EL EXTRAÑO CASO DE LEMUEL JENKINS

PHILIP M. FISHER

  

La densidad de la población y la complejidad de la vida están obligando, cada vez más, a que el individuo se adapte a la norma. La tendencia a ser absorbidos por la multitud, a moverse siguiendo la corriente, a permitir que nuestras emociones y ambiciones sean dictadas por la muchedumbre que se agita y mueve a nuestro alrededor, se hace cada día más difícil de resistir. En este relato nos encontramos con un hombre que trató de seguir sus teorías hasta el límite... y se encontró con algo que no se esperaba.

Estábamos en pleno paseo matutino por el campus cuando de pronto, sin ninguna razón aparente, Burns se detuvo en seco. Permaneció un momento rígido, alerta, como un perro perdiguero a la muestra. Luego, alzó el bastón y señaló.

—¿Ves a ese tipo en aquel banco, P. M? —preguntó.

Miré donde indicaba, y sonreí.

—Si te refieres a ese desamparado y desteñido despojo que algún guarda descuidado ha dejado sobre los maderos verdes... pues sí —le respondí.

—Bueno —prosiguió—, ese despojo, como tú lo llamas, es un hombre tan brillante como lo puedes ser tú... y además muy extraño. Es Lemuel Jenkins.

Burns susurró este último dato como si esperase que tal revelación me llenara de asombro.

—Ah... Lemuel Jenkins —repetí secamente. Y, no obstante contemplé con cierta curiosidad al angustiado individuo del que hablaba, pues ya conocía la propensión de mi amigo a entablar extrañas amistades. Y, no pude evitar añadir, para sonsacarle la historia que imaginaba—: Realmente ése es un nombre bastante extraordinario: Lemuel Jenkins. Al menos debe de ser un magnate ruso del platino. O alguna otra de las personas experimentadas que tanto te gusta...

—¡Alto! —susurró con fiereza mi amigo. Luego, me tomó del brazo—. Ven y te presentaré al hombre. Fíjate en la forma en que me saluda. Observa cuidadosamente cada detalle. Le hablaré un rato para que puedas hacerlo. Luego, lo dejaremos en su banco y te diré algo... algo más.

Me alcé de hombros, pues nunca me agrada mostrar un interés demasiado repentino por las aventuras de Burns. En cierta ocasión lo hice, y en diez minutos había farfullado un extraordinario relato con fondo metafísico, que, debidamente narrado, debiera haberme mantenido en tensión durante una hora. Si había algo interesante en aquel fláccido y desmadejado espantapájaros que se acurrucaba frente a nosotros, reflexioné, lo mejor era dejar que me lo contase lentamente y con fruición.

—Fíjate en todo lo que haga —me previno Burns una vez más, mientras pisaba la arena del sendero—... Su forma de actuar... Todo.

Al sonido de nuestros pasos, un estremecimiento sacudió al extraño. Luego, lentamente, aún recogido sobre sí mismo como un conejo asustado, giró su cabeza, y sus ojos se cruzaron con los míos.

¡Aquellos ojos! ¿Podré alguna vez olvidar la mirada de extrema súplica, el miedo embargante, la esperanza desesperada, que flotaba en aquellos brillantes y profundos ojos? La esperanza desesperada... y luego, mientras mis propios ojos seguían fijos en los suyos, ya que en realidad no podía apartar la vista, el repentino terror que sumergió esa esperanza, y ahogó cualquier luz de racionalidad que hubiera habido en los ojos del extraño. Noté como los dedos de Burns apretaban aún más fuerte mi brazo.

Luego, los entornados ojos pasaron temerosos a mi compañero, y entonces se produjo otra transformación. Pues se iluminaron en ese mismo instante; y el terror dejó paso a un alivio tan repentino como el que pueda destellar en los de un náufrago enloquecido por el mar cuando, por fin, divisa una vela. La luz brilló, ardió con una alegría que reconfortaba ver, y mi corazón latió de simpatía, aunque todavía no comprendía nada.

Lancé una mirada hacia mi compañero. ¿Acaso Burns no iba a hablar con aquel hombre? ¿Por qué contemplaba de aquella forma tan inexpresiva a aquel desgraciado... como si no estuviera frente a nosotros? Volví la vista hacia el extraño del banco, a tiempo para ver como la luz de sus ojos palidecía de nuevo bajo una lisa ola negra de renovada desesperación, de miedo, de esperanza perdida.

Así, en un momento, aún no sé por qué, me sentí en agonía por él, mientras la mirada de Burns se concentraba en los matorrales situados detrás del banco. Luego, repentinamente, Burns apretó de nuevo mi brazo, dio un respingo y adelantó enérgicamente la mano.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Vaya, si estás aquí, Jenkins! ¡El bueno de Lem Jenkins! No esperaba encontrarte aquí.

La marea de ansiosa alegría que barrió todo el temor del rostro del hombre, fue algo impresionante. Lemuel Jenkins se desenredó y saltó en pie como si las palabras de mi compañero hubieran accionado un resorte oculto. Aferró las manos de Burns entre las suyas y las estrechó con febril jovialidad.

—¡Oh! —jadeó—. Temía...

Burns se soltó una mano y la puso en el hombro del otro. Parecía casi ignorar las palabras del hombre.

—Me alegra que estés aquí —gritó. Luego, tomó mi brazo con un apretón más fuerte, que comprendí—. Mira —le dijo al hombre—, quiero que los dos, que sois buenos amigos míos, os conozcáis —nos presentó.

La mano que estreché se aferró a la mía durante un momento mucho más largo del que era necesario, y los ojos del hombre me miraron brillantes, en forma extraña, hasta que asentí con la cabeza y sonreí. Entonces, el señor Jenkins sonrió también, demasiado brillantemente, soltó mi mano, y aferró de nuevo la de Burns. Dirigiéndome una mirada, mi compañero inició una cháchara sin importancia en la que, al menos en la voz de Burns, creí discernir la velada intención de tranquilizar al extraño. Luego, extendió de nuevo su mano.

—Adiós, Lem —dijo, sonriendo muy peculiarmente. Después añadió—: Me ha encantado haberte visto.

Contemplaba al señor Jenkins mientras Burns decía esas últimas palabras. El hombre se sobresaltó de nuevo, y vi una vez más como un destello de dolor recorría sus ojos. Luego, su boca se apretó, puso rígidos los hombros, y contestó con énfasis:

—Sí, amigo mío, me alegra que me hayas visto.

Entonces yo murmure algo así como que estaba encantado por nuestro encuentro, y nos fuimos. Al cabo de una docena de pasos, seguí la insinuación de Burns y miré hacia atrás. El hombre seguía aún en pie con sus ansiosos ojos clavados en nosotros. Burns me tocó con el codo de nuevo.

—¡Salúdalo con el brazo... Rápido! —casi me ordenó. Mientras lo hacía el rostro del hombre se iluminó de nuevo con aquella sonrisa de felicidad tan curiosa. Su brazo se agitó espasmódicamente en contestación... pero en seguida lo dejó caer cansino y se derrumbó de nuevo en el banco.

Continuamos nuestro paseo, yo profundamente ensimismado en mis pensamientos. Así que aquél era Lemuel Jenkins, ¿no? Bueno, y ¿quién era Lemuel Jenkins? ¿Por qué se acurrucaba zarrapastrosamente en un banco del campus a aquella hora tan temprana? ¿Por qué esa sombra suplicante en sus ojos, esa esperanza que tantas veces parecíamos haber destruido, esa mirada que uno ve tan a menudo en el perro perdido que busca a su dueño, o simplemente a un rostro amistoso? ¿Por qué aquella actitud del hombre hacia mí, una actitud que expresaba el temor de que yo rehusase fijarme en él, o estrechar su mano? ¿Por qué el dolor ante las últimas palabras de Burns... y el énfasis de la despedida de Jenkins cuando había repetido tras Burns: «Sí, amigo mío, me alegra que me hayas visto»? Me alcé de hombros... Era solo otro de los extraños conocidos de Burns, decidí. Únicamente otro individuo varado que, en un momento u otro, había expuesto su historia a los siempre atentos oídos de mi amigo. Me pregunté cuál podía ser esa historia. Quizá otra... Un suspiro de mi compañero interrumpió mis pensamientos.

—Bueno —dijo, mientras yo me volvía inquisitivamente hacia él—, ése era Lemuel Jenkins.

