El autómata humano se removió intranquilo en su pequeño y casi invisible avión. Sus ojos se esforzaban dentro de su casco, oteando el cielo que tenía delante. De lo azul vinieron dos relámpagos de fuego. Instantáneamente, el avión se estremeció como afectado por una doble explosión.

Cayó lentamente al principio, y luego con mayor velocidad, contra las líneas enemigas. Mientras la Tierra se hacía cada vez más próxima, un mecanismo de resistencia entró en funcionamiento. La velocidad de caída se hizo más lenta. El autómata tuvo oportunidad de ver que debajo se extendía la vasta ruina de una ciudad. Insonoramente, la diminuta máquina encontró refugio en la demolida base de lo que en un tiempo había sido una edificación.

Transcurrió un momento y luego la radio que había a su lado silbó. Voces para él extrañas intercambiaban algún diálogo.

—¡Bill! —decía la primera voz.

—¡Adelante!

—¿Lo alcanzamos?

—No lo creo. En tal caso, no del todo. Creo que se desmoronó con al menos un control parcial, aunque es difícil aventurarlo con los dispositivos de seguridad que poseen. Mi opinión es que se encuentra abajo, en algún lugar, con el motor averiado.

—Creo que lo inutilizamos.

—Bien, en ese caso, ya sabes lo que suele ocurrir cuando uno de ellos cae en nuestras líneas. Ya sabes poner en marcha tu psicología. Llamaré al Vulture.

—No me cargues el mochuelo. Estoy harto de recitar esas frases. ¡Hazlo tu!

—Muy bien. ¡Dame entrada!

—Hmmmmm… está ahí abajo. ¿Crees que deberíamos ir tras él?

—¡No! Los autómatas que envían hasta tan lejos son básicamente hábiles. Eso significa que no podremos capturarlo. Se habrá alejado lo suficiente de cualquier posibilidad de captura como para exigir de nosotros que lo matemos, ¿y quién coño quiere matar a esos pobres y torturados esclavos? ¿Hiciste una foto?

—Sí, estaba muy atento, con una expresión tensa en la cara. Un fulano bien parecido. Es divertido, y también terrible, si pensamos cómo empezó todo esto, ¿eh?

—Claro. Me pregunto qué número tendrá éste.

Hubo una pausa apreciable. El autómata se removió intranquilo. ¿Su número? Noventa y dos, por supuesto. ¿Qué más? La voz estaba hablando otra vez.

—Pobre compadre, seguro que no recuerda que una vez tuvo un nombre.

Y la otra voz dijo:

—¿Quién iba a pensarlo cuando se hizo el primer duplicado del hombre? Carne, sangre, huesos… todo; cincuenta años más tarde y nos vemos peleando con gente que es exactamente como nosotros, salvo que son eunucos por naturaleza.

El autómata escuchaba con vaga atención mientras los dos hombres hablaban. De vez en cuando asentía, pues las palabras le iban recordando algo que casi tenía olvidado. Los duplicados humanos primero habían sido llamados robots. Se habían resentido por aquel nombre y le habían dado la vuelta para convertirlo en Tobor, lo que ya confundía. Los Tobors demostraron ser muy eficientes en el campo científico y al principio nadie había advertido con qué rapidez estaban ocupando los lugares de la ciencia en todos los países del mundo. No fue advertido inmediatamente el que los Tobor estaban llevando a cabo una campaña de sustitución a una escala tremenda. La gran conmoción de las masas humanas sucedió cuando los Tobor infiltrados en los gobiernos de todos los continentes promulgaron leyes declarando que desde aquel momento la duplicación sería la única manera de reproducción. Se prohibió el sexo bajo pena de multa a la primera infracción, luego con cárcel, y después, para los reincidentes, los Tobor inventaron el proceso de convertirlos en autómatas.

Una organización de policía especial —que resultó ya existente— fue encargada de administrar la nueva legislación. Los oficiales de ejecución Tobor entraron inmediatamente en acción, y los primeros días las calles presenciaron algunos duros encuentros. En ningún lado se había tomado aquello en serio, de modo que al cabo de dos semanas se declaró una guerra en toda regla.

El relato acabó cuando Bill dijo:

—Creo que ya ha oído bastante. Vámonos.

Hubo risas ahogadas y luego silencio.

El autómata aguardó, confuso. En su mente había episodios fragmentados de recuerdos de un pretérito en que no había guerras y, en algún lugar, existía una chica y otro mundo.

