EL MÁS SOLITARIO DE LOS NÚMEROS
Jesús Cañadas
He puesto en venta mi pasado, mi memoria y mis raíces.
Menos mal que nadie los ha comprado.
El silencio se mueve
Fernando Marías
1
De verdad, dime, ¿qué esperas ver cuando los abras? O mejor, no me lo digas. No se te ocurra hacerte esa pregunta. Prefiero que no lo hagas. Así no estropearemos la sorpresa. Espera, espera sólo un minuto. Déjame disfrutar un poco más, aunque ojalá te atrevieras a abrirlos una rendijita.
Pero, claro, ¿y si no vieras lo que había antes? ¿Y si vieras algo distinto? Ya sabes lo que había en el dormitorio un instante antes de que los cerrases, pero ¿qué habrá cuando abras los ojos?
Lo que había antes era un hombre de setenta y tantos años. Desnudo. Sudoroso. Colgajos de carne expuestos en la penumbra de las velas. Varices formando laberintos en las piernas. Almorranas. Diabetes. Hipertensión. Artrosis. Un cáncer no diagnosticado. Piel marchita colgando como tomates secados al sol. Manos de sarmiento. Ojos con cataratas. Un cuerpo lleno de símbolos pintarrajeados con témpera barata. Los has copiado de las páginas centrales del libro de Luisa. Tienes miedo de que te haya temblado la mano, de que no lo hayas hecho bien. De ser sólo un viejo estúpido en medio de un dormitorio iluminado con cuatro cirios robados.
El teléfono suena en el salón. Te sobresalta. De alguna manera, ese timbre hueco es lo que pone en marcha el recuerdo. La sensación de realidad intrusa es lo que te hace volver atrás, a pensar en las cortinas cerradas, en el perro, en la plaza de abastos y en los ojos de los peces y el monigote de San Juan y en la ambulancia llevándose el cuerpo y hay un mensaje en el contestador.
2
Hay un mensaje en el contestador. Es una lucecita que parpadea debajo del sitio donde se cuelga el teléfono. Debajo de la lucecita hay un flamante dos. Eso significa que hay dos mensajes, razona Faustino. Faustino no sabe cómo funciona el cacharro. Gime al inclinarse, un punzón candente se le clava en la base de la espalda. Otro dolor más. Toquetea todos los botones sin saber muy bien qué está haciendo. El dos se convierte en un uno. No sucede nada más durante un rato. Entonces Faustino se acuerda. Tiene que encender el sonotone. Demasiadas maquinitas. Lo hace en el mismo instante en que suena un pitido y el uno se convierte en un cero.
Papá, soy Nacho. Coge el teléfono. Haz el favor de coger el teléfono, papá. Papá, ¿te has puesto el cacharrito de oír? ¡Coge el teléfono de una puta vez, papá, coño! Bueno, ya lo oirás. Era sólo para decirte que vamos a salir ya. ¡Ivon, estate quieto! ¡Marta, coge al niño un momento! Nos vemos esta noche para la cena, papá.
El contestador se despide con un biiiip. Cuando enmudece, Faustino se queda pensando que el uno no es el más solitario de los números. El uno al menos se tiene a sí mismo. Luego peregrina hasta el salón y se derrumba en el sofá. El reloj junto al cuadro de Berta está parado. Faustino no quiere encender la televisión. Faustino no quiere nada.
Hace mucho que ha anochecido cuando Faustino se levanta del sofá. Le acompaña un redoble de dolores, punzadas, suspiros y ventosidades. No se ha quedado dormido. No ha pensado en Berta. Faustino ha estado sentado, aguzando el oído, a ver si el sonotone capta el fino rumor que hace su vida al escaparse. No lo ha conseguido. Va a la cocina. Duda un segundo antes de abrir el grifo del agua fría y beber directamente del chorro. Le duele todo el cuerpo. Eso quiere decir que su cuerpo aún está ahí.