Evidentemente, no deseaba respuesta, ni ésta era necesaria. Simplemente asentí y seguimos caminando.

—¿Lo contemplaste? —continuó Burns.

Asentí de nuevo en un silencio que no me comprometía a nada.

—Entonces, naturalmente, viste lo que quería que vieses —prosiguió mi amigo—. Viste los cambios mientras yo hacía una pausa frente a él como si dudase reconocerle o no. Viste...

Fue mi turno de interrumpir.

—¿Hiciste eso a propósito? —no pude evitar el gritar—. ¿Lo torturaste?

Burns me asió de nuevo por el brazo.

—Quería que creyeras lo que voy a contarte —declaró ansiosamente—. Quería que me creyeses. Y para creerme, tenías que ver... ver por ti mismo. Así que tuve al pobre Jenkins unos momentos en suspenso antes de dejarle saber que lo veía. Y actuó como yo sospechaba que lo haría... Y lo viste.

Apenas si podía contener mi impaciencia ante la forma casi despiadada con la que Burns recitaba su actuación.

—Pero, ¿y sus ojos? —grité—. La desesperación, la esperanza y luego el horrible terror cuando miraste más allá de él. No estuvo bien, amigo, tratarlo así; el ignorar una amistad tan antigua como dices...

Burns se giró hacia mí.

—¡Ignorarlo! —estalló, con su rostro repentinamente enrojecido y sus ojos chispeando irritados—. No iba a ignorar a Jenkins... Ni siquiera lo estaba ignorando en aquel momento. Somos demasiado viejos amigos para hacerle esto. Vaya, Jenkins no se sintió herido porque pensase que iba a ignorarlo, o porque creyese que no lo conocía en aquel momento. Jenkins sabe eso tan bien como yo. Jenkins...

—Entonces, ¿por qué se agitó así? —insistí—. ¿Qué es lo que lo mantuvo de aquella manera, en suspenso? Y, ¿por qué se mostró tan repentinamente alegre cuando por fin hablaste, si no fue porque al principio creyó que no ibas a fijarte en él, acurrucado en el banco?

Burns sonrió gravemente.

—Ahora ya estás llegando al punto adecuado, viejo amigo —dijo—. Jenkins no temía que no le reconociese... era imposible. Pero Jenkins temía que no me fijase en él.

Me alcé de hombros.

—¿Y cuál es la diferencia?

—¿Diferencia, P. M.? —prosiguió fríamente Burns—. Bueno, te haré una pregunta: ¿Se fija uno en algo que no puede ver?

Me quedé mirándolo.

—¿Qué no puede ver? —repetí.

—Eso es lo que he dicho —asintió seriamente mi compañero—. Y Jenkins...

Le interrumpí con gran sarcasmo.

—Y Jenkins temía que no lo pudieses ver, ¿eh? No temía que no lo hicieras, sino que no pudieras. ¡Bah! Recuerda que ya he oído otros de tus relatos. Lo siguiente que vas a decirme es que Jenkins cree que estás loco, o ciego o algo así. O bien que... —me detuvo un momento antes de lanzar la culminación de mi ironía.

—Prosigue —ordenó gravemente Burns—. Sé lógico. Prosigue.

—O bien que Jenkins piensa que no puede ser visto. Que él mismo es... ¡oh, tonterías! Me estás tomando el pelo, amigo, y eso no me gusta; especialmente después de contemplar un verdadero dolor en los ojos de aquel tipo.

Burns dio media vuelta.

—Tomaremos este otro sendero que regresa a través del campus y te hablaré de ese individuo —indicó—. Ya viste como actuaba Jenkins... Eso, al menos, lo viste y tienes que creerlo. Ahora te explicaré el por qué. —Miró entre los eucaliptos hacia el reloj del campanario—. Tenemos mucho tiempo, y puedo explicarte la razón.

»Jenkins era, o podemos decir que es, un biólogo de esta universidad, muy cuerdo en su trabajo... como lo era, y aún lo es, en todo lo que hace. Casi demasiado cuerdo, y demasiado decidido a crearse un nombre en su profesión. Un hombre puede, ya lo sabes, ser así: demasiado cuerdo; demasiado cuerdamente confiado en sus creencias.

Burns hurgó con su bastón unas matas. Luego, se alzó de hombros y murmuró de nuevo:

—Sí, ese hombre es demasiado cuerdo. Demasiado lógico. Eso es lo que puso esa mirada en sus ojos, o al menos ayudó a ponerla.

Le interrumpí.

—¿Quieres decir que... tiene los nervios alterados por un exceso de trabajo?

Mi compañero negó con la cabeza.

—No... no es eso. Fue que, a causa de su lógica, extrajo la conclusión que lo ha convertido en lo que es. Mira, no sólo es demasiado lógicamente cuerdo, tercamente formal cuando sigue la pista de una gran idea, sino que también es impresionable. Eso ya lo viste.

Asentí, y reflexioné sobre el recuerdo de los ojos del extraño hombre.

—Sí —repetí—, eso vi. El hombre es impresionable... Eso es lo menos que se puede decir.

Burns me miró seriamente.

—También lo era antes. La cordura, la lógica, la imaginación, la impresionabilidad: son características que se dan en los grandes científicos; y él las tenía todas. Y lo hicieron agigantarse en su trabajo, tal como era de esperar; y era una gran promesa: ya sabes, Premio Nobel y todo eso. Entonces vino la ironía final de su acción concertada, o de su reacción, como quieras llamarlo —Burns volteó su bastón de nuevo y cuidadosamente apartó un arrugado trozo de corteza de eucalipto de nuestro camino. Luego, como para sí, prosiguió—: Y ahora... pobre Jenkins, pobre tipo —y luego en voz más alta—. Y sin embargo, sigue por aquí en la universidad... y va a lograr salir de eso. Saldrá con bien. Deberías haberlo visto, haber visto sus ojos, hace un mes.

Murmuré algo así como que, por mi propia cordura, me alegraba no haberle visto.

—¿Sabes? —prosiguió Burns—. Pasó hace solo un mes; para ser exactos hizo cuatro semanas el pasado martes. Es por eso por lo que creí que quizá lo hubieras oído.

—En lo más espeso de los bosques de pinos gigantes del Humboldt uno no oye demasiadas noticias —le contesté—. El correo llega una vez a la semana, y ni siquiera hay periódicos...

—Naturalmente, lo había olvidado —mi compañero se excusó rápidamente—. Y lo mantuvimos oculto a los periodistas —exclamó con bastante amargura—. No valía la pena hacer que nos tomasen a todos por tontos. Y, además, temamos que pensar en el pobre Jenkins. Su posición... Teníamos que mantenerlo apartado de los periódicos. Fue necesario.

»Y además fue fácil hacerlo. Mira, pasó en el club, en el salón de fumadores de techo bajo y paredes de nogal. Ya sabes lo aislado que está aquel rincón oscuro; y cuan fresco y tranquilizante es. Y lo débiles que son las luces, y todo eso. Siempre que me hundo en uno de aquellos enormes sillones tapizados, junto a aquella pesada mesa oscura, noto que una gran paz me embarga. Hasta llega a suavizar las voces de los hombres, y también sus pensamientos; permitiendo que la imaginación se deslice suavemente sin el menor tropiezo. Si uno de los muchachos quiere deshacer un lío de sus negocios, o trabajar en preparar sus clases, o lograr la inspiración y tranquilidad necesarias para imaginar una historia, aquel es el lugar. Y allí es donde le ocurrió aquello a Lemuel Jenkins. En ese lugar: fresco, oscuro, tranquilizante.

Burns me miró serio, pensativamente.

—Viste sus ojos... Al menos, crees en ellos. Me pregunto si...

—¡Sigue! —grité—. ¡Sigue!

—Bueno —dijo Burns, después de una profunda inspiración, mientras pasábamos junto a un grupo de fragantes acacias—. Estábamos cómodamente aposentados en la semioscuridad, fumando lentamente nuestros cigarros, simplemente saturados con la calma y comodidad del ambiente. Era a últimas horas de la tarde. La cena había sido satisfactoria, las digestiones seguían su curso, y la mutua satisfacción de amigable paz y tranquilidad no formaba el clima más apropiado para entablar conversación. De vez en cuando alguno de los muchachos —estábamos la media docena habitual— decía una palabra solitaria y una risa apagada recorría al grupo, una risa profunda, rica y también tranquilizante, como las aguas de uno de los ocultos cañones de tus bosques del Humboldt, P. M. Esto, y algún profundo suspiro ocasional, o el ligero susurro de los almohadones cuando alguien se inclinaba a tirar la ceniza, eran los únicos sonidos.

