ELLOS

ROBERT A. HEINLEIN

  

¿Quién hay entre nosotros que en alguna ocasión no haya tenido la sospecha de que todo, excepto uno mismo, sea irreal? Y, si sospechásemos que el mundo es únicamente una elaborada farsa representada exclusivamente para nosotros, por alguna razón inexplicablemente oscura, ¿cómo íbamos nunca a probarlo? Robert Heinlein nos cuenta la historia de un hombre suspicaz que se decidió a investigar por sí mismo la cuestión.

Ellos no lo dejaban solo.

Ellos nunca lo dejarían solo. Se daba cuenta de que era parte del plan en su contra... No dejarlo nunca en paz, no darle nunca tiempo de pensar en las mentiras que le habían contado, tiempo para hallar las contradicciones, para encontrar por sí mismo la verdad.

¡Aquel maldito enfermero de la mañana! Había irrumpido con la bandeja del desayuno, despertándole, y haciendo que olvidase su sueño. Si lograra recordar aquel sueño...

Alguien estaba abriendo el cierre de la puerta. Lo ignoró.

—¿Qué tal, amigo? Me dicen que ha rehusado tomar el desayuno —la máscara profesionalmente amable del Doctor Hayward se cernía sobre su cama.

—No tenía apetito.

—Pero eso no puede ser. Perderá fuerzas, y entonces no podremos curarlo del todo. Ahora, levántase y vístase, y ordenaré que le preparen un ponche de huevo. ¡Vamos, sea buen chico!

Desabridamente, pero con menos ganas aún de discutir, salió de la cama y se puso la bata.

—Así está mejor —aprobó Hayward—. ¿Quiere un cigarrillo?

—No, gracias.

El doctor agitó la cabeza, asombrado.

—Que me aspen si logro entenderlo. La pérdida de interés por los placeres físicos no está de acuerdo con su tipo de caso.

—¿Cuál es mi tipo de caso? —inquirió con voz átona.

—¡No, no! —Hayward intentó parecer chistoso—. Si los médicos contasen sus secretos profesionales, se verían obligados a trabajar para ganarse la vida.

—¿Cuál es mi tipo de caso?

—Bueno... la etiqueta poco importa, ¿no? Podría decírmelo usted a mí. Realmente, aún no sé nada de su caso. ¿No cree que ya va siendo hora de que hable?

—Jugaré una partida de ajedrez con usted.

—De acuerdo, de acuerdo —Hayward hizo un gesto de aceptación impaciente—. Hemos jugado al ajedrez cada día, durante una semana. Si habla, jugaré con usted.

¿Qué importaba? Si tenía razón, ellos ya sabían perfectamente que había descubierto su plan; no iba a ganar nada ocultando lo obvio. Dejaría que tratasen de argüirle lo contrario. ¡Adelante sin contemplaciones! ¡Al infierno con todo!

Sacó las piezas y comenzó a disponerlas.

—¿Qué es lo que sabe de mi caso?

—Muy poco. El examen físico es negativo. El historial, negativo. Tiene usted un elevado nivel de inteligencia, como demuestran sus notas en los estudios y el éxito en su profesión. Lapsus ocasionales de depresión, pero nada excepcional. La única información positiva fue el incidente que le llevó a venir aquí para un tratamiento.

—Que me trajeran, querrá decir. ¿Qué tiene eso de significativo?

—Bueno, por amor de Dios, amigo mío... Si se encierra en su habitación e insiste en que su mujer está urdiendo un plan en contra de usted, ¿se cree que la gente no se va a fijar en ello?

—Pero ella estaba urdiendo un plan en contra de mí... igual que usted. ¿Blancas o negras?

—Negras... Esta vez le toca a usted atacar. ¿Por qué cree que estamos «urdiendo planes en contra de usted»?

—Es una larga historia, que se remonta a mi primera infancia. No obstante, hubo un incidente inmediato... —Abrió, avanzando el caballo del rey blanco. Hayward alzó las cejas.

—¿Así me ataca?

—¿Por qué no? Ya sabe que no me serviría de nada intentar hacerle la jugada del pastor.

El doctor se alzó de hombros y contestó a la apertura.

—Podríamos empezar por su primera infancia. Quizá nos dé más luz que los incidentes más recientes. De niño, ¿pensaba que le perseguían?

—¡No! —se semincorporó en la silla—. De niño estaba seguro de mí mismo. Entonces lo sabía, se lo aseguro, ¡lo sabía! La vida valía la pena, y lo sabía. Estaba en paz conmigo mismo y con lo que me rodeaba. La vida era buena y yo era bueno, y suponía que los seres que me rodeaban eran como yo.

—¿Y no lo eran?

—¡En absoluto! Especialmente los niños. No supe lo que era la maldad hasta que me pusieron con otros «niños». ¡Esos pequeños monstruos! Y se suponía que tenía que ser como ellos, y jugar con ellos.

