TEMPORADA DE PESCA

ROBERT SHECKLEY

  

Robert Sheckley, que es una de las lumbreras entre las filas de los autores de la literatura imaginativa, se ha destacado por poseer una capacidad única de percepción ultraterrena. En una encuesta realizada entre seleccionadores de relatos fantásticos, la mayor parte de ellos lo nombraron como la primera persona de quien desearían hacer una antología. En este relato, que aparentemente es la historia de unas personas normales, que habitan un lugar normal, queda claramente manifestado su peculiar talento para mostrar lo inesperado.

Solo llevaban una semana viviendo en la urbanización y aquélla era su primera invitación. Llegaron a las ocho y media en punto. Obviamente los Carmichael estaban esperándoles, pues la luz del porche estaba encendida, la puerta delantera parcialmente abierta, y la sala de estar era un río de luz.

—¿Estoy bien? —preguntó Phyllis al llegar a la puerta—. ¿Las medias sin arrugas, el pelo ensortijado?

—Eres una visión celestial con sombrero rojo —le aseguró su marido—. Pero luego no lo estropees saliendo con ases.

Ella le hizo una mueca y pulsó el timbre. Sonaron suaves carillones en el interior.

Mallen se arregló la corbata mientras esperaban. Sacó una microscópica fracción más el pañuelo del bolsillo del pecho.

—Deben de estar fabricando ginebra en el sótano —le dijo a su mujer—. ¿Llamo otra vez?

—No... espera un momento. —Esperaron, y llamó de nuevo. Sonó el carillón una vez más.

—Esto es muy extraño —dijo Phyllis unos minutos más tarde—. Era para esta noche, ¿no?

Su marido asintió. Los Carmichael habían dejado las ventanas abiertas para que pasase el cálido aire de primavera. A través de las persianas venecianas podían ver una mesa dispuesta para el bridge, con las sillas cerca, con platitos de dulces, y todo dispuesto. Pero nadie contestaba a la puerta.

—¿Habrán salido? —preguntó Phyllis Mallen. Su esposo atravesó rápidamente el césped hacia la salida del coche.

—Su coche está aquí —regresó y abrió algo más la puerta.

—Jimmy... no entres.

—No lo voy a hacer —asomó la cabeza dentro de la sala—. ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

Silencio.

—¡Hola! —gritó, y escuchó atentamente. Podía oír los típicos sonidos de la noche del viernes en la casa de al lado. Gente hablando, riendo. Un coche pasó por la calle. Escuchó. Crujió una madera en alguna parte de la casa, y luego, de nuevo silencio.

—No se habrían ido dejando la casa abierta —le dijo a Phyllis—. Debe de haber pasado algo.

Entró. Ella le siguió, pero se quedó titubeante en la sala de estar, mientras él iba hacia la cocina. Lo oyó abrir la puerta del sótano y gritar:

—¿Hay alguien en casa? —y cerrarla de nuevo. Regresó a la sala de estar, frunció el entrecejo, y subió al piso de arriba.

Al cabo de un tiempo bajó con expresión de asombro en el rostro.

—No hay nadie aquí —dijo.

—Vámonos —dijo Phyllis, repentinamente nerviosa en la iluminada casa vacía. Discutieron sobre si dejar una nota, decidieron que no, y salieron por el sendero.

—¿No deberíamos cerrar la puerta? —preguntó Jim Mallen, deteniéndose.

—¿De qué iba a servir? Todas las ventanas están abiertas.

—Sin embargo... —volvió atrás y la cerró. Caminaron lentamente hacia casa, mirando hacia atrás sobre sus hombros. Mallen casi esperaba que los Carmichael salieron corriendo tras ellos, gritando «¡Sorpresa!»

Pero la iluminada casa siguió en silencio.

La suya estaba solo a una manzana de distancia, un bungalow de ladrillo idéntico a doscientos otros de la urbanización. En el interior, el señor Carter estaba haciendo anzuelos para truchas con moscas artificiales en la mesa de jugar a cartas. Trabajando lentamente, con seguridad, sus hábiles dedos guiaban los hilos de colores con amoroso cariño. Estaba tan absorto en su trabajo que ni siquiera oyó entrar a los Mallen.