»De pronto, y estalló tan asombrosamente sonoro como el rugido de un puma de ese mismo oscuro cañón tuyo del Humboldt, viejo amigo... de pronto, digo, desde las profundidades de su propio excelente sillón, el puño de Jenkins saltó y golpeó la mesa. Al mismo tiempo, gritó atronadoramente.

—¡Puede hacerse... puede ser! ¡Digo que es posible... puede hacerse!

Burns hizo una pausa reflexiva, y se volvió hacia mí con una seca sonrisa.

—¿Crees que el rugido del puma te hubiera asustado? —me preguntó en voz baja—. ¿Si hubiera atronado entre la sempiterna paz de un húmedo, oscuro bosque de Humboldt?

Mi sonrisa apreciativa fue suficiente respuesta.

—Entonces —prosiguió mi compañero—, entonces comprenderás cómo nos sentó aquel puñetazo. Y comprenderás también por qué le gastamos la broma unos minutos más tarde... la broma que iba a dar tan terribles resultados, y que llevó a Jenkins a convertirse en lo que viste en ese banco.

—Sigue —le dije de nuevo.

—Bien —continuó Burns—. Aún puedo ver los asombrados y pálidos rostros y ojos muy abiertos en la oscuridad del poco iluminado salón cuando todos los allí presentes fuimos arrancados de golpe de nuestro arrobamiento. Entonces, mientras le mirábamos, el puño del hombre cayó de nuevo, y otra vez, como si discutiese con sus propias dudas, Jenkins gritó:

—¡Digo que es posible... que puede hacerse! ¡Y, por el cielo, yo hallaré el camino!

—Ridges... Ridges, el doctor, ya lo conoces.

P. M., se dejó caer finalmente sobre sus almohadones, dio una larga chupada a su cigarro negro y espetó con el tono más insultante que pudo conseguir:

—Pues sigue tu camino, mi desafortunado biólogo. Sigue tu camino.

Los ojos de Jenkins se desorbitaron.

—¿No te lo crees? —gritó.

Ridges se echó a reír, Harvey Gilson, frente a mí, lanzó una estrepitosa carcajada.

—¿Has estado diseccionando alguna cosa rara esta tarde, viejo? Los vapores, o algo así, parecen haberte...

Ridges coronó sus palabras con una nueva carcajada.

—Quizá —dijo de nuevo—, quizá si nuestro vehemente amigo expusiese su argumentación sin medio atontarnos antes, y nos explicase qué es lo que puede ser hecho, podríamos comprender por qué está tan seguro de su habilidad para resolver el problema.

—Ridges le podía hablar así, ¿sabes? —me dijo Burns, a manera de explicación—. Había introducido a Jenkins en nuestro círculo y, naturalmente, se sentía responsable. Y Jenkins, al que habíamos llegado a apreciar, era, aún es, tan endiabladamente serio acerca de las cosas... Ya viste sus ojos.

Asentí, pues llevaba grabada la imagen de esos ojos; demasiado grabada.

—Bueno —prosiguió mi amigo—. Jenkins miró parpadeando a Ridges durante un momento, y luego, aferrándose con las manos al sillón como si estuviese a punto de saltar sobre nosotros, se volvió lentamente y nos fue mirando, cara a cara, a cada uno de nosotros. Luego asintió abruptamente. Se inclinó hacia mí.

—Dame tus gafas —pidió perentoriamente.

Las saqué del estuche, y se las entregué. Jenkins las mantuvo en lo alto, para que todos las pudieran ver.

—¡Aquí está! —gritó, y agitó dramáticamente su otra mano.

Ridges rió de nuevo.

—Ah, sí —murmuró—, ahí... ahí.

—¿No podéis verlo? —gritó Jenkins, mirándonos a los demás.

Asentí.

—Si dejas caer esas gafas tendrás que mostrarme algo bastante sustancioso, amigo mío —dije, pues el estruendo de su primer estallido aún alteraba mis nervios.

—Pero podéis ver a través de ellas —gritó Jenkins mientras acallaba mi intento de ser gracioso con un gesto de la mano—. Os las colocáis ante los ojos para mejorar la visión. Veis a su través. Y sin embargo están hechas de una sustancia sólida, concreta, dura; uno de los compuestos más densos conocidos: el cristal. Y, no obstante las usáis para mejorar la visión... para mejorarla.

Bueno, por un momento temí que los estudios de aquel hombre lo hubieran vuelto repentinamente loco. Entonces, sus ojos se volvieron lentamente hacia mí, y me di cuenta de que me equivocaba, me equivocaba totalmente.

Gilson rió de nuevo.

—Desde luego, Burns no las usa como gafas oscuras, señor Jenkins —bramó desconsideradamente.

Ridges estaba silencioso, Y sin embargo, cuando al fin la mirada de Jenkins se apartó de la mía, pude ver que Ridges estaba mascando muy pensativo su cigarro. Entonces conocía a Lemuel Jenkins mejor que nosotros.

—Y, a pesar de todo —prosiguió el pequeño biólogo, aún manteniendo las gafas en alto—, a pesar de todo podéis ver a través de esta cosa, de una sustancia mineral sólida.

Esta vez todos asentimos. No sé por qué, pero supongo que fue porque pensamos que el hombre era totalmente sincero con respecto a algo. Asentimos. Y Jenkins sonrió.

—Y por eso —continuó—, y por eso digo: puede hacerse... es posible.

Sonrió de nuevo y con un tal aire de amable condescendencia que noté un renovado resentimiento hacia la repentina interrupción de nuestra calma. Miré a los otros, y vi lo bastante como para convencerme de que también ellos se sentían como yo. Nuestra paz había sido interrumpida. Y Hathaway, que aún no había hablado, se removía en su sillón, y daba vueltas una y otra vez a su cigarro entre sus manos y contemplaba las gafas que Jenkins había dejado sobre la mesa.

—¿Quieres decir...? —sugirió.

—¿Vistéis alguna vez una medusa? —preguntó Jenkins.

—¡Sí, sí! exclamó Hathaway.

—Ummm —gruñó suavemente Ridges mientras chupaba su cigarro.

—Son como el cristal... —respondió Jenkins.

El joven Gilson rugió:

—¡Va a hacer gafas con las medusas! ¡Oh, buen Dios... Ja, ja, ! ¡Gafas con medusas!

Hathaway fulminó al joven con una mirada. Luego se volvió hacia Jenkins, que estaba tamborileando impaciente el tablero de la mesa, y le habló rápidamente:

—¡Y la medusa es tan transparente como el cristal... Y no obstante no es una sustancia mineral como ese cristal, sino que es orgánica, un animal!

Jenkins sonrió.

—Ya has captado mi punto de vista —le felicitó, y asintió de nuevo con condescendencia—. La medusa es tan transparente como el cristal y, no obstante, es un organismo animal vivo, un cuerpo con vida. Estaba trabajando con una esta mañana y me puse a pensar sobre ello.

Se detuvo un momento. Ridges lanzó otro suave gruñido. Wilson volvió hacia mí su mirada divertida. El pensativo Hathaway buscaba por la alfombra su cigarro. Comencé a sentirme incómodo. Entonces, Jenkins prosiguió:

—Mientras abría al animal, se me ocurrió: si este ser puede vivir y ser transparente, casi invisible en su elemento natural, ¿por qué entonces no existen otros animales con esa misma propiedad?

Hathaway se inclinó hacia adelante.

—¡Sí, sí —espetó de nuevo.

Jenkins agitó melodramáticamente su mano.

—Y, ¿por qué no puede ser hallada, digamos a través de una química orgánica más avanzada o mediante un estudio más profundo y analítico de los procesos biológicos, alguna sustancia que trasforme cualquier cuerpo animal... hasta los vuestros, en absolutamente invisibles? Invisible —repitió—, y, a pesar de ello, capaz de seguir viviendo.

