LA MUCHEDUMBRE

RAY BRADBURY

  

Cuando se iniciaba su brillante carrera, Ray Bradbury produjo algunas de sus ideas más inusitadas acerca de la gente y del mundo en que vivimos. Desde entonces, su talento se ha acrecentado y perfeccionado, pero no creo que las ideas de aquella primera fase inicial hayan sido sobrepasadas. Tomemos como ejemplo este relato, aparecido en su primera colección publicada. Reto a cualquiera a que me muestre otro que llegue tan directamente al meollo de una experiencia bastante desagradable, que a todos nos puede ocurrir en uno y otro momento.

El señor Spallner se cubrió el rostro con las manos.

Sintió la sensación del movimiento en el vacío, el alarido bellamente torturante, el impacto del coche con la pared, a través de la pared, arriba y abajo como un juguete, y él lanzado fuera del vehículo. Luego... silencio.

La muchedumbre llegó a la carrera. Débilmente, desde donde yacía, los escuchaba correr. Podía enterarse de su edad y tamaño por el ruido de sus numerosos pasos sobre la hierba de verano y sobre la acera, y sobre el asfalto de la calle, y abriéndose paso entre los amontonados ladrillos hasta donde su coche medio colgaba bajo el cielo nocturno, con sus ruedas aún girando con un movimiento centrífugo sin sentido.

No sabía de donde venía aquella muchedumbre. Trató de permanecer consciente y entonces los rostros de la muchedumbre formaron un círculo sobre él, colgando por encima como las grandes hojas brillantes de los árboles de ramas caídas. Era un anillo de rostros cambiantes, opresivos, mirando hacia abajo, mirando hacia abajo, leyendo el momento de su vida o muerte en su rostro, transformando su rostro en un reloj de luna, en el que la luna proyectaba la sombra de su nariz sobre su mejilla para mostrar el momento en que respiraba o dejaría de respirar para siempre.

Con qué rapidez se forma una muchedumbre, pensó, cual el iris de un ojo cerrándose, tras salir de la nada.

Una sirena. Una voz de policía. Movimiento. Sangre goteando de sus labios... Lo movieron hacia una ambulancia. Alguien dijo:

—¿Está muerto? —y otro contestó—: —No, no está muerto— y una tercera persona dijo:

—No va a morir, no morirá —y vio los rostros de la muchedumbre tras él en la noche y supo por sus expresiones que no moriría. Y aquello era extraño. Vio el rostro de un hombre, delgado, brillante, pálido; el hombre tragó saliva y se mordió los labios, muy mareado. También había una diminuta mujer, con cabello rojo y demasiado color en sus labios y mejillas. Y un niñito de rostro pecoso. Los rostros de otros. Un viejo con el labio superior arrugado; una vieja, con un lunar en la barbilla. Habían salido de... ¿de dónde? Casas, coches, callejones, del mundo inmediato y alterado por el accidente. Salían de los callejones y de los hoteles y de los autobuses y aparentemente de la nada.

La muchedumbre lo miró y él devolvió la mirada, y no le gustó. Había algo muy equívoco en ellos. No podía decir qué era. Eran mucho peores que aquel accidente mecánico que acababa de ocurrirle.

Las puertas de la ambulancia se cerraron de golpe. A través de las ventanillas vio a la muchedumbre mirando hacia dentro, mirando hacia dentro. Aquella muchedumbre que siempre se formaba tan velozmente, con extraña rapidez, para formar un círculo, para atisbar, para tocar, para embobarse, para interrogar, para señalar, para molestar, para perturbar la intimidad de la agonía de un hombre con su franca curiosidad.

La ambulancia arrancó. Se hundió hacia atrás y sus rostros aún miraban al suyo, aunque ya había cerrado los ojos.

Las ruedas del coche giraron durante días en su mente. Una rueda, cuatro ruedas, girando, girando y zumbando, vuelta tras vuelta.

Sabía que había algo raro. Algo raro en las ruedas y en todo el accidente y en el correr de los pasos y en la curiosidad. Los rostros de la muchedumbre se mezclaban y fundían en la loca rotación de las ruedas.

Se despertó.

Luz de sol, una habitación de hospital, una mano tomándole el pulso.

—¿Cómo se siente? —preguntó el doctor.

Las ruedas se difuminaron. El señor Spallner miró a su alrededor.

—Estupendamente... creo.

Trató de hallar palabras, sobre el accidente.

—¿Doctor?

—¿Sí?

—Esa muchedumbre... ¿fue anoche?