—Estamos de vuelta, papá —dijo Phyllis.

—Ah —murmuró el señor Carter—. Mirad qué maravilla.

Alzó una mosca terminada. Era una réplica casi exacta de una avispa. El anzuelo estaba astutamente oculto por hilos amarillos y negros que colgaban.

—Los Carmichael habían salido... creemos —dijo Mallen colgando su chaqueta.

—Voy a intentarlo en el Arroyo Viejo por la mañana —dijo el señor Carter—. Algo me dice que aquella trucha que siempre se me escapa estará allí.

Mallen hizo una mueca para sí mismo. Era difícil hablar con el padre de Phyllis. En la actualidad no hablaba de otra cosa que no fuera de pesca. El viejo se había retirado de su fructífero negocio en su sesentavo cumpleaños para dedicarse de todo corazón a su deporte favorito.

Ahora, al llegar a los ochenta, el señor Carter tenía un aspecto maravilloso. Era asombroso, pensó Mallen, su piel era sonrosada, sus ojos claros y tranquilos, llevaba el cabello, totalmente blanco, cuidadosamente peinado hacia atrás. Y estaba en plena posesión de sus facultades mentales... siempre que uno se limitase a hablarle de pesca.

—Preparémonos un piscolabis —dijo Phyllis. A disgusto, se quitó el sombrero rojo, alisó el velo y lo dejó sobre la mesita de café. El señor Carter añadió otro hilo a su mosca para truchas, la examinó cuidadosamente, luego la dejó y los siguió a la cocina.

Mientras Phyllis hacía café, Mallen le contó al viejo lo que había sucedido. La respuesta del señor Carter fue típica:

—Ven a pescar mañana y te lo quitarás de la cabeza. El pescar, Jim, es algo más que un deporte. El pescar es una forma de vida, y también una filosofía. Me gusta encontrar un estanque tranquilo y sentarme en su orilla. Me digo: si hay pescados por alguna parte, ¿por qué no van a estar aquí?

Phyllis sonrió, contemplando como Jim se agitaba desasosegado en su sillón. No había quien parase a su padre, una vez comenzaba. Y cualquier cosa le hacía comenzar.

—Considera —prosiguió el señor Carter—, un joven ejecutivo. Alguien como tú, Jim... corriendo por un pasillo. ¿Te parece común? Pero al final de ese largo pasillo está el arroyo truchero. Considera un político. Ciertamente se ven bastantes en Albany. Con el maletín en la mano, preocupados...

—Qué extraño es esto —dijo Phyllis, deteniendo a su padre en pleno vuelo. Llevaba una botella de leche sin abrir en la mano.

«Mirad —su leche se la suministraba las Mantequerías Stannerton. En la etiqueta verde de aquella botella decía: Mantekerías Stanneron.

«Y mirad —señaló. Bajo aquello, se leía: Con lisensia del Departamento de salú de nueba yorRk. Parecía una mala imitación de la etiqueta auténtica.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Mallen.

—Pues supongo que de la tienda del señor Elger. ¿Crees que se tratará de un truco publicitario?

—Me da pena el hombre que pesca con gusano —dijo con voz profunda el señor Carter—. Una mosca... una mosca es una obra de arte. Pero el hombre que usa gusano es capaz de robar a huérfanos y quemar iglesias.

—No la bebas —dijo Mallen—. Miremos el resto de la comida.

Había otros tres artículos falsos. Una barra de caramelo que pretendía ser de la casa Mello-Bite pero que tenía una etiqueta naranja en lugar de la familiar púrpura. Una tarrina de KEEso Amerricano, casi un tercio más grande del tamaño habitual de aquella marca, y una botella de Aua MINeral.

—Es muy extraño —dijo Mallen, rascándose la barbilla.

—Siempre vuelvo a tirar los pequeños —dijo el señor Carter—. No es deportivo quedárselos, y eso forma parte del código del pescador. Dejarlos crecer, dejarlos madurar, dejarlos ganar experiencia. Son los viejos y astutos los que a mí me gustan, los que acechan bajo los troncos. que salen disparados en cuanto ven al pescador. ¡Esos son los tipos que luchan por su vida!

—Voy a devolverle estas cosas a Elger —dijo Mallen, colocando los artículos en una bolsa de papel—. Si ves algo más así, sepáralo.