Cuando Faustino cierra el grifo, oye una escandalera por la ventana de la cocina. Gritos. Faustino entreabre la ventana, pero antes corre la cortinilla, que ya no es blanca. Se asoma por la rendija y ve que en la plaza, frente a la carnicería de Julián, un hombre moreno le está pegando a una chica (también morena). La tiene cogida por el pelo con una mano. De rodillas. Con la otra mano le da puñetazos en el cuello, en la cara, en el pecho. La chica está chillando, él también. Morenos. Faustino no entiende lo que dicen. Puede ser que la chica esté llorando, pero no es seguro, porque tiene la cara manchada de sangre.
En la ventana de enfrente hay una persona. La ventana está entreabierta y la cortina corrida, como la de Faustino. Encima de la ventana con la persona hay otra ventana con otra persona. A su derecha hay otras dos. La chica chilla. Faustino cuenta unas treinta personas en el bloque de enfrente. Todas miran por detrás de las cortinillas. Todas están en silencio.
Faustino cierra la ventana y va hasta el salón. Se detiene delante del teléfono. Hay un 0 en el contestador. Hace mucho que ha anochecido. Faustino apaga el sonotone.
3
Es de noche. Luisa ha cerrado la ventana, horrorizada ante la paliza que le está dando ese bruto a su novia. Luisa siente pavor ante la violencia. El dolor le espanta. Se santigua y vuelve al salón, murmurando para sí: «Ya nadie está seguro en el barrio». Ojalá llame alguien a la policía y le den lo que se merece a ese malnacido sin entrañas. Así se le caigan las manos.
Luisa devuelve la voz al televisor con un movimiento de pulgar y de repente el mundo desaparece. Luisa se hunde en el magma de colores de la pantalla. Hay un hombre de pelo largo y negro que va dejando cartas encima de una mesa. Luisa le imita. Tiene una baraja del tarot en las manos y deposita las cartas con el mismo ritmo que el hombre. Sabe que le está hablando a ella. Al lado del hombre de las cartas hay una barra de un color chillón, donde aparecen de vez en cuando fotos de muchachas ligeras de ropa. Indecentes. Luisa se deleita en su propio disgusto. Anda que iba a enseñar ella tanta carne antes. Enseguida. En sus tiempos, cuando era mocita y servía en casa de doña Ramona, la habrían rapado al cero si la bajera se le hubiera subido por encima de la rodilla. Pelanduscas.
Suena un golpe en el piso. Luisa cierra los ojos. Las cartas tiemblan en su mano. Otra vez. En el televisor, el hombre del pelo largo y negro sonríe. A su lado hay carne, carne, carne expuesta en una mancha de color chillón. El golpe se repite. El corazón de Luisa se dispara. Gimotea. No siente miedo, sino pena. A Luisa le da pena Luisa, le acongoja lo que va a pasar, lo que sucede todas las noches. Ojalá estuviera aquí la señora Ramona, pero la señora Ramona está muerta. Muerta. El golpe se repite una tercera vez y, como todas las noches, se convierte en un sonido áspero, de algo que arrastra unas zarpas irregulares. Luisa ya está llorando. El hombre de la televisión sonríe. Carne. Sonríe. Luisa se levanta, sin controlar los hipidos, los gañidos, la pena. No, suplica. Déjame tranquila, por favor. Arrastra los pies hasta la puerta de la calle. De ahí viene el sonido, cada vez más fuerte. Zarpas. Luisa apoya la frente en la puerta. Carne. Por favor, por favor, por favor. El sonido se interrumpe. Lo remplaza una voz. Un susurro ahogado, urgente. Las mismas palabras, cada noche: «Vete, vieja. Vete del piso. Muérete de una puta vez». El sonido se reanuda. Luisa llora un poco más. Las lágrimas le salpican las babuchas.
4
Mírales. ¡Qué asco, joder! Tienen que estar llenos de enfermedades. Ahí, sin dar un palo al agua. Todos arrejuntados como animales, que eso no es bueno, hombre. Y cómo huelen. Si lo nota uno nada más pasar a su lado. Eso son los pigmentos esos que tienen en la piel. Que apestan, coño, que apestan y ya está. Será porque no se duchan. Total, ¿para qué? No se les va a notar.
