CARAMELITOS DE FRESA
Ignacio Cid Hermoso
Un fantasma es la piel descarnada de lo que empieza a olvidarse pero aún se quiere recordar. La bolsa de plástico donde vive el pez de camino a la pecera, que después se desecha y se tritura y se pierde y desaparece sin más.
El dolor habita en el fantasma el tiempo que dura nuestro camino hacia el abismo. Marta lo pudo comprobar al ver morir a su bebé de quince meses. Se ahogó sin remedio con un caramelito de fresa. Ella no pudo hacer nada por evitarlo.
Días después, Marta se quiso quitar la vida con una cuchilla de tres hojas, perfecta para apurar el ramillete oliva que la unía a sus manos, pero a pesar de la bañera encarnada, del sopor y el escozor con que se enjabonaba el pelo; el baño tornó en breve ducha, en salpicadura nada más. Su marido la encontró a tiempo y se la llevó al hospital, donde le taponaron las heridas con sendos brazaletes que prorrogarían su vida.
Le pintaron ositos en las muñequeras. Fue una idea de su propio marido, que era psiquiatra. Ese gesto, aseguraba, le ayudaría a olvidar el olor áspero de su sangre mezclada con el agua caliente.
Sin embargo, ella no querría que se escribiera un relato sobre su intento frustrado de suicidio. Ella querría que se hablara de su niño. Desde luego, no querría que se escribiera jamás sobre el rancio olor de su sangre al secarse en los bordes de porcelana de la bañera, sino del olor que emanaba el cuerpito de su bebé… Que se escribieran miles de millones de páginas sobre ese torpe pedacito de cielo, con sus mofletes inflados de algodón y su vientre redondito de papilla, reclamado antes de tiempo por un dios absurdo. Reclamado infinitamente antes de que a Marta le diera tiempo a empezar a quererlo más que a su propia piel, ramificada en estúpidos cúmulos de venas verdes.
Por eso, un fantasma no es una mala solución para los problemas de escasez de tiempo con los que contamos en vida. Algo etéreo y espeluznante, desde luego, pero el corazón de una madre se acaba acostumbrando a lo más inasible si de por medio existe amor. Y el amor de una madre es un amor especial, que no tiene igual en esta vida y que ni siquiera se puede aplacar con la muerte o con la locura.
*
La habitación de David era un mausoleo de recuerdos a medio usar, un útero vaciado al que se le hubiera extirpado la alegría.
Marta miraba la cunita como si fuera una nave extraterrestre recién aterrizada en el cuarto de su bebé, donde las paredes pintadas se caían de abandono. Tocaba los barrotes intentando una escala musical que se aproximara a la arritmia de sus sentimientos, pero no la encontraba.
Antonio, su marido, aseguraba que ella aún se encontraba en la segunda fase del duelo, y que esta fase se estaba prolongando demasiado, impidiendo el paso de Marta al maravilloso mundo de la resignación; por lo que su duelo se estaba convirtiendo poco a poco en un problema de salud. Eso le preocupaba, pues él ya había aceptado lo que había sucedido, y de alguna manera, se enorgullecía de haber previsto cada una de las etapas de su propio duelo.
Marta le odiaría si tuviera fuerzas y tiempo para hacerlo, pero las fuerzas se las ahorraba para levantarse cada mañana, y el tiempo lo invertía tan sólo en recordar.
Antonio no quería que ella entrara en la habitación del bebé, pero ella seguía haciéndolo todos los días. Como el doctor estaba en contra de los cerrojos, decidió comenzar a sacar las cosas de David e ir guardándolas en cajas de cartón. Las cajas estaban en el trastero, esperando a ser incineradas. Todo un muestrario de baberos, camisetas, sonajeros y zapatitos poco más grandes que llaveros… Y el cuento de Jimmy el espantapájaros, por supuesto… «¡Ey!, Jimmy, majo; espanta a todos esos grajos». Jimmy el espantapájaros, claro que sí. Se lo había leído tantas veces…
Marta sintió en ese momento una absurda necesidad física de leer el cuento preferido de David. Palpó las estanterías y los cajones vacíos, consciente de que no lo encontraría allí.