Las imágenes irreales se desvanecieron. De nuevo tomó cuerpo tan sólo la nave que rodeaba su figura casi a modo de metal ajustado. Tomó cuerpo también la necesidad de proseguir, imágenes aéreas que había que conquistar… ¡Tenía que ascender!

Sintió que la nave se enderezaba en respuesta a sus deseos, pero no ocurrió ningún movimiento. Durante segundos permaneció en letargo, y a continuación sobrevino una segunda imperiosidad de entrar en liza. Una vez más la diminuta nave se retorció con esfuerzo, pero sin que ningún movimiento aconteciera.

Esta vez, el autómata produjo un lento pensamiento:

—Algo debe haber fallado en la nave, pues se queda inmóvil… Hay que salir, tengo que desembarazarme de ella…

Hizo presión contra el metal y el acolchado que lo encajonaba. El sudor resbaló por sus mejillas, pero en seguida quedó libre y hundido en el polvo hasta el tobillo. Como había sido entrenado para tales circunstancias, cogió su equipo… armas, herramientas, máscara antigás.

Caminó pesadamente sobre el suelo mientras una enorme y negra nave descendía de los cielos y aterrizaba a unos cuantos cientos de yardas más allá. Desde su posición tendida, el autómata la contempló, pero no hubo ningún signo de movimiento. Desconcertado, el autómata se puso en pie. Recordó que uno de los hombres de la radio había dicho que iba a ser avisado un Vulture.

De manera que se la habían jugado, haciendo como que se iban. Claramente visible sobre el casco de la nave podía verse el nombre: Vulture 121.

Su aspecto parecía sugerir que era inminente un ataque. Su férrea y decidida boca se tensó. Pronto aprenderían a no entrometerse con un esclavo Tobor.

Morir por Tobor, supremo Tobor…

En tensión, la joven echó una ojeada mientras el piloto hacía descender el avión hiperveloz en dirección a las desoladas ruinas de la ciudad donde estaba el Vulture. El gran navío era inconfundible. Descollaba por encima de los más elevados restos de paredes demolidas. Era un bulto negro contra el gris oscuro de la mampostería.

Dio un tumbo y salió de la máquina, llevando consigo su bolsa.

Por dos veces su tobillo derecho se torció cruelmente mientras corría por el suelo desigual. Sin aliento, recorrió la estrecha pasarela.

Una puerta de acero quedó abierta. Mientras ella se precipitaba en el interior, miró a sus espaldas. La puerta sonó al cerrarse; y se dio cuenta con gran alivio de que se encontraba a salvo.

Se detuvo, aguardando a que sus ojos se acostumbraran a la pequeña cámara de metal. Tras un momento acabó por descubrir un pequeño grupo de hombres. Uno de ellos, un individuo pequeño, con gafas, de rostro delgado, dio unos pasos adelante. Cogió la bolsa que llevaba ella y con la otra mano estrechó cálidamente la de la mujer.

—¡Buena chica! —dijo—. Lo ha hecho bien y rápidamente, señorita Harding. Estoy seguro de que ningún navío espía de los robots ha podido identificarla bajo ningún concepto en el medio minuto que ha quedado usted expuesta. Oh, perdóneme.

El hombre sonrió.

—No debería llamarlos robots, ¿verdad? Le han dado la vuelta, ¿no? Su nombre es Tobor. Le da más ritmo y psicológicamente debe ser más satisfactorio para ellos. Bien, ahora puede recuperar el aliento. A propósito, soy el doctor Claremeyer.

—Doctor —se las arregló para decir Juanita Harding— ¿está seguro de que se trata de él?

—Definitivamente, se trata de su prometido, John Gregson, el extraordinario químico… —Quien había hablado era un hombre más joven. Se adelantó y tomó la bolsa de la mano del mayor—. La patrulla hizo una descripción por el nuevo proceso, mediante el que sintonizamos con sus placas de comunicación. Fue transmitida al cuartel general y de ahí se nos transmitió a nosotros.

Se detuvo y sonrió.

—Me llamo Madden. El de la cara larga es Phillips. El grandote, de pelo tieso, que nos acecha desde el fondo como un elefante, es Rice, nuestro hombre de campaña. Ya conoce al doctor Claremeyer.

Rice dijo bruscamente:

—Tenemos cantidad de trabajo aquí, señora, y le pido perdón por nuestras rudas palabras.