Una risotada sacude el cuerpo de Aniceto. No hay jovialidad en ella. Pasa tan rápido como ha empezado y no deja siquiera un rastro en el rictus de sus labios. Está agazapado detrás de los barrotes dobles de su ventana. Se los hizo poner aposta, su buen dinero le costó. Pero valió la pena, ¡qué coño!, que Aniceto vive en un bajo y nunca se sabe, que esa gente es muy peligrosa. Mírales. Ea, ya trajo uno de ellos las litronas. Eso es, bebed, hijos de puta, bebed a gusto. Trabajar, no, ¿eh? Mejor echar todo el día ahí, tirados en un banco, como en los documentales, al sol. Hay que ver, toda la vida deslomado en la fresa para que ahora vengan cinco negros a amargarte la vejez. Si es que no hay derecho.
Un olor llega hasta la nariz de Aniceto, agrio como la bilis que le sube a la garganta. Es el pescado, claro. La lubina de ayer, que la tuvo que tirar entera porque le sabía a ceniza. Ya está empezando a apestar. Es por este calor. Con lo cara que está. Aniceto se enfada. Si la deja ahí, va a apestar toda la casa, pero no quiere bajarla y pasar cerca de ellos. Pasan los segundos. Un aleteo de carcajadas desde la plaza hace que su cuello de toro se hinche. Agarra la basura, hace un torpe nudo a la bolsa y va hacia la puerta. Cuando descubra que ha goteado por todo el pasillo se enfadará aún más.
5
Los contenedores están mal puestos. Los han colocado en un callejón lateral del bloque, mal iluminados. El de vidrio ni siquiera está ahí, sino en medio de la plaza. Hay que dar dos viajes para tirar la basura. Mal puestos, vamos. Faustino está pensando en eso mientras cierra el contenedor amarillo, pero en realidad hay un ruido de fondo en sus pensamientos. Un ruido que no cesa. Faustino rumia una y otra vez el mensaje de Nacho: «Nos vemos esta noche para la cena. Vamos a salir ya. Nos vemos esta noche para la cena».
Hay un ruido detrás de los contenedores. No interrumpe los pensamientos de Faustino, sólo les hace tomar otra dirección. Pero el ruido de fondo sigue ahí. «Vamos a salir ya». Faustino se acerca a la fuente del sonido. «Nos vemos para la cena». Faustino se detiene. «Nos vemos para la cena». Hay un perro acurrucado tras el contenedor azul. «Vamos a salir ya». Es marrón, Faustino no entiende de perros, pero ve que está herido. «Nos vemos esta noche». Le debe de haber pillado un coche. «Para la cena». Está magullado y le sale sangre de alguna parte. «Vamos a salir ya». Sangre que mancha su pelambrera. «A salir ya». El perro mira a Faustino, en sus ojos hay un mensaje que no se entiende. «Salir ya». Faustino no entiende de perros. «Ya». Faustino se quita lentamente el cinturón. «Nos vemos para la cena». Enrolla la hebilla con fuerza en una mano. «Esta noche».
Cuando termina, Faustino está sudando. Hay más sangre detrás del contenedor. El callejón está en silencio. Faustino se vuelve. Hay alguien a pocos pasos de él. Es un hombre mayor. Está gordo y calvo y tiene cara de bruto. Sostiene en una mano una bolsa de basura que gotea. Faustino le mira a él, a la bolsa y a él. El hombre deja la bolsa en el suelo. Los dos se quedan quietos unos segundos. Faustino tira el cinturón al contenedor. Echan a andar juntos hacia la plaza, en silencio.
6
Enternecedor, ¿verdad? Pues hay más. Ahora empieza lo bueno. No abras aún los ojos.
7
—¿Por qué no les llamas?
—No.
—¿Y si les ha pasado algo?
—No les ha pasado nada.
—¿Seguro?
—Hace más de un año que no les veo. Siempre hacen lo mismo.
—¿Siempre?
—Sí.
—¿Y si esta vez es diferente?
—¡Qué va a ser diferente!
—¿Qué prefieres pensar, que tu hijo y tus nietos han muerto en un accidente de camino a tu casa o que no les importas una mierda?
—¿Tú no estás cansado de todo esto?
—Sí, y no soy el único.