Bajaría al sótano para buscarlo. Recién alumbrado en el líquido amniótico de sus recuerdos, tuvo la urgencia de tocarlo, olerlo y acariciarlo con las mejillas. Entre sus páginas aún quedaría un ridículo pedacito de su niño. Y se lo quedaría para ella sola.
*
En el sótano hacía frío, y Marta sólo llevaba puesta una blusa. A veces se le olvidaba que el resto de leyes de la física seguían dando vueltas con su misma mierda de siempre, que la Tierra seguía girando, y todas esas cosas.
El trastero solía ser un agujero sórdido y húmedo donde moraban las bicicletas olvidadas y las cafeteras rotas. Ahora parecía la guarida de una legión de juguetes tristes y expectantes. Nada más entrar, Marta se arrodilló frente a una de las cajas y comenzó a sacar días y lugares de su interior. Sacó un día de playa arrebatado de sol y crema protectora. Después extrajo una visita a Toledo manchada de potito de pera. Se le arrugó la cara ante los recuerdos que le despertaban aquel cubo de plástico y aquella cucharilla en forma de conejito.
Pero no lloró, se tragó las ganas y siguió buscando. Apartó unos chupetes, unas camisetas, el escucha-bebés y un chubasquero. El cuento no estaba en esa caja. Continuó con la otra, y entonces escuchó algo. Era como un hilillo de estática, grave y lejano. Sonido de niebla. Marta estiró el cuello, mirando al vacío, sin ser capaz de adivinar la procedencia de aquellas interferencias.
Entonces se percató de que el escucha-bebés se había encendido al caer al suelo. Una lucecita roja brillaba junto al altavoz. Marta esbozó una mueca que abortó antes de llegar a convertirla en sonrisa. Lo cogió y fue a apagarlo, pero algo la detuvo. Algo que provenía de entre todo ese tumulto de sonidos inconexos. No sólo era estática. «¿Dónde estará el emisor?», pensó, y siguió buscando en la otra caja; pero allí tampoco había nada.
Y entonces lo escuchó otra vez. Algo sólido entre todo aquel ruido blanco. Y sin embargo, no era posible que hubiera escuchado «eso». Quizá hubiera sido el ladrido de un perro. Puede que el emisor estuviera en un cubo de basura en la calle, que tan sólo estuviera escuchando el sonido de la gente al pasar por la acera o que…
Marta se acercó el receptor a la oreja, despacio, como temiendo escuchar otra vez lo que creía haber escuchado, estática… Un continuo murmurar de tripas, resistencias y transistores. La electrónica conversando sobre lo divino.
—Mamá…
Marta chilló. Tiró el escucha-bebés al otro extremo del sótano y se llevó las manos a la boca. Durante unos minutos, tan sólo pudo escuchar el sonido agitado de su respiración, en melódico acompañamiento de unas nubecillas de vapor que se condensaban nada más salir de su boca.
El receptor del escucha-bebés seguía allí, tirado, con la luz roja encendida, emitiendo bruma. Se acercó despacio, gimoteando, anhelando con todo el terror que le cabía en el pecho volver a oír esa voz de miga de pan.
—Mamita, te chero…
Lloró desconsolada, aferrada al dispositivo electrónico, balanceándose adelante y hacia atrás, loca de amor.
*
No supo cuántas horas permaneció allí, sentada en el suelo helador del sótano. No volvió a escuchar nada más, pero aquellas palabras siguieron rebotando entre sus sienes hasta que descubrió que no sentía los huesos. Subió antes de que llegara su marido.
Si aquello había sido real, no quería que él la obligara a no volver a experimentarlo aludiendo a una pérdida temporal del juicio.
—¿Cómo estás, Marta? —le preguntó, sosteniendo la cara de su mujer entre sus manos.