La señorita Harding se quitó el sombrero con rápido giro de una mano. Las sombras descendieron en su rostro, ocupando sólo sus ojos.

—Señor Rice, vivo con un padre cuyo apodo es Harding el Ciclón. Se comporta como si el lenguaje cotidiano fuera un enemigo al que hay que atacar con todas las armas disponibles. ¿Responde esto su excusa?

El grandote rió ahogadamente.

—Gana usted. Pero vayamos al asunto. Madden, tienes un cerebro que piensa con palabras, explícale la situación a la señorita Harding.

—¡De acuerdo! —El joven aceptó la tarea con una sonrisa—. Tuvimos la buena suerte de estar sintonizando cuando el primer informe nos dijo que un autómata había sido derribado vivo. Nada más llegar la identificación, pedimos al cuartel general del ejército que instalara un cerco defensivo con todos los aviones disponibles. Rompieron por completo la línea más próxima para auxiliarnos.

Se detuvo y frunció el entrecejo.

—Tiene que ser hecho con sumo cuidado porque no queremos que los Tobor se enteren lo más mínimo de lo que va a pasar. Su prometido no puede escapar; eso es seguro, digo yo. Y no puede ser rescatado a menos que destaquen una fuerza de gran tamaño que nos coja desprevenidos. Nuestro gran problema es capturarlo vivo.

—Y eso, claro… —Era Claremayer, que interrumpió con un encogimiento de hombros— …puede ser fácil o puede ser difícil. Desgraciadamente, tiene que hacerse rápido. Los Tobor no tardarán mucho en concentrar fuerzas, luego examinarán la ficha de su prometido, y analizarán al menos una parte de la auténtica situación y actuarán.

—El segundo aspecto desafortunado es que en el pasado nos hemos permitido tener un cierto porcentaje de fracasos. Debe usted darse cuenta de que nuestra táctica es casi enteramente psicológica, basada en los impulsos fundamentales del ser humano.

Pacientemente, explicó el método.

—¡Noventa y dos!… Al habla Sorn.

La voz sonaba aguda, insistente, imperiosa, procedente de la radio de la muñeca del autómata. El autómata se removió en su refugio fijo.

—Sí, Amo.

Al parecer, el contacto era todo cuanto se deseaba, pero otro siguió diciendo:

—¡Todavía está vivo! —La voz había sonado más lejana, como si el humanoide se hubiera vuelto para dirigirse a algún otro.

Una voz habló vacilante:

—Por lo general no me habría molestado, pero éste es el que destruyó su ficha. Ahora, la tripulación de un Vulture intenta salvarlo.

—Lo han hecho siempre.

—Lo sé, lo sé. —El otro interlocutor habló impacientemente consigo mismo, como si se diera cuenta de que tenía que obrar a ciegas—. No obstante, ya le han dado mucho tiempo, más de lo normal, a mi parecer. Y está también esa nave particular que cruzó largas series de mensajes en clave con el cuartel general. Después, una mujer entró en escena.

—Siempre suelen utilizar mujeres para sus operaciones de rescate. —La voz del Tobor adquirió una nota de disgusto, pero sus palabras fueron una interrupción de los argumentos del otro.

Esta vez el silencio duró algunos segundos. Por último, el de voz vacilante habló de nuevo.

—En mi departamento, he estado completamente al tanto de que, en alguna parte, en nuestras operaciones de hace un par de años, capturamos inesperadamente un humano químico que, según se declaró, había descubierto un procedimiento para sexualizar a los Tobor.

Su disgusto emocional alcanzaba ya el exceso para él y a pesar de la franqueza de las palabras que emitió a continuación, su voz tembló.

—Desgraciadamente para nosotros, descubrimos demasiado tarde la identidad del individuo. Al parecer, fue sometido a una entrevista de rutina y dementalizado.

De nuevo recuperó el dominio de sí y prosiguió sardónicamente:

—Claro que todo esto pudo haber sido una historia de propaganda, destinada a ponernos nerviosos. Y aun así, por entonces, nuestro departamento de Inteligencia informó que una atmósfera de depresión había invadido los cuarteles generales humanos. Según parece, peinamos una ciudad, lo capturamos en su casa, destrozamos su laboratorio y quemamos sus papeles.

Su tono dio a entender que se estaba encogiendo de hombros.