El doctor asintió.

—Lo sé. El estar en manada. Los niños pueden ser bastante salvajes a veces.

—No logra comprenderme. No se trataba de un salvajismo inconsciente; esos seres eran diferentes... No se parecían en nada a mí. Exteriormente eran como yo, pero no se me parecían. Si trataba de hablar con uno de ellos acerca de algo que realmente me importase, lo único que obtenía era una mirada de extrañeza y una risa burlona. Entonces, siempre hallaban algún modo de molestarme por lo que había dicho.

Hayward asintió.

—Comprendo lo que quiere decir. ¿Qué me dice de los adultos?

—Ese era otro asunto. Al principio, a los niños no les importan los adultos... o, al menos, no me importaban a mí. Eran demasiado grandes, y no me molestaban, y estaban atareados con cosas que no tenían nada que ver con mi mundo. Solo comencé a preocuparme por ellos cuando me di cuenta de que mi presencia los afectaba.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, cuando yo estaba presente, nunca hacían las mismas cosas que cuando no estaba.

Hayward lo miró con extrañeza.

—¿No le parece demasiado aventurada esa afirmación? ¿Cómo sabe lo que hacían cuando usted no estaba?

Aceptó la objeción.

—Muchas veces interrumpían cosas al aparecer yo. Si entraba en una habitación, la conversación se detenía de pronto, y luego la reanudaban acerca del tiempo o alguna otra estupidez. Entonces me dediqué a esconderme, a mirar y escuchar. Los adultos no se comportaban de la misma manera en mi presencia que en mi ausencia.

—Creo que le toca mover a usted. Pero, escuche, amigo... eso fue cuando usted era niño. Cada niño pasa por esa fase. Ahora que es usted un hombre, debe comprender el punto de vista de los adultos. Los niños son seres extraños que deben ser protegidos, o al menos así lo creemos, de muchos de los problemas de los adultos. En ese asunto hay toda una serie de convencionalismos...

—Sí, sí —interrumpió impaciente—. Ya sé todo eso. No obstante, me di cuenta de lo bastante y me acordé de los suficiente como para que nunca me pareciese estar claro después. Y eso me puso en guardia para darme cuenta de lo que siguió.

—¿Qué fue? —Se percató de que los ojos del doctor se apartaban mientras él ajustaba la posición de una torre.

—Las cosas que veía hacer a la gente, y las cosas de las que les oía hablar nunca tenían la más mínima importancia. Debían de estar haciendo algo más.

—No le comprendo.

—No me importa que no me comprenda. Le estoy contando todo esto a cambio de una partida de ajedrez.

—¿Cómo es que juega tan bien al ajedrez?

—Porque es la única cosa del mundo en la que puedo ver todos los factores y comprender todas las reglas. Pero eso no importa... Lo cierto es que veía a mi alrededor aquella enorme fábrica, ciudades, granjas, industrias, iglesias, escuelas, casas, ferrocarriles, equipajes, montañas rusas, árboles, saxofones, librerías, gente y animales. Gente que se parecía a mí y que debería haber sido igual que yo, si lo que me contaban era cierto. Pero, ¿qué es lo que parecían estar haciendo? Iban a trabajar para ganar el dinero con que comprar la comida con que adquirir la fuerza con que ir a trabajar para ganar el dinero con que comprar la comida con que tener fuerzas para ir a trabajar para ganar el dinero con que comprar la comida... hasta que se caían muertos. Cualquier pequeña variación de la conducta básica no importaba, pues siempre se caían muertos. Y todo el mundo trataba de decirme que yo debía hacer lo mismo. ¡A mí no me engañaban!

El doctor tomó una expresión que aparentemente intentaba mostrar una total derrota, y se echó a reír.

—No puedo discutir con usted. La vida parece ser así, y quizá sea tan fútil como usted dice. Pero es la única vida que tenemos. ¿Por qué no se decide a gozar de ella todo lo que pueda?

—¡Oh, no! —Parecía tan hosco como testarudo—. No podrá hacerme tragar un sinsentido a base de reconocer que se ha quedado sin razones. ¿Qué cómo lo sé? Porque todo este escenario complicado, todas esas bandadas de actores, nunca podrían haber sido puestas aquí tan solo para gruñirse idioteces los unos a los otros. Acepto cualquier otra explicación, pero no ésa. Una locura tan enorme, tan compleja como es la que se desarrolla a mi alrededor tenía que estar planificada. ¡Y he encontrado el plan!

—¿Y cuál es?

Se dio cuenta que, de nuevo, el doctor apartaba la vista.

—Es una comedia que busca divertirme, ocupar mi mente y confundirme, mantenerme tan preocupado con los detalles que no tenga tiempo para pensar en el significado oculto. Y todos ustedes están complicados en ello, todos y cada uno —agitó su dedo frente al rostro del doctor—. La mayor parte de ellos quizá sean autómatas indefensos, pero usted no lo es. Usted es uno de los conspiradores. ¡Lo han enviado como experto en soluciones para tratar de obligarme a volver a representar el papel que me ha sido asignado!

