HORROR, ERGO SUM

Horror, ergo sum. Pero, ¿qué horror?

Vivimos en una lábil frontera de pesadillas. Las perspectivas de nuestra realidad parecen dictadas por una mentalidad científica... que depende de los diablos. El antiguo demonio Abigor (era un diablo superior, que mandaba sesenta legiones infernales; tomaban la apariencia de un apuesto caballero, con lanza, cetro y estandarte, montado sobre un blanco corcel alado; conocía los senderos del futuro y todos los secretos de la guerra) ha cedido su puesto a entidades luciferinas que visten batas blancas, llevan gafas, manejan complejos cuadrantes, manipulan genios...

El horror, antaño encerrado dentro de nosotros, ahora está fuera. Es algo cotidiano, se encuentra al hojear el periódico, al doblar la esquina, está oculto tras el neón del estanco, en la espiral rodante que indica la peluquería, tiene el aliento de los tubos de escape de los vehículos, corre entre el metro de Milán y los sucios rincones de Nueva York, fuma en astrosas chabolas de Méjico, se inyecta sustancias venenosas en un ático romano, en una buhardilla marsellesa. Hace enloquecer la Historia, contamina los antiguos filosofemas, lleva al delirio la palabra, desdobla, complica y trastorna las imágenes claras.

Hablar de horror ya no inspira horror, porque la diaria costumbre de lo horrible nos ha condicionado. El horror como diversión ya no es más que un fácil estetismo de salón. Tal vez seamos todos fantasmas que leemos, escuchamos, asistimos a otras historias, de otros fantasmas que fuman, que podríamos ser nosotros, pero que en todo caso consideramos objetos de contemplación no partícipes de un mismo destino.

«No estoy seguro ni siquiera de que el mundo exista, de que la materia exista, de que yo exista. No me asombraría lo más mínimo si alguien me demostrara que no existe nada. Yo no creo que haya un devenir, un progreso. El Universo es un conjunto de fuerzas finito y sin aumento: susceptible sólo de nivelaciones según la teoría de los vasos comunicantes. Supongamos muchos tubos incomunicados llenos de líquido; abrimos la comunicación: en seguida se establece un nivel único, pero más bajo. Es decir: cada ganancia presupone una pérdida, cada logro presupone dolor...»

Así hablaba, hace cinco años, un gran poeta italiano, Eugenio Montale, en una entrevista.

El horror (horror vacui, el más antiguo del mundo, más antiguo que cualquier mundo posible) es evidente. El hombre se licúa en los alambiques de sus propias conjeturas. Y el diablo, que mucho tiempo antes puso en marcha el mecanismo que nos llevaría hasta este punto, lo mira. Naturalmente, ni siquiera el diablo existe, pero está reflejado en un espejo, el mismo espejo en el que nosotros nos escrutamos. El también es una imagen de nuestra no-esencia.

Relatar el horror, inventarlo, hacerlo cuajar en tramas lógicas es, hoy en día, una empresa tentadora. Horror en el horror (como novela de la novela) en busca de un nuevo recodo de lo horrible, de una dimensión tan inhumana como para enriquecer el abanico de las posibilidades humanas, en verdad infinitas.

Pero la empresa literaria no es sencilla. Se camina sobre mojado, sobre losas infernales constituidas por modelos y arquetipos que parecen archimanidos. Cada vampiro es ya tan familiar como una vieja tía y su famosa tarta. Cualquier inquietud mental se trivializa si se la compara con la realidad de los alucinógenos. Y el pobre Frankenstein desciende a un nivel de maníaco de pueblo. El miedo ya no es exquisito, ya no pulsa en las venas, sino que circula libremente entre las crónicas negras y los encuentros casuales, en los aspectos más obvios de nuestra cotidianeidad. Se ha convertido en un elemento (un alimento) de nuestras semanas, que concluyen con sangrientos week-ends. La velocidad de la información y la rapidez con que corren las noticias ponen a la Hermana Muerte mucho más cerca de nosotros, como un nuevo tipo de secretaria.

El problema, por tanto, es estilístico: estriba en cómo narrar este horror que, siendo demasiado nuestro, demasiado cotidiano y demasiado reconocible, precisa de elegancia, armonía, extremado gusto interior para que el relato se sostenga.

El diablo fue cornudo, cojo y monstruoso, y luego fue también hermoso, persuasivo, elegantemente enfermizo y serpentino. El último aceptable, el de Bulgakov en El Maestro y Margarita, era más bien sucio, comedor de pepinos, de poderosa nigromancia y doctos recursos históricos, pero dotado de mal gusto: un profesor de escuelas nocturnas desaliñadamente vestido con trajes de confección, genialoide pero carente de educación. Precisamente por esto, creíble.

Estilísticamente, es necesario devolverle al horror su fuerza originaria. Rechazando su continua presencia exterior, hay que volver a sacarlo de nuestros intestinos, si acaso queda algo en ellos. Todo el horror que se ha instalado fuera de nosotros ya no nos asusta. La invención, agrediendo la realidad exterior y distorsionándola hasta hacerla más verdadera, también aquí es indispensable. O nunca más tendremos miedo de nosotros mismos, y entonces, adiós.

Hemos trastornado el mundo, volviendo objetivo cuanto en él había de arcano. O le devolvemos un equilibrio fantástico, con muchos horrores creíbles, o naufragaremos en el bar de enfrente, donde el viejo horror es consumido mediante fichas

[1].

GIOVANNI ARPINO