ESA DROGA LLAMADA TERROR
Todos hemos sentido alguna vez en nuestra vida ese sutil estremecimiento que recorre nuestra columna vertebral cuando nos imaginamos una puerta oscura que se abre chirriante, cuando leemos la descripción de una mano engarfiada apareciendo entre antiguos cortinajes a espaldas de una persona desapercibida, o cuando leemos, al final de una apocalíptica historia, cómo el protagonista se derrumba muerto y su rostro empieza a descomponerse horriblemente hasta convertirse en una espantosa máscara deforme. Nos complacemos sintiendo el miedo apoderarse de nuestro interior, y esto nos hace felices. El diccionario describe ya el cuento de terror como «el relato literario que busca, a través de la producción del miedo, el hallazgo de un cierto placer». Lo que no describe es el mecanismo que produce en nosotros esa agradable y extraña sensación.
Porque lo cierto es que el terror forma parte de la propia naturaleza humana. Ha formado siempre parte de ella, es tan viejo como la propia Humanidad. Lo llevamos con nosotros desde el momento de nacer, y aunque aparezca en diversos grados a todo lo largo de nuestra vida no lo desechamos completamente hasta nuestra muerte. Las sociedades primitivas, equiparables a niños a este respecto, se enfrentaban ante elementos desconocidos y atemorizantes y temblaban. Pero no gozaban con este temblor. Cuando leemos un relato terrorífico, en cambio, temblamos también, pero experimentamos un cierto placer.
Esta es la sutil pero importante diferencia entre el terror a secas y el terror literario (o en su vertientes gráfica, cinematográfica, etc., aunque utilicemos la literatura como base). En realidad, el gusto hacia los relatos terroríficos no es más que una exteriorización de la superación del miedo. El niño pequeño no goza con un relato de miedo porque cree en él, lo siente dentro de sí. Para gozar con el miedo hay que haberlo vencido.
La inefable droga que nos produce este cosquilleo no es más, pues, que un asentamiento de la razón. Gozamos de lo que sabemos que podemos dominar, aunque sigamos creyendo en ello.
Por todo ello, el terror como género literario es una invención moderna. Si examinamos la historia de las literaturas observaremos que en la antigüedad no existe el cuento de miedo. Existirán, dentro del contexto de otras obras más amplias, o aún formando unidades autóctonas, relatos de leyendas fantásticas o historias sobrenaturales. Pero su misión (y en esto se diferencian de los relatos de terror propiamente dichos) no es provocar el miedo. Durante la Edad Media, el oscurantismo trajo consigo el florecimiento de multitud de leyendas acerca de brujos y demonios, seres sobrenaturales al acecho de sus presas humanas. Sin embargo, para las mentalidades de la época, aquellas historias no eran invenciones, sino testimonios verídicos que pasaban de boca en boca como advertencia de posibles peligros. No existen relatos medievales de pactos con el diablo, tan solo testimonios.
El cuento de terror como tal, no aparece hasta la llegada del racionalismo. Solamente cuando el hombre consigue empezar a dominar su miedo se atreve a jugar con él. Su sensación de dominio le da una seguridad que le impele a divertirse a su costa, y como este dominio no es aún completo (nunca llegará a serlo) disfruta sintiendo el cosquilleo de un terror que sabe que ya no lo posee. Este es el nacimiento del placer por el miedo: nos estremecemos ante una terrible historia de aparecidos porque sabemos que no existen tales aparecidos, pero algo recóndito dentro de nosotros mismos nos dice que, a pesar de todo, tal vez sí existan... Con el racionalismo, y su secuela literaria del romanticismo, entra en el mundo la literatura de terror. Y su éxito se evidencia desde un principio con tan solo el somero examen de los nombres que lo han abordado, desde Dickens hasta el gran clásico Poe, y por otros nombres que se convierten en maestros del género: Le Fanu, Stocker, Machen, Lovecraft...
Sin embargo, el terror, como género literario —y precisamente por sus propias características— tiene una clara dependencia hacia nuestros propios terrores ancestrales. En realidad, como una superación de nuestro propio terror, necesita de este mismo terror para existir. En realidad, lo explota.
Y, por ello mismo, podemos seguir a lo largo de su transcurso una clara evolución del género terrorífico, de acuerdo con las épocas y las circunstancias que lo rodean. Como una secuela del oscurantismo medieval, el terror literario amanece arrastrando una carga de diablos, brujas, monstruos demoníacos, vampiros y demás criaturas licantrópicas. Más tarde, la aparición y el auge del espiritismo lo inunda de revenants: fantasmas y aparecidos, seres de ultratumba, pululan por las páginas de los relatos terroríficos de la época. Después, el conocimiento de las religiones africanas trae nuevos elementos y personajes: los brujos negros, los zombis, los hechizos y maleficios vudú.
Y el progreso de la ciencia y la técnica, por su parte, va rechazando al mismo tiempo los elementos terroríficos de antes. Poco a poco, los fantasmas tradicionales van dejando de aterrorizar a la gente porque, tras la etapa de superación del miedo, viene la del olvido de este mismo miedo. Al tiempo que se sobrepone a su terror ancestral, el ser humano tiene conciencia de esta superación, y por lo tanto goza recreándose en ella; pero, con el olvido, el placer desaparece, y entonces el goce, motivado en realidad por la inquietud, se desvanece y queda sólo la risa. El terror se vuelve infantil, porque uno se considera ya adulto.
