DESAHUCIO

Darío Vilas

A Rafa Rubio, que puso los cimientos

Acudo puntual a la cita, pero mi cliente ya me está esperando desde hace rato. Estos desesperados siempre llegan horas antes de lo necesario. Aguardan impacientes mi aparición, mientras luchan contra sus propios demonios, intentando obligarse a volver sobre sus pasos y olvidar que me necesitan. Pero no pueden. Saben que sólo yo les concedo lo que tanto ansían: llenar su insulsa existencia con el único material que puede dejarles plenamente satisfechos.

Comienza el espectáculo. Para la sesión de hoy tengo preparado el show del fantasma, seguido del número del trapichero y el drogadicto.

Este es mi momento favorito, cuando alguien me invoca por primera vez y puedo jugar a ser un espectro aterrador, una aparición diabólica. Me encanta ver a estos cabrones con los huevos de corbata, intuyendo mi presencia entre las sombras. Entonces, aparezco de repente por detrás. Un golpe de efecto tan típico como demoledor, con el que los dejo sometidos a la primera de cambio, con el culo en pompa. Después me los follo en todas las posturas posibles, antes de concederles una tregua. Sólo una tregua. Espero que a todos les quede claro.

Se trata de un tipo joven —ni siquiera ha dejado atrás la mirada retadora propia de la nubilidad—, y su edad le confiere una determinación y un arrojo deliciosos, que auguran una ceremonia de iniciación prolongada y placentera. Tenemos toda la eternidad. Al menos mientras me sigan necesitando.

Tal vez hablar de necesidad no sea apropiado… Deseo, anhelo, ambición. Después de un tiempo, cuando han paladeado y disfrutado todo lo que puedo ofrecerles, llega la avaricia, que pronto da lugar a la dependencia.

Una dependencia febril, enfermiza. Puedo satisfacerla hasta que sus vidas despreciables toquen a su fin o retirarles el don cuando me venga en gana. Depende de ellos, de hasta dónde estén dispuestos a llegar. Podemos echar un par de polvos rápidos o encadenar una orgía detrás de otra. Un gang bang prolongado que nos deje exhaustos y satisfechos por una buena temporada.

Por eso me gustan las nuevas generaciones, no tienen prejuicios. Son más abiertos a experimentar en pareja, incluso en grupo. Estoy viviendo mi época dorada, aunque la percepción de los mortales sea otra.

El puto desgraciado los tiene bien puestos. Tiro del repertorio que conoce, porque no hay nada que asuste más que un cliché. Movimientos en falso, silencios inquietantes que culminan en susto con efecto sonoro incluido (soy un ente con recursos). Ahora estoy, ahora no estoy. Sonidos crepitantes, susurros fantasmales, rugidos infernales… Nada, mi retahíla no surte efecto porque tiene bien claro lo que viene buscando, y mi catálogo para novatos le deja indiferente. Tenemos a un jodido sibarita del miedo.

Esto promete, de aquí sale algo grande.

—¡Ya sabes lo que quiero, muéstrate! —grita sin demasiada convicción.

¿Me habla directamente a mí? Joder, los bisoños poseen una osadía encantadora. Sin duda, esta raza inmunda vive su mejor época.

He decidido que voy a adoptar una forma que le resulte familiar. Me sitúo a pocos metros, agazapado en la oscuridad, para que sienta mi presencia. Y espero. Ha notado que llevo un rato observándolo desde el rincón. Se acerca, escrutando entre las sombras, de las que por supuesto no saldré. Ver la máscara de rostro humano que he adquirido no le revelaría nada, pero juego a hacerle creer que tiene alguna importancia, sólo por diversión.

—¿Estás ahí? —pregunta tembloroso.

—Por supuesto. Nunca he faltado a una cita.

—Es… es… estupendo… Verás…

—No me digas nada, ya sé lo que quieres.

—¿Tienes algo?

—Siempre tengo lo que necesitáis.

—¿Necesitamos? Un momento… ¿a quién más suministras? —El imbécil se pone nervioso. Ratas vanidosas, siempre creen ser los únicos.

—Eso no te importa, pero tranquilo, el material que te voy a pasar es exclusivo para ti. Nadie tiene algo ni remotamente parecido.