—Bien —contestaron sus cuerdas vocales por ella, ahorrándole el trabajo de tener que razonar sus palabras.
Después, Antonio se metió en su despacho. Últimamente, y a pesar de lo mucho que le preocupaba que el duelo de Marta hubiera encallado entre el llanto y la apatía, el psiquiatra pasaba muchas horas en su despacho tras la jornada de trabajo.
Sus pacientes habían sido los que, de alguna forma, le habían animado a seguir hacia adelante; y aquellas horas de más que les dedicaba debían de ser su tributo semiconsciente a la ayuda prestada. O, sencillamente, podía ser que su trabajo fuera más importante que cualquier niño muerto.
Marta no lo sabía, pero respetaba que Antonio se encerrara en su despacho y no apareciera hasta la hora de la cena. En ocasiones, cuando ella era capaz de seguirle el ritmo a la tarde, Antonio se encontraba la cena preparada al salir de su despacho. Otras veces, era su propia mujer lo que encontraba sobre la mesa de la cocina, dormida o llorando. O las dos cosas a la vez. Entonces solía acostarla y prepararse una ensalada o unos sándwiches para cenar. Nada que no tuviera solución.
Sin embargo, aquella tarde, Marta se mostró más activa que nunca, para satisfacción de su marido. De alguna forma rayana al morbo, sentía la necesidad de estimular el carácter displicente y controlador de Antonio. Como si aquello fuera a reportarle tiempo extra para poder dar una explicación a lo que había vivido esa misma mañana. Así las cosas, no tardó en acostarse para que el día siguiente llegara lo antes posible.
*
Alguien había roto el escucha-bebés. Cuando Marta subió la tarde anterior, lo había apagado y escondido bajo el protector de la cuna de David. Quería encontrarlo allí al día siguiente. Sin embargo, de debajo del plástico azul sólo pudo rescatar los restos astillados de un naufragio que no esperaba.
¿Era un castigo de Antonio? ¿Era posible que, de alguna forma, se hubiera enterado de lo que había estado haciendo con el escucha-bebés? No lo creía. Era más posible que el aparato hubiera quedado hecho añicos cuando ella lo arrojó al suelo en el trastero y que, dado su estado, no se acordara de ello; que se hubiera aferrado tan patéticamente a la idea de estar escuchando al fantasma de su hijo que… Que se estuviera volviendo loca.
Apretó el botón de encendido, pero el escucha-bebés ni siquiera eructó un trozo atragantado de señal. Estaba roto, destripado. La lucecita ni siquiera parpadeaba. Marta suspiró, pero en lugar de ir a la cocina y arrojarlo al cubo de la basura, volvió a introducirlo bajo el protector de la cuna de David, como dándole una segunda oportunidad a las dotes milagrosas de aquel pesebre mágico y moderno.
—Yo también te chero, pequeñito mío, —dijo a la cuna vacía, a la habitación vacía. Después fue a la cocina a prepararse el desayuno.
*
Estaba cocinando cuando el salón se convirtió en un espacio ruidoso y fuera de lugar. Sillas arrastrándose, barrotes repicando y juguetes baratos chillando con vehemencia desde lo más profundo de sus mollejas de fuelle.
Marta dejó la sartén en la que estaba friendo unos huevos y dobló la esquina, corriendo. Cayó de rodillas al ver que el jardín de juegos de David estaba perfectamente montado frente a la puerta de la terraza, salpicado de chucherías de plástico que deberían estar acumulando polvo en el trastero. La tripa polimérica de un perrito verde se expandía al ritmo de un mohín agudo, como si los dedos lúdicos de un niño con prisa lo acabaran de apretar.
Marta gritó, compitiendo en agudeza con el perrito, soltando todo el aire que acumulaba en su diafragma. De rodillas como estaba, alcanzó unos aros de madera pintada. Estaban húmedos, como si alguien los hubiera estado chupando. Sintió un escalofrío y comenzó a golpearse en la cabeza con el aro más grande. «No te vuelvas loca, por favor, no te vuelvas loca, no te vuelvas loca».