Es entonces que la búsqueda de nuevos elementos de terror produce una intelectualización del terror en sí. Maestros del género como Machen, Blackwood, Lovecraft, Bierce, en su constante experimentación y búsqueda de nuevas fórmulas, depuran el terror, lo abstraen de sus símbolos tradicionales y hurgan en los pozos más oscuros del inconsciente humano, extrayendo de allí los terrores más ancestrales. Lovecraft, gran maestro de la innovación, es quien consigue en este aspecto un mayor impacto trayendo de nuevo a la superficie mitos aparentemente olvidados pero sin embargo presentes en nuestro subconsciente, porque forman parte de nuestra más íntima naturaleza humana. El terror bucea así cada vez más, extrayendo de nosotros mismos las fórmulas y los elementos de los que se servirá para impactar en nuestras mentes, enfrentándonos a elementos que creíamos olvidados pero que siguen latiendo aún en nuestro interior.
Así llegamos a nuestros días. El hombre ya no goza temblando con los convencionales monstruos terroríficos, pero han surgido otros símbolos para sustituirlos. Es la ocasión de utilizar lo desconocido, lo sugerente. El terror visual —es decir, la descripción de este terror— es sustituido por el terror sugerido: la simple alusión, el roce, el permitir que el lector no penetre en el terror empujado por el relato, sino que se vaya hundiendo lentamente en él por obra y gracia de su propia imaginación. Los monstruos van desapareciendo como tales de los relatos de terror, dejando paso a otro monstruo mayor: la misma mente humana, poblada de oscuros e ignotos pozos de los que, hurgando, puede salir cualquier cosa. Y es precisamente este terror, por lo desconocido e inconcreto, el que tiene una mayor fuerza, ya que acude directamente al punto más receptivo de la mente del lector.
Esta evolución, sin embargo, no se produce por metamorfosis: la aparición de cada nueva perspectiva en el terror literario no mata la anterior, sino que se suma a ella. De hecho, existen actualmente todas las gamas del terror, y el motivo de esta coexistencia es bien sencillo: no todos los pueblos ni los individuos han alcanzado el mismo grado de madurez, y cada uno necesita su tipo de literatura. De hecho, el terror más abundante sigue siendo aún el terror clásico, el que no se ha apartado aún demasiado de los moldes románticos, ocupando el terror más de avanzada un puesto aún de experimentación. Esto, por otro lado, nos indica también desgraciadamente cual es el nivel medio de nuestra sociedad...
Y, siguiendo la evolución del progreso, tanto material como intelectual, el terror ha ido entroncando progresivamente con otro género que ha seguido, en otro plano, una parecida evolución: la ciencia ficción. Con la interpenetración de ambos géneros, el hombre del siglo XX ha entrado en otro tipo de terror, un terror completamente actual, del que hemos hablado ya en otros artículos de este mismo volumen. Dentro de otra dimensión, los mismos elementos que se hallaban presentes en el oscurantismo medieval se encuentran también a nuestro alrededor, en nuestro supertecnificado siglo XX, con una apretada lista de equivalencias. Los antiguos diablos son hoy robots, los brujos sabios locos, los espíritus y vampiros monstruos extraterrestres. Pero la esencia sigue siendo la misma.
Sin embargo, en esta nueva categoría de relatos de terror, no me atrevería a considerar a muchos de ellos exactamente como relatos. Esta primera calificación, que es evidentemente muy simplista, vale para lo que podríamos denominar terror de bajo nivel cualitativo, cuya única inquietud es producir en mayor o menor intensidad el cosquilleo del que hablábamos al principio. En el empleo de la ciencia ficción no como recurso sino como experimentación, puede hallarse la mayor parte de las veces un claro valor de testimonio. El hombre ha tomado conciencia de los elementos terroríficos que coexisten con nosotros en nuestro mundo actual: el átomo, la cibernética, los hipotéticos seres extraterrestres... Sin embargo, no ha alcanzado aún el estadio de superación de estos elementos, sino que se halla aún inmerso en ellos. En realidad, se encuentra en la misma situación que el hombre del medioevo, solo que enfrentado a otros brujos y otros demonios. En estas circunstancias, existe un claro factor de inquietud.
Así, para mí, los relatos terroríficos basados en estas últimas premisas, el terror del monstruo desconocido que llega de otro mundo, el resultante del gran peligro atómico que se cierne sobre nuestras cabezas, tienen más bien un valor premonitorio. Aunque estén impregnados de elementos terroríficos, su objetivo primordial no es actuar como «droga del terror»: son testimonio de algo.
La evolución del relato de terror, evidentemente, seguirá. Dentro de unos años, o unos decenios, cuando este terror siglo XX haya sido superado, si alguna vez somos capaces de superarlo, veremos el advenimiento de una nueva literatura de terror, sucesora de todas las literaturas terroríficas anteriores, y a la que se ha bautizado con el nombre de terror cósmico. Ignoro las perspectivas que alcanzará este género, las formas de esta nueva droga de hacernos estremecer, aunque algunos relatos experimentales aparecidos en los últimos tiempos —incluso alguno de los incluidos en este volumen— dejan entrever tras algunas puertas.
DOMINGO SANTOS