Vio que el doctor estaba esperando que se serenase.

—Tómeselo con calma —logró decir finalmente Hayward—. Quizá todo sea una conspiración, pero, ¿por qué cree que ha sido usted seleccionado para ser objeto de una atención especial? Quizá sea una broma que nos están gastando a todos. ¿Por qué no podía ser yo otra de las víctimas, como usted?

—¡Lo atrapé! —apuntó un largo dedo a Hayward—. Esa es la esencia del plan. Todas esas criaturas han sido dispuestas para que se me pareciesen de forma que me impidieran darme cuenta de que soy el centro de la situación. Pero he descubierto el hecho básico, el hecho matemáticamente incontrovertible de que soy único. Aquí estoy, sentado en el interior. El mundo se extiende desde mí hacia afuera. Yo soy el centro...

—¡Tranquilo, amigo, tranquilo! ¿No se da cuenta de que el mundo también parece ser así para mí? Cada uno de nosotros somos el centro del universo...

—¡No es cierto! Eso es lo que han estado tratando de hacerme creer, que soy uno más de los muchos millones similares a mí. ¡Mentira! Si fueran como yo, entonces podría comunicarme con ellos. Y no puedo. Lo he intentado una y otra vez, y no puedo. También he expuesto mis más profundos pensamientos, buscando algún otro ser que los compartiese. ¿Cuál ha sido la respuesta?: contestaciones falsas, incongruencias estremecedoras, obscenidades sin sentido. Lo he intentado. Se lo aseguro... ¡Por Dios, cómo lo he intentado! Pero no hay nada ahí afuera con que hablar... ¡Nada sino vacío y cosas distintas a mí!

—Espere un momento. ¿Quiere decir que piensa que no hay nadie aparte de usted? ¿No cree que yo tenga vida y sea consciente?

Miró seriamente al doctor.

—Sí, creo que usted probablemente vive, pero es uno de los otros: mis antagonistas. Y ustedes han dispuesto millares de otros a mi alrededor cuyos rostros están en blanco, sin vida en su interior, y cuyas palabras son sonidos sin significado.

—Bien, entonces, si me concede que soy un ego, ¿por qué insiste en que soy tan diferente de usted mismo?

—¿Por qué? ¡Espere! —Se apartó de la mesa de ajedrez y caminó hacia el armario, del que sacó el estuche de un violín.

Mientras estaba tocándolo, las arrugas de sufrimiento desaparecieron de su rostro y adquirió una expresión de relajada beatitud. Durante un rato volvió a capturar las emociones, pero no el conocimiento, que había poseído en sus sueños. La melodía pasó fácilmente de una proposición a otra con diáfana lógica. Terminó con una triunfante exposición de la tesis esencial, y se volvió hacia el doctor.

—¿Y bien?

—Mmm —Le pareció detectar un grado aún mayor de precaución en la actitud del doctor—. Es una pieza rara, pero notable. Es una pena que no se dedicase usted seriamente al violín. Se podría haber hecho una buena reputación. ¿Por qué no lo hace? Creo que podría lograrlo.

Se quedó en pie y contempló al doctor durante un largo rato, y luego agitó la cabeza, como tratando de aclararla.

—No vale la pena —dijo lentamente—, en lo más mínimo. No hay posibilidad de comunicación Estoy solo. —Volvió a colocar el instrumento en su funda, y regresó al tablero de ajedrez—. Me toca a mí, ¿no?

—Sí. Vigile su reina.

Estudió el tablero.

—No es necesario. Ya no la necesito. Jaque.

El doctor interpuso un peón, para bloquear el ataque.

Asintió.

—Usa bien sus peones, pero ya he aprendido a anticiparme a su juego. Jaque de nuevo... y mate, creo.

El doctor examinó la nueva situación.

—No —decidió—. No... no del todo —se retiró de la casilla atacada—. Nada de jaque mate... Tablas, como mucho, Sí, otras tablas.

Estaba alterado por la visita del doctor. En lo básico, no podía estar equivocado, y sin embargo el doctor había señalado lagunas en la lógica de su posición. Desde un punto de vista lógico todo el universo podía ser un fraude llevado a cabo en contra de todo el mundo. Pero la lógica no significaba nada: la lógica en sí misma era un fraude, que partiendo de supuestos no confirmados era capaz de probar cualquier cosa. ¡El mundo es lo que es...! Y lleva su propia evidencia de ser un engaño.

Pero, ¿lo es? ¿En qué podía basarse? Podía trazar una línea entre los hechos conocidos y todo lo demás y entonces lograr una razonable interpretación del mundo, basada únicamente en hechos; una interpretación libre de las complejidades de la lógica y sin supuestos ocultos sobre puntos inciertos. Muy bien...