Habiéndose liberado de aquella noción tan asombrosa, se echó hacia atrás, recogió su olvidado cigarro, y nos contempló calmosamente, mientras le mirábamos. Gilson fue el primero que rompió el silencio con alguna crítica absurda... pero se calló ante otra mirada de Hathaway.

—Eso es lo que quiero decir cuando exclamo: ¡Puede hacerse! —repitió Jenkins, ahora con más calma—. Y lo creo, lo creo: puede lograrse eso. La única pregunta es: ¿cómo? —Se detuvo un momento, y luego nos lanzó otra pregunta—. ¿Habéis visto alguna vez uno de esos pequeños lagartos que toman el color de lo que les rodea?

Hathaway se inclinó hacia adelante.

—¿Un camaleón? —exclamó—. Se coloca encima de una hoja verde y se vuelve verde. Sobre arena amarilla y se vuelve amarillo; en una sombra moteada, e inmediatamente cambia de color para estar acorde. Sí, lo he visto.

Jenkins se recostó satisfecho.

—¿Qué es lo que les va a impedir el hacerse totalmente transparente si eso les sirve más? —dijo en voz baja, alzando una ceja.

Gilson estalló en otra carcajada... y sin embargo, de alguna manera, me daba cuenta de que había una corriente oculta de algo que no era su buen humor habitual. Quizá Gilson estaba comenzando a pensar, y la risa no era sino una cobertura. Pero esto es algo que no puedo afirmar taxativamente. De cualquier forma, se inclinó hacia adelante y gritó, con un bien simulado horror en su voz:

—Y uno podría notar como ese viscoso lagarto se agitaba en su mano, sin ser capaz de verlo.

Ridges se agitó en su sillón. Los ojos de Jenkins se encendieron... tal como hicieron hoy cuando al fin lo reconocí.

—¿Por qué no? —saltó.

Ridges se aclaró la garganta.

—Entonces —dijo, hablando por primera vez desde que habíamos captado realmente la idea de Jenkins—. Entonces, ¿crees que un ser humano puede, mediante algún método, hacerse transparente y seguir viviendo? En otras palabras, ¿crees que pueda estar sentado tal cual tú lo estás en ese sillón, y que veamos los almohadones hundidos, la depresión hecha por su cuerpo... y que él, o tú, no pueda ser visto? ¿Sería invisible?

Jenkins asintió y nos miró a todos sucesivamente. Hathaway parecía perdido en sus pensamientos. Ni siquiera Gilson dijo palabra. Los otros simplemente se quedaron mirando al pequeño biólogo como si, repentinamente, hubiera perdido la razón.

—¿Por qué no? —exclamó de nuevo Jenkins.

Ridges se agitó en su sillón.

—¿Y crees que es posible hallar algo que inyectado a un hombre, y sin ser perjudicial, lo haga invisible? —preguntó ansiosamente.

—Si pones un poco de aceite en un papel, casi lo vuelves transparente, ¿no? —defendió tercamente Jenkins—. Si se pudiera hallar algo que afectase a los organismos animales, y un hombre pudiera hacer que su mente lo aceptase, que realmente lo aceptase en lo más profundo de su mente, sin esa eterna duda subconsciente que se opone, sin que nos demos cuenta, a aceptar o a creer las nuevas ideas, entonces eso podría llevarse a cabo. Como la medusa, el papel aceitado y el camaleón, el hombre se haría casi invisible. Esa —concluyó Jenkins con un grave movimiento de cabeza—, es la idea que tuve esta mañana en el laboratorio. Y la impresión de esa nueva idea fue tan fuerte que me pregunté cómo era que nunca antes había pensado en ella. Tan fuerte que, en lo que a mi respecta, puedo afirmar que realmente creo que la cosa es posible.

Hathaway miró fijamente a Jenkins durante un momento, y luego hizo un gesto con la cabeza y habló:

—Nada —dijo con tono suave—, nada, absolutamente nada es imposible en esta época.

Estas palabras siguieron tan solemnemente a la declaración de Jenkins que noté una curiosa comezón por toda la piel. Hasta Gilson se quedó mirando a la mesa. Luego, abruptamente, Jenkins se puso en pie y se estiró.

—He telefoneado a Santa Cruz este mediodía para pedirles algunas medusas blancas, después de que me convencí de la idea. Aún no me han contestado satisfactoriamente. Si... si me perdonáis un momento, deseo...

Cuando la pesada puerta se hubo cerrado tras él y la sala repleta de humo cayó de nuevo en el silencio, en el cavernario encanto de un silencio tranquilizante, nos miramos mutuamente a los ojos. Me pregunté qué era lo que había tras cada una de aquellas caras. Me pregunté qué pensaría Ridges, que fumaba tranquilamente, en aquel profundo pozo de sarcasmo y burla que se escondía tras sus penetrantes ojos negros. Me pregunté qué era lo que veía Hathaway, con aquella mirada perdida que dirigía hacia un semioscuro rincón del techo mientras hacía girar su cigarro entre las manos. Me pregunté qué ironía despreocupada estaba a punto de saltar de la siempre dispuesta lengua de Harvey Gilson mientras contemplaba el tablero de la mesa. Me pregunté si aún seguía afectado por la influencia moderadora de la seriedad de Jenkins.

—Y en cuanto a mi propia conclusión, P. M., debo confesar que no tenía ninguna. Aún no había tenido tiempo de formarla. Según nos había dicho Ridges demasiado a menudo antes de que finalmente invitásemos al biólogo a nuestro club, Jenkins era altamente imaginativo, muy sensible e impresionable; con una mente tan abierta como la misma naturaleza, siempre dispuesto a recibir cualquier nuevo desarrollo de la ciencia moderna. Naturalmente, había una cosa de la que estaba totalmente cierto: Jenkins no estaba jugando con nosotros. Creía realmente en su nueva idea. Pero hasta el momento, lo único que yo podía hacer era permanecer también con la mente abierta, y esperar nuevos acontecimientos.

Y de nuevo fue roto el tranquilizador y crepuscular silencio de nuestra sala. Esta vez por Ridges, situado al ángulo opuesto más lejano de la gran mesa de nogal.

—¿Y bien? —preguntó. Y tras esa palabra se quedó en silencio.

Todos se aclararon la garganta.

—¿Qué es lo pensáis? —de nuevo la voz de Ridges.

Durante varios minutos hubo un profundo y reflexivo silencio. Luego, con una hiriente risa, Gilson habló:

—Tengo una idea, que quizá sirva —las palabras iban dirigidas a Ridges.

—¿Sirva? —inquirió este último, alzando las cejas.

Gilson rió de nuevo, esta vez con una deliciosa risa que se transformó en un profundo cloqueo de pura diversión, que fue un alivio para todos nosotros. La comezón de mi piel fue sustituida por una sensación generalizada de certidumbre y cordura.

—Ejem, ejem —carraspeó Gilson—. Las cosas pueden hacerse invisibles, eso es lo que Jenkins dice... y cree. Lo cree. Dice que va a investigar con las medusas hasta que halle la causa de su transparencia y entonces va a aplicársela a otros animales. Ejem, acabo de tener una idea.

Ridges dejó su cigarro y se limpió cuidadosamente los labios con su pañuelo.

—¿Y bien? —preguntó con su anterior entonación sarcástica de nuevo en evidencia.

—El viejo Jenkins cree que puede hacerse —repitió el joven Gilson—. Cree que los animales, que los hombres pudieran ser invisibles. Menos mal que se ha enfadado con esa gente de las medusas, por teléfono. Eso nos da una oportunidad.

Gilson hizo una pausa y nos contempló con una amplia sonrisa, Hathaway frunció el entrecejo. Ridges tamborileó en la mesa.

—¿Y bien? —inquirió de nuevo este último, con sus pequeños ojos negros fijos en el joven situado a mi lado.

—Cree que hasta lo puede hacer él mismo —repitió Gilson. Luego alzó los brazos—. Bueno, ¿por qué no?

Nos quedamos mirándolo, y él se echó a reír.

—¡Oíd! —gritó—. El primer puñetazo que dio en la mesa me dejó medio sordo. Y aquí está nuestra oportunidad. Cuando vuelva Jenkins no lo veremos. ¿Comprendéis? Puede que hable, y pondremos cara de sorpresa. Pero no podremos verlo. De repente, se habrá vuelto invisible, ¿comprendéis? Le gastaremos esa broma y pronto se cansará de la idea... y le habremos devuelto el susto. Su...

