ÉL
H. P. LOVECRAFT
¿Vivimos realmente en un mundo que es la lógica consecuencia de las eras que nos han precedido? ¿Es esta época rugiente, estrepitosa y polucionada la normal descendencia de la lenta y ordenada progresión de los siglos? ¿O se ha producido un crecimiento anormal? Así lo creía H. P. Lovecraft. Y, aunque vivía en nuestros tiempos, le agradaba pensar en sí mismo como alguien cuyo corazón pertenecía al pasado. Este relato nos cuenta el por qué.
Lo vi en una noche insomne, cuando caminaba desesperadamente para salvar mi alma y mi visión. El venir a Nueva York había sido un error; pues donde había buscado asombro e inspiración, en los concurridos laberintos de las antiguas calles que zigzaguean sin fin desde patios, plazas y muelles olvidados hasta otros patios, plazas y muelles igualmente olvidados, y en las ciclópeas torres modernas y espiras que se alzan oscuramente babilónicas bajo lunas menguantes, tan solo había hallado una sensación de horror y opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme. La desilusión había sido gradual. Al llegar por primera vez a la ciudad, la había visto en el atardecer desde un puente, majestuosa sobre las aguas, con sus increíbles picos y pirámides alzándose como flores, delicadamente, desde estanques de niebla violeta, para jugar con las llameantes nubes doradas y las primeras estrellas de la noche. Luego, se había iluminado, ventana a ventana, por encima de las destelleantes olas en las que cabeceaban y se deslizaban las linternas, mientras las graves sirenas mugían extrañas armonías, y la ciudad misma se había convertido en un estrellado firmamento de ensueño, con la fragancia de la música de las hadas, con las maravillas de Carcasona y Samarkanda y El Dorado y todas las ciudades gloriosas y míticas. Poco después fui llevado a través de aquellos antiguos caminos tan caros a mi fantasía: callejones estrechos y sinuosos, y pasadizos en los que hileras de ladrillos rojos de Georgia parpadeaban con pequeñas buhardas sobre puertas columnadas, que habían contemplado relucientes berlinas y carruajes artesanados, y, con la primera euforia de la realización de aquellas cosas largo tiempo deseadas, pensé que al fin había conseguido unos tesoros que con el tiempo me convertirían en poeta.
Pero el éxito y la felicidad no iban a ser míos. La deslumbradora luz del sol me mostró solo escualidez y extrañeza, y la nociva elefantiasis de la piedra que trepa y se extiende, allá donde la luna había sugerido belleza y magia antigua; y las masas de gente que hormigueaban por las calles parecidas a cañadas estaban compuesta por macizos y atezados extraños de rostros endurecidos y ojos pequeños, astutos extraños sin sueños y sin parentesco con los escenarios de su alrededor, que nunca podían significar nada para un hombre de ojos azules de la antigua raza, que llevaba el amor de los bellos campos verdes y de los blancos campanarios de los pueblos de la Nueva Inglaterra en su corazón.
Así que, en lugar de los poemas en que había confiado, únicamente sentí un estremecedor vacío y una inefable soledad; y al fin comprendí una terrible verdad que nadie se había atrevido a susurrar antes: el inmencionable secreto de los secretos, el hecho de que esta ciudad de piedra y estridor no es una perpetuación sensible del Viejo Nueva York, como Londres lo es del Viejo Londres y París del Viejo París, sino que en realidad está muerta, con su yacente cuerpo imperfectamente embalsamado e infestado de extrañas cosas animadas que no tienen nada que ver con lo que fue cuando estuvo en vida. Al realizar este descubrimiento, cesé de dormir apaciblemente; aunque algo de la tranquila resignación volvió a mí cuando gradualmente adquirí el hábito de permanecer alejado de las calles durante el día, aventurándome únicamente en ellas por la noche, cuando la oscuridad hace surgir lo poco del pasado que, cual un fantasma aún permanece, y los viejos portales blancos recuerdan las fornidas figuras que en otro tiempo pasaron por ellos. Gracias a esta especie de paliativo, hasta llegué a escribir unos pocos poemas, y aun logré contener mis deseos de regresar a casa, con mi gente, para que no pareciese que volvía arrastrándome, miserablemente derrotado.