—El Arroyo Viejo es el lugar adecuado —dijo el señor Carter—. Es allí donde se esconden.

La mañana del sábado fue brillante y hermosa. El señor Carter desayunó a primera hora y salió hacia el Arroyo Viejo, correteando con la ligereza de un muchacho, con su maltrecho sombrero adornado con moscas inclinado garbosamente. Jim Mallen se acabó su café y fue hacia la casa de Carmichael. El coche seguía en el garaje, las ventanas estaban aún abiertas, la mesa de bridge preparada, y todas las luces encendidas, exactamente como la noche anterior. Le recordaba a Mallen un relato que había leído acerca de una nave que navegaba a toda vela, con todo su interior en orden... pero sin un alma a bordo.

—Me pregunto si deberíamos llamar a alguien —dijo Phyllis cuando regresó a casa—. Estoy segura de que algo va mal.

—En efecto. Pero, ¿a quién? —eran nuevos en la urbanización. Conocían de vista a tres o cuatro familias, pero no tenían ni idea de quien podía conocer a los Carmichael.

El problema fue solucionado por el sonar del teléfono.

—Si es alguien de por aquí —dijo Jim cuando Phyllis fue a contestar—, pregúntaselo.

—¿Aló?

—Aló. No creo que me conozca. Soy Marian Carpenter, del otro lado de la manzana. Me preguntaba... ¿Ha pasado por ahí mi esposo? —La metálica voz del teléfono lograba transmitir preocupación y miedo.

—Pues, no. No ha venido nadie esta mañana.

—Ya veo —la débil voz dudó.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó Phyllis.

—No lo comprendo —dijo la señora Carpenter—. George... mi esposo, tomó el desayuno conmigo esta mañana. Luego subió a buscar su chaqueta. Fue la última vez que lo vi.

—Oh...

—Estoy segura de que no volvió a bajar. Subí a ver que era lo que lo entretenía, pues íbamos a dar una vuelta con el coche, y no estaba allí. Busqué por toda la casa. Pensé que me estaría jugando una broma pesada, aunque George nunca gastó bromas en toda su vida... Así que busqué bajo las camas y en los armarios. Entonces miré en el sótano, y pregunté en la casa de al lado, pero nadie lo ha visto. Creí que quizá los hubiera visitado... estaba hablando de hacerlo...

Phyllis le explicó la desaparición de los Carmichael. Hablaron durante algunos segundos más, luego colgaron.

—Jim —dijo Phyllis—, no me gusta esto. Lo mejor será que le expliques a la policía lo de los Carmichael.

—Vamos a quedar como unos estúpidos cuando resulte que vuelven de visitar a unos amigos en Albany.

—Tendremos que arriesgarnos.

Jim buscó el número y lo marcó, pero comunicaba.

—Iré allí.

—Y llévate esas cosas contigo —le dio la bolsa de papel.

El Capitán de Policía Lesner era un hombre rubicundo y paciente que había estado escuchando un torrente sin fin de quejas durante toda la noche y la mayor parte de la mañana. Sus patrulleros estaban cansados, sus sargentos estaban cansados, y él era el que estaba más cansado de todos. Sin embargo, hizo pasar al señor Mallen a su oficina y escuchó su relato.

—Deseo que me ponga por escrito todo lo que me ha contado —le dijo cuando hubo terminado—. Recibimos una llamada acerca de los Carmichael, de un vecino, a última hora de anoche. Hemos estado tratando de localizarlos. Contando al esposo de la señora Carpenter, son diez en dos días.

—¿Diez qué?

—Desapariciones.

—Dios mío —suspiró suavemente Mallen. Se cambió de mano la bolsa de papel—. ¿Todos de este suburbio?

—Todos y cada uno —dijo secamente el Capitán Lesner—, de la urbanización de Vainsville. De hecho, de cuatro manzanas de la urbanización —nombró las calles.

—Yo vivo allí —dijo Mallen.

—Y yo también.

—¿Tiene usted idea de quién pueda ser... el secuestrador? —preguntó Mallen.

