló Jaime, que aunque daba clases de latín en el colegio, no era un bachiller especialmente dotado y pocos confiaban en que terminase sus estudios.
El tío Sendra sonrió. Con el paso de los años, entre viaje y viaje, había terminado convirtiéndose en un hombre cultivado. No era difícil imaginarle transido de extático gozo luego de incorporar la substancia de una nueva hornada de marionetas a su teatrillo interior, relamiéndose, creciendo por dentro, repleto de tumoraciones que nacían del dolor de sus congéneres. Porque tenía todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre su propia existencia de deus ex machina mientras retomaba el escrutinio del siguiente viajero. En realidad, estaba convencido de que él era la razón última de los avatares de sus pececitos, que sufrían, gesticulaban y finalmente perdían la vida para que él pudiera concebirlos, aprehenderlos. Por las noches, leía incansable ensayos, biografías y, sobre todo, viejos tratados de filosofía. Era un enamorado de la escolástica y a partir de esta germinó su propia concepción del universo, abandonando su primitiva visión de vagones de tren que devenían en su mente estuarios cuyo embudo podía ensanchar o encoger a voluntad.
—En el pasado, la gente sencilla como tú o yo no podíamos alcanzar el absoluto —dijo Sendra, mirando fijamente a su sobrino-nieto—, sólo los hombres de letras, los pensadores, los conocedores de palabras, podían aspirar a esa inmortalidad verdadera que da el conocimiento. Sin embargo, tu tío ha descubierto que las palabras son cáscaras vacías, que un hombre sabio sólo parece sabio porque habla con la grandilocuencia del orador y la fabulación del charlatán. Lo importante no es la palabra sino su significado, lo importante no es el verbo sino el gesto, la verdad que se esconde tras el disfraz del sonido articulado. Hoy sé que un hombre puede guardar en su interior todos los absolutos y todos los universales sin ni siquiera saberlo. Un ser anónimo puede ser un Napoleón, un Julio César, y vivir la vida de un zapatero remendón. Con todo, cada una de sus expresiones destilará una grandeza identificable, deliciosa, a disposición de la codicia de un hombre como tu tío.
Mi abuelo abrió la boca. Luego la cerró. Luego la volvió a abrir. No dijo nada, por supuesto. ¿Qué podría haber dicho?
—Hace mucho tiempo, junto a un río desbordado, vi a un hombre lanzarse a lo más profundo de las aguas —prosiguió Sendra—. Ese suicida, segundos antes, había separado su cuerpo mortal de su alma, alcanzando una forma suprema de conocimiento, pero no la pudo disfrutar y murió en la desdicha, convencido de su propia derrota personal. Entonces lo entendí todo.
—¿El qué entendió, tío? —balbució el joven Jaime, tras un largo paréntesis de miradas.
—Entendí que mi don no podía ser casual, muchacho. Mi destino era continuar con esa tarea, con la disección del alma de los hombres, hasta hallar al siguiente suicida… y luego al siguiente, y al siguiente, hasta alcanzar yo mismo el verdadero universal: el absoluto en la muerte; porque ella me alcanzará cuando esté preparado, cuando sea tan sabio y poderoso que pueda fundirme con nuestro Señor, que es todo esencia y silencio. Entretanto, con cada suicida, asistiré a la maravilla que categorizó Aristóteles, que soñó Boecio, que intuyó Abelardo. Pero ellos sólo tenían palabras y tu tío ha alunizado niveles superiores de sabiduría gracias precisamente a ese silencio, padre de la observación y de la paciencia —con la mirada perdida del iluminado, añadió entonces, con una risotada—: Rem de re praedicare monstrum dicunt.
A mi abuelo no le cabía duda. Todos aquellos años de soledad en los vagones de tren habían enloquecido al tío Sendra; pero, cuerdo o alucinado, era un hombre rico, y cuando planteó a su primo Amador que le entregara por unos años al joven Jaime para su educación, este convino que era la mejor solución para todos. Mi abuelo rogó a su padre que escuchara las divagaciones del tío Sendra antes de tomar una decisión, pero el asunto se había acordado ya por una suma de dinero que nunca fue revelada de forma satisfactoria.