Entonces, durante el paseo de una noche insomne, me encontré con el hombre. Estaba en un grotesco patio oculto del barrio de Greenwich, pues en mi ignorancia era allí donde me había afincado, habiendo oído que el lugar era el hogar natural de los poetas y artistas. Ciertamente, las calles y casas arcaicas me habían encantado, así como los inesperados retazos de plaza y patio, y cuando descubrí que tales poetas y artistas no eran sino pretenciosos charlatanes cuyas rarezas son oropeles y cuyas vidas son una negación de toda aquella pura belleza que es la poesía y el arte, seguí allí por amor hacia aquellas cosas venerables. Me las imaginaba como fueron en su momento de esplendor, cuando Greenwich era un plácido pueblecito aún no absorbido por la ciudad; y en las horas previas a la madrugada, cuando todos los trasnochadores se habían esfumado, yo acostumbraba a vagar solitario por sus crípticas revueltas, elucubrando sobre los extraños arcanos que incontables generaciones debían de haber depositado allí. Esto mantenía viva mi alma, y me ofrecía algunos de aquellos sueños y visiones por los que sollozaba el poeta que tenía muy dentro de mí.
El hombre se acercó a mí hacia las dos de una nublada noche, mientras estaba caminando por una serie de patios separados que no eran accesibles sino a través de los oscuros corredores de los edificios intermedios, pero que antes formaban una red continua de pintorescos callejones. Había oído hablar de ellos en ciertos rumores y me di cuenta de que no debían de estar en ningún mapa actual; pero el hecho de que estuvieran olvidados solo logró acrecentar mi interés por ellos, y los había buscado con el doble de mi habitual ahínco. Ahora que los había hallado, mi interés se redoblaba de nuevo; pues algo en su disposición indicaba vagamente que pudieran formar parte de un gran conjunto, y que otros similares, oscuros y enmudecidos, estuviesen atrapados entre altas paredes lisas y alojamientos traseros abandonados, o acechando, desprovistos de faroles, tras arcos, no traicionados por las hordas de habla extranjera, o guardados por fugitivos artistas cuyas actuaciones están reñidas con la publicidad o la luz del día.
Me habló sin previa presentación, notando mi estado de ánimo y mi curiosidad, mientras estudiaba ciertas puertas con aldabones sobre escaleras con barandillas de hierro, mientras el pálido brillo de claraboyas con tracerías iluminaba débilmente mi rostro. Su propia faz estaba en sombras, y llevaba un sombrero de ala ancha que, de alguna forma, se combinaba perfectamente con la anticuada capa que lo envolvía; pero yo ya estaba sutilmente inquieto antes de que se dirigiese a mí. Su figura era muy frágil, delgada hasta casi ser esquelética; y su voz resultó ser extraordinariamente suave y hueca, aunque no particularmente profunda. Habíase, dijo, fijado en mis paseos en varias ocasiones; e infería que me asemejaba a él en el amor a los vestigios de tiempos pasados. ¿No me gustaría contar con la guía de alguien muy habituado a tales exploraciones, y en posesión de una información local obviamente mucho más profunda que la que hubiera podido obtener cualquier recién llegado?
Mientras hablaba, pude dar una ojeada a su rostro a la amarilla luz de la solitaria ventana de un ático. Era un semblante noble, anciano, casi hermoso; y tenía las señales de un linaje y refinamiento poco usuales en aquel tiempo y lugar. Y sin embargo, algo en él me perturbaba casi tanto como me complacían sus facciones; quizá fuera demasiado blanco, o demasiado desprovisto de expresión, o demasiado acorde con la localidad, para que me sintiese tranquilo. A pesar de todo, lo seguí; pues en aquellos lúgubres días mi búsqueda de las bellezas y misterios de la antigüedad era lo único que mantenía viva mi alma, y consideré un valioso favor del Destino el hallarme con alguien cuyas búsquedas, similares a las mías, parecían haber profundizado mucho más.