—No creemos que se trate de un secuestrador —dijo Lesner, encendiendo su vigésimo cigarrillo del día—. No ha habido notas pidiendo rescate. Ni ningún criterio de selección. Una buena parte de las personas desaparecidas no valdrían ni diez centavos para un secuestrador. ¡Y además en gran escala... ni hablar!

—Entonces, ¿un maníaco?

—Seguro. Pero, ¿cómo se ha llevado a familias enteras? ¿O a hombres capaces de defenderse, tan altos como usted? Y, ¿dónde los ha escondido, o dónde ha escondido sus cadáveres? —Apagó el cigarrillo apretándolo violentamente—. Tengo a mis hombres registrando cada centímetro de este suburbio. Cada agente de policía en un radio de treinta y cinco kilómetros ha sido alertado. La policía estatal está deteniendo a los coches en las carreteras. Y no hemos encontrado ni rastro.

—Oh, y aquí hay algo más —Mallen le mostró los artículos falsos.

—Una vez más, no sé qué pueda ser —confesó amargado el Capitán Lesner. No he tenido mucho tiempo para estas cosas. Ya hemos recibido otras quejas... —sonó el teléfono, pero Lesner lo ignoró.

«Parece como si se tratase de un asunto de mercado negro. He enviado algunas cosas como ésas a Albany para que las analicen. Estoy tratando de buscar de dónde han salido. Podrían ser extranjeras. De hecho, tal vez el F.B.I.... ¡Maldito sea ese teléfono!

Lo arrancó de la horquilla.

—Habla Lesner. Sí... sí. ¿Estás segura? Naturalmente, Mary. Voy ahora mismo —colgó. Repentinamente, su rostro rojizo había perdido todo color—. Era la hermana de mi mujer —dijo—. ¡Mi esposa ha desaparecido!

Mallen fue hacia casa a toda velocidad. Hundió el freno, casi partiéndose la cabeza contra el parabrisas, y entró en casa corriendo.

—¡Phyllis! —gritó. ¿Dónde estaba? Oh, Dios, pensó. Si ha desaparecido...

—¿Pasa algo malo? —preguntó Phyllis, saliendo de la cocina.

—Pensé... —se echó sobre ella y la apretó hasta que chilló.

—Realmente —le dijo ella sonriendo—, no somos unos recién casados. Vaya, si ya llevamos casados año y medio...

Le explicó lo que había pasado en la comisaría de policía.

Phyllis miró a su alrededor, por la sala de estar. Le había parecido tan cálida y alegre hacía una semana... Ahora, una sombra bajo el sofá la asustaba y la puerta abierta de un armario era algo que la hacía estremecer. Sabía que nunca volvería a ser igual.

Se oyó una llamada en la puerta.

—No vayas —dijo Phyllis.

—¿Quién está ahí? —preguntó Mallen.

—Joe Dutton, del otro lado de la manzana. Supongo que han oído las noticias.

—Sí —dijo Mallen, junto a, la puerta cerrada.

—Estamos poniendo barricadas en las calles —dijo Dutton—. Vamos a vigilar a todo el mundo que entre o salga. Vamos a acabar con esto, aunque la policía no pueda. ¿Quiere unirse a nosotros?

—Por supuesto —dijo Mallen y abrió la puerta. El hombre bajo y atezado al otro lado llevaba puesta una vieja guerrera militar. Aferraba un madero de dos palmos.

—Vamos a cubrir estas manzanas como con una red —dijo Dutton—. Si quieren llevarse a alguien más tendrá que ser bajo tierra.

Mallen besó a su esposa y se unió a él.

Aquella tarde hubo una reunión masiva en el auditorio de la escuela. Estaban allí todos los habitantes de las manzanas afectadas y tanta gente de los alrededores como pudo apretujarse. La primera cosa que averiguaron fue que, a pesar del bloqueo, habían desaparecido otras tres personas de la urbanización de Vainsville.

Habló el Capitán Lesner, y les dijo que había solicitado ayuda de Albany. De allí bajaban agentes especiales, y también venía alguien del F.B.I. Reconoció francamente que no tenía idea de quién o qué lo estaba haciendo, ni por qué. Tampoco podía imaginar por qué todos los desaparecidos eran de una parte de la urbanización de Vainsville.

