Se piensa

EL TERROR MODERNO

Las historias de fantasmas de hoy han logrado una forma casi tan estilizada como la de un soneto. Puesto que se derivan de las leyendas y supersticiones de un mundo más viejo y primitivo, se basan en una forma de producir miedo ligada a un tipo de existencia que la Humanidad ya ha dejado atrás. Es el miedo del individuo solitario en un mundo cuyas fuerzas naturales eran desconocidas e impredecibles, cuya geografía no había sido cartografiada, cuyas creencias, religiosas y sociales, aún tenían sus raíces profundamente clavadas en el antiguo animismo de los antepasados salvajes.

En tal mundo, escasamente poblado según los estándares actuales, los caminos y calles estaban oscuros por la noche (o muy mal iluminados), el campo estaba repleto de lobos, osos y los sonidos de los merodeadores de la oscuridad, el paisaje estaba dominado por grandes y feos montones de piedras colocados en los lugares más inaccesibles. En aquellas repelentes estructuras grises, sin calefacción y casi sin ventanas, vivían, o habían vivido en otro tiempo, hombres crueles, hombres que se situaban aparte y por encima de los que araban la tierra, hombres que, como señores feudales, exigían tributo, imponían su voluntad como ley, y aparecían cubiertos de aterradoras armaduras para rechazar los ataques de los merodeadores de más allá de las montañas. En los sótanos de aquellos terribles castillos había maléficos agujeros en los que más de un desgraciado había perdido la vida entre aullidos. En los salones del castillo, la muerte y el derramamiento de sangre eran acontecimientos habituales.

Aún después de que aquellos castillos se hubieran convertido en ruinas, después de que el último oso y lobo hubieran sido acorralados y hechos pedazos, los nativos de la región no lograron olvidar los terrores que en otro tiempo habían sido realidades. Su tierra apenas había variado, sus noches seguían siendo igual de oscuras, sus dirigentes tan volubles y peligrosos como antes. Era lógico y natural que aquellas gentes creyesen que los espíritus alojados en la piedra y la madera aún sobrevivían, que tomaban las formas de fantasmas ululantes en la noche, de malignos nobles, muertos pero aún sedientos de sangre. Que en la oscuridad de las calles y campos en tinieblas aún vagaban, si no lobos, al menos hombres lobos, vampiros y otras criaturas de la noche. La magia negra y la brujería, los trasgos y las hadas, los zombies y los ogros, todo era creíble porque los confines aún no habían sido cartografiados, persistía el miedo a lo desconocido, el analfabetismo y la ignorancia del creciente pero aún no difundido mundo de la ciencia; todo ello seguía siendo aún la parte predominante de una vida normal.

De todas estas cosas, de las leyendas del pueblo y los cuentos de las viejas, de los fragmentarios recuerdos del prohibido paganismo, de las tergiversadas versiones de la historia semiolvidada, de los mal comprendidos fenómenos naturales, se alimentó la oscura trama de los cuentos de brujas. Y, a medida que nuestras ciudades crecían, a medida que nuestra civilización comenzaba a entrar en la era industrial, gran parte de este acervo popular fue trasladado a la literatura, dando lugar a unas «recetas» para hacer relatos, que se adaptaron al tipo de ambiente con el que el nuevo auditorio estaba familiarizado.

El paso de castillos encantados a mansiones de campo encantadas fue fácil. Del ensangrentado calabozo feudal a la misteriosa mancha de sangre en una residencia desierta de Londres solo había un paso. El vampiro que aterrorizaba al campesino de Transilvania se transformó en el espectro sediento de sangre de una taberna de la costa británica. Y, dado que los hombres aún se sentían solos y sus calles seguían estando mal iluminadas y su conocimiento era aún precario, aquellas fórmulas del terror conservaban su validez.

El relato de fantasmas, con toda su variedad estilística, apareció en su forma definitiva a finales del siglo XIX. Se han compilado docenas de gruesos volúmenes de esos relatos, y muchos han sido firmados por autores de fama; y, sin embargo, se hallan limitados al escenario de una era pasada. Siguen caminos ya muy trillados en cuanto a la forma, y deben hacernos creer en cosas que la ciencia y la sociedad actuales, y la práctica moderna de la religión, han rechazado. El que lo logren tan a menudo es un verdadero tributo a la habilidad de los autores.