Así fue como Jaime Sendra se vio abocado a la contemplación infinita de los rostros anónimos de sus paisanos en la línea que unía por entonces Oviedo y San Esteban de Pravia. De la mano de su tío aprendió latines, nociones subjetivas e inconexas de filosofía medieval pero, sobre todo, aprendió a leer en los gestos de unos desconocidos que no le importaban en absoluto. Intentó escaparse dos veces: la primera cuando inauguraron la estación de Jovellanos; la segunda, durante la visita de la infanta Isabel para inaugurar el nuevo tramo hasta Ujo. De ambas, aprendió que su tío podía ser un perseguidor tenaz; también una bestia violenta y vengativa. Hasta el fin de sus días conservó una cicatriz que comenzaba en su nuca y bajaba por su espalda, retorciéndose, hasta alcanzar su nalga derecha. Siendo un anciano, todavía se le erizaba el vello de los brazos cuando alguien desplegaba una navaja de cacería.
A final de 1907, abandonaron ambos Asturias en busca de nuevos retos y nuevas estaciones de tren, en dirección Ferrol. Para entonces, Jaime ya sabía de dónde sacaba el viejo su dinero. Se trataba del mismo lugar de donde sacaba todos sus bienes, materiales o inmateriales: de desvalijar a los viajeros del tren y, en particular, a los suicidas. A veces era algo tan sencillo como vaciar los bolsillos a un cadáver antes de que llegaran los curiosos o robar algún objeto que alguien deja olvidado en su asiento, pero eso difícilmente le hubiese convertido en un hombre próspero y acaso Sendra sólo robaba las pertenencias de aquellos desdichados para poder contemplar las fotos que todo hombre guarda en su cartera y bucear algo más en esa alma de la que terminaba de alimentarse. No, la fortuna del tío Sendra derivaba de algo más sutil. Su don, su arte, al menos hasta donde Jaime lo creía real, le permitía descubrir signos de fortuna o de ruina, próximas e inminentes, en sus compañeros de vagón. Un par de empleados de banca de la misma entidad, en días sucesivos, cabizbajos y desganados, le permitían al tío averiguar que tal grupo financiero estaba al borde de la bancarrota. No tardaba en retirar sus activos y se pasaba luego semanas haciendo comentarios rijosos sobre cómo jode el gran capital a los tontos. Una mañana vieron a un hombre venido de ultramar, de carrillos llenos y tripa prematura, que se fumaba un habano y leía El Liberal, concentrándose en un artículo sobre la construcción naval en los astilleros gallegos. Al cabo de unos minutos, el tío le ordenó bajarse del vagón porque tenía que llamar a Madrid e indicar a sus apoderados la conveniencia de hacer unas inversiones en la costa atlántica.
Por entonces, el espíritu rebelde de Jaime había sido quebrado por completo y ya nunca pensaba en recuperar la libertad. La obsesión de su tío se había ido apoderando también de su espíritu y comenzaba a «saber» o a imaginar lo que pensaban sus semejantes. Pronto comenzó a anticipar gestos, suspiros e incluso ciertas frases sueltas y recurrentes en parejas de enamorados. Hasta la fecha, había sido testigo de dos suicidios. En el segundo de ellos, quién sabe si por influjo del delirio de su tío, creyó entrever por un momento la silueta de un hombre al desdoblarse. No había sido capaz de contemplar al doppelgänger luego de que el original se lanzase a las vías del tren y regase con su sangre un parterre de flores. Pero el tío Sendra se quedó hablando a la nada, haciendo aspavientos. Luego se volvió y dijo:
—Siempre dicen lo mismo, que no quieren seguir en este mundo, que son unos desgraciados, etcétera. Lástima que no sepan que nos están alimentando con su substancia eterna, esa que nos convierte en seres superiores, en preinmortales, en preuniversales.