Algo en la noche constreñía al hombre de la capa a guardar silencio, y durante una larga hora me guió sin palabras innecesarias, haciendo solo los comentarios más breves posibles acerca de antiguos nombres, fechas y cambios, y dirigiendo mi camino principalmente mediante gestos, mientras nos apretujábamos por intersticios, caminábamos de puntillas por corredores, escalábamos paredes de ladrillo... En una ocasión incluso tuvimos que avanzar a gatas por un pasadizo de piedra en arco, cuya inmensa longitud y tortuosas revueltas borraron por fin cualquier noción de localización geográfica que había logrado preservar. Las cosas que vimos eran muy antiguas y maravillosas, o al menos así parecían bajo los tenues rayos de luz que las iluminaban, y nunca olvidaré las tambaleantes columnas jónicas, los pilares estriados y los postes de hierro, rematados por urnas, de las verjas, y las deslumbrantes ventanas con dintel y decoraciones en abanico que parecían hacerse más fantásticas y extrañas a medida que avanzábamos por aquel laberinto inacabable de desconocida antigüedad.
No encontramos a nadie, y a medida que pasaba el tiempo las ventanas iluminadas se hacían cada vez más raras. Las farolas que habíamos encontrado al principio eran de aceite, y con antigua forma de losange. Luego me di cuenta de que algunas eran de velas; y al fin, tras atravesar un horrible patio sin iluminación por el que mi guía tuvo que conducirme asido de su mano enguantada, a través de la total oscuridad, hasta una estrecha puerta de madera situada en una alta pared, llegamos a un fragmento de callejón iluminado, increíblemente, solo por linternas frente a cada séptima casa. Linternas de la época colonial, de latón, con tapas cónicas y agujeros perforados en los costados. Este callejón subía en abrupta pendiente; mucho más abrupta de lo que me hubiera imaginado en aquella parte de Nueva York, y el extremo superior estaba totalmente cerrado por la pared, recubierta de hiedra, de una mansión privada, tras la cual podía ver una pálida cúpula y las copas de los árboles agitándose contra una vaga claridad en el cielo. En esta pared había un pequeño arco con una puerta de madera de cedro negro claveteado, que el hombre abrió con una enorme llave. Me guió, en la total oscuridad, por lo que parecía ser un sendero de grava, y finalmente subimos unos escalones de piedra hasta la puerta de una casa, que abrió dejándome entrar. Nos introducimos y, al hacerlo, me sentí asaltado por un súbito mareo debido a un hedor de infinito enmohecimiento que salió a recibirnos, y que debía de ser el fruto de incontables siglos de deterioro. Mi anfitrión no pareció darse cuenta de ello, y por cortesía yo permanecí callado; lo seguí por una escalera en espiral, a través de una sala, y finalmente, al interior de una habitación cuya puerta le oí cerrar detrás de nosotros. Entonces corrió las cortina de tres ventanas con celosías, que apenas si se recortaban contra el cielo que se iba iluminando; seguidamente se dirigió hacia la repisa de la chimenea, golpeó un pedernal, encendió dos velas de un candelabro de doce brazos, e hizo un gesto que invitaba a una queda conversación.
Bajo aquella débil iluminación vi que estábamos en una espaciosa, bien provista y artesonada biblioteca que databa del primer cuarto del siglo XVIII, con espléndidas cornisas en las puertas, una deliciosa cornisa dórica y un adorno sobre la chimenea magníficamente tallado. Sobre las repletas estanterías, a intervalos a lo largo de las paredes, había varios retratos familiares, deslustrados hasta adquirir una enigmática lobreguez, que mostraban un inequívoco parecido con el hombre que ahora me indicaba un sillón junto a una grácil mesa chippendale. Antes de sentarse, al otro lado de la mesa, mi anfitrión hizo una pausa, como turbado; luego, quitándose lentamente los guantes, el sombrero de ala ancha y la capa, dejó al descubierto su completo atavío de la época georgiana, desde la peluca con tirabuzón y gola hasta los calzones cortos, medias de seda y zapatos de hebilla, en los que no me había fijado previamente. Entonces, hundiéndose lentamente en un sillón con respaldo en forma de lira, comenzó a mirarme fijamente.