8
Luisa imagina a mil monos en una jaula en la que no caben mil monos. Imagina que todos chillan a la vez, cada mono intentando superponer su voz a la de los demás, y al mismo tiempo obligando a los demás a chillar más alto para superponer las suyas. Así es el mercado de abastos del barrio. Luisa avanza a trompicones entre la gente. Los gritos la sacuden como las ráfagas de viento en el espigón de su pueblo, cuando era pequeña y jugaba a besar al temporal de noviembre. Le cuesta centrar la vista. Un ventilador de aspas gigantes zumba en sus oídos. Se abre camino con dificultad y se encuentra de pronto frente a un pelotón de peces muertos.
La pescadería de Paco ha crecido ante sus ojos, las hileras de lucios, doradas y pulpos se extienden hasta el infinito.
Alguien la golpea desde atrás. Luisa trastabilla. Se da la vuelta, pero sólo ve una muralla humana. De pronto es consciente de los ojos que la observan. Peces. Peces de ojos quietos que atrapan su imagen en sus pupilas muertas. Ojos ahogados, estrangulados por el mismo aire que la estrangula a ella ahora. Sus bocas ahítas están a punto de hablarle y Luisa sabe lo que le dirán. Siempre las mismas palabras: «Vete, vieja. Muérete. Vete del piso». Siempre persiguiéndola por el barrio, emboscándola, asaltándola. Alguien vuelve a darle un empujón. Esta vez pierde el equilibrio y tiene que apoyarse en los peces. Su contacto frío, mojado y escabroso, hace que le rechinen los dientes.
Luisa está temblando. Intenta dirigirse a la salida del mercado de abastos, pero sólo ve gente, personas, formas sin cara que pasan a su alrededor, hablando, gritando, chillando como mil monos atrapados en una jaula en la que no caben mil monos. La jaula está ardiendo. Luisa grita también. Nadie le hace caso. La luz huye de ella. Se va a morir. Los ojos muertos de los peces la espían, la escrutan, la ve alejarse con cimbreos de borracho.
Una mano le sujeta el brazo. Luisa está segura de que esa mano no tiene piel, que es la mano de un esqueleto que la levantará en vilo y se la llevará volando muy lejos con un batir de alas negras dejando tras de sí su cadáver hinchado y de ojos muertos, pero lo que hace la mano es tirar de ella, obligarla a caminar, llevarla hacia la salida. Cuando el ruido infernal desciende, Luisa se encuentra en mitad de la calle. Hay un anciano espigado, casi enfermo de delgadez, agarrando su brazo. Luisa entierra la cara en el pecho de Faustino. «No puedo más». No sabe si lo ha dicho o lo ha pensado.
9
Las sombras son grandes, rugosas. Sombras que tejen capullos que engendran gusanos que serán más sombras. Se mueven como larvas enterradas, crías de algo que el mundo aún no conoce. Bailan a la luz de la vela temblorosa. La brisa se escurre por la ventana. Humedad. Bochorno. Madrugada.
Los tres están sentados alrededor de la mesa. El mazo de cartas descansa, mudo. Hay un libro en la mesa. Hay una mano en el libro. Es la mano de Luisa.
Están en casa de Faustino. Luisa lleva unos treinta minutos hablando. Ha sido elocuente. Ha gesticulado. Faustino respira con pesadez. Aniceto está sudando. El sudor le corre por los carrillos hinchados, empantanan sus axilas, dibuja una mancha de Rorschach en su pecho que jamás parecerá una mariposa, Faustino mira la mancha. El continente de sus soledades. Han escuchado a Luisa, la mano en el libro. Ha sido elocuente. Ha terminado.
Los ojos de Aniceto se tiran por la ventana. Los de Faustino se esconden en el punto de la habitación más alejado de Luisa. Los de ella orbitan entre los dos hombres, el libro y el mazo. Por un momento, parece que Luisa va a añadir algo más. Y lo hace: «¿Qué es lo peor que puede pasar?».
Aniceto se levanta de la única forma que sabe, bruscamente. Sale de la habitación. No sabe que con ese gesto está decidiendo tantas, tantas cosas.