Un fuerte grito se alzó repentinamente entre los que preparaban la broma. Era Hathaway, con el rostro tan blanco, contra el sombrío fondo, como la luna tras las nubes que pasan rápidamente.

—¡No, no no! ¡Eso no, eso no! —gritó, con verdadera agonía en su voz—. ...¡Yo no haría eso!

Gilson echó hacia atrás la cabeza y lanzó una exclamación de alegría.

—Serías el mejor actor del grupo —exclamó—, si pudieras conservar ese rostro y esa voz.

—Pero... pero, lo digo en serio. Yo... yo...

Gilson se volvió a mirarnos, afirmando con la cabeza y sonriendo.

—Entonces, ¿me comprendéis? Cuando oigamos llegar a Jenkins todos estaremos mirando a algún otro lugar. Luego, cuando nos giremos, estaremos esperando ver a Jenkins, y... no estará allí.

—¡Oh! —jadeó Hathaway, contemplándonos con rostro blanquecino. Yo no estaba tan seguro como Gilson de que estuviese actuando: era demasiado real. Pero este prosiguió:

—Naturalmente, nos mostraremos horriblemente sorprendidos ante su condición y hablaremos. El pobre Jenkins se sentará ahí... Os aseguro que pronto se hartará...

De nuevo se oyó un grito de Hathaway.

—No, no, caballeros, no hagáis eso. No lo hagáis. Jenkins podría... Jenkins cree... él... —se le cortó la voz.

Ridges me miró por un momento, y alzó una ceja. Luego señaló interrogativamente a Hathaway. Yo me alcé de hombros; creía que lo mejor sería dejar que las cosas siguieran su curso sin mi interferencia, y prefería dejar el asunto en manos de Ridges; él conocía a Jenkins. Ridges contempló por un momento al hombre semiaterrorizado, y luego habló con convicción.

—No puede hacerle daño. Además, le debemos una respuesta por asustarnos con aquel puñetazo en la mesa. No le hará daño. Y conozco a Lem Jenkins. Le conozco.

—¡Estupendo! —gritó Gilson—. Entonces, queda convenido. Y además, le quitará esa loca idea. Jenkins...

Hathaway se inclinó hacia delante.

—No lo hagáis —susurró roncamente.

—Pero, ¿por qué no? —le atajó Gilson.

Hathaway se alzó de hombros.

—No lo sé... Yo mismo no acabo de comprenderlo. Pero... pero preferiría que no lo hicierais. Eso es todo. Oh, desearía...

—¡Tonterías! —rugió Gilson, ya decidido a que predominara su punto de vista.

Hathaway alzó los brazos y se dejó caer rígidamente contra el respaldo de su sillón. Los demás miramos pensativos al techo durante un momento. Luego Gilson, de nuevo entusiasmado, continuó:

—Veremos lo que hace —exultó—. Veremos que es lo que piensa de su idea de esta mañana. Veremos si le gusta. Y, sobre todo, comportáos seriamente. Todos debéis estar en el papel.

Ridges se aclaró la garganta. Uno de los otros dos, no recuerdo quién, encendió un nuevo cigarro, y vi cómo temblaba la mano con que sujetaba la cerilla. Después oímos aproximarse pasos apagados. Ridges saltó en pie y atizó los carbones de la chimenea. Gilson se puso a su lado.

—Está llegando —susurró y, de pronto, su voz se había puesto muy seria—. Recordadlo todos: no lo echéis a perder. Seriedad... seriedad.

Hathaway se inclinó, rígido.

—Preferiría... yo...

Pero Ridges se volvió y lo cortó con una mirada de sus ojos negros, y Hathaway se echó de nuevo hacia atrás. Luego, cuando se abría la puerta, Ridges habló, como si me estuviese contestando:

—Entonces, si un hombre cree lo bastante en una cosa, ¿opinas que podría ser, o hacer, aquello en que cree? ¿Es eso?

Asentí sin comprender. Entonces, me di cuenta de lo que pretendía.

—Absolutamente —afirmé. Luego, cité—: Un hombre es aquello en lo que su corazón cree. En los dichos populares hay más sabiduría de la que nos imaginamos. No son simples naderías. No todo es lenguaje figurado. Algunas de estas cosas deben ser tomadas literalmente, y creo que ese dicho es una de ellas: que un hombre es en realidad, o se transforma con el tiempo, en aquello que cree persistentemente que es. De esto no cabe la menor duda. Es el viejo concepto del cuerpo dominado por la mente: una verdad tan antigua como el mundo.

Nadie prestó la más mínima atención a Jenkins, que se había deslizado con un silencioso gesto de preocupación hacia su sillón, y estaba mirando fijamente la envoltura de su cigarro.

Junto al hogar, Gilson se rió. Hathaway se había alzado rígidamente, y me daba la espalda mientras miraba, con los otros, hacia el ardiente fuego. Gilson preguntó en voz baja:

—Habláis del poder de la mente... ¿llegaría incluso a hacerle a uno invisible?

Esa era la señal. Ridges dio un extraño respingo y se inclinó sobre el fuego, comenzando a removerlo con los atizadores.

—Pregúntaselo a Jenkins —dijo sin darle importancia.

Jenkins, derrumbado en su sillón, tal como yo podía ver con el rabillo del ojo, había estado siguiendo nuestra conversación, tratando de captar el hilo de la misma, y ahora alzó su cabeza.

—¿Preguntar el qué? —interrogó en voz baja.

Ridges se inclinó y puso nuevos carbones.

—Sí —repitió, como si nadie le hubiera respondido—. Pregúntaselo a Jenkins.

Gilson se volvió hacia mí y me guiñó un ojo. Jenkins se había hundido de nuevo en sus almohadones.

—Lo haría si estuviera aquí —respondí con un pequeño bostezo.

Jenkins, que estaba sentado a un par de pasos más allá de la mesa, alzó rápidamente la vista.

—¿Y bien? —insinuó, mirándome.

Ridges se volvió lentamente, y con mirada parpadeante recorrió la sala en penumbras. Sus ojos hasta se detuvieron un momento sobre el pequeño biólogo, que no sospechaba nada.

—Vaya —murmuró, casi como pidiendo excusas—. Creí que Jenkins había vuelto.

El rostro de Jenkins se alteró ligeramente, y una lucecilla de interés brilló en su mirada.

—Creí que había regresado. Es extraño. Seguramente... —Ridges dudó un momento, y miró con aire ausente al sillón de Jenkins. Luego añadió—: Pero, cuando vuelva, nos dará una opinión muy válida. Os aseguro, caballeros, y lo digo completamente en serio, que cuando Lemuel Jenkins tiene un presentimiento, como diría nuestro amigo Gilson aquí presente, vale la pena escucharle. Habitualmente sabe de lo que habla. Y cuando dice, como ahora, que una cosa puede estar viva y al mismo tiempo ser invisible, lo dice en serio... Y hay muchas posibilidades de que sea cierto. Cuando regrese...

Jenkins le miró, ahora bastante asombrado. Sin embargo, al cabo de un momento se echó a reír, aunque de una forma un tanto forzada. Ridges miró a su alrededor y frunció el ceño.

—Esa puerta —dudó de nuevo—. Juraría que la oí abrirse hace un momento.

Se quedó contemplándonos.

—¿Quién acaba de reírse? —inquirió con voz seca, y su tono parecía algo asustado. Su actuación era perfecta, su rostro una maravilla de expresión—. ¿Quién se rió...? ¿Quién de vosotros?

Jenkins cloqueó en forma extraña. Seguidamente, mientras nuestros ojos se centraban, sin ver, en él, los suyos se desorbitaron de una forma que mostraba algo más que asombro.

—¡Eso! —gritó Ridges de nuevo—. ¡Otra vez!

Nos estudió irritadamente.

—¿Quién hizo eso? ¿Quién está burlándose de nosotros? Esa puerta... Jenkins debe de haber entrado. Tiene que saber ventriloquia, aunque nunca lo sospeché. ¿O es que sois vosotros los que os estáis burlando de ? —Hizo una pausa, y luego gritó—: Hathaway, mira tras ese biombo. Tú, Burns, tras esos cortinajes. Debe...