Sin su sombrero, adquirió un aspecto de extrema ancianidad, que apenas si resultaba visible antes, y me pregunté si este aspecto no percibido de singular longevidad no habría sido una de las fuentes de mi inquietud primera. Cuando al fin habló, su voz suave, hueca y cuidadosamente contenida, temblaba con frecuencia; y de vez en cuando tenía grandes dificultades para entenderlo, mientras lo escuchaba con un estremecimiento de incredulidad y una alarma medio consciente que crecía a cada instante.
—Contempla usted, caballero —comenzó mi anfitrión—, a un hombre de hábitos muy excéntricos, por cuyo atuendo no es necesario ofrecer apologías a una persona de su sagacidad e inclinaciones. Reflexionando sobre mejores tiempos, no he sentido escrúpulo alguno en investigar sus costumbres y adoptar sus usos y forma de vestir; una indulgencia que no ofende a nadie si es practicada sin ostentación. A mi buena fortuna debo el haber conservado el predio rural de mis antepasados, a pesar de que fue tragado por dos ciudades, primero Greenwich, que lo rebasó después de 1800, y luego Nueva York, que llegó aquí hacia 1830. Había muchas razones para que este lugar siguiera perteneciendo a mi familia, y yo no he omitido cumplir con tales obligaciones. El gentilhombre que heredó la propiedad en 1768 estudió ciertas artes y llevó a cabo ciertos descubrimientos, todos ellos referentes a influencias que residían en este terreno en particular y que merecían la más cuidadosa de las guardias. Me propongo ahora mostrarle algunos curiosos efectos de esas artes y descubrimientos, bajo el más absoluto de los secretos; y creo que puedo fiarme lo bastante de mi capacidad para juzgar a los hombres a simple vista como para no desconfiar ni de su interés ni de su fidelidad.
Hizo una pausa, pero yo solo pude asentir con la cabeza. Ya he dicho que estaba alarmado, y no obstante, no había nada más mortífero para mi alma que el materialista mundo diurno de Nueva York, y, se tratase aquel hombre de un inofensivo excéntrico o de un practicante de peligrosas artes, no tenía otra elección que seguirlo y apaciguar mi ansia de lo maravilloso en aquello que tuviera para ofrecer. Así que le escuché.
—Mi... antepasado —continuó suavemente—, pensaba que en la voluntad humana residían algunas cualidades muy peculiares; cualidades que tenían un dominio insospechado, no solamente sobre los actos de uno mismo y de los demás, sino sobre cada variedad de fuerzas y sustancias de la Naturaleza, y sobre muchos elementos y dimensiones considerados más universales que la misma Naturaleza. Me atrevería a decir que se mofaba de la santidad de cosas tan excelsas como el espacio y el tiempo, y de que dio extraños usos a los ritos de ciertos pieles rojas mestizos que en otro tiempo acamparon sobre esta colina... Esos indios mostraron su cólera cuando la casa fue edificada, e insistieron tercamente en solicitar poder visitar el terreno durante el plenilunio. A lo largo de los años, saltaban la tapia cada mes, cuando les era posible, y furtivamente llevaban a cabo ciertos actos. Luego, en 1868, el nuevo gentilhombre los sorprendió en plena realización de los mismos, pero no dijo nada de lo que vio. Más tarde, tuvo tratos con ellos y les concedió libre acceso a su terreno a cambio del conocimiento exacto de lo que hacían, a cambio de la sabiduría que sus abuelos obtuvieron, en parte a través de las costumbres de sus antepasados piel roja y en parte de un viejo holandés, en los tiempos de la primitiva colonia. Y, apestado sea, me temo que el gentilhombre les sirviese un ron monstruosamente malo, intencionadamente o no, pues una semana más tarde de enterarse del secreto era el único hombre vivo que lo conocía. Usted, caballero, va a ser el primer extraño al que se le cuente que hay un secreto, y voto a bríos que nunca hubiera corrido el riesgo de entrometerme tanto en... los poderes, si vos no hubierais mostrado tal aprecio por las cosas pasadas.