Había recibido noticias de Albany acerca de la comida falsificada, que parecía estar diseminada por toda la urbanización. Los químicos que la habían examinado no habían podido ni detectar trazas de algún agente tóxico. Eso parecía acabar con una reciente teoría acerca de que la comida había sido usada para drogar a la gente, haciéndoles que saliesen de sus casas y se fuesen con quienquiera que se los llevase. No obstante, aconsejó que nadie comiera aquello. Uno nunca sabía.

Las compañías cuyas etiquetas habían sido falsificadas habían negado tener conocimiento alguno del asunto. Estaban dispuestas a poner un pleito a cualquiera que infringiese sus marcas registradas.

Habló el alcalde, en una serie de bien intencionadas naderías, aconsejándoles que tuvieran buen ánimo. Las autoridades cívicas estaban haciéndose cargo de la situación.

Naturalmente, el alcalde no vivía en la urbanización de Vainsville.

Se disolvió la reunión, y los hombres volvieron a las barricadas. Comenzaron a buscar leña para la noche, pero no fue necesario. Llegaron auxilios de Albany, una columna de hombres y equipo. Las cuatro manzanas fueron rodeadas por centinelas armados. Se montaron reflectores portátiles, y se decretó un toque de queda a partir de las ocho, para todo el área.

El señor Carter se perdió toda la emoción. Se había pasado el día entero pescando. Al anochecer regresó, con las manos vacías pero contento. Los centinelas lo dejaron pasar, y caminó hasta la casa.

—Un bello día de pesca —declaró.

Los Mallen pasaron una noche horrible, vestidos, y durmiendo a ratitos, mirando como los reflectores pasaban por su ventanas y oyendo las pisadas de los guardas armados.

Las ocho de la mañana del domingo: otra dos personas desaparecidas. Desaparecidas de cuatro manzanas más vigiladas que un campo de concentración.

A las diez, el señor Carter, no haciendo caso de las objeciones de los Mallen, se echó a la espalda el equipo de pesca y partió. No se había perdido ni un solo día desde el trece de abril y no pensaba perderse uno solo de toda la temporada.

Mediodía del domingo: otra persona desaparecida, llevando el total a dieciséis.

Domingo a la una: ¡se encontraron todos los niños desaparecidos!

Un coche de la policía los halló en un camino cercano a los límites del suburbio, a los ocho, incluyendo el niño de los Carmichael, caminando atentadamente hacia sus casas. Fueron llevados a un hospital a toda prisa.

Sin embargo, no había ni rastro de los adultos desaparecidos.

Los comadreos hacen correr las noticias mucho más deprisa que los periódicos y la radio: los niños estaban completamente indemnes. Se había averiguado, bajo examen psiquiátrico, que no recordaban donde habían estado o cómo habían sido llevados allí. Lo único que los psiquiatras lograron averiguar fue que habían notado una sensación como de vuelo, acompañada de un dolor de estómago. Para mayor seguridad, se mantuvo a los niños en el hospital, bajo guardia.

Pero, entre el mediodía y el anochecer, otro niño desapareció de Vainsville.

Poco antes del anochecer, el señor Carter volvió a casa. En su zurrón llevaba dos grandes truchas irisadas. Saludó alegremente a los Mallen y se fue al garaje a limpiar el pescado.

Jim Mallen salió al patio de atrás y le siguió al garaje, con el ceño fruncido. Deseaba interrogar al viejo acerca de algo que había dicho hacía un día o dos. No podía recordar muy bien lo que había sido, pero parecía importante.

Su vecino de al lado, cuyo nombre no podía recordar, lo saludó.

—Mallen —dijo—, creo que ya sé.

—¿Qué? —preguntó Mallen.

—¿Ha estudiado usted las teorías? —interrogó el vecino.

—Naturalmente —su vecino era un tipo delgado en mangas de camisa, con chaleco. Su calva brillaba rojiza a la luz de la puesta del sol.

—Entonces escuche, No puede ser un secuestrador. Este método no tendría sentido. ¿De acuerdo?

—Sí, supongo que sí.

—Y el maníaco queda eliminado. ¿Cómo iba a poder llevarse a quince, o dieciséis personas? ¿Y devolver a los niños? Ni siquiera toda una pandilla de maníacos lo podrían hacer, no con la cantidad de polizontes que nos vigilan. ¿De acuerdo?