—Hace dos días. Lleva aquí desde el jueves. No obstante, todo va bien. Se está recuperando normalmente. No trate de ponerse en pie.

—Esa muchedumbre... Y también había algo en las ruedas... Los accidentes, bueno... ¿Hacen que la gente se sienta un poco mal de la cabeza?

—A veces, pero temporalmente. Pasa con el tiempo.

Se quedó mirando al doctor.

—¿Pueden alterar el sentido del tiempo?

—El pánico lo hace a veces.

—¿Hacen que un minuto parezca como una hora, o que quizá una hora parezca un minuto?

—Sí.

—Déjeme entonces que se lo explique —notaba la cama bajo él, la luz del sol sobre su rostro—. Creerá que estoy loco. Conducía demasiado deprisa, lo sé. Ahora lo lamento. Tomé mal la curva y di contra aquella pared. Estaba herido y atontado, lo sé, pero aún recuerdo cosas. Principalmente... la muchedumbre —esperó un momento, y decidió continuar, pues repentinamente sabía qué era lo que le preocupaba—. La muchedumbre llegó demasiado aprisa. Treinta segundos después del impacto ya estaban encima de mí, mirándome... No parece adecuado que corran tanto, a una hora tan tardía de la noche...

—Solo en su mente fueron treinta segundos —dijo el doctor—. Probablemente fueron tres o cuatro minutos. Sus sentidos...

—Ajá, ya sé: mis sentidos, el accidente. ¡Pero estaba consciente! Recuerdo una cosa que lo liga todo y que lo convierte en extraño. Por Dios, tan extraño... Las ruedas de mi coche, que estaba boca abajo. ¡Las ruedas seguían girando cuando la muchedumbre llegó allí!

El doctor sonrió.

El hombre de la cama prosiguió:

—¡Estoy seguro! ¡Las ruedas giraban, y giraban deprisa... las ruedas delanteras! Y las ruedas no giran durante mucho tiempo, la fricción las frena. ¡Y ésas giraban deprisa!

—Está usted confundido —dijo el doctor.

—No estoy confundido. La calle estaba vacía. No había ni un alma a la vista. Y entonces tuve el accidente, y las ruedas aún giraban, y todos esos rostros encima de mí, rápidamente, de improviso. Y la forma en que me miraban. Yo sabía que no iba a morir...

—Simple shock —dijo el doctor, marchándose bajo la luz del sol.

Le dieron de alta del hospital dos semanas más tarde. Fue a casa en un taxi. La gente había ido a visitarlo durante aquellas dos semanas de cama, y a todos ellos les había contado su historia. El accidente, las ruedas girando, la muchedumbre. Todos habían reído con él del asunto, sin prestarle atención.

Se inclinó hacia delante y golpeó el cristal del taxi.

—¿Qué sucede?

El taxista miró hacia atrás.

—Lo siento, amigo. Esta es una maldita ciudad para conducir por ella. Hay un accidente ahí delante. ¿Quiere que demos un rodeo?

—Sí. ¡No, no! Espere. Siga adelante. Demos... demos una mirada.

El taxi siguió adelante, tocando la bocina.

—Es una cosa bien rara —dijo el taxista—. ¡Hey, usted! ¡Saque esa caja de piojos del camino! —En voz más baja—: Es extraño... más maldita gente. Curiosos.

El señor Spallner bajó la vista y vio como sus dedos temblaban sobre su rodilla.

—¿También se dio cuenta de eso?

—Seguro —dijo el taxista—. Todas las veces. Siempre hay una muchedumbre. Uno diría que fue su propia madre la que tuvo el accidente.

—Llegan a toda prisa —dijo el pasajero del taxi.

—Lo mismo ocurre con un fuego o una explosión. No hay nadie por allí. Bum. Montones de gente alrededor. No entiendo.

—¿Vio alguna vez un accidente... por la noche?

El taxista asintió.

—Seguro. No hay ninguna diferencia. Siempre hay una muchedumbre.

Llegaron a la escena del accidente. Un cadáver yacía sobre la acera. Uno sabía que era un cadáver aunque no pudiera verlo, a causa de la muchedumbre.. Una muchedumbre que le daba la espalda mientras él permanecía sentado en el taxi. Dándole la espalda. Abrió la ventanilla y casi empezó a dar alaridos. Pero no tuvo el valor necesario. Si gritaba, quizá se diesen la vuelta.

Y tenía miedo de ver sus rostros.