El primer hecho, él mismo. Se conocía a sí mismo directamente. Existía.

Segundos hechos: la evidencia que le proporcionaban sus «cinco sentidos», cualquier cosa que viera, oyera, oliera, saboreara y palpara por sí mismo, con sus sentidos físicos. Teniendo bien presente sus limitaciones, debía creer en sus sentidos. Sin ellos estaba totalmente solo, encerrado en un sarcófago de huesos, ciego, sordo, aislado, el único ser del mundo.

Y ese no era el caso. Sabía que no se inventaba la información que le facilitaban sus sentidos. Tenía que haber algo allí afuera, alguna otra cosa que produjese los entes que sus sentidos captaban. Todas las filosofías que presuponían que el mundo físico de su alrededor no existía sino en su imaginación eran puras charlatanerías.

Pero, fuera de esto, ¿qué? ¿Había terceros hechos de los que pudiera fiarse? No, no hasta el momento. No podía permitirse creer en nada que le dijeran, o que leyese, o que implícitamente se supusiese cierto acerca del mundo de su alrededor. No, no podía creer en nada de ello porque, en su conjunto, todo lo que le habían dicho y leído y explicado en la escuela era tan contradictorio, tan sin sentido, tan totalmente loco que no podía ser creído a menos que se comprobara personalmente.

Un momento... El mismo contar esas mentiras, esas contradicciones sin sentido, era un hecho en sí, conocido por él directamente. En ese aspecto eran datos, probablemente datos muy importantes.

El mundo, tal como le había sido mostrado, era un fragmento de sinrazón, el sueño de un idiota. Y sin embargo, lo era en una escala demasiado grande como para no tener alguna razón. Regresó cansadamente al punto original: dado que el mundo no podía ser tan loco como parecía ser, necesariamente debía haber sido dispuesto para que pareciese loco, y así lograr apartarle a él de la verdad.

¿Por qué le habían hecho esto? Y, ¿cuál era la verdad tras la ficción? Debía de haber alguna pista en el mismo engaño. ¿Qué ovillo se deshilvanaba en todo ello? Bueno, en primer lugar le habían dado una superabundancia de explicaciones del mundo que lo rodeaba, filosofías, religiones, explicaciones de «sentido común». La mayor parte de ellas eran tan burdas, tan obviamente inadecuadas, o tan sin sentido, que a duras penas podían esperar que se las tomase en serio. Debían de haber confiado simplemente en que servirían para enmarañar aún más el asunto.

Pero había ciertos supuestos básicos comunes a los centenares de explicaciones de la locura de su alrededor. Debían de ser esos supuestos básicos los que se esperaba que creyese. Por ejemplo, había el concepto profundamente arraigado de que era un «ser humano» esencialmente similar a millones de otros a su alrededor y a otros miles de millones más del pasado y del futuro.

¡Eso era una tontería! Nunca, ni una sola vez, había logrado entrar en verdadera comunicación con todas aquellas cosas que se le parecían tanto, pero que eran tan diferentes. En la agonía de su soledad, hasta se había engañado a sí mismo para llegar a creer que Alice lo comprendía y era un ser como él. Ahora sabía que había suprimido y rehusado examinar millares de pequeñas discrepancias porque no podía ni pensar en volver a su completa soledad. Había necesitado creer que su esposa era un ser vivo, animado, de su propia especie y que comprendía sus más íntimos pensamientos. Había rehusado considerar la posibilidad de que ella fuera simplemente un espejo, un eco... o algo inimaginablemente peor.

Había encontrado una compañera, y el mundo era tolerable, aunque aburrido, estúpido y repleto de insoportables molestias. Se sentía moderadamente feliz y había apartado sus sospechas. Había aceptado, con bastante docilidad, la noria de la que se esperaba que tirase hasta que un pequeño accidente había mostrado por un instante el fraude... y entonces sus sospechas habían vuelto con fuerza arrolladora; el amargo conocimiento de su niñez había quedado confirmado.

Se daba cuenta de que había sido un estúpido al hacer un tal alboroto acerca de ello. Si hubiera mantenido su boca cerrada no lo habrían recluido. Debería haber sido tan sutil y astuto como ellos, manteniendo sus ojos y orejas abiertos, y haberse enterado de los detalles y de las razones del plan en contra de él. Quizá hubiera aprendido cómo burlarlos.

Pero, ¿y qué si lo habían encerrado...? El mundo entero era un manicomio y todos ellos sus loqueros.

Una llave chirrió en la cerradura, y alzó la vista para ver a un enfermero que entraba con una bandeja.

—Aquí está su cena, señor.

—Gracias, Joe —dijo amablemente—. Déjelo por ahí.

—Hay películas esta noche, señor —prosiguió el enfermero—. ¿No le gustaría ir? El doctor Hayward dijo que usted podía...