Ridges se detuvo de nuevo y se quedó mirando directamente a Jenkins. El rostro de este último estaba ahora bastante pálido, y tenía tal expresión de asombro y miedo, que mi corazón casi me delató. Su boca se abría y cerraba convulsivamente, y parecía estar tratando de tragar saliva. Pero me di cuenta de que se trataba de verdadero miedo, y no de la ira causada por nuestra broma. Si lo hubiera sabido, desde luego que no hubiera dejado proseguir el asunto.

Ridges se inclinó y miró bajo la mesa. Cuando se irguió de nuevo su rostro estaba enrojecido e irritado, y le chisporroteaban los ojos.

—¡Jenkins! —gritó, con sus ojos corriendo locamente por la habitación—. Lee, enciende todas las luces. ¡Maldita sea! Toda esa cháchara de ese loco acerca de la invisibilidad me ha puesto los pelos de punta. ¡Jenkins! ¡Jenkins!

El pequeño biólogo se había ido haciendo una bola en su gran sillón. Sus ojos brillaban blanquecinos y sus manos estaban clavadas, como garras, sobre el tapizado de los brazos del sillón. Ahora podía ver que la impresionabilidad del hombre lo había dominado; era eso o una terrible ira. De todas maneras, sabía que ya habíamos ido demasiado lejos.

—Diría —le susurré roncamente a Ridges—, diría que ya hemos ido demasiado lejos.

Ridges, a propósito, no quiso comprender mis palabras.

—Desde luego que ha ido demasiado lejos. Buen Dios... ¡Todas las luces, Lee! He dicho todas. Quiero ver. ¡Jenkins! ¡Jenkins! Por lo más sagrado, voy a...

Se detuvo en seco, pues había puesto su mano sobre la del encogido científico que, pálida, se aferraba al brazo del sillón. En ese instante, su rostro logró asustarme a causa de la sorpresa y el abisal horror que supo reflejar cuando su mano se cerró sobre la de Jenkins. Jadeó. Los demás también le miraban. Su actuación era más que admirable. Hasta Hathaway se quedó mirándole, pálido.

—¡Dios! —espetó Ridges, y su otra mano saltó hacia mí—. ¡Toca... toca! —y luego, más fuerte y secamente—: ¡Jenkins!

Al fin, el mísero hombre del sillón logró hablar:

—Aquí... aquí estoy. Aquí... ¿No me veis? ¿No podéis verme?—. Y, mientras lo mirábamos incrédulos—: ¡Oh, por Dios, que alguien me diga que es tan solo una broma; oh, decidlo, decidlo!

Comencé a adelantarme para tomarle de la mano y asegurarle que lo veía, pero Ridges me aferró del brazo. Jenkins se hundió de nuevo, con las manos sobre los ojos.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró—. ¿Qué me ha pasado, qué me ha pasado?

Ridges palpó ciegamente la forma acurrucada. Luego, cuando sus manos hallaron el cuerpo de Jenkins, lanzó una exclamación de asombro y se retiró hacia atrás.

—Lem... Lemuel... ¿eres... eres ...tú? —tartamudeó—. ¿Estás... ahí?

El pequeño biólogo sollozaba en el sillón.

—No pueden... no pueden verme. No pueden... no... pueden... pueden...

Los otros estallaron en excitados comentarios. Pero yo no podía seguir soportando la broma. Tomé una de las manos de Jenkins y me volví hacia Ridges.

—¡Esto tiene que terminar, ahora! —dije enfáticamente—. Ya ha ido bastante lejos. Vas a conseguir que enloquezca si prosigues. Tienes...

Entonces me di cuenta de que los ojos de Ridges no estaban clavados en los míos, sino que estaban vidriosamente fijos en Jenkins. Vidriosos por un verdadero, y no simulado, horror, por la consternación y la incredulidad. Y, de pronto, la habitación se quedó muy silenciosa. Miré a los otros y me di cuenta de que también tenían los ojos fijos, como hipnotizados, en Jenkins. Luego, se oyó otro grito. Era Hathaway, aunque no sé como logré reconocer su voz, pues no era la suya, sino un verdadero gemido de dolor y angustia.

—¡Ah..., mirad! ¡Mirad! Va a... a...

Volvió a invadirme aquella extraña sensación de cosquilleo que había notado antes. Me giré rápidamente. Entonces, con el corazón tamborileándome en el pecho, y mis cuerdas vocales repentinamente paralizadas, me di cuenta de que, realmente, no podía ver al hombre del sillón. Sin embargo, mientras miraba a los demás, oí la voz de Jenkins a mis espaldas.

—¡Mi mano... me las has retorcido!

Seguía con su mano entre las mías. Bajé la vista, y no vi nada. Parecía tener algo aferrado entre mis manos, algo sólido, y no obstante me resultaba imposible ver aquel objeto tangible, cálido, pulsante de vida. Todas las palabras de aviso de Hathaway, el mismo conocimiento de la naturaleza impresionable de Jenkins, sus teorías del poder mental del hombre sobre su propio cuerpo se arremolinaron en mi cerebro. Lancé un agudo alarido:

—¡Jenkins!

—¡Oh! —dijo la voz del sillón vacío frente a mí—. No pueden verme... no pueden verme. ¡No pueden! —y luego, con un repentino aullido de horror—: Y yo tampoco puedo verme. No puedo... Aaah...

La voz de Jenkins se convirtió en un sollozo.

Gilson, ahora tan pálido como la misma muerte, con el rostro perlado de sudor, estaba con los brazos extendidos, temblando. Una solitaria gota de sangre se destacaba sobre su labio inferior. Ridges estaba de rodillas, palpando locamente lo que parecía ser el espacio situado entre los brazos del sillón de Jenkins. Hathaway se había desplomado en el sillón, y con la cabeza hundida en sus brazos gemía una y otra y otra vez:

—¡Lo sabía! ¡Os avisé! Oh, qué estúpido fui por dejaros siquiera intentarlo. ¡Estúpido, estúpido, estúpido! Pobre Jenkins. No hay derecho... no hay derecho. Os lo dije... No debíamos intentarlo. Es tan formal en sus cosas... Se lo creyó. No deberíamos haberlo hecho... Yo... yo... nosotros... Oh, Dios mío, ¿qué hemos hecho? ¿¡Qué hemos hecho!?

Sus palabras eran más una oración que un lamento o un reproche. Si en aquel momento hubiera entrado un extraño en la sala nos habría tomado por un grupo de hombres enloquecidos. Mientras, yo seguía palpando y estrechando la cosa que notaba tan cálidamente viva entre mis manos, la cosa que no podíamos ver y que, no obstante, debía ser Lemuel Jenkins; Lemuel Jenkins, embargado de terror, angustia y desesperación, y tan invisible para nosotros como el mismo aire.

Burns hizo una pausa en su relato y golpeó con su bastón una rama que surgía de la acacia dorada situada junto al camino. Tras ello, se volvió seriamente hacia mí, pues había lanzado una débil exclamación de incredulidad. Me dijo:

—Lo viste en el banco, P.M. Viste lo que es ahora. Sus ojos... lo viste.

—Sí —repetí—. Vi sus ojos.

—Viste la desesperación, el terror, y luego la esperanza que pasaban por ellos mientras contemplaba nuestros rostros. Y luego la inenarrable tortura que aparecía en ellos cuando miré sin verlo a las matas que había detrás de él.

—Sí —repetí de nuevo—. Lo vi.

Burns asintió con la cabeza.

—Yo... No podíamos creerlo, al principio, ni nosotros mismos. Pensamos que Jenkins habría adivinado nuestra broma y nos la estaba devolviendo. Que nos había hipnotizado para que creyésemos que no podíamos verlo. Le gustaba practicar el hipnotismo, ya sabes, cualquier cosa psicológica o mental. Pero no era así; Jenkins no estaba gastándonos una jugarreta, no había sospechado nada. Había aceptado nuestras palabras con indudable seriedad. Aquello se posesionó de su mente, del consciente y del subconsciente. Y nunca le dijimos que todo era una broma. Ni se lo diremos... Al menos yo no se lo diré.

Recuerdo que Ridges se volvió hacia mí con un rostro gris como el de la Parca.

—La hemos hecho buena -susurró, entrecortada y desesperadamente—. Ya la hemos hecho. Nunca soñé en... en esto —lanzó una mirada a Gilson que, también, estaba palpando el sillón de Jenkins—. So bobo —exclamó amargamente—, sería mejor que mostrases más remordimientos, como los demás.