—Prosiga. —Con el rabillo del ojo Mallen vio a la gruesa esposa del vecino saliendo por la puerta trasera. Se acercó a ellos y quedó a la escucha.

—Lo mismo podría decirse de una banda de criminales, o hasta de marcianos. Es imposible hacerlo, y no tendrían razón para ello, aunque pudieran. Tenemos que buscar algo ilógico... y eso nos deja con solo una respuesta lógica.

Mallen esperó, y contempló a la mujer. Le miraba, con los brazos cruzados sobre su pecho cubierto por un delantal. De hecho, estaba mirando con odio. ¿Cómo puede estar enfadada conmigo?, pensó Mallen, ¿qué es lo que le he hecho?

—La única respuesta —dijo lentamente el vecino—, es que haya un agujero en algún sitio de por aquí. Un agujero en el continuo espacio-temporal.

—¿Qué? —profirió bruscamente Mallen—. Eso ya no lo sigo.

—Un agujero en el tiempo —explicó el vecino calvo—. O un agujero en el espacio. O ambos. No me pregunte cómo llegó aquí; está aquí. Lo que sucede es que una persona pisa ese agujero, y ¡blam!, ya está en otra parte. O en otro tiempo. O ambos. Naturalmente, ese agujero no puede ser visto, es tetradimensional, pero está ahí. Tal como veo yo las cosas, si uno siguiese los pasos de esa gente, averiguaría que cada uno de ellos llegó a un punto determinado... y se desvaneció.

—Ummm —Mallen pensó en ello—. Eso suena interesante; pero, sabemos que mucha gente desapareció en sus mismas casas.

—Ajá —aceptó el vecino—. Déjeme pensar... ¡Ya sé! El agujero del espacio-tiempo no está fijo. Vaga, se mueve. Primero está en la casa de Carpenter, y luego se mueve, sin rumbo...

—¿Por qué no se aparta de estas cuatro manzanas?— preguntó Mallen, extrañándose de que la esposa de aquel hombre aún siguiese mirándole mal, con los labios muy apretados.

—Bueno —dijo el vecino—. Debe de tener algunas limitaciones.

—Y, ¿por qué fueron devueltos los niños?

—Oh, por todos los cielos, Mallen, no puede pedirme que explique cada pequeño detalle, ¿no? Es una buena teoría, que sirve. Necesitamos más datos antes de que podamos integrar todo el asunto.

—¡Hola, qué tal! —dijo el señor Carter, saliendo del garaje. Llevaba dos hermosas truchas, muy bien limpiadas y lavadas—. La trucha es un magnífico luchador, y al mismo tiempo un excelente manjar. ¡El mejor de los deportes y el más excelente alimento!

Caminó sin prisas hacia la casa.

—Yo tengo una teoría mejor —dijo la esposa del vecino, estirando los brazos y colocándose la manos en sus amplias caderas.

Ambos hombres se volvieron a mirarla.

—¿Quién es la única persona que no está preocupada en lo más mínimo acerca de lo que sucede? ¿Quién pasea por todas partes con un zurrón y dice que lleva pescado en él? ¿Quién dice que se pasa todo el tiempo pescando?

—Oh, no —exclamó Mallen—. No Papá Carter. Tiene toda una filosofía acerca de la pesca...

—¡A mí que me importa la filosofía! —aulló la mujer—. ¡A los demás les engaña, pero no a mí! ¡Yo solo sé que es el único hombre de este barrio que no está preocupado ni lo más mínimo, y que va por ahí durante todo el día y que lincharlo sería demasiado bueno para él! —Con esto, dio la vuelta y se fue caminando patosamente hacia la casa.

—Escuche, Mallen —dijo el vecino calvo—. Lo siento, ya sabe como son las mujeres. Está asustada, a pesar de que Danny está seguro en el hospital.

—Claro —aceptó Mallen.

—No comprende lo del continuo espacio-temporal —prosiguió ansiosamente—. Pero se lo explicaré esta noche. Mañana, le pedirá excusas. Ya lo verá.

Los hombres se estrecharon las manos y regresaron a sus casas respectivas.

