FRITZCHEN
CHARLES BEAUMONT
Los fantasmas y enanitos de los viejos tiempos deben de haber derivado, al menos en parte, de la incuestionable certidumbre de nuestro antepasados de que existían miríadas de seres vivos en el mundo que no habían sido descubiertos y clasificados. Hoy nos complacemos en creer que hemos llevado a cabo, prácticamente, el estudio de la flora y fauna de todo nuestro mundo. ¡Conocemos tantos animales! Y, sin embargo, ¿es eso cierto? Existen unas extrañas pisadas en los Himalayas. Existen extraños restos que son depositados por las aguas en nuestras costas, procedentes de los vírgenes fondos abismales. Existen extrañas visiones en nuestros cielos...
En otro tiempo había sido un lugar en donde soñar. Un lugar en el que recostarse boca arriba en la cálida arena y escuchar al silencio y hacer que las cosas lejanas pareciesen reales. El mejor lugar del mundo entero, desde cualquier punto de vista.
Pero había dejado de serlo hacía mucho. Ahora, suponía, no era mucho más que una caleta bastante aislada, realmente: una extensión de terreno que llegaba hasta el río en uno de sus puntos anchos, recortada como una pequeña península; un sitio gris y aburrido, húmedo y poco natural por las noches transcurridas bajo las mareas: en descomposición, hundiéndose lentamente, contenta de ser tragada por el río. Como Edna había dicho: solo un montón de sucia arena mojada. Ya no un lugar en el que soñar.
El señor Peldo cambió de posición y suspiró al recordar. Se quitó de la boca la destripada colilla de un cigarro apagado, la lanzó desdeñosamente y contempló cómo el barro se blanqueaba y rezumaba en donde caía, y como las arañas escapaban torpemente, asustadas.
Las arañas le hicieron pensar en sus serpientes. Y pronto estuvo pensando también en conejos y peces de colores y, guau guau, cachorros de perro, todos con las orejas gachas y suaves... y su pan con mantequilla. Su forma de vida.
Casi se sintió contento al oír la zafia voz de Edna tras él.
—Jake.
Ahora se quejaría de la estupidez de aquel viaje, añadiendo que le irritaba la sinus.
—Sí, gallinita, ¿qué pasa?
—Ve a ver lo que hace Luther.
Ve-a-ver-lo-que-hace-Luther. Por Dios, un niño de ocho años debería ser capaz de cuidarse de sí mismo.
—De acuerdo, ¿por dónde fue?
—En esa dirección, por allí, junto a los árboles. Me da miedo que se meta en el agua, o que se pierda.
El señor Peldo gruñó suavemente mientras ponía en pie su masa. Trabajo. Oh, bueno, todo estaba bien. Pronto habría pensado en su frustración, recordando su sucia tienda de venta de animales domésticos y su sucia vida. Era mejor buscar por entre los árboles a niños malcriados.
El camino era difícil. Naturalmente, tenía que terminarse en unos metros más, pero a pesar de eso era... excitante, en una forma lejana, cansada, nostálgica. Apartó un mojado helecho, y luego otro, mientras agujas de humedad le golpeaban.
—Luther.
El señor Peldo continuó algunos pasos más, hasta que pudo oír claramente la corriente. Una pared de hojas se alzaba en la curva, así que se detuvo allí, para que los últimos restos del encanto cayeran desprendidos, y luego escuchó.
—Luther, apresúrate, chico.
Solo el agua, la vibrante y traicionera agua del río, corriendo camino del océano.
—Hey, Lu... ther.
El señor Peldo clavó las manos en el follaje y lo separó. A través de esa abertura, mirando fijamente, podía ver la espalda de su hijo.
—¡Muchacho, cuando tu padre te llama, contéstale!, ¿oyes?
Luther miró a su alrededor desinteresadamente, frunció el entrecejo y volvió la cabeza. Estaba sentado en el barro, jugando.
El señor Peldo notó cómo la ira recorría su cuerpo. Se abrió camino hacia delante y se detuvo, lanzando una mirada furiosa.
—¿Y bien?
Entonces logró dar una ojeada a aquello con lo que había estado jugando su hijo. Pero solo una ojeada.