Ridges hizo una pausa momentánea. Luego, volviéndose rápidamente, dijo en voz baja:

—¡Jenkins! ¿Puedes verme, Jenkins?

Una sollozante y gimiente voz le contestó desde el sillón, aparentemente vacío.

—S-í-í-í, pero no puedo ver... no puedo verme. He enloquecido, o algo así. O aquella estúpida idea mía me ha transformado. No sé... Oh, no sé. Al principio no comprendía de qué estabais hablando... Creí que os habíais vuelto locos. Pero ahora, no puedo ver mi... mi...

—Toma mi mano —dijo Ridges, situándola frente al sillón como si fuera un ciego—. Cógela. ¡Así... Ah, santo cielo!

Ridges jadeó mientras apretaba sus dedos alrededor de lo que evidentemente era la mano de Jenkins. Era horriblemente pavoroso el ver como los nudillos de Ridges se ponían blancos al apretar lo que parecía ser puro aire.

—Ahora, ponte en pie —prosiguió.

Los almohadones del sillón sonaron débilmente, y el tapizado se alzó; ése era el único signo de que Jenkins se había erguido. Entonces, Ridges echó el brazo, torpemente, sobre lo que debían de ser los hombros de Jenkins, y caminó hacia el fuego. Recuerdo la extraviada mirada que Hathaway me dirigió cuando vimos moverse únicamente a Ridges y, sin embargo, oímos las pisadas apagadas de dos personas caminando sobre la alfombra. Recuerdo también cómo miré fascinado para ver si podía discernir, ante el brillo de los carbones, la figura del hombre afectado. Pero no podía, no podía ver ni la más ligera sombra o silueta.

—Aquí —dijo Ridges, colocándose frente al hogar—. ¿Notas su calor?

—Claro que sí —se oyó un apagado grito junto a él—. Pero no puedo verme la...

La voz terminó en un gruñido.

El apretón de Ridges se hizo convulsivo sobre la forma invisible. Luego, el brazo que mantenía alrededor de Jenkins dio un tirón como si repentinamente hubiesen colgado un peso de él. Al mismo tiempo, su rostro se volvió un poco más gris y se endureció con la ansiedad.

—¡Rápido! ¡Rápido! —exclamó—. Se ha desmayado. Se ha quedado tan desmadejado como un trapo. Venid... venid, ayudadme. Pongámoslo sobre la mesa. Tú, Hathaway...

Hathaway se echó hacia atrás por un instante y luego, con los ojos repentinamente llenos de lágrimas, se inclinó y tomó entre sus brazos las piernas que no podía ver. Tiró hacia arriba, y los músculos de su cuello denotaron su esfuerzo.

—Un almohadón —gritó Ridges.

Gilson salió de su trance, y arrebató uno de un sillón. Entonces, mientras Ridges alzaba la mano, lo colocó cuidadosamente cerca de ésta. Gilson estalló en un arrebato de excusable ira.

—¡Ahí no, so estúpido! Aquí, aquí —y manteniendo la mano aún en alto, acercó más el almohadón, bajando después el brazo. En el acto quedó marcada una depresión... pero no pudimos ver la cabeza que la ocasionaba—, Ahora, traed agua... ¡Rápido! —ordenó Gilson.

—¡Buen Dios! —gritó Gilson—. ¿Está... está... tan solo desmayado?

—¡Toca! —gritó Ridges. Cogió violentamente la mano de Gilson y la bajó con fuerza sobre un punto situado a un palmo por encima de la mesa, justo al lado del almohadón—. Aquí —dijo con voz fría y dura—. Nota como respira... El corazón...

La mano y el brazo de Gilson se movían lentamente, arriba y abajo, siguiendo la respiración del hombre invisible situado sobre la mesa; y su propia respiración se hizo un jadeo.

—¡El agua! —gritó Ridges; Ridges siempre es el primero en dar ayuda a pesar de su burlón, y a veces fuera de lugar, sarcasmo. Hizo una seña a Lee que había corrido a buscar el mejor restaurativo de la naturaleza—. ¿No le habrás dicho nada de esto a nadie?

El otro negó con la cabeza.

—Ni una palabra —declaró.

—¡Bien! —le alabó Ridges.

Y Gilson, sobre el que recaía pesadamente la responsabilidad de todo aquello, medio sollozó.

—¡Gracias a Dios! —luego, gimoteó—: Pero si... si... algo... pa... pasa... estoy... estoy aquí. Aquí mismo, y...

—¡Cállate! —atajó Ridges—. Cállate, y ayúdame a darle agua. Ven, aguántale la cabeza. No... ahí no, así no. Aquí...

Tomó las manos de Gilson y las colocó, con las manos enfrentadas a unos treinta centímetros de distancia la una de la otra y por encima de la depresión del almohadón.

—Manténlo así —ordenó, y luego apartó las suyas y las movió hasta detenerlas sobre la depresión—. Ahora tráelas al lado de cada una de las mías... Rápido, muchacho, estamos perdiendo el tiempo. Ahora lentamente, uno hacia el otro, nada más faltaría que le diésemos un susto ahora que está así... No sabemos...

Las temblorosas manos de Gilson se detuvieron repentinamente.

—He... he tocado algo... Parece cabello. Sí, sí, es su cabeza —su mano palpó suavemente más abajo, y formó una copa—. Ya está. Tengo la cabeza del pobre Jenkins.

—¡Déjate de gimoteos! —explotó Ridges—. Levántala.

Gilson la alzó y Ridges tanteó buscando con sus dedos la boca de Jenkins, luego inclinó suavemente el vaso. Esa fue quizá la escena más asombrosa de aquella terrible noche. Imagínate, P.M., estaba vertiendo agua. Podíamos ver bajar el nivel de la misma. Podíamos verla salir del vaso... y después, imagínate, desaparecía. Era como si la echase en el aire, uno se esperaba verla chorrear sobre la mesa. Pero, en lugar de eso, era como si se evaporase instantáneamente... desaparecía. El pensamiento que me invadió fue bastante extraño. Me incliné y examiné la superficie de la mesa, y vi que tenía razón.

Donde el cuerpo de Jenkins tocaba el duro y encerado nogal, se veía una ligera depresión. Con crecientes sospechas, extendí una mano como para ayudar a Gilson, y vi que cuando mis dedos tocaban aquel cuerpo invisible, también desaparecían las puntas de los mismos. Era como si unos tres milímetros de los mismos hubiesen sido segados. Me incliné y examiné las manos de Gilson y vi que a él también le ocurría lo mismo. Le di un codazo a Hathaway, y le llamé la atención sobre aquel extraordinario fenómeno. Miró en silencio , y luego estalló:

—Eso es lo que me temía... es por eso por lo que yo tenía miedo. Lo que hace que el pobre Jenkins esté así es probablemente una vibración, una vibración que puede haber sido motivada por un convencimiento por parte de Jenkins... eso es lo que temía que hiciese. Y ahora cada minúscula partícula de su cuerpo está vibrando de forma que se vuelve invisible, tal cual lo hacen las hojas de un ventilador eléctrico. Y es por eso por lo que no podemos verle... He estado pensando en ello desde que... desde que pasó. Y ocurre lo mismo con la superficie de cualquier cosa que toque su cuerpo; por ello, lo que lo toca también se convierte en invisible. Oh, temía que sucediese esto mismo: Jenkins se impresiona tanto, y cree, cree, cree, tan profundamente en algunas de sus locas ideas que...

Le interrumpió una exclamación de asombro de Ridges.

—¿Está volviendo en sí? —susurró entonces.

—Está volviendo a aparecer... ¿Podéis verlo? —gritó Gilson, aunque su boca estaba a un palmo de la oreja de Ridges—. Oh, gracias al...

Ridges le lanzó una mirada asesina.

—Escuchadme, todos —nos dijo con una voz débil y sepulcral—. Cuando os lo diga, jurad por todo lo que hay de santo en este mundo que podéis ver su mano. Hicisteis una buena actuación antes... y lo metisteis en esto. Por Dios os ruego que la repitáis ahora, y lo saquéis de ello. Es la única forma: a través de sus propias creencias. La misma vida de Jenkins puede depender de ello. Se encuentra en esa condición a causa de su confianza en esa estúpida teoría, y de haber tomado nuestra broma como un hecho real. La única forma de sacarlo de ella es hacerle creer, con la misma fuerza, que podemos verlo de nuevo. Entonces empezará... ojo, se está moviendo... está recuperando el conocimiento... ¡Pssst! ¡Calláos todos! Y acordáos.