La oscuridad cayó rápidamente, y se encendieron reflectores por todo el suburbio. Los rayos de luz iluminaban las calles, los patios, se reflejaban en las ventanas cerradas. Los habitantes de Vainsville se quedaron esperando nuevas desapariciones.

Jim Mallen deseó poder poner sus manos encima de quienquiera que lo estuviera haciendo. Solo un segundo... eso era todo lo que necesitaba. Pero, tener que sentarse y esperar... Se sentía tan desvalido... Los labios de su mujer estaban pálidos y sus ojos cansados. Pero el señor Carter estaba alegre, como siempre. Frió las truchas en un hornillo de gas, sirviéndoles a todos.

—Hoy he encontrado un estupendo estanque tranquilo —anunció el señor Carter—. Está cerca de la desembocadura del Arroyo Viejo, en un pequeño tributario. Pesqué allí durante todo el día, recostándonse sobre la orilla herbosa y contemplando las nubes. ¡Son una cosa fantástica, las nubes! Debo ir allí mañana, para pescar de nuevo. Luego, buscaré otro sitio. Un pescador consciente no acaba con toda la pesca de un arroyo. La moderación forma parte del código del pescador. Tomar un poco, dejar otro poco. A menudo he pensado...

—¡Oh, papá, por favor! —chilló Phyllis, y estalló en llanto. El señor Carter agitó tristemente su cabeza, sonrió comprensivo y se acabó su trucha. Luego, salió a la sala de estar para trabajar en otra mosca.

Exhaustos, los Mallen se fueron a la cama...

Mallen se despertó y se sentó en la cama. Vio que su mujer seguía durmiendo a su lado. Las manecillas luminosas de su reloj marcaban las cuatro cincuenta y ocho. Casi de mañana, pensó.

Salió de la cama, se puso una bata y bajó silenciosamente al piso inferior. Los reflectores estaban iluminando la ventana de la sala de estar, y podía ver a un centinela fuera.

Aquella era una visión reconfortante, pensó, y se dirigió a la cocina. Moviéndose en silencio, se sirvió un vaso de leche. Había un pastel reciente en la parte de arriba de la nevera, y cortó un pedazo.

Secuestradores, pensó. Maníacos. Marcianos. Agujeros en el espacio. O cualquier combinación de todo ello. No, no era nada de esto. Deseaba poder recordar lo que había querido preguntarle al señor Carter. Era importante.

Aclaró el vaso, volvió a meter el pastel en la nevera y caminó hacia la sala de estar. Repentinamente, fue empujado violentamente hacia un lado.

¡Algo lo había asido! Lanzó golpes, pero no había nada que golpear. Algo lo estaba aferrando como con una mano de hierro, levantándolo del suelo. Se echó hacia un lado, buscando un asidero. Sus pies abandonaron el suelo y colgó por un momento, pateando y estremeciéndose. El apretón alrededor de sus costillas era tan fuerte que apenas si podía respirar, que no podía emitir un sonido. Inexorablemente, estaba siendo alzado.

Agujero en el espacio, pensó, y trató de gritar. Sus brazos, que agitaba locamente, alcanzaron un ángulo del sofá, y se agarró a él. El sofá fue alzado con él. Dio un tirón, y el apretón se relajó por un momento, dejándolo caer al suelo.

Gateó a través de la estancia, hacia la puerta. El apretón lo cogió de nuevo, pero estaba cerca del radiador. Se asió con ambos brazos a él, tratando de resistir al tirón. Hizo un nuevo esfuerzo, y logró sujetarlo también con una pierna y luego con la otra.

El radiador crujió horriblemente cuando aumentó el tirón. Mallen notó como si se le fuese a partir la cintura, pero resistió, con cada uno de sus músculos tenso hasta el punto de ruptura. Repentinamente, el apretón cesó por completo.

Se derrumbó al suelo.

Cuando recuperó el conocimiento ya era de día. Phyllis estaba echándole agua a la cara, mordiéndose el labio inferior. Parpadeó, y se preguntó por un momento donde estaba.

—¿Sigo aún aquí? —preguntó.

—¿Estás bien? —inquirió Phyllis—. ¿Qué sucedió? ¡Oh, cariño! Vámonos de este lugar...

—¿Dónde está tu padre? —preguntó aún atontado Mallen, poniéndose en pie.