—¿Es bueno?

—No lo dudes —afirmo con rotundidad—. Es lo mejor que puedes conseguir.

—¿Puedes darme una muestra?

—¡¿Con quién cojones crees que hablas?! ¡¿Quieres que me largue?!

—¡No, no, no! ¡Perdóname, por favor! No quería ofenderte. Llevo meses muy mal, ya no puedo seguir así.

—Lo sé.

—Es que nunca antes había recurrido a esto.

—También lo sé. Puedes fiarte de mi palabra. Te pasaré un material de primera, totalmente puro. Después puedes hacer con él lo que te salga de los huevos. Puedes dejarlo tal cual, puedes repartirlo, o puedes guardarlo y darles a tus clientes pequeños adelantos hasta que imploren un poco más. Ten por seguro que lo harán. Sólo te exigiré una cosa: no se te ocurra revendérselo a otro. Lo pagarías muy caro, muy por encima del alto precio que ya te voy a reclamar.

—¡Jamás haría eso! ¡Lo necesito! Mi vida se está desmoronando. No puedo dormir, no quiero ver a nadie, apenas salgo de casa… ¡Dios! ¿Cómo he llegado a esto?

—Siempre has estado en este punto. Es ahí donde todos erráis. Pero os cuesta demasiado admitirlo. Creéis poder controlarlo vosotros mismos, pero es mi mierda la que os controla. —Noto que empieza a asustarse y decido dejar de darle caña, no puedo permitir que se eche atrás—. Pero vayamos al grano. Esta noche te haré llegar el material.

—¿Cuánto me va a costar?

—No te preocupes por eso. Ya has empezado a pagarme. Ahora, lárgate.

Me encanta este juego, es uno de mis favoritos. Lo pienso mientras veo a mi yonqui desaparecer por el callejón.

Toca ir a arreglar cuentas a un veterano. Y no es cualquiera, se trata de uno de los más insignes, cuya deuda sobrepasa lo imaginable. Sólo con su pago podría mantenerme vigente durante décadas. Décadas, tantas como ha estado bebiendo de mi savia, abusando de mí, sodomizándome hasta caer exánime a mis pies, abatido por su propia lujuria insaciable, rehogada con litros de alcohol y otras sustancias que complementan mi narcótico influjo.

Lo tuvo y retiene, porque no existen para él los límites. Transgrede como quien respira, vomita como quien camina. Camina siempre hacia delante, y ahora le saldré al encuentro.

Me cuelo en su santuario personal; la habitación en la que duerme junto a una esposa que ha vivido de las migajas de su autosuficiencia, y que también me pertenecerá. Pronto volveré a estos mismos aposentos para consumar con ella nuestro matrimonio pactado, pero hoy le toca a él.

Me siento al borde de la cama, a los pies, y exhalo un hálito tan pútrido que es suficiente para derribar el muro calizo de su sueño. Hubiera sido más fácil colarme en él, devenir en pesadilla la ensoñación. Pero me resulta tan vulgar como maniqueo. Siempre hay que ir un poco más allá. Esta noche me verá por primera vez en su plano de realidad, tan tangible como la almohada que apretuja mientras sus sueños dan los últimos coletazos, antes de abrir los ojos.

Para mi sorpresa, no grita ni se sobresalta al verme aquí. Se incorpora en la cama con tranquilidad, sin apartar la mirada de mí desde que reparó en mi presencia.

Mierda, es casi un anciano; si le hubiera dado apenas unos meses ya me habría salido al encuentro por su propio pie. Pero ese no era el trato, y es mucho menos divertido.

—Has venido —espeta, como si de verdad llevara toda la vida aguardándome.

Asiento y me levanto sin pronunciar palabra. No es lugar para conversaciones. A su lado yace otra alma que todavía no está preparada para verme.

Me vuelvo y comienzo a caminar hacia la puerta, convencido de que me seguirá de inmediato.

Atravieso innumerables estancias (he sido terriblemente generoso con él), sintiendo su respiración fatigada y fatigosa, siempre varios pasos por detrás. Al menos tengo la seguridad de que eso le ha quedado claro.

—¿Adónde vamos? —pregunta al rato.