No obstante, en lo que se habían convertido era en una pareja de vampiros del tren: explotadores de los vivos, saqueadores de cadáveres. El tío Sendra pensaba que nunca moriría, que mientras pudiera seguir atesorando los últimos instantes de los suicidas, ellos le mantendrían con vida hasta el momento de alcanzar la perfección y la unión con Dios, en el silencio de un vagón de tren con parada en el Paraíso, pero se equivocaba: en 1931, mientras viajaban en una locomotora Fleischmann con destino a Cáceres, el tío se sintió enfermo, eructó un par de veces y dijo que se iba a echar una corta siesta. No despertó, sin más. Sin fanfarrias, trompetas ni serafines entonando su nombre mientras lanzan bolas de luego a los impuros, ni siquiera vio Jaime a un segundo tío Sendra que, desde el filo translúcido de la vida, le hablase de qué demonios había al otro lado, si de verdad se iba unir a Dios y a su esencia, de la que nos habla su admirado Abelardo siguiendo a Escoto Eriúgena. Se murió un viejo mezquino y ya está. Por entonces, tenía más de cien años.
Por primera vez en mucho tiempo, Jaime Sendra estaba solo. Y ya no era un niño. Había pasado su juventud y buena parte de su edad adulta viajando, embarcado en una tarea enloquecida que nunca le correspondió. No sabía más de la vida que el reflejo en los gestos de los otros, de esos que compartían con él senderos de raíles de las vías de tren. En realidad, no sabía nada de la vida.
Intentó ser otra persona. Yo sé que lo intentó. A veces lo imagino tratando de olvidar todo lo aprendido y vivir en el mundo de los hombres, de sus palabras, de sus fingimientos, de sus miserias. Acostumbrado a descubrir la verdad que se esconde en el detalle, sufrió cuando cada ser al que trataba le decía una cosa y la contraria con su gesto; el amigo que pretendía apreciarle más que nadie y movía nervioso los dedos, esperando el momento justo para pedir un préstamo a ese «ricachón que ha heredado millones y millones de pesetas de su tío, el otro chiflado de los trenes»; la mujer que aseguraba amarle y miraba de reojo a aquel otro, ese hombretón de breve bigote a lo John Gilbert, modales bruscos y penetrante olor a Varón Dandy; los empleados que le sonríen y en secreto le detestan; la servidumbre que se inclina a su paso y sueña con sisar las vueltas del mercado, o en robarle algún objeto de valor, o en darle una mala puñalada en la noche.
Debió ser terrible para mi abuelo vivir entre nosotros sin la ignorancia que nos permite parecer civilizados, pero lo intentó, ya lo he dicho. Soportó tal vez más de lo que ninguno de nosotros habría hecho. Se casó con una buena mujer tras cinco novias que buscaban su dinero y tuvo un hijo, al que llamó también Jaime, pensando que no se parecería a él, quizá incluso que podría vivir la vida en libertad que él soñó para sí, aunque en vano. Una noche abandonó la casa señorial que había mandado reconstruir en las cercanías de Toledo, dejando todos sus negocios en manos de sus administradores. Abandonó también su existencia de padre de familia, a su mujer y a su hijo, porque se sabía un impostor que trató de vivir un tiempo que pertenecía a otro. Llevaba cuando desapareció tan sólo una pequeña maleta y un billete de tren, porque regresaba al único lugar del mundo donde podía seguir siendo el monstruo en que le habían convertido.
Yo nací en 1977. Mi padre, Jaime Sendra el joven, fue un hombre afectuoso que jamás hablaba de su progenitor. Creo que no tanto por respeto sino porque, en conciencia, no podía: apenas le había conocido y hacía mucho que le había olvidado. Por entonces, en nuestra familia era ya legendaria la figura del abuelo Sendra, tanto o más que en su día lo fuera el tío Sendra. Se decía que vivía en los trenes, que atesoraba fragmentos de las vidas de otros, que era rico como Creso, que era infeliz como sólo puede serlo un hombre que jamás ha sido un hombre.