—¡Fritzchen! —pronunció desafiadoramente Luther, escudando algo en sus manos—. Fritzchen; como quería llamar al pájaro de Sol.
El señor Peldo como le picaban los ojos y se los frotó.
—¿Qué es lo que tienes ahí?
—Fritzchen, Fritzchen —ululó el muchacho. Y entonces escuchó otro sonido. Un sonido que no se parecía a ningún otro que el señor Peldo hubiera escuchado nunca: de tono agudo, gimoteante, discordante. El sonido que hace un animal cuando siente dolor.
El señor Peldo se inclinó y le dio un bofetón a su hijo en la boca, que se había clavado como la de un pitón en la pantorrilla de su pierna izquierda. Luego, apretando con fuerza la nariz de Luther con su pulgar e índice, le obligó a soltar la cosa que había estado ocultando.
Cayó sobre el cieno y comenzó a agitarse.
El señor Peldo se atragantó. Se quedó mirando un momento, como un idiota mira la pantalla de una lámpara, con la boca muy abierta y los ojos desorbitados.
Una lejana voz, desde más allá de los árboles, gritó:
—¿Jake, anda algo mal? ¡Contéstame!
Se quitó su chaqueta deportiva y la echó sobre la convulsa cosa.
—No, no, todo va bien. El chico está haciendo el tonto, eso es todo. ¡No te sulfures!
—¡Bueno, apresúrate! ¡Se está haciendo de noche!
El señor Peldo contuvo la embestida de Luther con un pie.
—¿De dónde sacaste esto?
Luther no contestó. Miró hoscamente al suelo, murmurando:
—Es mío. Lo encontré. No puedes quedártelo.
—¿De dónde ha salido? —inquirió el señor Peldo.
El labio inferior de Luther parecía una salchicha reventada. Finalmente, apuntó el pulgar en dirección a la orilla del río.
—¡Podrías hablar!
Luther gimió, trató de nuevo de acercarse al envoltorio que se estremecía en la arena, se sentó y dijo:
—Lo encontré en el agua. Hice ver que no me importaba, y lo atrapé cuando no miraba. Ahora es mío y no puedes...
Pero el señor Peldo, habiéndose ya recuperado, había levantado la americana y estaba mirando.
Un lugar para soñar.
Automóviles que irían a más de trescientos kilómetros por hora, castillos con diez cuartos de baño en lo alto de montañas. Manadas de esbeltas y tentadoras jóvenes, de mente vacía, y cuerpos repletos, infinitamente imaginativas, infinitamente accesibles...
—¡Jaaaake! ¿Estás tratando de matarme de miedo? ¡Hace frío y mi sinusitis está comenzando a gotear!
Luther miró a su padre, dio un bufido y comenzó a andar hacia los árboles.
—¡Es Fritzchen y es mío! —gritó mientras corría—. ¡De acuerdo... me vengaré!
El señor Peldo contempló a la pequeña criatura, fascinado, mientras todas sus patas comenzaban a moverse juntas, patas enanas y sin desarrollar, cavando en el viscoso terreno. Sintiendo escalofríos, volvió a echarle encima la chaqueta, hizo con ella un saco y comenzó a atravesar la maleza.
La nariz de Edna se había vuelto roja. Decidió no mostrarle a Fritzchen, al menos durante un rato.
—No tengo ninguna vacía —dijo lentamente Sol, mirando el bulto que el señor Peldo mantenía todo lo lejos que podía. A Sol no le importaban los animales; era viejo; su mente había caído por un barranco; andaba arriba y abajo a lo largo del barranco; andaba y daba la vuelta, como un babuino contento. Era viejo.
El señor Peldo esperó a que Edna y Luther fueran hacia la vivienda, en la parte de atrás.
—Pon el capuchino con Bess —dijo, entonces—. Necesito una fuerte. Apresúrate, Sol, no puedo quedarme aguantando esto durante todo el día.
—¿Otro bicho perdido?
—Se... podría decir eso.
Sol se alzó de hombros y transfirió al rauco monito de su jaula de madera tallada al recinto de los loros.