—No muy lejos. —Es mi única respuesta.

Sus oídos humanos no estaban preparados para asimilar mi verdadera voz impostada. Escucho cómo trastabilla, dejándose caer hasta pegar con la espalda en la pared. Me doy la vuelta y lo encuentro ahí parado, con las palmas de las manos apretando sus oídos y casi la cara al completo, con la boca abierta en un gesto imposible. Una tensión extrema se evidencia en cada músculo desencajado de su rostro, pero no se escucha su grito.

De pronto me acuerdo de otro parásito al que visité no hace tanto tiempo. Fue mi primera aparición en la realidad mortal sin ninguna clase de máscara. Mi presencia y mi voz le causaron tal impresión que el desgraciado dedicó el resto de su vida a reproducir la imagen de su reacción. Fue la última dosis que le suministré, pero sé medir con precisión las cantidades. No necesitó más. A la tumba llegó con el recuerdo, y su impronta fue el legado que dejó al mundo.

Sin embargo, esta no era mi intención ahora, así que toca acortar distancias, porque le va a costar reponerse.

Apenas un roce de mi mano sobre su hombro y ya lo absorbo. Nos vamos al bosque animado de su culpa encubierta, poblado por criaturas imaginarias (creadas por mí, que no se engañe). Un prado azul que podría ser cualquier otro lugar, pero que es su conciencia convertida en paisaje improbable de vegetación garza. Hay que ser muy frío para merecerme.

Aquí se siente más tranquilo, confiado. Este es su verdadero hogar. Hasta se permite el lujo de mostrarse desafiante. Era previsible, nadie se alimenta de mí durante tanto tiempo sin poseer un carácter porfiado y rocoso. Su alma me amamantará durante siglos. ¡Qué gran cliente!

—¿Qué quieres de mí? ¡Todavía no es la hora! —exclama, apretando los puños, la mandíbula y el esfínter. Luchador por un lado, abatido por el otro. Es una contradicción en sí mismo.

—El momento lo decido yo, escoria.

Quiero que sepa que lo desprecio, porque ultrajarlos me otorga una ventaja que ni necesito. Es una cuestión de principios, de mearles encima para que sepan que son de mi propiedad.

—No, no puede ser. No de esta manera, no ahora que he vuelto a triunfar, que estoy en la palestra después de tanto tiempo.

—Porque yo te puse ahí, no lo olvides.

—¡¿Por qué?! ¿Por qué me dejaste abandonado durante años y hoy vuelves a obsequiarme con tu don justo antes de saldar las deudas?

Me abalanzo sobre él profiriendo un rugido mefistofélico, como si fuera a devorarle con mi réplica.

—¿Me preguntas por qué, inmundicia? Te lo diré. Este es mi último regalo, para que puedas desaparecer como una leyenda, y no como el borracho desdeñado en que te estabas convirtiendo. —Hago una pausa para comprobar el efecto de mis palabras. Después le aprieto los hombros y me aproximo a su rostro como si estuviera a punto de besarle—. Es un obsequio por todas tus ofrendas. A esta invita la casa.

—Pero no lo entiendo, te lo di todo, incluso a mi mujer, a mi hijo… ¿Qué más quieres de mí?

—Tranquilo, ellos ya han firmado su propio pacto a expensas de ti. ¿O creías que iban a depender de un despojo como tú toda su vida?

—No me hagas esto, Musa. ¡Dame más tiempo!

Me separo de él bruscamente, para no destrozar su cuerpo físico con la carcajada que me sobreviene al volver a escuchar de nuevo ese nombre.

Joder, la Musa. Sólo a una raza tan arrogante y a su variante más altanera, los artistas, se le podía ocurrir un término así para designar al que ellos consideran un camello del talento. Qué equivocados están. Yo soy su proxeneta, por eso los trato como a putas.

—¿Qué puedo hacer? —ruega ahora, como antes lo hicieron todos los demás, como seguirán haciéndolo los que le releven—. No encuentro palabras para convencerte de que me dejes ir.

—Ni las encontrarás, porque sin mí nunca las tuviste.

Es mi última revelación antes de atravesar su pecho con mis manos y arrancarle el alma.