Mas en realidad esas historias están ya anticuadas. Aunque podamos disfrutar con ellas, no logramos acabar de creérnoslas. ¿Debemos estremecernos ante la gimiente ira de algún duque muerto hace trescientos años porque fuera, supongamos, asesinado sin obtener venganza cuando hoy en día los asesinatos no resueltos son cosa común? ¿Cómo, nosotros que hemos vivido en una época reciente en la que seis millones de personas fueron torturadas o liquidadas a sangre fría, sin juicio ni culpa, al capricho de un tirano fanático... cómo vamos a tomarnos en serio la ridícula ira de un fantasma, antiguo y olvidado? ¿Cómo podemos, nosotros que vivimos en un mundo en el que docenas de grandes ciudades fueron bombardeadas y arrasadas por asesinos remotos que cabalgaban en el cielo de medianoche, tomamos en serio las correrías nocturnas de un jinete sin cabeza? ¿Cómo podemos nosotros, los estadounidenses, en cuyas calles están al acecho los psicópatas, asesinos sexuales, y drogadictos cuyas acciones llenan día a día las crónicas policiales de listas interminables de inexcusables actos malignos, aterrorizarnos ante las consecuencias de la maldición de una bruja? ¿Cómo nos va a inquietar la sed individual de un Drácula, cuando en todas partes proliferan los bancos de sangre destinados a ponernos a cubierto de previstas futuras calamidades?

No, el relato de brujas está pasado de moda. Pero el miedo a lo desconocido, el terror ante el mundo que nos rodea, no ha desaparecido. Hemos construido un nuevo tipo de mundo, diferente del viejo, y en este nuevo mundo también hay horrores. Aceptamos la matanza de millones de hombres por obra de un gobierno, nos alzamos de hombros ante la muerte de una ciudad en la noche, fruncimos el entrecejo pero admitimos la inevitabilidad de la guerra biológica y radiactiva. Llevamos a cabo nuestras tareas cotidianas, sabiendo que estamos condenados por las bombas A o H que un día caerán. Todo ello es parte de nuestra vida normal, y en este ambiente proyectamos nuestros sueños personales, nuestros asuntos familiares, y nuestro ganarnos el pan de cada día.

Somos tan humanos como nuestros antepasados. En nuestros corazones aún subsiste el animismo primitivo. Creamos nuevas formas de terror, edificamos una demonología totalmente nueva derivada de la ciencia y de la seudociencia, nos enfrentamos con nuevas maldiciones derivadas de la brujería política, nuestra misma alma se estremece ante las monstruosidades bajo las cuales nos cobijamos.

En el campo de la literatura, entre los narradores de cuentos, se ha ido produciendo un lento darse cuenta de esta nueva demonología. Restringida por los viejos moldes de la historia de fantasmas, tuvo considerables dificultades para abrirse paso. La visión estaba oscurecida por las antiguas premisas. No obstante, logró manifestarse. Uno de los primeros logros en el esfuerzo por crear un tipo de relato de terror apropiado a nuestro tiempo se produjo con la aparición de la ciencia ficción, cuyo subsiguiente desarrollo ha sobrepasado y, en la mayoría de los casos, dejado a un lado su primitiva faceta terrorífica. En los escritos de H. G. Wells, a inicios de nuestro siglo, aunque la estructura pueda ser de predicción científica, la atmósfera y el efecto creados eran de terror, como en el mundo inhumano de Cuando el durmiente despierte o en los gemidos de las vivisecciones practicadas en La isla del Dr. Moreau.

Pero el hecho de que se estuviese preparando el terreno para la aparición de una nueva demonología quedó ensombrecido por el gigantesco hongo de las proezas espaciotemporales, que también nacieron de esas raíces wellsianas. Mas el nuevo siglo clamaba por nuevas formas de terror, que hallaron su camino en los escritos de otros autores.