—Parezco tener una propensión hacia los accidentes —dijo en su oficina. Era a última hora de la tarde. Su amigo estaba sentado frente al escritorio, escuchándole—. Salí del hospital esta mañana y la primera cosa con que nos encontramos, camino de casa, fue un accidente.

—Las cosas van en ciclos —dijo Morgan.

—Déjame hablarte de mi accidente.

—Ya lo he oído. Lo he oído todo.

—Pero fue extraño, debes admitirlo.

—Debo admitirlo. ¿Y que te parecía ahora un trago?

Hablaron durante media hora o más. Y mientras hablaban, en la parte de atrás del cerebro de Spallner tictaqueaba un pequeño reloj, un reloj que nunca necesitaba que le diesen cuerda. Era el recuerdo de algunas cosillas. Ruedas y rostros.

Alrededor de las cinco treinta se oyó un estrépito metálico en la calle. Morgan asintió y miró fuera, hacia abajo.

—¿Qué es lo que te decía? Cielos. Un camión y un Cadillac color crema. Sí, sí.

Spallner fue a la ventana. Sentía mucho frío y, mientras permanecía allí, miró su reloj, al segundero. Uno dos tres cuatro cinco segundos, gente corriendo, ocho nueve diez once doce, llegaba gente corriendo de todas partes, quince dieciséis diecisiete dieciocho segundos, más gente, más coches, más bocinas sonando. Sintiéndose curiosamente lejano, Spallner contemplaba la escena como si se tratase de una explosión marcha atrás, en la que los fragmentos de la detonación fuesen siendo sorbidos de vuelta al punto de impulsión. Diecinueve veinte veintiún segundos y la muchedumbre estaba formada, Spallner les hizo un gesto, sin palabras.

La muchedumbre se había formado demasiado rápidamente.

Vio el cuerpo de una mujer un momento antes de que la muchedumbre lo tragase.

—Tienes mal aspecto —dijo Morgan—. Toma. Acábate el trago.

—Estoy bien, estoy bien. Déjame tranquilo. Estoy bien. ¿Puedes ver a toda esa gente? ¿Puedes ver a alguno de ellos? Me gustaría verlos más de cerca.

—¿Dónde infiernos vas? —gritó Morgan.

Spallner estaba en la puerta. Morgan, tras él, bajando las escaleras tan deprisa como podía.

—Sígueme, y apresúrate.

—¡Tómatelo con calma, aún no estás bien del todo!

Salieron a la calle. Spallner se abrió camino. Creyó ver a una mujer con cabello rojo y demasiado color en los labios y mejillas.

—¡Allí! —Se volvió impetuosamente hacia Morgan—. ¿La viste?

—¿Ver, a quién?

—Maldita sea, ha desaparecido. ¡La muchedumbre se la ha tragado!

La muchedumbre estaba alrededor, respirando y mirando y moviéndose y mezclándose y murmurando e interponiéndose cuando trataba de abrirse paso. Evidentemente la pelirroja lo había visto y había escapado.

¡Vio otro rostro familiar! Un muchachito pecoso. ¡Pero hay demasiados niños pecosos en el mundo! Y, de todas maneras, no le sirvió de nada, antes de que llegase hasta él, aquel muchachito corrió y desapareció entre la gente.

—¿Está muerta? —preguntó una voz—. ¿Está muerta?

—Está muriéndose —replicó alguien—. Morirá antes de que llegue la ambulancia. No deberían haberla movido. No deberían haberla movido.

Todos los rostros de la muchedumbre: familiares y sin embargo desconocidos, inclinándose, mirando, mirando.

—Hey, señor, deje de empujar.

—¿Quién le persigue, amigo?

Spallner salió, y Morgan lo aferró antes de que cayese.

—Maldito estúpido. Aún te encuentras mal. ¿Por qué infiernos tenías que bajar? —le preguntó.

—No lo sé, realmente no lo sé. La movieron, Morgan, alguien la movió. Uno nunca tiene que mover a una víctima de un accidente de tráfico. Eso la mata. La mata.

—Ajá. Así es la gente. Los muy estúpidos.

Spallner dispuso cuidadosamente los recortes de periódicos.

Morgan le miró.

—¿Qué buscas? Desde tu accidente te sientes identificado con cada siniestro automovilístico. ¿Qué es todo eso?

—Recortes de los choques de automóviles, y fotos. Míralas. No te fijes en los coches —dijo Spallner—, sino en las muchedumbres de alrededor —señaló—. Aquí. Compara esta foto de un accidente en el Distrito de Wilshire con esta en Westwood. Nada en común. Pero ahora toma esta foto de Westwood y compárala con la otra tomada en el Distrito de Westwood hace diez años —señaló de nuevo—. Esta mujer está en ambas fotos.