—No, gracias. Prefiero no ir.

—Me gustaría que lo hiciera, señor —se dio cuenta, divertido, de la persuasiva solicitud del enfermero—. Creo que al doctor le gustaría que lo hiciera. Es una buena película. Hay un dibujo de Mickey Mouse...

—Casi logra convencerme, Joe —contestó con pasiva amabilidad—. Esencialmente, los problemas de Mickey son los mismos que los míos. No obstante, no voy a ir. No tienen por qué molestarse en pasar películas esta noche.

—Oh, en cualquier caso las pasarán. Muchos otros huéspedes irán a verlas.

—¿De verdad? ¿Es un ejemplo de integridad, o está sólo manteniendo usted el engaño, al hablar conmigo? Si eso le causa molestias, Joe, no es necesario que siga fingiendo. cuál es el juego. Si yo no voy, no hay ninguna necesidad de pasar las películas.

Le gustó la sonrisa con la que el enfermero contestó a su embestida. ¿Sería posible que aquel ser hubiera sido creado tal como parecía ser: enormes músculos, carácter flemático, tolerante, perruno? ¿O no había nada tras aquellos amables ojos, nada sino un reflejo robótico? No, era más probable que fuera uno de ellos, dado que se cuidaba tan directamente de él.

El enfermero se fue y él dedicó su atención a la bandeja de su cena, tomando los trozos de carne, ya cortados, con la cuchara, el único cubierto que le facilitaban. Sonrió de nuevo ante su precaución y cuidado por todos los detalles. Pero no había peligro, no destruiría aquel cuerpo mientras le sirviese para investigar la verdad del asunto. Aún había varias sendas de investigación diferentes a su alcance antes de que decidiera dar aquel paso, posiblemente irrevocable.

Tras la cena decidió ordenar mejor sus pensamientos escribiéndolos; obtuvo papel. Comenzaría por la exposición general de algún postulado común a los credos que le habían sido inculcados durante toda su «vida». ¿Vida? Sí, ése mismo serviría. Escribió:

Se me dice que nací hace un cierto número de años y que moriré dentro de otros cuantos. Me han referido varios relatos poco plausibles para explicarme donde estaba antes de nacer y lo que me sucederá después de morir, pero son mentiras burdas, que no tratan de engañar, sino de crear confusión. De todas las formas posibles, el mundo de mi alrededor me asegura que soy mortal, que no llevo aquí sino unos pocos años, y que dentro de unos pocos más habré desaparecido por completo... no existiré.

ERROR: soy inmortal. Trasciendo este pequeño eje temporal. Un período de setenta años no es otra cosa que una fase más de mi experiencia. Sólo superada en certeza por los datos primarios de mi propia existencia, tengo la certidumbre, emocionalmente convincente, de mi propia continuidad. Quizá yo sea una curva cerrada, pero, cerrada o abierta, no tengo ni principio ni fin. La consciencia de sí mismo no es relativa; es absoluta, y no puede ser ni destruida ni creada. La memoria, en cambio, siendo un aspecto relativo de la consciencia, puede ser manejada y probablemente destruida.

Es cierto que la mayor parte de las religiones que me han sido presentadas hablan de la inmortalidad, pero hay que fijarse en la forma en que hablan de ella. La forma más segura de mentir convincentemente es el decir la verdad de una forma no convincente. Ellos no quieren que crea en ello.

Precaución, ¿por qué han tratado con tanto empeño de convencerme de que voy a «morir» dentro de unos pocos años? Tiene que haber una razón muy importante. Supongo que deben de estar preparándome para algún tipo de cambio de primer orden. Puede ser crucialmente importante para mí el averiguar sus intenciones acerca de esto... Probablemente tenga varios años durante los que alcanzar una decisión. Nota: Debo evitar el usar los tipos de razonamiento que me han enseñado.

El enfermero estaba de regreso.

—Su esposa está aquí, señor.

—Dígale que se vaya.

—Por favor, señor: el doctor Hayward se muestra ansioso porque la vea.

—Dígale al doctor Hayward que opino que es un excelente jugador de ajedrez.

—Sí, señor —el enfermero esperó un momento—. Entonces, ¿no va a verla?

—No, no la veré.

Paseó alrededor de la habitación durante un rato después de que el enfermero hubiera salido, con la mente apartada de su recapitulación. Hasta el momento, habían jugado muy decentemente con él desde que lo habían traído allí. Se sentía satisfecho de que le hubieran permitido tener una habitación para él solo, y lo cierto era que contaba con más tiempo libre para meditar que el que le había sido posible dedicar fuera. Claro que llevaban a cabo esfuerzos constantes para distraerlo y mantenerlo atareado pero, mostrándose tozudo, podía saltarse las reglas y ganar cada día algunas horas que dedicar a la introspección.