Me estremecí mientras el hombre se tornaba locuaz, con unos manierismos que eran de otro tiempo. Prosiguió:
—Pero debéis saber, caballero, que lo que el gentilhombre obtuvo de aquellos salvajes mestizos no fue sino una pequeña parte de la sabiduría que llegó a poseer. No por nada había estudiado en Oxford, y no había malgastado el tiempo que había pasado hablando con un antiguo alquimista y astrólogo en París. Resumiendo, llegó al convencimiento de que todo el mundo no es sino el humo de nuestros intelectos... Fuera del alcance de la voluntad del vulgo, pero que puede ser sorbido y expulsado por los sabios como cualquier nube de buen tabaco de Virginia. Aquello que queremos, lo podemos crear a nuestro alrededor; y aquello que no deseamos, lo podemos hacer desaparecer. No diré que esto sea totalmente cierto, pero lo es lo bastante como para poder ofrecer un excelente espectáculo de tiempo en tiempo. Usted, creo, se sentiría dichoso ante una mejor visión de ciertos años pasados, superior a la que le permite su imaginación; así que hágame la cortesía de contener el pavor ante lo que pienso mostrarle. Venga a la ventana y permanezca en silencio.
Entonces, mi anfitrión me tomó de la mano para llevarme a una de las dos ventanas de la parte más larga de la habitación maloliente y, al primer toque de sus dedos sin guantes, me quedé helado. Su carne, aunque dura y firmé, tenía el tacto del hielo; y casi me desasí de su apretón. Pero de nuevo pensé en la vacuidad y horror de la realidad, y temerariamente me preparé a seguirlo a dondequiera que me llevara. Una vez en la ventana, el hombre apartó las cortinas de seda amarilla y dirigió mi mirada a la oscuridad exterior. Por un momento no vi sino una miríada de pequeñas luces danzantes, lejos, muy lejos... Luego, como en respuesta a un solapado movimiento de la mano de mi anfitrión, un destello de luz y calor recorrió la escena, y vi un mar de lujuriante follaje; follaje no polucionado, y no el mar de tejados que hubiera esperado cualquier mente normal. A mi derecha, el Hudson destellaba malévolamente y enfrente, a lo lejos, vi el poco saludable resplandor de una gran ciénaga salobre constelada de nerviosas luciérnagas. El resplandor murió y una diabólica sonrisa iluminó el cerúleo rostro del anciano nigromante.
—Eso fue antes de mis tiempos... antes de los tiempos del nuevo gentilhombre. Le ruego me permita intentarlo otra vez.
Me sentía débil, mucho más incluso de lo que me hacía sentir la odiosa modernidad de aquella maldita ciudad.
—¿Buen Dios! —susurré—. ¿Puede hacer eso con cualquier tiempo?
Y, mientras asentía, y desnudaba las ennegrecidas raíces de lo que en otro tiempo fueron colmillos amarillentos, me así a las cortinas para evitar desplomarme. Pero él me sujetó con aquella terrible garra helada, y una vez más hizo el solapado gesto.
De nuevo destelló el relámpago, pero esta vez sobre una escena no totalmente extraña. Era Greenwich, el Greenwich que otrora fue, en el que aquí y allá se veían un techo o una hilera de casas tal cual son ahora, y no obstante con bellos paseos verdes y campos y parcelas de pastos comunales. La ciénaga aún brillaba más allá, pero en la lejanía veía los campanarios de lo que en aquel entonces era Nueva York: Trinidad y San Pablo y la Iglesia de Ladrillo que dominaba a sus hermanas, y una tenue humareda de madera ardiendo que flotaba sobre el conjunto. Respiré profundamente, pero no tanto a causa de la visión misma como ante las posibilidades que mi imaginación conjuró aterrorizada.
—¿Puede... se atreve... a ir lejos? —Hablé con espanto, y creo que lo compartió durante un segundo, pero la diabólica sonrisa volvió.