Ridges se detuvo y contempló la mano invisible que aferraba. Luego se volvió con energía hacia nosotros y gritó en voz muy alta:

—¡Mirad, mirad... su mano! La mano de Jenkins. Los dedos... ¿veis? Y ahora la mano, toda la mano. La muñeca... se está volviendo a ver... ¡Gracias a Dios, se está volviendo visible! —Ridges gritaba ahora a pleno pulmón—. Mira Jenkins, se te ve; míralo tú mismo. ¡Ah, buen Dios, buen Dios, muchacho, vuelves con nosotros!

Yo aún no podía ver nada, y sabía que Ridges tampoco, pero añadí mi voz a la de los demás, con una alegría que no sentía, pues las cosas parecían irremediables. Entonces la mano de Ridges dio un tirón como si la otra, invisible, que aferraba, se hubiese movido.

Entonces, débilmente, se oyó una voz que reconocimos como la de Jenkins.

—No puedo verla... —sollozó patéticamente, mientras los brazos de Ridges se movían hacia arriba como si el cuerpo que soportaban se hubiese sentado.

—¡Tonto... mira! —atronó Ridges—. ¡Mira esa mano!

Y entonces Jenkins de nuevo:

—Oh, pero si no puedo, no puedo...

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios, estás volviendo a ser visible! —exclamó Ridges con verdaderos sollozos, y yo podía notar la dolorida y palpitante simpatía de su llanto. Jadeamos una declaración similar, y sin embargo durante todo el tiempo estuvimos temblando por miedo a que el engaño no resultase tan eficaz ahora como lo había sido en nuestra sádica broma de antes.

—¡No puedo! —gimió Jenkins, medio histérico.

—¡Rápido! —susurró Ridges hacia nosotros—. Su pulso es horriblemente lento. ¡Si queréis salvarle la vida, haced que lo crea!

—Oh, no puedo... yo... yo... —sollozó una vez más Jenkins.

—Pero debes... ¡debes! —aulló Gilson, el bromista—. Debes verla. Es imposible que no la veas... Nosotros la vemos, la vemos. Debes verla. Mírala bien...

La voz de Jenkins intervino de nuevo, algo más fuerte, y con un mínimo de confianza y credulidad.

—¿Estáis... estáis seguros? —Me lo imaginé, mirándonos con sus ojos asustados, totalmente desorbitados. Luego, con un débil gemido que nos llegó al corazón—: Mi... mi mano, veo dedos... creciendo, creciendo... puedo... creo que puedo.

Un fuerte suspiro salió de la garganta de Ridges. Los nuestros no tardaron en seguirle. Débilmente, nos unimos a sus parabienes.

Pues, tal cual una fotografía va apareciendo en un papel blanco, tal como la escarcha crece sobre una ventana, tal como una sal se cristaliza en una disolución transparente, así Jenkins volvió a ser visible ante nuestros ojos. Primero la punta de los dedos, tal como le habíamos hecho creer. Luego la mano que sostenía Ridges. Luego su brazo derecho creciendo de manera inverosímil hasta el hombro. Y, al volverle totalmente la confianza a Jenkins, su cuerpo entero apareció de la nada al mundo de la visión normal.

Yo, al menos, me hundí en uno de los grandes y tranquilizantes sillones, y permití que mi cuerpo tembloroso quedase, poco a poco, de nuevo en paz. Creo que todos debimos de hacer lo mismo, pues podía oír a Gilson sollozando histéricamente junto a mí, con la cabeza oculta en sus brazos, y su cuerpo estremeciéndose con la violencia de su emoción. Ridges se sentó sobre el borde de la mesa con su amigo estrechado entre sus brazos, abrazándolo, consolándolo y animándolo como hace una madre con su hijo que ha tenido una pesadilla. Hathaway, rígido en su sillón, daba vueltas a un nuevo cigarro y contemplaba cada movimiento de Jenkins, mientras las lágrimas rodaban libremente por sus mejillas.

Permanecimos así largo tiempo, creo que horas. En una ocasión tuvimos un terrible susto. Jenkins, en un momento de duda, declaró repentinamente que se iba de nuevo, y alzó una mano sin dedos como prueba. Pero, llamando a un botones para que trajera agua le quitamos toda duda, pues el chico, cuando le dijimos para quien era la bebida, se dirigió directamente al tembloroso biólogo y le presentó el vaso. Y, mientras Jenkins extendía su mano para tomarlo, esta apareció de nuevo; Jenkins tenía que creer entonces, pues el chico no había dado señales de fijarse en nada fuera de lo usual. Después seguimos media hora o así esperando, e intentamos entablar una voluble conversación acerca de la pesca en la Sierra que, decididamente, no tuvo ningún éxito.

Entonces, nos fuimos a casa; y Ridges acompañó al aún tembloroso Jenkins, que le rogó que pasase la noche con él.

La voz de Burns se detuvo abruptamente. Nuestro paseo nos había llevado hasta el campanario, y la biblioteca en la que esperaban a mi compañero se alzaba a solo un centenar de metros más allá, con su blanco y brillante granito que formaba un imponente contraste con el claro cielo azul de California por encima y el delicado verde y el maravilloso dorado de las primaverales acacias que se erguían a lo largo de los paseos de abajo.

Mientras hacíamos una pausa, Burns extendió su mano, como si le hubiese asaltado una reflexión tardía.

—¿Ves esta mano? —dijo en voz baja—. Fíjate en la piel seca en las puntas de los dedos, y la apariencia rugosa de la palma. Las manos de Ridges se veían así, y las de Gilson, las de todos los que tocamos a Jenkins mientras estuvo de aquella manera. Era como si se hubiesen ampollado. Pero no fue doloroso, aunque aquella misma noche, cuando me las lavé, una buena parte de la cutícula superficial saltó. Igualmente, el tablero de la mesa en la que yació Jenkins estaba curiosamente podrido hasta una profundidad de unos tres milímetros. E igual ocurrió con el tapizado del sillón de Jenkins. No estaba quemado, ni tampoco podrido, sino quebradizo, seco, descolorido.

«Hathaway fue el que más se acercó, de entre nosotros, a la causa del fenómeno, cuando lo discutimos luego. La vibración del cuerpo de Jenkins, comunicando su temblor, casi infinitamente rápido, a todo lo que su cuerpo tocaba, cristalizó la piel, la madera, la tela... del mismo modo que quedan cristalizadas las partes metálicas de un coche por la vibración del motor y el camino. Ridges nos contó al día siguiente lo mal que lo pasó para llevar a Jenkins a su casa sin problemas; pues la misma ropa del biólogo se desmoronó, deshilachó e hizo trizas a cada paso.

Ahora estábamos en la entrada de la biblioteca, y Burns hizo una nueva pausa y miró hacia los eucaliptos que se extendían graciosamente a lo largo del camino. A continuación, se volvió y su mirada cubrió la espléndida masa de granito situada ante nosotros. Y murmuró algunas palabras; únicamente pude captar algunas:

—Piedra de la Sierra... sólida... sólida... y como Jenkins... —después algunas otras palabras que no pude oír. Y, con un curioso alzarse de hombros—: ¿Quién puede decirlo... quién puede decirlo...?

De pronto, se volvió de nuevo hacia mi.

—Eso —dijo—, explica lo que viste en los ojos de Lemuel Jenkins: la alegría casi de éxtasis cuando supo que podíamos verle. ¿Sabes?, vive en un miedo continuo de que sus dudas le embarguen de nuevo, y de que le vuelva a suceder otra vez la misma cosa. Está absolutamente aterrorizado... pero, gracias a Dios, mejora; está mejor cada día que pasa. Por cierto —Burns se volvió con un pie en el escalón—. Jenkins se acordará de ti. La próxima vez que lo veas, por lo que más quieras, ve directamente a él, tiéndele la mano y exprésale tu placer al haberlo encontrado, de forma bien visible. No lo olvides, P.M., no lo olvides.

Estreché su mano con simpatía y asentí. Después de ver los ojos de Jenkins, tal como los había visto aquella mañana... ¿cómo iba a olvidar? ¿Cómo podría olvidar?