—Coincidencia. Sucedió que esa mujer estaba presente en 1936 y de nuevo en 1946.

—Una coincidencia en una ocasión, puede ser. Pero doce veces en un período de diez años, cuando los accidentes ocurrieron en un radio de cinco kilómetros, no. Aquí —le entregó una docena de fotografías—. ¡Está en todas esas!

—Quizá sea una pervertida.

—Es algo más que eso. ¿Cómo resulta que siempre está tan inmediatamente después de cada accidente? Y, ¿por qué lleva las mismas ropas en todas las fotos tomadas en un período de una década?

—¡Condenación, es cierto!

—Y, por último, ¿por qué estaba encima de mí la noche del accidente, hace dos semanas?

Se tomaron un trago. Morgan repasó el dossier.

—¿Qué es lo que hiciste, contratar a un servicio de información mientras estabas en el hospital para que repasasen los periódicos por ti? —Spallner asintió. Morgan dio un sorbo a su bebida. Se estaba haciendo tarde. Las luces de la calle estaban siendo encendidas bajo la oficina—. ¿Qué es lo que resulta de todo esto?

—No lo sé —dijo Spallner—. Excepto que hay una regla universal acerca de los accidentes: se reúnen muchedumbres. Siempre se reúnen. Y la gente, como tú y yo, siempre se ha preguntado, año tras año, por qué se reunían tan rápidamente, y cómo. Yo tengo la respuesta. ¡Aquí está!

Tiró los recortes sobre la mesa.

—Me aterroriza.

—Esa gente... ¿no serán buscadores de emociones, personas pervertidas que ansíen ver sangre, espectáculos mórbidos?

Spallner se alzó de hombros.

—¿Explica eso el que estén en todos los accidentes? Fíjate que se limitan a ciertas áreas. Un accidente en Brentwood atrae a un grupo. Uno en Huntington Park a otro. Pero hay una cierta norma en los rostros. Un cierto porcentaje de los que aparecen en cada siniestro son siempre los mismos.

—¿No todos los rostros? —preguntó Morgan.

—Naturalmente que no. Los accidentes también atraen a la gente normal, al cabo de un tiempo. Pero esos, según he averiguado, son siempre los primeros en llegar.

—¿Quiénes son ellos? ¿Qué es lo que buscan? Lo insinúas una y otra vez, pero nunca afirmas nada. Buen Dios, debes tener alguna idea. Te has aterrorizado tú, y ahora me estás asustando a mí.

—He tratado de llegar a ellos, pero siempre hay alguien que me lo impide. Siempre llego demasiado tarde. Se introducen entre la muchedumbre y desaparecen. La muchedumbre parece ofrecer protección a algunos de sus miembros. Me ven venir.

—Parece como si se tratase de algún grupo secreto.

—Tienen una cosa en común: siempre aparecen juntos. En un fuego o explosión o en los linderos de una guerra, en cualquier demostración pública de esa cosa llamada muerte. Buitres, hienas o santos, no sé lo que son; simplemente no lo sé. Pero voy a ir a la policía con esto, esta tarde. Ya dura demasiado tiempo. Uno de ellos movió el cuerpo de esa mujer antes. No deberían haberla tocado. Eso la mató.

Colocó los recortes en un maletín. Morgan se puso en pie y tomó su chaqueta. Spallner cerró el maletín.

—Oh, acaba de ocurrírseme...

—¿Qué?

—Quizá la quisieran muerta.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe? ¿Vienes conmigo?

—Lo siento, es demasiado tarde. Te veré mañana. Suerte —salieron juntos—. Da mis saludos a los polizontes. ¿Piensas que te creerán?

—Oh, sí que me creerán. Buenas noches.

Spallner condujo lentamente hacia el centro.

—Quiero llegar allí —se dijo a sí mismo—, vivo.

No obstante, no se sorprendió demasiado cuando el camión salió de un callejón, directo hacia él. Se estaba felicitando por su agudo sentido de la observación y pensando en lo que diría en el departamento de policía, cuando el camión hizo impacto contra su coche. Lo más molesto del asunto era que en realidad no era su coche. Se sintió preocupado mientras era lanzado de aquí a allá, pensando: Qué vergüenza, Morgan me ha dejado su otro coche durante unos días hasta que el mío esté arreglado, y hete aquí que vuelvo a las andadas. El parabrisas golpeó su rostro. Fue echado hacia delante y atrás por varios tirones fulminantes. Luego se detuvo todo movimiento y cesó todo ruido y solo quedó el dolor.