—¿Lejos? ¡Lo que yo he visto le convertiría a usted en una enloquecida estatua de piedra! ¡Hacia atrás, hacia atrás... Hacia adelante, hacia adelante... Mire, niñato!
Mientras mascullaba la frase entre dientes hizo un nuevo gesto, haciendo aparecer en el firmamento un relámpago más cegador que cualquiera de los anteriores. Durante más de tres segundos pude contemplar aquella visión pandemónica, y en aquellos segundos vi una escena que siempre me atormentará en sueños. Vi los cielos infestados de extrañas cosas voladoras, y bajo ellas una infernal ciudad negra de gigantescas terrazas de piedra con impías pirámides lanzadas salvajemente hacia la luna, y luces demoníacas ardiendo en innumerables ventanas. Y hormigueando repugnantemente por las galerías aéreas vi a las gentes amarilla y de ojos oblicuos de la ciudad, horriblemente ataviados de rojo y naranja, y danzando locamente al tamborileo de enfebrecidos timbales, al repiqueteo de obscenos crótalos, y bajo el maníaco mugir de apagados cuernos cuyos incesantes cantos fúnebres se alzaban y caían ondulantemente como las olas de un sacrílego océano de bitumen.
Contemplé la visión, digo, y escuché como con el oído de la mente el blasfemo estrépito de cacofonía que la acompañaba. Era la ululante culminación de todo el horror que en aquella ciudad-cadáver había estremecido alguna vez mi alma, y olvidando cualquier intimación de silencio, aullé y aullé y aullé cuando mis nervios cedieron y las paredes giraron a mi alrededor.
Entonces cuando se apagó el relámpago, vi que mi anfitrión también temblaba; una mueca de alucinante horror medio borraba de su rostro la reptilesca expresión de ira que mis alaridos habían causado. Se tambaleó, se aferró a las cortinas tal como yo había hecho antes, y agitó locamente su cabeza, como un animal acorralado. Y Dios sabe que tenía motivo, pues cuando se fueron apagando los ecos de mis gritos, se oyó otro sonido tan diabólicamente sugestivo que solo mi estado de anonadamiento me mantuvo cuerdo y consciente. Era el continuo y furtivo crujir de las escaleras al otro lado de la puerta cerrada, como si subiese por ella una horda de pies descalzos o enfundados en piel; y luego el decidido tabletear del pasador de bronce que brillaba a la débil luz de las velas. El viejo extendió sus garras y me escupió a través del pútrido aire, y ladró cosas en el interior de su garganta mientras oscilaba con la cortina amarilla a la que se aferraba.
—¡La luna llena... Maldito sea... mal... dito perro ladrador... Les llamó, y vienen a por mí! Pies con mocasines... hombres muertos... ¡El diablo os lleve, diablos rojos, os aseguro que no envenené aquel ron...! ¿Acaso no he conservado el secreto de vuestra endemoniada magia...? Os embriagasteis hasta caer muertos, malditos seáis, y no obstante le echáis las culpas al gentilhombre... ¡Dejadlo ya! Soltad ese pasador... Nada tenéis que hacer aquí...
En aquel punto tres golpes lentos y muy deliberados agitaron los paneles de la puerta, y una espuma blanca se formó en la boca del frenético mago. Su terror, transformándose en férrea desesperación, hizo recrudecerse su ira contra mí, y dio un paso tambaleante hacia la mesa en cuyo borde yo me apoyaba. Las cortinas, que aún aferraba con su mano derecha mientras con la izquierda formaba una garra con que atraparme, se pusieron tensas y finalmente cayeron de sus altos soportes, dejando paso a una inundación de la luz de la luna llena que había presagiado el resplandor del cielo. Bajo aquellos rayos verdosos palidecieron las velas, y una nueva sensación de decrepitud se extendió sobre la hedionda habitación, sobre su carcomida madera, su combado suelo, su maltrecha repisa sobre la chimenea, su destartalado mobiliario y andrajosos cortinajes. Se extendió también sobre el viejo, y ya fuera a causa de ello o debido a su miedo y vehemencia, vi como se marchitaba y ennegrecía mientras se acercaba a mí tratando de alcanzarme con sus encorvadas garras. Tan solo sus ojos seguían intactos, y brillaban con una incandescencia dilatada e impulsiva que aumentaba mientras el rostro, a su alrededor, se carbonizaba y consumía.