—Es el riesgo de los cercos similares, con nula posibilidad de identificación. Los prisioneros capturados de esa manera no pueden ser diferenciados de los capturados de otra.

Una vez más, el silencio… luego…

—¿Debo ordenarle que se suicide?

—¿Sabe si tiene un arma?

Hubo una pausa. La voz se hizo más próxima.

—¿Tiene un explosionador, Noventa y dos?

El autómata humano, que había escuchado la conversación con absoluto vacío en la mirada y en el cerebro, se reanimó mientras se le dirigía la pregunta a través de la radio de muñeca.

—Tengo armas manuales —dijo obtusamente.

De nuevo, el interrogador se alejó del distante micrófono.

—¿Bien? —dijo.

—La acción directa es demasiado peligrosa —dijo el segundo Tobor—. Usted sabe cómo se resisten al suicidio. A veces los lleva a salir de su estado de automatización. La voluntad de vivir es demasiado básica.

—Entonces seguimos justamente donde estábamos al comienzo.

—¡No! Háblele específicamente para que se defienda hasta la muerte. Que haya una diferencia de nivel. Una apelación a la lealtad, a su inyectado odio a nuestros enemigos humanos y a su patriotismo por la causa Tobor.

Yaciendo entre la mampostería, el autómata asentía mientras la firme voz del Amo le emitía órdenes. Naturalmente… hasta la muerte… por supuesto.

Aún conectado, la voz de Sorn siguió insatisfecha.

—Creo que vamos a forzar los resultados. Pienso que podríamos concentrar proyectores sobre el área y ver qué es lo que ocurre.

—Siempre aceptaron tales desafíos en el pasado.

—Hasta un punto solamente. Creo que lo más apremiante es que comprobemos sus reacciones. Este hombre se resistió con encono a su cautiverio y hay una inmensa presión actuando ahora sobre él.

—Los humanos son muy engañosos —dijo el otro con aire de duda—. Algunos tan sólo desean volver a casa. Parece que es una motivación poderosa.

Una objeción podría haber pecado de retórica. Tras un intenso silencio, dijo con decisión:

—Muy bien, ¡atacaremos!

Aproximadamente una hora después de haber oscurecido, se dispuso un centenar de proyectores por ambas partes. La noche fue traspasada por largos chorros de brillantes llamas.

—¡Eh! —Rice corrió por la pasarela hasta llegar a la nave. Su ancha cara estaba roja por el esfuerzo. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, boqueó en busca de aire—. Señorita Harding, ese novio suyo es un hombre peligroso. Es un tirador de narices y necesita más propaganda.

La chica estaba pálida. Había observado el intento de Rice de poner la pantalla en posición desde la barrera de la gran ventana en la cámara de observación.

—Quizá debiera salir yo ahora —dijo ella.

—¡Y ser achicharrada! —se adelantó el doctor Claremeyer. No se veían sus ojos tras las gafas—. No sienta pesar, señorita Harding. Sé que parece increíble que el hombre que la ama haya cambiado hasta el punto de poder matarla en menos que canta un gallo… pero tendrá que aceptar la realidad. El hecho es que los Tobor han decidido hacerle emprender una batalla que ningún bien ha de reportarle.

—¡Esas bestias! —dijo ella. Fue un sollozo sin lágrimas—. ¿Qué van a hacer ahora?

—Más propaganda.

—¿Y piensa que va a oírla por encima del bramido de los proyectores? —estaba asombrada.

—Él ya sabe lo que es —dijo el doctor Claremeyer con conocimiento de causa—. El esquema de contacto ha sido establecido. Hasta una sola palabra que alcanzara a oír le recordaría el esquema completo.

Unos cuantos momentos después, se mantenía atenta mientras los altavoces lanzaban su mensaje:

—Es usted un ser humano. Nosotros somos humanos. Fue usted capturado por los robots. Nosotros queremos rescatarlo de las garras de los robots. Esos robots se llaman Tobor a sí mismos porque suena mejor. Pero son robots. No son seres humanos, en cambio usted es un ser humano. Nosotros somos seres humanos y queremos rescatarlo. Haga todo lo que le pidamos. No haga nada de cuanto le ordenen ellos. Nosotros queremos su beneficio. Queremos salvarlo…

Abruptamente, la nave se movió. Un momento más tarde llegó el comandante del Vulture.

—Tuve que dar la orden de despegar —dijo—. Estaremos de vuelta cuando amanezca. Los Tobor deben estar perdiendo equipo a velocidad espantosa. Es una lucha decisiva para ellos, pero también para nosotros se está poniendo al rojo.