Entonces miró hacia atrás. Peldo estaba aguantando el lío de su chaqueta contra la mesa, apretando con ambas manos. Hubiera lo que hubiese dentro, se estaba moviendo con violentos espasmos, y no en la forma en que se mueve un perro o un conejo. Se escuchaban débiles sonidos.
—Échame una mano —dijo el señor Peldo, y Sol le ayudó a meter el lío, con chaqueta y todo, dentro de la jaula. La cerraron.
—Esto servirá durante un rato —dijo el señor Peldo—. Hasta que pueda construir una adecuada. Ahora Sol, ten cuidado en mantener la boca bien cerrada acerca de esto. Cerrada.
Sol no contestó. Había alzado la nariz y mantenía una mano ahuecada tras la oreja.
—Escuche —dijo Sol.
El señor Peldo quitó los dedos de encima de la chaqueta deportiva, que había comenzado a mostrar una mancha púrpura.
—Es la primera vez que pasa en dieciséis años —dijo Sol.
El silencio rugía. La silenciosa tienda de animales rugía y estallaba y pulsaba con tensión, silenciosa tensión eléctrica. Los animales no se movían en ninguna parte de la sala. Los ojos del señor Peldo saltaron de jaula en jaula, viendo otra cosa bien extraña: serpientes inmóviles, enroscadas o estiradas, pero quietas, como escuchando; monos escondidos en lejanos rincones, acurrucados; conejos... con sus mismas narices quietas y congeladas; ratones blancos amontonados en la parte inferior de ruedas que giraban en cautos y cada vez más lentos arcos, animales asustados, observando.
El señor Peldo tragó saliva.
Y entonces todo estuvo silencioso de nuevo. Aunque no totalmente silencioso.
Sol abandonó su contemplación de los animales y se volvió hacia el ocupante de la jaula del capuchino. Ahora, la chaqueta deportiva brillaba con la mancha y de entre los oscuros pliegues se oía un arañar y un débil sonido gorgoteante.
Luego la chaqueta cayó a un lado.
—¡Infiernos, Jake! —exclamó Sol.
Los animales habían comenzado a gritar, todos ellos, todos a un tiempo.
—¡Ni una palabra a nadie, Sol!
El señor Peldo estaba absorto. Miraba y miraba, sintiéndose satisfecho.
—¿Qué infiernos es? —inquirió Sol por encima del bullicio.
—Un animalito —respondió simplemente el señor Peldo.
—¿Un animalito, eh?
—Tendremos que construir una jaula especial para él —sonrió el señor Peldo—. ¡Oye, te apuesto a que no hay muchos como éste! No, señor. Tendremos que leer acerca de él para ver si podemos darle la alimentación correcta, y todo eso...
—Usted leerá —los ojos de Sol estaban muy abiertos. El aire estaba repleto del loco batir de las alas de los pájaros.
El señor Peldo estaba meditabundo.
—A propósito, Sol, ¿qué crees que pueda ser?
El viejo inclinó la cabeza a un lado, observó con ojos entrecerrados, tiró rápidamente de la arrugada chaqueta deportiva y la dejó caer al suelo. Cayó pesadamente y exudó un hedor a agua pútrida. Se alzó de hombros.
—Un cruce entre una ballena —dijo— y un tábano, por lo que puedo ver.
—Quizá sea valioso... ¿no crees? —Las ideas del señor Peldo iban haciéndose más ambiciosas.
—No podría decirlo. Lo más posible es que no, por el aspecto que tiene...
El sonido chirriante se alzó hasta ser una especie de gemido entrecortado, penetrante, sobrepasando los ruidos de los frenéticos animales.
—¿Dónde diablos lo consiguió?
—No lo consiguió. Yo lo conseguí. —Era Luther, refunfuñando, vestido con un pijama.
—Vete a la cama. Vete lejos.
—Encontré a Fritzchen en el agua. Le caigo bien.
—¡Fuera!
—¡Sucio maloliente pútrido repugnante corrompido ladrón!
Sol se puso los dedos en los oídos y cerró los ojos.