Pero, ¡maldita sea...! Le gustaría que dejaran de usar a Alice en sus tentativas de apartarle de sus pensamientos. Aunque el intenso terror y revulsión que ella le había inspirado cuando había redescubierto la verdad ahora se había convertido en una simple sensación de repugnancia y disgusto hacia su compañía, no obstante era emocionalmente perturbador el que se la recordasen, el que le obligaran a tomar decisiones acerca de ella.

Después de todo, había sido su esposa durante muchos años. ¿Esposa? ¿Qué era una esposa? Otra alma como la de uno, un complemento, el otro polo necesario en una pareja, un santuario de comprensión y simpatía en las profundidades sin límites de la soledad. Éso es lo que había pensado, lo que había necesitado creer y había creído a pies juntillas durante años. La necesidad expectante de una compañía de su propia especie le había llevado a verse a sí mismo reflejado en aquellos ojos y le había hecho mostrarse poco crítico respecto a las incongruencias ocasionales de las respuestas.

Suspiró. Creía haberse desprendido de la mayor parte de las reacciones emocionales estereotipadas que le habían inculcado mediante preceptos y ejemplos, pero Alice le había calado en lo más hondo, totalmente, y aquello aún le dolía. Había sido feliz... ¿Y qué si había sido un sueño de drogadicto? Le habían dado un excelente, un bello espejo con el que jugar... ¡Y él había sido bien tonto al mirar tras del mismo!

Cansadamente volvió a su recopilación.

El mundo es explicado según una de estas dos formas: la del sentido común que dice que el mundo es más o menos como parece ser y que las conductas y motivaciones ordinarias del hombre son razonables, y la solución religioso-mística que dice que el mundo es puro sueño, irreal, insustancial, y que la realidad está en algún punto más allá.

¡Mentira!: ambas. El esquema del sentido común no tiene el más mínimo sentido. «La vida es corta y repleta de problemas. El hombre, nacido de mujer, nace a los problemas tal como las chispas saltan hacia arriba. Sus días son pocos y están contados. Todo es vanidad y vejación». Esas citas pueden que sean confusas e incorrectas, pero son una buena reproducción de la teoría del sentido común que dice que el mundo es tal cual parece. En un mundo así, el esfuerzo humano es más o menos tan racional como las ciegas acometidas de una polilla contra una bombilla. El «mundo del sentido común» es una ciega locura, salido de ninguna parte, que no va a ninguna parte, sin propósito alguno.

En cuanto a la otra solución, parece superficialmente más racional dado que rechaza el mundo, totalmente irracional, del sentido común. Pero no es una verdadera solución racional, es solo un apartarse de cualquier tipo de realidad, pues rehúsa creer en los resultados del único sistema directo de comunicación entre el ego y el Exterior. Ciertamente, los cinco sentidos son unos canales bien pobres de comunicación, pero son los únicos.

Arrugó el papel y se alzó de la silla, de un salto. El orden y la lógica no servían... su respuesta era correcta porque olía a correcta. Pero aún no la conocía por completo. ¿Por qué la enorme escala del engaño, las innumerables criaturas, continentes completos, la matriz, enormemente complicada y nimiamente detallada, de la loca historia, loca tradición, loca cultura? ¿Por qué preocuparse de algo más que de una celda y una camisa de fuerza?

Debía de ser, tenía que ser, porque era de la máxima importancia el engañarle completamente, pues un engaño menos absoluto no debía de servir. ¿Podría ser que no se atreviesen a dejarle sospechar su verdadera identidad, sin importarles lo difícil y complicado que tuviera que ser el fraude?

Tenía que saberlo. De alguna manera debía lograr superar la decepción y ver lo que pasaba cuando no miraba. Había logrado dar una ojeada; esta vez tenía que verlo bien, atrapar a los titiriteros en sus manipulaciones.

Obviamente, el primer paso sería escapar de aquel manicomio, pero hacerlo tan astutamente que jamás lo viesen, nunca lo pudieran atrapar, no tuviesen una sola posibilidad de preparar el escenario frente a él. Esto sería difícil. Tenía que superarlos en astucia y sutileza.

Una vez estuvo decidido, pasó el resto de la tarde considerando la forma en que podría lograr su propósito. Parecía casi imposible: debía alejarse sin ser visto ni una sola vez y permanecer totalmente oculto. Debían perder completamente su pista de forma que no supieran donde centrar sus engaños. Esto podría significar el sobrevivir sin alimentos durante varios días. Muy bien; podía hacerlo. No debía darles ningún previo aviso por un comportamiento o acción poco habituales.

Las luces parpadearon dos veces. Dócilmente se alzó y comenzó a prepararse para ir a la cama. Cuando el enfermero miró por la mirilla ya estaba en la cama, con la cara vuelta hacia la pared.