Arthur Machen logró una síntesis parcial de las formas antigua y moderna en sus largos relatos sobre Londres. En el escenario de una moderna ciudad con sus autobuses y comodidades, Machen susurró la nueva de la supervivencia de la olvidada mitología. Los últimos vestigios de enanos, las brujas y maldiciones aún se aferraban a la vida, escondidos entre las piedras y sótanos de nuestra civilización. Pero hasta el mismo Machen demostró que se daba cuenta de que aquellas pervivencias casi olvidadas estaban perdiendo la batalla. Siempre tendría que haber una reliquia, algo tangible que sobreviviera de los días anteriores a la existencia de un Londres, para que pudieran manifestarse. No podían, y Machen no les obligo a ello, manifestarse en las cosas nuevas.

Después de Machen aparecieron aquí y allá relatos basados en los nuevos objetos, en los terrores de la psicología, en los terrores de los nuevos monstruos de la máquina y el gas, del estado y la sociedad, del humo y del polvo, de la onda de radio y el telescopio, del aún más amenazador futuro. Aquí, por fin, estaba el origen de un nuevo tipo de historia de terror, el abandono del estúpido fantasma para pasar a las amenazas modernas, mucho más sutiles.

Me di cuenta, por primera vez, de esta nueva forma de relato terrorífico en 1937 cuando leí El jugador de croquet de Wells. Por encima del atronador resonar de los tambores de guerra, Wells logró hacer sonar una nota que halló respuesta en mí. Aquí, escribía, se halla un fantasma nuevo y real, derivado de lo que nos atemoriza a nosotros en lugar de lo que atemorizó a nuestros tatarabuelos. La aterradora atmósfera de esa novela corta, una de las últimas grandes obras imaginativas de Wells, parecía real. Pero nunca hubiera podido ser relacionada con la fórmula establecida del relato de fantasmas. Desde aquel momento, como coleccionista y experto en ficción fantástica, comencé a catalogar relatos similares, cuentos que reflejaban el terror en los tiempos modernos.

Allí estaba Franz Kafka, con sus novelas sobre hombres despedazados por torturadores y fuerzas que ni siquiera podía vislumbrar. Allí estaba, a un nivel diferente, H. P. Lovecraft, escribiendo relatos que aparentemente seguían la tradición de los de brujas, y que no obstante fundamentaba persistentemente sus demonios en los hechos marginales de la astronomía y la geología, vistiéndolos con ropajes tejidos por la ciencia ficción. Allí estaban Fritz Leiber y Ray Bradbury y Philip M. Fisher moviéndose entre escenarios modernos y hallando brotes de terrores que nunca antes habían crecido en la Tierra.

De hecho, había relatos que pertenecían a nuestros tiempos y no a eras pasadas. Esos terrores eran diferentes a los otrora conocidos. En vez de las entidades físicas del campesinado supersticiosos, eran preferentemente sutilezas psicológicas; alteraciones del pensamiento y el ser, en lugar de sustancias. Nadie puede aún fijar y sistematizar la nueva demonología, pues aún está evolucionando y sus formas son diferentes a cualquier otras. Puede manifestarse más en una ausencia que en una presencia, por una sombra en lugar de una sustancia, por una oscuridad en vez de un amanecer.

Estamos viviendo en un mundo bien extraño, un mundo que hicimos nosotros. Ningún antepasado compartió jamás este escenario moderno. Debemos continuar zambulléndonos en él porque ya no somos capaces de volver hacia atrás. Nuestra paz es más tensa que cualquier otra paz anterior, nuestras guerras más inconcebiblemente horribles, nuestras ciudades mucho más mortíferas que la más salvaje de las junglas vírgenes, nuestras mansiones mucho más lujosas que los más fabulosos palacios, y nuestro futuro mucho más explosivamente incierto que cualquiera con el que se enfrentasen nuestros antepasados.

En este contexto creamos nuevos fantasmas, hallamos nuevos terrores, no para sobrepasar las realidades de nuestros terribles días, sino para susurrar locuras más sutiles. En esta selección de relatos, he intentado reunir por primera vez algunas de esas historias del terror en los tiempos modernos. En estas páginas no encontrarán un solo fantasma, hombre lobo o vampiro, sino que hallarán una parte de la maldición de nuestra época. Se encontrarán con lo innombrable que está entre nosotros.

DONALD A. WOLLHEIM