Luther hizo un puchero y avanzó hacia la jaula de Fritzchen. Los sonidos sollozantes cesaron.
—Tenía que encerrarte. Claro. Yo iba a dejarte otra vez libre —el niño echó una mirada de odio a su padre—. Mira como me quiere.
Luther colocó el rostro junto a la jaula y al hacerlo el pequeño animal se adelantó pesadamente, con ruidos de succión al levantar sus muchas patas.
El señor Peldo parecía desinteresado. Inspeccionaba la corona de su reloj. Ni él ni Sol vieron lo que sucedió.
Luther dio una patada al suelo y aulló. El lado derecho de su rostro estaba cubierto por algo que supuraba y goteaba.
—¡Luther! —Era la esposa del señor Peldo. Entró corriendo en la sala y miró —: ¿Oh, qué cosa tan repugnante!
Salió a la carrera, tirando de la oreja enrojecida de su hijo.
—La maldita mujer me volverá loco —dijo el señor Peldo. Luego se dio cuenta de que la tienda estaba de nuevo en silencio. Sol había echado la húmeda chaqueta sobre la jaula de Fritzchen. Solo se oía el sollozar de éste.
—¡Qué raro!
El señor Peldo se inclinó, alzó el borde de la chaqueta y acercó la cara. La apartó con tremenda velocidad, frotándose la mejilla.
Se oyó un sonido como el ahogado ronroneo de un gatito.
Luther estaba en la puerta de atrás. El odio contorsionaba sus facciones.
—¡Eso es todo lo que le importo, cuando yo solo quería ser bueno con él! Ahora te quiere a ti, sucio y pútrido...
—Mira muchacho, tu padre está ya más que harto de...
—Ajá, bueno, lo sentirá.
Fritzchen comenzó a chirriar de nuevo.
Cuando el señor Peldo regresó a la tienda después de la cena, se encontró con algo extraño. Bess, el loro, yacía sobre un costado, muerto.
Todo lo demás era normal. Los animales estaban despiertos o somnolientos, pero tranquilos. La jaula de Fritzchen estaba cubierta por una lona y en silencio.
El señor Peldo inspeccionó a Bess y se horrorizó al descubrir el estado del pájaro. Estaba empapado de una extraña gelatina miásmica que se había endurecido y ahora era esponjosa al tacto. Lo cubría completamente. Y lo que es más, una investigación completa reveló que algo había sucedido con las entrañas de Bess.
Habían desaparecido.
Y sin dejar rastro. Hasta los huesos. Bess era poco más que pellejo y plumas.
El señor Peldo recordó la sustancia que le había golpeado el rostro cuando examinó la jaula de Fritzchen por última vez. Frenéticamente, tiró de la lona. Pero Fritzchen estaba allí dentro y la jaula estaba tan bien cerrada como siempre.
Y a unos buenos seis metros del recinto de los loros.
Regresó, y halló al capuchino contemplándole con ojos asombrados.
Luther, naturalmente. El pequeño monstruo. El repugnante niño malcriado. Tenía una fértil imaginación. Probablemente había preparado todo aquello, como en la ocasión en que capó al loro en un intento de volverlo al revés.
El señor Peldo se sentía incómodo por el hecho de que los animales no se hubieran acostumbrado aún a Fritzchen. Comenzaron su bullicio, así que apagó la luz y esperó a habituarse a la luz de la luna. La luna ilumina pronto las pequeñas ciudades cercanas a los ríos.
Fritzchen debía de estar durmiendo. Enroscado como una pequeña anaconda, con los delgados filamentos de sus patas adheridos al suelo de la jaula, con la blanda colita doblada de tal forma que la punta descansaba en el interior de la inmensa boca.
El señor Peldo estudió al animal. Contempló especialmente la boca, dándose cuenta de su enorme desproporción con respecto al resto del cuerpo.
Pero... el señor Peldo miró con fijeza. ¿Era posible que Fritzchen fuera más grande? Seguro que no. El estómago parecía más lleno, y sin embargo la machacada hamburguesa, el plato de leche, las ostras, estaban a un lado, intactos. Ni había sido tocado el pocillo en que bañarse y beber.