¡Alegría! ¡Alegría en todas partes! Era bueno el estar con su propia especie, el oír la música surgiendo de cada cosa viva, como siempre había hecho y siempre haría; era bueno el saber que todo vivía y era consciente de él, participaba de él, como él participaba del resto. Era bueno ser, bueno al conocer la unidad de muchos y la diversidad de uno. Había tenido un mal pensamiento, los detalles se le escapaban, pero ya había desaparecido... nunca había existido; no había lugar para él.

Los sonidos de primera hora de la mañana de la sala adyacente penetraron en el cuerpo adormilado que le alojaba allí y gradualmente le devolvieron la percepción de la sala del hospital. La transición fue tan suave que logró llevar consigo un recuerdo completo de lo que había estado haciendo y del por qué. Se quedó quieto, con una leve sonrisa en el rostro, y saboreó la tosca, pero no exenta de placer, languidez del cuerpo que usaba. Era extraño que hubiera olvidado, a pesar de sus trampas y estratagemas. Bueno, ahora que había recordado la clave, pronto arreglaría las cosas en aquel extraño lugar. Los llamaría inmediatamente y les anunciaría el nuevo orden. Sería divertido ver la expresión del viejo Glaroon cuando se diera cuenta de que el ciclo había terminado...

El clic de la mirilla y el raspar de la puerta al abrirse guillotinaron su tren de pensamientos. El enfermero de la mañana entró animadamente con la bandeja del desayuno y la colocó sobre la mesita inclinable.

—Buenos días, señor. Hace un día hermoso y radiante... ¿Lo quiere en la cama?

¡No contestes! ¡No escuches! ¡Suprime esa distracción! Es parte de su plan... pero ya era tarde, demasiado tarde. Notó como resbalaba, caía, era arrancado de la realidad y devuelto al mundo del engaño en el que lo mantenían. Lo había perdido, perdido totalmente, si una sola asociación a su alrededor en la que anclar su memoria. No le quedaba nada más que la sensación de una pérdida desconsoladora y el agudo dolor de una catarsis insatisfecha.

—Déjelo donde está. Ya me ocuparé de él.

—De acuerdo —el enfermero salió, cerrando la puerta de golpe y dando ruidosas vueltas a la llave.

Se quedó muy quieto durante un largo tiempo, con cada prolongación nerviosa de su cuerpo pidiendo alivio a gritos.

Al fin se levantó de la cama, aún miserablemente desconsolado, y trató de concentrarse en sus planes de fuga, pero el tirón psíquico que había recibido al ser traído de vuelta, tan repentinamente, de su plano de realidad lo había perturbado emocionalmente. Su mente insistía en rumiar sus dudas, en lugar de dedicarse a un pensamiento constructivo. ¿Era posible que el doctor tuviera razón, que no estuviera solo en aquel miserable dilema? ¿Estaba simplemente sufriendo una paranoia, una falsa ilusión de grandeza?

¿Pudiera ser que cada unidad de aquel burbujeante conjunto que le rodeaba fuera la prisión de otro ego solitario: desvalido, ciego y mudo, condenado a una eternidad de miserable soledad? ¿Era la expresión de sufrimiento que había visto en el rostro de Alice el verdadero reflejo de un tormento íntimo, y no simplemente el resultado de una actuación cuyo fin era maniobrarlo a él, de acuerdo con sus planes?

Sonó una llamada en su puerta. Dijo:

—Entre —sin alzar la vista. No le importaban sus idas y venidas.

—Querido... —una voz bien conocida habló lenta e indecisa.

—¡Alice! —Se puso en pie inmediatamente, frente a ella—. ¿Quién te dejó entrar?

—Por favor, cariño, por favor... Tenía que verte.

—No hay derecho. No hay derecho —hablaba más para él que para ella. Y luego—: ¿Por qué viniste?

Se enfrentó a él con una dignidad que no había esperado. La belleza de su rostro infantil había sido estropeada por líneas y sombras, pero brillaba con inesperado coraje.

—Te quiero —le contestó ella suavemente—. Puedes decirme que me vaya, pero no puedes impedir que siga amándote y tratando de ayudarte.

Le dio la espalda en una agonía de indecisión. ¿Pudiera ser que la hubiera juzgado mal? ¿Habría, tras aquella barrera de carne y símbolos sonoros, un espíritu que verdaderamente suspiraba por el suyo? Amantes susurrando en la oscuridad...

—¿Comprendes, no?

—Sí, cariño mío, comprendo.

—Entonces nada de lo que pase puede importarnos, mientras estemos unidos y comprendamos... —Palabras, palabras, rebotando huecamente en una pared incólume...

¡No, no podía estar equivocado! La pondría a prueba de nuevo...

—¿Por qué me mantuviste en aquel trabajo en Omaha?

—Pero si yo no te hice permanecer en el trabajo... Únicamente te indiqué que deberíamos pensarlo dos veces antes de ...