—Pescando. Ahora, por favor, siéntate. Voy a llamar a un médico.

—No. Espera —Mallen se dirigió a la cocina. En el refrigerador estaba la caja del pastel. Decía: Pastelería Johnson. Vainsville, Nueva YorK. Una K mayúscula en el Nueva York. Realmente un error muy pequeño.

¿Y el señor Carter? ¿Estaba allí la respuesta? Mallen corrió hacia el piso de arriba y se vistió. Arrugó la caja del pastel y se la metió en el bolsillo, apresurándose hacia la puerta.

—¡No toques nada hasta que regrese! —le gritó a Phyllis. Esta lo vio meterse en el coche y acelerar calle abajo. Tratando de no llorar, se metió en la cocina.

Mallen llegó al Arroyo Viejo en quince minutos. Aparcó el coche y comenzó a caminar corriente arriba.

—¡Señor Carter! —gritó mientras lo hacía—. ¡Señor Carter!

Caminó y gritó durante media hora, penetrando en un bosque cada vez más espeso. Los árboles se cruzaban ahora sobre el torrente, y tenía que vadearlo para poder ir un poco deprisa. Aceleró el paso, chapoteando, resbalando sobre las piedras, tratando de correr.

—¡Señor Carter!

—¡Hola! —oyó la voz del viejo. Siguió el sonido, por un afluente del arroyo. Allí estaba el señor Carter, sentado en la pendiente de la orilla de un pequeño estanque, asiendo su larga caña de bambú. Mallen se apresuró a ir a su lado.

—Tómatelo con calma, hijo —comentó—. Me alegra ver que seguiste el consejo acerca de la pesca.

—No —jadeó Mallen—. Quiero que me diga algo.

—De mil amores —dijo el viejo—. ¿Qué es lo que quieres saber?

—Un pescador no agotaría la pesca de un estanque, ¿no?

—Yo no lo haría. Pero algunos puede que sí.

—Y el cebo. ¿Usaría cebo artificial un buen pescador?

—Me enorgullezco de mis moscas —dijo el señor Carter—. Trato de aproximarme a las verdaderas. Aquí, por ejemplo, tengo una bella réplica de una avispa. —Desenganchó un anzuelo amarillo de su sombrero—. Y aquí hay un bello mosquito.

De pronto, su sedal se estremeció. Con facilidad y tranquilamente, el viejo lo recogió. Aferró la boqueante trucha y se la mostró a Mallen.

—Un muchachito... no me lo quedaré. —Le quitó cuidadosamente el anzuelo, desprendiéndolo de la palpitante agalla, y colocó al pez de nuevo en el agua.

—Cuando los devuelve... ¿cree que se enteran? ¿Qué se lo cuentan a los demás?

—Oh, no —dijo el señor Carter—. La experiencia no les enseña nada. A mí me ha picado el mismo pez joven dos o tres veces. Tienen que crecer un poco antes de que empiecen a darse cuenta.

—Eso es lo que pensaba —Mallen miró al viejo. El señor Carter no se daba cuenta del mundo que lo rodeaba, no había sido alcanzado por el terror que había caído sobre Vainsville.

Los pescadores viven en un mundo propio, pensó Mallen.

—Pero debieras haber estado aquí hace una hora —dijo el señor Carter—. Le eché el anzuelo a una hermosura. Un ejemplar magnífico, de casi un kilo. ¡Qué batalla para un viejo guerrero como yo! Y se escapó. Pero ya vendrá algún otro... Hay, ¿a dónde vas?

—¡De regreso! —gritó Mallen, chapoteando por el arroyo. Sabía lo que había estado buscando en el señor Carter: un paralelismo. Y ahora todo le parecía claro.

El inofensivo señor Carter, pescando sus truchas, tal como el otro gran pescador, pescaba sus...

—¡De vuelta, para avisar a los otros peces! —gritó Mallen mientras se alejaba, tropezando por el lecho del arroyo. ¡Si al menos Phyllis no hubiera tocado ningún alimento! Se sacó la caja del pastel del bolsillo y la tiró tan lejos como pudo. ¡Cebo asqueroso!

Mientras, los pescadores, cada uno de ellos en su esfera respectiva, sonrieron y lanzaron de nuevo sus sedales al agua.