Sin duda sintió que la chica pondría en el peor lugar la orden de retirada. Se lo explicó en voz baja.

—Nuestra seguridad dependía de todos los recursos de que disponía un esclavo para mantenerse con vida. Fue entrenado para eso. Además, instalamos la pantalla y la emisión se mantendrá una y otra vez.

Prosiguió, antes de que ella pudiera hablar.

—Aparte de eso, hemos obtenido permiso para intentar un contacto directo con él.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Utilizaremos una señal que no irá más allá de un centenar de yardas. De ese modo, los otros no podrán sintonizar lo que estaremos diciendo. Nuestra esperanza radica en que se sienta lo bastante estimulado como para procurarnos su fórmula secreta.

Juanita Harding quedó inmóvil largo rato, cejijunta. Su comentario, cuando se produjo, fue ampliamente femenino:

—No estoy segura —dijo— de aprobar los mensajes gráficos que emitirán ustedes por la pantalla.

El comandante dijo juiciosamente:

—Tenemos que despertar los instintos básicos de los seres humanos.

Se alejó con cansancio.

John Gregson, que había sido autómata, comenzó a darse cuenta de que estaba arañando una pantalla brillante. Mientras tomaba más y más conciencia de sus actos, disminuyó su frenético intento de asir las formas elusivas que lo habían arrancado de su escondrijo. Retrocedió.

Todo cuanto le rodeaba estaba sumido en profundas tinieblas. Mientras retrocedía un poco más, tropezó con una viga retorcida. Vaciló y estuvo a punto de caer, pero se sostuvo agarrándose al calcinado metal. Éste crujió levemente ante su peso y algunas astillas de metal quedaron sueltas entre sus manos.

Se introdujo ansiosamente en la oscuridad para evitar al máximo los reflejos de la luz. Por primera vez se dio cuenta de que se encontraba en una de las ciudades destruidas. Pensó: «Pero ¿cómo he llegado aquí? ¿Qué me ha pasado?»

Una voz brotada de su radio de pulsera le hizo dar un salto:

—¡Sorn! —decía insistentemente.

El helado tono hizo temblar a Gregson. En lo profundo de su mente una campanada de reconocimiento resonó como una alarma. Estaba ya a punto de contestar cuando se dio cuenta de que no era a él a quien se dirigía la voz.

—¿Si? —la respuesta fue bastante clara, pero pareció proceder de una distancia mucho mayor.

—¿Dónde está ahora?

Sorn dijo lentamente:

—Aterricé a eso de media milla de la pantalla. Fue un fallo de cálculo, pues pretendía aterrizar más cerca. Desgraciadamente, al aterrizar mi dirección sufrió un giro. El caso es que no veo nada.

—La pantalla que colocaron para emitir sus gráficos está todavía en pie. Puedo ver su reflejo en la radio de Noventa y dos. Seguramente es una guía reconocible.

—Debe estar en algún hueco o tras un montón de escombros. Estoy en un pozo de negrura. Contactaré con Noventa y dos y…

La primera referencia a su número había dado comienzo a la cadena de asociaciones. La segunda trajo tal corriente de nauseabundos recuerdos que Gregson se encogió. En medio de un caleidoscopio relampagueante de imágenes, advirtió su situación e intentó recordar la inmediata secuencia de sucesos que le habían devuelto al dominio de sí mismo. Alguien había pronunciado su nombre con insistencia… no su número: su nombre. Todas las veces le habían hecho una pregunta, algo relacionado con una fórmula… ¿Para qué? No podía recordar, algo como… como… ¡De golpe lo recordó!

Acuclillándose en la oscuridad, cerró los ojos por reacción física.

—Se la di a ellos. Les dije la fórmula. Pero ¿quiénes eran… ellos?

Sólo podía haber sido algún miembro de la tripulación de una nave Vulture, se dijo. Los Tobor no sabían su nombre. Para ellos él era… Noventa y dos.

Esto lo condujo a reconsiderar su difícil situación. Alcanzó a oír la voz que en la radio decía:

—Entendido. Estaré allí en diez minutos.

El Tobor del distante Centro de Control era impersonal.

—Es usted el único comprometido, Sorn. Parece tener una obsesión en este caso.