—No importa. No importa. —Suaves manos y un dulce rostro impidiéndole con tranquila terquedad el hacer lo que su corazón le decía que hiciese. Siempre con la mejor de las intenciones, la mejor de las intenciones, pero siempre de tal forma que nunca había logrado del todo hacer las cosas tontas, irrazonables que él sabía que valían la pena. Apresúrate, apresúrate, apresúrate y lucha, con un jockey de rostro de ángel ocupándose de que no te detengas el tiempo suficiente para pensar por ti mismo...—. ¿Por qué trataste de impedir que volviera a la parte de atrás del piso de arriba, aquel día?

Ella consiguió sonreír, aunque sus ojos ya estaban derramando lágrimas.

—No sabía que realmente te importase. No quería que perdiésemos el tren.

Había sido una cosa pequeña, sin importancia. Por alguna razón, que no le resultaba clara ni a él mismo, había insistido en volver al piso de arriba, a su estudio, cuando estaban a punto de salir de casa para emprender unas cortas vacaciones. Estaba lloviendo, y ella le había indicado que apenas si tenían tiempo de llegar a la estación. Él la había sorprendido, y se había sorprendido a sí mismo, al insistir en hacer lo que quería en circunstancias en las que nunca se había mostrado testarudo.

Había llegado a empujarla a un lado para abrirse camino hacia las escaleras. Y aún así, no habría tenido ninguna consecuencia sino hubiera, sin necesidad alguna, alzado la persiana de la ventana que daba a la parte trasera de la casa.

Era una cosa realmente sin importancia. Había estado lloviendo, con fuerza, en la parte delantera. Desde esta ventana se veía un cielo claro y soleado, sin señales de lluvia.

Se había quedado allí un largo rato, contemplando el imposible resplandor del sol y reestructrando el cosmos en su mente. Reexaminó sus dudas, suprimidas durante largo tiempo a la luz de aquella pequeña, pero totalmente inexplicable discrepancia. Luego, se había vuelto y había hallado que ella estaba en pie tras de él.

Desde entonces había intentado lograr olvidar la expresión que había sorprendido en su rostro.

—¿Y qué me dices de aquella lluvia?

—¿La lluvia? —repitió ella con voz débil y asombrada. —Pues sí, estaba lloviendo, naturalmente. ¿A qué te refieres?

—A que no estaba lloviendo en lo que se veía por la ventana de mi estudio.

—¿Cómo? Pues claro que llovía. Me di cuenta de que el sol aparecía entre las nubes durante un momento, pero eso fue todo.

—¡Tonterías!

—Pero, cariño, ¿qué tiene que ver el tiempo contigo y conmigo? ¿Qué importancia tiene, para nosotros, el que llueva o no? —Se le acercó tímidamente y deslizó una pequeña mano entre su brazo y su costado—. ¿Acaso soy responsable del tiempo?

—Creo que sí lo eres. Ahora, por favor, vete.

Se apartó de él, se secó desesperadamente los ojos, tragó saliva, y luego dijo con una voz que obligaba a ser firme:

—De acuerdo, me iré. Pero recuerda... puedes volver a casa si lo deseas. Y yo estaré allí, si lo deseas. —Esperó un momento, y luego añadió titubeante—: ¿Querrías... darme un beso de despedida?

Él no le respondió en forma alguna, ni con la voz ni con los ojos. Ella lo miró, luego se dio la vuelta, tanteó ciegamente la puerta, y salió corriendo.

El ser al que conocía por Alice se dirigió al lugar de montaje sin detenerse en cambiar de forma.

—Es necesario suspender esta secuencia. Ya no soy capaz de influir en sus decisiones.

Lo habían estado esperando, y sin embargo se agitaron preocupados.

El Glaroon se dirigió al Principal de Manipulación:

—Prepárese a injertar inmediatamente la línea de memorias seleccionada.

Luego, volviéndose hacia el Principal de Operaciones, el Glaroon le dijo:

—La extrapolación muestra que intentará escapar dentro de dos de sus días. Esta secuencia comenzó a degenerar a causa de su error al no extender aquella lluvia a todo su alrededor. Tenga más cuidado.

—Sería más simple si comprendiésemos sus motivaciones.

—En mi actitud de doctor Hayward, he pensado eso a menudo —comentó el Glaroon acerbamente—. Pero, si comprendiésemos sus motivos, seríamos parte de él. ¡Acuérdese del Tratado! Casi logró recordar.

El ser conocido como Alice habló:

—¿No podría tener el Taj Majal en la siguiente secuencia? Por alguna razón, parece apreciarlo.

—¡Está comenzando a ser asimilada!

—Quizá. No tengo miedo. ¿Lo recibirá?

—Será tomado en consideración.

El Glaroon continuó con sus órdenes:

—Dejen las estructuras en pie hasta la suspensión. La ciudad de Nueva York y la Universidad de Harvard están siendo desmanteladas en este momento. Apártenlo de esos sectores.

«¡Muévanse!»