Entonces se dio cuenta, por primera vez, que la boca no tenía dientes. ¡Ni parecía tener garganta! Y el morro espinoso, con su prominente ventosa verde, no era una nariz después de todo, pues la nariz estaba en otra parte.
Pero lo más curioso de todo era que Fritzchen había crecido. Oh, sí, crecido.
El señor Peldo se retiró horas más tarde con destellantes visiones de riqueza. Entraría en contacto con alguien adecuado y le vendería su hallazgo por muchos centenares de millares de dólares. Entonces escaparía a Europa y gozaría con una mujer distinta cada noche hasta que muriera de sus excesos.
Fue despertado un poco más tarde por Sol, que le informó de que el pájaro del paraíso y un cachorro de dálmata habían muerto durante la noche. Lo sabía porque había oído el estrépito desde el otro lado de la calle.
—Oh, no el guau guau —dijo Edna—. ¡No el pequeño perrito!
Luther se sentó en la cama, interesado.
—¿Cómo sucedió? —preguntó el señor Peldo.
—No lo sé. No puedo estar seguro —los párpados de Sol casi se cerraron—. Les han desaparecido las tripas.
Edna metió la cabeza bajo las sábanas.
—¿Fritzchen?
—Supongo. Debería hacer algo con el bicharraco ese. Mal bicho.
—Salió... ¿es eso?
—Ajá. O alguien lo dejó salir. La jaula está tan cerrada como una caja fuerte, y está gimoteando como un alma en pena.
El señor Peldo se volvió hacia su hijo, que le sacó la lengua.
—Escucha, muchachito, vamos a llegar al fondo de esto. Y si averiguo que has...
—No creo que haya sido el chico —dijo Sol.
—¿Por qué no?
—Bueno... la cosa esa de ahí es tres veces más grande que ayer, cuando la trajo.
—No.
—No poco. Tiene la tripa hinchada como si fuera a reventar.
El señor Peldo se alzó y se pasó la mano sobre su calva cabeza.
—Pero mira, Sol, si no salió y... Luther, ¿tú no lo dejaste salir?
—No, señora.
—... Entonces, ¿cómo vamos a echarle las culpas? Quizá haya una enfermedad por aquí que no conozcamos.
—Yo lo sé, yo lo sé —canturreó Luther—. Su nariz se puede alargar.
—Cállate, niño.
—¡Bueno, pues puede! Lo vi. Fritzchen lo hizo en la playa... Le dio a un pájaro muy lejos sobre el agua, y sin moverse de mis manos.
—¿Qué le pasó al pájaro, Luther?
—Bueno, se quedó pegado con la cosa esa que Fritzchen tiene en su interior y que le escupió, así que no pudo hacer nada. Entonces, cuando estaba totalmente pegado, Fritzchen lo atrajo y le disparó la nariz, y se la metió dentro de la boca del pá...
El señor Peldo se palpó la mejilla en la que le había echado la cosa pegajosa. Tanto él como Luther habían pensado que era un gesto afectuoso, no peor que el que un San Bernardo salte encima de uno y juguetee con sus patas, dándole lametones en la cara, cubriéndosela con amistosa baba perruna.
Por eso era por lo que Luther se había irritado.
Pero Fritzchen no estaba siendo amistoso. Solo que no le sirvió porque Fritzchen era demasiado pequeño, o porque ellos eran demasiado grandes.
El señor Peldo recordó a Bess.
Edna sacó la cabeza de entre las sábanas y dijo:
—¡Escuchen eso! Los vecinos nos van a matar.
Los sonidos de la tienda se hacían más fuertes y estridentes y caóticos.
El señor Peldo corrió hacia el recibidor y regresó con un listín telefónico.
—Toma —dijo tirándoselo a su mujer—. Apunta los números de todos los zoos y museos.
—¡Es mío, es mío! —rechinó Luther.
Sol, que era viejo, dijo:
—Jake, mejor sería que dejase de pensar en eso. Ha pescado algo raro, y lo mejor que podría hacer sería devolverlo de un patadón al sitio de donde vino.
—Edna... consígueme esos números, ¿me oyes? Todos los museos del estado. Volveré.