Después se levantó de un salto y corrió hacia el cuarto de baño, donde, apoyada contra el inodoro, vomitó el desayuno y las medicinas que se acababa de tomar. No se reconoció en el espejo. Aquella cara desencajada parecía estar hecha de polvo. Sopló al cristal para volarla, para que sus rasgos perdieran ese contorno falseado y sucio, pero siguió allí. Su boca, sus ojos, su nariz. Volvió a golpearse en la cabeza con la rueda de madera, y entonces olió a humo. Corrió de nuevo hacia la cocina, pisando el perrito verde, que volvió a tomar aire como por sorpresa. Los huevos del desayuno estaban envueltos en llamas.
*
Se acostó sin comer. Le dolía la cabeza muy adentro, casi donde crecía su bulbo raquídeo. Pensó en que, tal vez, su marido le diría que el bulbo raquídeo no dolía, que lo más probable es que fuera un dolor reflejo o alguna estupidez de esas; pero ella sabía bien dónde le dolía. Posiblemente albergara en su interior un dulce tumor en forma de caramelo de fresa. Se relamió los labios justo antes de quedarse dormida.
Despertó a mitad de un sueño, o quizá no despertó, no lo podría asegurar. El caso es que Antonio entró en su habitación. Llevaba a David cogido en brazos. Le susurraba al oído para que ella no se despertara.
—¿Has visto cómo duerme mamá? —le decía al pequeño, vestido con un mono de pantaloncitos cortos—. Debe de estar cansada. Se ha pasado todo el día recogiendo juguetes y quemando huevos. ¿A que quieres mucho a tu mamita? —le decía, y el bebé asentía con energía, rellenándose la cara de sonrisa.
—Chero mucho. —Y las palabras se le deshacían entre babas y burbujas.
Marta lloraba en silencio, pero simulaba seguir durmiendo. No quería abrir los ojos y enfrentar la mirada azur de su hijo, porque sabía que era una mirada limpia y sin reproches… porque tendría que estar muerto.
*
Descubrió el sensor a la mañana siguiente, oculto en el interior de una de las cajas del trastero. Marta no sabía nada de cristales piezoeléctricos ni de sensores capacitivos, pero se percató de que el escucha-bebés volvía a funcionar cerca de aquella cosa extraña que había encontrado en el fondo de una de las cajas de cartón donde los juguetes de David aguardaban a una mejor vida. En realidad, el escucha-bebés ya no emitía sonido alguno, pues el hecho de que estuviera destrozado era una realidad incontestable. Y, sin embargo, al acercarlo a ese dispositivo que ella nunca había visto antes, parecía que se le insuflara un hálito de vida parpadeante a su lucecita roja.
«TEDEC», ponía en letras diminutas pero legibles. Marta, que había vuelto a bajar al cuarto trastero para asegurarse de que el emisor del escucha-bebés no se encontraba por allí, arrugó la cara al leer esas letras, que le sonaban a corporación de novelas de espías. Le parecía muy extraño, pero juraría haberlas visto antes en algún otro lugar escritas en algo que ella usaba a diario. Le eran muy familiares.
Debido al dolor de cabeza, Marta comenzó a masajearse las sienes, observando aquella partícula extraña, intentando recordar dónde había visto antes esas letras. Y entonces cayó en la cuenta de que las acababa de leer hacía tan sólo unos minutos.
Subió las escaleras, tiritando de frío a pesar de haber bajado esta vez con una bata y zapatillas de invierno. Entró en la cocina y abrió uno de los cajones donde guardaba sus medicinas contra la depresión. «LABORATORIOS TEDEC», rezaba la cajetilla, blanca y atravesada por dos franjas de color rojo gominola.