La llamada en la puerta fue repetida con mayor insistencia, y esta vez tenía un sonido metálico. La cosa negruzca que se me enfrentaba no era ya más que una cabeza con ojos, que trataba impotentemente de reptar sobre el suelo que se hundía, y que emitía ocasionalmente débiles esputos de maldad imperecedera. Entonces, rápidos y astillantes golpes estremecieron los envejecidos paneles, y vi el brillo de un tomahawk que hendía la lacerada madera. No me moví, porque no podía; pero contemplé ofuscado como la puerta caía hecha pedazos para dejar paso al flujo informe de una sustancia parecida a la tinta, tachonada de brillantes y malévolos ojos. Fluía espesa, como una oleada de aceite que hubiese hecho reventar un tanque podrido, hizo caer una silla mientras se extendía, y finalmente corrió bajo la mesa y a través de la sala, hasta donde estaba la cabeza ennegrecida, cuyos ojos aún me miraban con ira. Se cerró sobre la cabeza, tragándola completamente, y al cabo de un momento comenzó a retroceder; llevándose su carga invisible sin tocarme, y fluyendo de nuevo por aquella puerta negra, escaleras abajo, haciendo crujir los escalones como antes, aunque al revés.
Entonces, se hundió por fin el suelo, y caí jadeando a la oscura cámara de abajo, casi ahogándome en telas de araña y medio loco de terror. La luna verde, que brillaba a través de rotas ventanas, me mostró que la puerta estaba semiabierta; y, mientras me alzaba del suelo cubierto de yeso, y me libraba de los restos del techo, vi como la atravesaba un repugnante torrente de oscuridad, con puñados de funestos ojos brillando en él. Buscaba la puerta del sótano, y cuando la encontró, se desvaneció por ella. Entonces noté como el suelo de la habitación de abajo se hundía tal como lo había hecho el de la de arriba, y un estrépito en lo alto fue seguido por el desplomarse, a través de la ventana oeste, de algo que debía de haber sido la cúpula. Liberado momentáneamente de los cascotes, corrí hacia la puerta delantera y, siéndome imposible abrirla, tomé una silla y rompí una ventana, saltando como un demente al descuidado jardín en el que la luz de la luna danzaba sobre hierbas y arbustos. La tapia era alta, y todas las puertas estaban cerradas; pero llevando un montón de cajas a un rincón logré alcanzar la parte alta y asirme a la gran urna de piedra que allí había.
Exhausto, solo podía ver a mi alrededor extrañas paredes y ventanas y viejos techos a la holandesa. No se distinguía por parte alguna la empinada calle por la que habíamos llegado, y lo poco que veía desapareció rápidamente bajo una niebla que subía del río, a pesar de la brillante luz de la luna. De pronto, la urna a la que me aferraba comenzó a temblar, como si compartiese mi mareo; y al cabo de un instante mi cuerpo cayó, desplomándose hacia no sé que destino.
El hombre que me encontró dijo que debí arrastrarme largo trecho a pesar de mis huesos rotos, pues un rastro de sangre se extendía tan lejos como se atrevió a mirar. La lluvia pronto borró ese nexo con el escenario de mi desventura, y los informes no pudieron decir mas que había aparecido, procedente de un lugar ignoto, en la entrada de un pequeño patio ciego, junto a la calle Perry.
Nunca pensé en regresar a aquellos tenebrosos laberintos, ni enviaría allí a un hombre cuerdo, aunque pudiera. Quién o qué era aquel anciano ser, es algo de lo que no tengo ni idea, pero repito que la ciudad está muerta y repleta de horrores insospechados. No sé a dónde fue, pero yo he regresado a casa, a las puras praderas de Nueva Inglaterra sobre las que soplan fragantes vientos marinos al atardecer.