10
El fuego le devora los brazos, las piernas. Le arruga el rostro. Lo carboniza. Los niños ríen, corren alrededor de la hoguera. Los padres les sujetan antes de que se acerquen al fuego. En la ciudad se celebra San Juan quemando a un monigote en cada plaza. Nadie se ha parado a preguntarse por qué. Es de noche. Siempre es de noche.
Luisa, Aniceto, Faustino… en un lado de la plaza, en silencio, mirando al monigote arder. Sus cuerpos no se tocan. No se atreven. El fantasma de la charla de Luisa aún arroja su sombra sobre ellos. «¿Qué es lo peor que puede pasar?». La hoguera lanza un calor terrible. La noche ahoga. Los niños chillan como grajos. Los adultos contemplan la figura en llamas y sienten en sus estómagos algo que prefieren olvidar. Algo que se resiste a olvidarles.
Faustino es el primero en verlo. Detrás de la hoguera, moviéndose amparado por la danza del fuego. Al principio parece un trozo informe de oscuridad, que vibra y tiembla y se pelea por salir. Luego las formas se definen y Faustino se encuentra mirando a Berta; pasando entre la gente; acariciando a los niños con sus manos muertas. Chillidos. Uñas y pizarra. Faustino siente un agujero en la barriga, una fosa tamaño de una tumba vacía.
No es lo mismo que está viendo Aniceto. Para él la oscuridad no es más que un grupo de figuras negras, sin facciones. Sin rasgos. Sólo dos ojos rojos en cada una, fijos en él, escrutándole, escarbando en sus tripas y extrayendo un estigma de miedo que nadie ha visto hasta ahora. Aniceto tiembla.
Luisa es la única que puede reaccionar, porque es la única que no está viendo una amenaza. Luisa está viendo a doña Ramona, tan peripuesta y arreglada, con su luto hasta la barbilla y su moño blanco apretado en la cabeza. Su expresión severa aunque bondadosa parece decirle: «Tranquila, Luisa. No te preocupes. De aquí no tienes que irte. Aquí eres bienvenida». Doña Ramona alarga los brazos hacia ella. Brazos que el fuego no quema, brazos de hoguera. Luisa echa a andar.
11
A Faustino le han entrevistado en la tele, a Aniceto no. Faustino no ha sabido qué decir: «Sí, conocía a Luisa», «no, no mucho», «algo». Cuando le han preguntado cómo era, Faustino se ha quedado parado unos segundos. Al final ha dicho que Luisa tenía miedo. Los de la tele le han dicho que ya le avisarán cuando se emita. Faustino les ha dicho que no se molesten.
Faustino y Aniceto eran los únicos que había en el entierro. Luisa había ahorrado dinero para pagarse la lápida. Sus últimos ahorros. La idea hace que Faustino se ponga triste. Aniceto no ha abierto la boca desde San Juan. Mientras vuelven a casa, sentados en los asientos reservados a mayores del autobús, Faustino mira a Aniceto.
—¿Quieres que lo hagamos?
Aniceto no responde. Está mirando por la ventana. A la ciudad.
—¿Aunque sea por ella?
Aniceto tuerce el labio.
—Decías que estabas cansado.
Pulsa el botón de parada.
—¿No quieres saber cuándo se va a acabar esto?
Vete a la mierda, dice Aniceto. Y baja del autobús.
12
Vete a la mierda. Vete a la mierda, hombre. Me vas a venir a mí con tonterías de niñato. Que esas cosas no se hacen, hombre ya. Que es traer mala suerte. Tú te crees que tenemos quince años y estamos en la era. Sí, estoy cansado, ¿y qué? Estoy cansado de que me hayan robado la vida, pero no quiero hacerlo. No quiero saber, coño ya. Con lo que yo he pasado. Con lo dura que era la fresa, ahora a ponerse a jugar con tonterías. Mal fario. Anda ya, hombre. Viejo idiota.