Y entonces, su mente agotada comenzó a hilar con hebras de plata, tejiendo una urdimbre oscura que no le agradaba lo más mínimo. Quiso desechar la idea, pero esta resistió como una buena telaraña en mitad de un vendaval. Antonio, mi marido, era quien le había proporcionado los medicamentos. También fue quien recogió todos los juguetes de David y los puso en aquellas cajas de cartón en el sótano.
Algo helado y nervioso le bajó por la espina dorsal. El escucha-bebés sólo había emitido ese ruido extraño, «mamita, te chero…», cuando ella se encontraba abajo, en el trastero, cerca de aquel sensor.
El parque, el perrito y los juguetes habían aparecido en el salón como por arte de magia, justo después de que ella se tomara sus pastillas, mientras preparaba el desayuno. Después se tuvo que ir a la cama con un fortísimo dolor de cabeza. «¿Y las pesadillas, cariño? ¿Esas también te las provocaron las pastillas?». Volvió a menear la cabeza.
Su marido pasaba mucho tiempo en su despacho y eso venía haciéndolo desde más o menos la época en que comenzó a medicarla. «¡Ey!, Jimmy, patoso; ¿no te parece esto curioso…?».
*
Sabía dónde guardaba una copia de las llaves de su despacho, así que no le costó demasiado entrar allí. Parecía que alguien hubiera tenido una mala digestión a base de diplomas y premios de psiquiatría, y no le hubiera quedado más remedio que vomitarlos contra las paredes de aquella habitación. También había una mesa de madera y un sillón de cuero. Y un diván. Aunque Marta suponía que su utilidad no iría más allá de su carácter decorativo, pues, que ella supiera, nunca nadie se había sentado en él con fines terapéuticos. Recordaba haber follado con Antonio en el diván, pero eso debió de ocurrir en otro siglo. En un sueño, tal vez. En ese momento no importaba. Su marido era un desconocido y ella era su paciente.
Se sentó en el sillón de cuero, enfrente del ordenador de mesa. Al encenderlo, observó compungida que el sistema operativo le pedía una contraseña. Marta escribió el nombre de su hijo, pero el ordenador no le permitió el acceso. Después escribió el nombre de su marido, pero quizá estuviera sobrevalorando su ego. Pensó en probar con su propio nombre, pero le pareció absurdo. Y entonces se acordó: su fecha de matrimonio. Marta tecleó 07/04/2008, y el ordenador pareció atragantarse al dar luz verde a toda una serie de procesos y aplicaciones prohibidas para ella. Su marido no era ningún romántico, pero tenía una mente eminentemente práctica. Jamás olvidaría una fecha como aquella.
Como no sabía dónde buscar, trasteó entre todas las carpetas y directorios, amasándolas en revoltijos virtuales que no la llevaban a ningún lado hasta que, finalmente, dio con algo. «PROYECTO ÁNIMA», rezaba uno de los archivos. Intentó abrirlo, pero estaba bloqueado. Probó con todas las posibles combinaciones de nombres, fechas y lugares que pudieran servir de contraseña, pero ninguna dio resultado. «Proyecto Ánima». Seguro que la gente de TEDEC tenía algo que decir al respecto.
*
Aquella noche fue muy extraña. Antonio fue a visitarla a una cama que no era la suya. Parecía la de un hospital, pero ella no recordaba que le hubiera sucedido nada. Tampoco tenía los ositos dibujados en sus muñecas.
David iba con él. Parecía mayor que cuando murió.
—Mamá, te hemos trajido flores —dijo el niño, rebosando ilusión.
—«Traído», amor. Se dice «traído» —le corrigió Antonio, su papá, el doctor.
Marta, por supuesto, se puso a gritar con todas sus fuerzas.
*
Se despertó en una situación mucho más amable. Eran las seis de la mañana y Antonio no estaba a su lado. Marta continuaba gritando por la inercia onírica de su pesadilla. Era incapaz de recordar lo que había hecho al salir del despacho de su marido el día anterior.
Después de medio minuto, Antonio entró en el dormitorio de matrimonio.
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —preguntó, sustituyendo el enfado que se le presuponía por una estúpida dulzura en su tono de voz.