Oyó sus pasos corriendo y corriendo y corriendo. Trasteó la puerta del coche. Hizo clic. Cayó atontado sobre el pavimento y quedó yacente, con la oreja aplastada contra el asfalto, escuchándoles llegar. Era como una gran tormenta con muchas gotas, gruesas, medianas y pequeñas, cayendo a tierra. Esperó unos segundos y oyó cómo se acercaban y llegaban. Luego, débil, expectantemente, movió su cabeza hacia arriba y miró.

La muchedumbre estaba allí.

Podía oler sus respiraciones, la mixtura de olores de mucha gente sorbiendo y sorbiendo el aire que un hombre necesita para vivir. Se acumularon y empujaron y sorbieron y sorbieron todo el aire de alrededor de su rostro jadeante, hasta que trató de decirles que se echasen atrás, que estaban creando un vacío a su alrededor. Le sangraba la cabeza de mala manera. Trató de moverse y se dio cuenta de que algo iba mal con su columna vertebral. No había notado demasiado el impacto, pero su columna estaba dañada. No se atrevía a moverse.

No podía hablar. Abrió la boca, pero no salió de ella mas que un jadeo.

Alguien dijo:

—Échenme una mano. Le daremos la vuelta para ponerlo en una postura más confortable.

El cerebro de Spallner estalló.

—¡No! ¡No me muevan!

—Lo moveremos —dijo la voz, sin darle importancia.

—¡Idiotas, van a matarme, no lo hagan!

Pero no podía decir nada de esto en voz alta. Solo musitarlo.

Las manos lo aferraron. Empezaron a alzarlo. Gritó y la náusea le hizo ahogarse. Lo estiraron dejándolo en una rigidez agónica. Lo hicieron dos hombres. Uno de ellos era delgado, pálido, alerta, un hombre joven. El otro era muy viejo y tenía el labio superior arrugado. Había visto sus rostros ya antes.

Una voz familiar preguntó:

—¿Está... está muerto?

Otra voz, una voz memorable, respondió:

—No. Aún no. Pero lo estará antes de que llegue la ambulancia.

Era todo un plan loco y estúpido. Como cada accidente. Gimoteó histéricamente ante el sólido muro de rostros. Estaban rodeándolo completamente, aquellos jueces y jurados cuyos rostros había visto antes. Entre su dolor, contó los rostros.

El muchacho pecoso. El viejo del labio superior arrugado.

La mujer pelirroja, de mejillas demasiado coloreadas. Una vieja con un lunar en su barbilla.

—Sé para que están aquí —musitó—. Están aquí como están en todos los accidentes. Para asegurarse que los que han de morir mueren y los que han de vivir vivan. Por eso es por lo que me alzaron. Sabían que eso me mataría. Sabían que sobreviviría si me dejaban tranquilo. Y así ha sido desde que se iniciaron los tiempos, cuando se reúnen muchedumbres. De esta forma, asesinan con más facilidad. Su coartada es muy simple: no sabían que era peligroso mover a un hombre herido. No querían hacerle daño.

Los miró, encima de él, y se sintió curioso como un hombre bajo aguas profundas cuando mira a la gente de encima de un puente.

—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen y cómo llegan tan pronto? Son ustedes la muchedumbre que siempre está interfiriendo, usando el buen aire que necesitan los pulmones de un hombre agonizante, usando el espacio que debería utilizar para yacer, solo. Aplastándolo para estar seguros de que muere. Eso son ustedes. Los conozco a todos.

Era como un monólogo. Ellos no decían nada. Rostros. El viejo. La pelirroja.

Alguien recogió su maletín.

—¿De quién es esto? —preguntaron.

—¡Es mío! ¡Son pruebas en contra de todos ustedes!

Ojos, mirándole. Ojos brillantes bajo cabellos desgreñados o bajo sombreros.

Rostros.

En alguna parte... una sirena. Llegaba la ambulancia.

Pero, mirando a los rostros, a la expresión, el moldeado, la forma de los rostros, Spallner supo que era demasiado tarde. Lo leyó en sus rostros. Lo sabían.

Trató de hablar. Logró decir algo:

—Pa... parece que me... uniré a ustedes... Cre... creo que seré miembro de su... grupo... ahora.

Entonces cerró los ojos, y esperó al forense.