Aniceto tiene frío. Le duelen las rodillas. Eso le enfada todavía más. En alguna parte del candado que pesa sobre la parte de atrás de su cabeza, algo le dice que no es culpa de Faustino. Pero Aniceto sabe hacer callar a ese algo, reducir su voz hasta que no sea más que un zumbido de insecto. Aniceto sigue despotricando para olvidarse de que le queda un trecho largo hasta casa. Podría haber cambiado de autobús y ya está, pero estaba tan enfadado que ha preferido hacerse el camino andando. Le duelen muchísimo las rodillas.
Ya es de noche para cuando ha llegado al barrio. Pasa una moto a su lado, haciendo un ruido infernal. Infernal. Aniceto se queda parado en cuanto entra por la plaza. Están ahí. Todos. Despatarrados en los bancos. Fumando cosas raras. Drogándose. Cómo les odia. Cómo le gustaría que desaparecieran, tener otra vez treinta años y liarse a dar somantas de palos. Se iba a quedar solo. Le duelen las rodillas.
Pasa a su lado, con la cabeza gacha. Nadie parece prestarle atención, pero sabe que están fingiendo. Esa risa ha sido a su costa. Se están cachondeando de él. Aniceto agacha aún más la cabeza y aprieta el paso. Le tiemblan las piernas cuando llega al portal. El corazón le galopa. Se le enturbia la vista. No atina con la llave. Prueba otra vez, y otra. Por fin la introduce y la gira. Se siente a salvo. Mira hacia atrás. Se equivoca.
La plaza está vacía. No hay nadie en los bancos. Las tiendas están cerradas. Las farolas están huérfanas. Nadie va a venir a ayudarle. La piel de Aniceto se eriza. Le castañetean los dientes. Hace frío. Ya no es verano. Quiere empujar la puerta, pero algo la bloquea. Forcejea con ella y entonces se le ocurre bajar la vista.
Aniceto no comprende. Aniceto ve su cuerpo, en el suelo, enganchado al portal. Le está pisando, se está pisando a sí mismo, pero no reacciona. Ya no le duelen las rodillas. Ya no le galopa el corazón. Se oye un ruido detrás de él. Se gira. Ahora la plaza está llena. Aniceto grita.
13
Faustino, los hombros hundidos. Faustino, la garganta seca. Faustino, vacío en el estómago. Faustino mira la ambulancia llevarse el cuerpo de Aniceto como quien ve llover. Faustino no se siente más solo que antes. Faustino no se tiene ni a sí mismo.
Faustino entra en su piso. Se sienta en el sillón del salón. Está a oscuras. Enciende el sonotone e intenta oír el sonido que hace su vida al escurrirse. No lo consigue. Horas después, Faustino se levanta y va a la cocina. Se inclina, ignorando el dolor en la espalda, y bebe del chorro.
Al volver al salón, se encuentra con el libro de Luisa. En el contestador, esa maquinita justo debajo de donde se cuelga el auricular, hay un flamante cero.
14
Y aquí estás ahora, un hombre de setenta y tantos años. Desnudo. Sudoroso. Colgajos de carne expuestos en la penumbra de las velas. Varices formando laberintos en las piernas. Almorranas. Diabetes. Hipertensión. Artrosis. Cáncer no diagnosticado. Un cuerpo lleno de símbolos pintarrajeados con témpera barata, copiados de las páginas centrales del libro de Luisa.
O quizá no. Quizá, cuando abras los ojos, no verás nada de eso. Verás tu entierro. Te verás ardiendo en el fuego de una hoguera de San Juan. Te verás tirado en el suelo, fulminado por la injusticia divina de una embolia. Cuando abras los ojos y mires dentro del espejo, verás a tu familia dejando flores en tu tumba. O verás tu tumba vacía, sin nadie que la recuerde, o me verás a mí.
El teléfono suena en el salón. Te sobresalta. El timbre suena varias veces, magnificado por la oscuridad que te rodea. Y de pronto salta el contestador. De cero a uno.
Papá, soy Nacho. Coge el teléfono. ¿Estás por ahí? Mira, que lo siento por lo del otro día. Al final nos llamaron unos amigos y fuimos a cenar con ellos. Pero hoy estamos libres. Vamos a salir ya. Nos acercamos un momento, en menos de una hora estamos ahí. Nos vemos para la cena, papá.
15
Faustino abre los ojos.