El gimoteo había llegado ahora a un punto máximo.
Y Luther había desaparecido.
El señor Peldo se puso una bata y se apresuró a través del jardín cubierto de escarcha hacia la puerta trasera de la tienda.
—¡Luther!
El niño tenía una caja de cerillas de cocina, aguantando un montón de ellas en la mano, y las iba encendiendo y lanzándolas sobre la jaula de Fritzchen. Las cerillas encendidas cayeron. Se oyó un grito de dolor y luego las cerillas chisporrotearon sobre una piel húmeda.
—¡Luther!
—Quería ser bueno contigo —decía Luther—¡Pero tú tenías que enamorarte de él! ¡Ajá, ahora verás!
El señor Peldo echó a su hijo por la puerta.
El dolorido gemido se convirtió en un sollozo intermitente: un extraño grito, no desprovisto totalmente de melodía.
El señor Peldo miró a los grandes ojos facetados color blanco leche de la criatura e hizo una finta cuando el morro se distendió como un espantasuegras, rociando una delgada capa cristalina de gelatina color pulga.
Fritzchen se puso erecto. Había... había cambiado. Tenía antenas donde antes no las había; muchas de las patas contaban ahora con garras; la boca, que había sido desdentada el día anterior, estaba ahora repleta de afiladas agujas marrones. Fritzchen había tenido unos cuarenta centímetros de altura cuando el señor Peldo lo había visto por primera vez. Ahora se alzaba más de setenta y cinco centímetros.
No obstante, aún había tiempo. Tiempo para todo.
El señor Peldo miró al animal hasta que le hicieron daño los ojos; entonces vio el periódico en el suelo. Estaba empapado de lo que parecía ser restos de una gelatina jabonosa y líquida, verdosa, que hedía con el mal olor de las algas en descomposición. En ella yacían un pájaro y un perrito.
Se sintió entristecido durante un momento. Pero entonces pensó de nuevo en alguna de las cosas que había soñado hacía tiempo, en lo que tenía ahora, y tomó la determinación de hacer ciertas llamadas telefónicas.
Un millón de dólares o casi, probablemente. Ellos... bueno, lo más seguro es que disecaran a Fritzchen, o algo así.
—Sucio pútrido repugnante...
Luther había vuelto. Llevaba una revista hecha una bola empapada en aceite y gasolina. La revista estaba en llamas.
Los monos y los conejos y los ratones y los peces de colores y los gatos y los pájaros y los perros se estremecieron de terror. Pero Fritzchen no lo hizo.
Fritzchen aulló una sola vez. O berreó: un sonido bajo que salía de alguna parte del centro de su cuerpo, que parecía surgir de todo su cuerpo y no solo de su boca. Era un sonido extrañamente lastimero con una nueva tonalidad, una tonalidad de impotencia. Luego el ser quedó en silencio.
Para cuando el señor Peldo llegó a la jaula, Luther ya había metido en ella el papel y estaba rociando el líquido inflamable de una lata. El fuego ardía incontenible.
—Te lo dije —comentó Luther, quisquillosamente.
Cuando contuvo, dispersó y pateó el fuego, solo quedaba un feo resto en la jaula. Una fea cosa ennegrecida que no emitía sonido alguno.
Luther comenzó a llorar.
Luego se detuvo.
El señor Peldo dejó de perseguirlo.
Sol y Edna, en el hueco de la puerta, tampoco se movieron.
Todos escucharon.
Podía haber sido un elefante enloquecido corriendo desenfrenadamente por un poblado de chozas de caña...
O una ballena cegada por el dolor del aguzado acero, dando coletazos y saltando sobre agua sin límite ...
O podía haber sido un tremendo halcón cayendo en picado para descargar su ultrajada venganza sobre los asesinos de sus crías...
¡Los asesinos de sus crías!
En aquel momento se hizo tremendo el sonido crujiente; y antes de que se hicieran pedazos las ventanas y la gran sombra de pesadilla entrase en la tienda, el señor Peldo comprendió el significado de los inconsolables llantos de Fritzchen.
Eran los gritos de un pequeño, perdido, llamando a su madre...