Hacía casi un año del viaje inaugural del tren de alta velocidad entre Madrid y Sevilla. Fue un ocho de enero. Yo estaba sentado en la estación de Atocha, mirando los horarios de salidas y llegadas, intentando adivinar tras qué combinación de letras y números titilantes ocultaba su rastro la persona con la que me había citado. Oí unos pasos acercarse y el repiqueteo de un bastón.
—¿Recibiste mi carta? —dijo un anciano centenario, encorvado, jadeante.
—Sí.
—Se te ve muy mayor.
—Tengo ya dieciséis años.
El abuelo Sendra dibujó en su rostro una mueca tristísima, recordando el muchacho que una vez recibió en Asturias la visita de su tío y perdió su futuro para siempre. A trompicones, con la voz del que no está acostumbrado a decir cuatro frases seguidas, el abuelo me explicó su historia y la de su tío. La historia que acabo de relataros. Me habló de trenes, de peces y hombres, de un don que no es un don sino aprendizaje, de la obsesión, de la locura, de los suicidas y de una esencia universal que, por mucho que uno la busca, Dios siempre encuentra la forma de desfigurarla. Me dijo también que se estaba muriendo y que quería conocerme. No para que compartiese su loca tarea, que no era sino un espejismo, acaso porque… tartamudeó, calló… ni siquiera él lo sabía.
—Tengo que ir a Aravaca —dije cuando hubo terminado y me observaba con los ojos muy abiertos, buscando en mis gestos todo lo que no decían mis labios—. ¿Me acompañas, Jaime?
Cogimos el primer cercanías y nos miramos quedamente durante largo rato, sin artificios. En un determinado momento, le cogí de la mano y percibí que sus huesos eran frágiles y su pulso errático. Ya no le quedaban fuerzas. Creo que ambos lloramos un breve instante forjado de todos los instantes que un abuelo y su nieto jamás vivirían. Pero fue un epílogo demasiado breve. Dando un respingo, señaló al hombre que estaba sentado delante de nosotros: delgado, de pelo corto y gafas, no parecía nadie especial. Jaime le miraba atónito, pues acababa de desdoblarse en él mismo y su doppelgänger. El original a nuestra izquierda, el doble en el medio, el tercer asiento vacío.
—¡Él ha…! ¡Él es…! —El abuelo Sendra temblaba de pies a cabeza. Había pasado casi un siglo buscando fantasmas de suicidas para completar la obra de su tío. Jamás los había encontrado; intuido, muchas veces, pero sólo su tío podía distinguirlos y él había acabado por convencerse de que las visiones eran una quimera. Sin embargo, por fin tenía la prueba de su existencia.
—No me sueltes la mano o dejarás de ver a Pedro —le advertí cuando el anciano quiso incorporarse, tal vez tratando de tocar al desconocido, de convencerse de que era real.
—¿Por qué iba a dejar de ver a…? ¿Y cómo sabes que se llama…? —No llegó a terminar la frase. Inclinó la cabeza, respiró hondo y volvió a sentarse. Por fin lo había entendido todo.
—Tú no tienes el don, abuelo, y el tío Sendra no lo entendía. Esto no es un arte, no es fruto de la observación. Nos viene dado por la providencia y eso es todo lo que yo necesito saber.
El tren aminoró su marcha y Pedro marchó hacia la puerta. Miré a su doppelgänger, que seguía sentado y dibujé en mis labios dos palabras sin llegar a pronunciarlas: «¿Por qué?».
—No quiero seguir existiendo en un mundo que da cabida a un ser tan miserable y desgraciado como tú —dijo con una voz agria que personificaba el desprecio de todos los suicidas.
Pedro Casariego se apeó en la estación de Aravaca. Le seguí con la mirada pero la aparté, avergonzado, al oír que recitaba un mantra premonitorio:
—Voy a desarraigar tus ojos incrédulos por ser divinos.
Cuando el tren volvió a ponerse en marcha vi que su doppelgänger miraba al mío, aparecido de la nada en el último asiento del banco. Ambos me lanzaron una sonrisa aviesa.
A la memoria de mi admirado poeta Pedro Casariego, que buscó y halló la muerte en 1993, en Aravaca, alcanzando los universales.