La mirada de Antonio era la de la suficiencia, la del control. Por encima de aquella barba blanca y arreglada, parecían los ojos de alguien mucho más inteligente de lo que en realidad era.
—Háblame del Proyecto Anima —le pidió Marta sin más.
Antonio pareció congelar su mirada. Se sentó al otro lado de la cama, en silencio.
—Lo he visto, Antonio. He descubierto la cosa esa en el trastero. El escucha-bebés, el jardín de juegos, las pastillas… ¿Crees que me estoy volviendo loca? Sé que hay algo que…
Pero, al contrario de lo que esperaba, Antonio la interrumpió casi de inmediato.
—Fantasmas —dijo.
—¿Qué?
—Estamos fabricando fantasmas —aclaró, y después se tumbó sobre las sábanas, como si su intención fuera dormirse—, para casos como el tuyo. La medicina moderna está abrazando la idea de poder estabilizar la segunda fase del duelo y así poder atacarla directamente con una química nueva.
—¿Los Laboratorios TEDEC? —preguntó, horrorizada.
—Exacto. Ellos se encargan de la química y la ingeniería del proceso. Hologramas, alucinaciones controladas durante el sueño, sensores de calor.
Marta escuchaba con el corazón constreñido. Sintió ganas de golpear a su marido.
—Pero la tristeza… no se puede acabar con la tristeza —dijo. Casi suplicó.
—Se puede. Todo es química, Marta.
Sostuvo una pausa en la que deseó llorar con toda su alma, para después preguntar:
—¿Por qué a mí? ¿Por qué lo has estado probando conmigo? ¿Es que acaso se te ha olvidado que yo soy tu mujer? ¿Que David era tu hijo…?
Antonio se giró con brusquedad sobre la cama. La miró a los ojos directamente. Ojos claros, casi transparentes. Una sonrisa de pena infinita le desfiguraba el semblante.
—Yo sólo soy tu doctor, Marta. Sólo eso. Llevo siéndolo desde que David…
—… Siete de abril de dos mil ocho —se dijo Marta a sí misma, repentinamente confusa y extrañada. Antonio asintió sin quedar satisfecho del todo, como si hubiera tenido que repetir eso mismo cientos de veces.
—¿Ya lo recuerdas? Ese día comenzó nuestra terapia.
Y después, le regaló una caricia innecesaria, abominable.
*
El cuento estaba sobre la mesa del salón, desgastado por innumerables lecturas entre cucharadas de papilla y sueño acumulado. Sus páginas estaban manchadas de leche y frutas trituradas. Sabían a bebé inquieto.
Cubrió el trayecto que la separaba del cuarto de David y entró. Todo seguía igual: las paredes verdes con sus estantes vacíos, la cuna aburrida y su bostezo de muerte, las bolitas de polvo que se lo iban comiendo todo poquito a poco, con la voracidad del abandono.
La cuna. ¿Por qué Antonio nunca dijo nada de desmontar la cuna y bajarla al trastero, como el resto de los juguetes y la ropa del bebé? Marta se miró los pies y determinó que debía de ser cosa de esa gente de TEDEC. Un requisito más para el éxito del Proyecto Ánima, que entre otras cosas obligaba a Antonio a mentir y a quererla de una forma extraña e incompleta.
No importaba, a ella le gustaba la cunita de David. Se asomó adentro y metió la mano por debajo de las sábanas hasta palpar la superficie áspera del plástico. Buscó el escucha-bebés roto, pero no lo encontró. Sin embargo, el protector estaba cubierto de bolitas pequeñas y pegajosas. Marta sacó mías cuantas y se las llevó a la cara. Eran caramelitos de fresa, dulces como una muerte violeta.
Se metió todos cuantos pudo en la boca y se reclinó contra los barrotes de la cuna. Comenzó a leer con la boca llena de azúcar: «¡Ey!, Jimmy, cariño; ¿qué hiciste con mi niño?».