—Estuvieron radioemitiéndole en una onda local —dijo Sorn con voz sombría—, tan directa, tan mínima que no pudimos captar lo que estaban diciendo. Y su respuesta, cuando finalmente la emitió, estuvo interferida, de manera que tampoco pudimos entenderla, aunque creo que fue alguna fórmula. Cuento con la posibilidad de que no haya sido capaz de proporcionarles la descripción entera. Puesto que está todavía ante la pantalla, es que no ha sido rescatado, de modo que si puedo matarlo ahora, en unos minutos…

Hubo un ruidito… la voz se desvaneció hasta convertirse en silencio. Gregson permanecía en la oscuridad, junto a la pantalla, y consideró su situación.

¿Dónde estaba el Vulture? El cielo era una lámina negra, aunque había un algo de mínima claridad en el este, primer heraldo de la próxima aurora. El sonido de los proyectores se había convertido en un murmullo lejano. La gran batalla de la noche había transcurrido ya.

… La batalla de los individuos estaba, sin embargo, a punto de comenzar.

Gregson retrocedió aún un poco más y se tanteó el cuerpo buscando armas manuales. No llevaba ninguna encima.

—Pero es absurdo —se dijo estremeciéndose—. Tenía un explosionador y…

El pensamiento quedó inconcluso. Nuevamente, esta vez desesperado, procedió a buscar… Nada. Conjeturó que en su loco asalto a la pantalla había perdido las armas.

Permanecía aún indeciso cuando oyó un movimiento cercano.

El Vulture 121 aterrizó sin problemas en la intensa oscuridad de la falsa aurora. Juanita Harding se había quitado las ropas y estaba cubierta con una bata. No dudó cuando Rice le hizo señas. Éste le dedicó una sonrisa de protección.

—Traigo un cilindro —dijo— por si el mozo no se siente inspirado con mucha rapidez.

Ella sonrió pero no dijo nada. El doctor Claremeyer se acercó a la puerta, reuniéndose con ellos. Dio a la mano de la chica un precipitado apretón.

—Recuérdelo —le dijo—: ¡estamos en guerra!

—Lo sé —replicó ella—. Y en el amor y en la guerra todo está permitido.

—Ahora le toca a usted.

Un momento más tarde se internaron en la noche.

Gregson estaba retrocediendo con premura y sintiéndose mejor a medida que lo hacía. Iba a ser difícil para cualquiera localizarle en aquel enorme montón de cemento diseminado, mármol y metal.

Por momentos, no obstante, el desolado horizonte se iba haciendo luminoso. Entonces vio la nave en las sombrías ruinas de su derecha. Su forma era inconfundible. ¡Vulture! Gregson corrió hacia ella por encima de las desiguales ruinas de lo que una vez fuera una calle pavimentada.

Respirando profundamente, vio que la pasarela estaba bajada. Mientras la recorría, dos hombres apuntaron sus armas hacia él.

—¡Es Gregson! —exclamó uno de repente.

Las armas fueron devueltas a sus fundas de cuero. Las manos se aferraron frenéticas a las manos de Gregson y hubo un izar de brazos. Los ojos recorrieron su rostro buscando signos de salud, los hallaron y brillaron de alegría. Miles de palabras se apelotonaron en el aire del amanecer…

—Conseguimos su fórmula.

—Genial… maravillosa.

—El genio transformó un poco de gas hormonal en su propio laboratorio de la nave. ¿Cuánto tarda en producir efecto?

Gregson supuso que «el genio» era el hombre alto que le había sido presentado como Phillips.

—Sólo unos cuantos segundos —dijo—. A fin y al cabo, se respira y se introduce en la sangre. Es muy poderosa.

—Se nos ocurrió usarla para intensificar sus propias reacciones —dijo Madden—. De hecho, Rice tomó un poco… —Se detuvo—. Un momento —dijo—, ¿están Rice y la señorita Harding…? —Se detuvo de nuevo.

Fue el pequeño, el doctor Claremeyer, el que prosiguió lo que había interrumpido a Madden.

—Señor Gregson —dijo—, vimos a un hombre en nuestras placas infrarrojas adelantarse hacia la pantalla. Estaba demasiado lejos para poder identificarle, de modo que dimos por sentado que era usted. Y así, Rice y la señorita Harding salieron y…

El comandante le interrumpió en aquel momento.

—¡Rápido, vayamos allí! ¡Puede ser una trampa!

Gregson apenas oyó eso. Estaba ya corriendo pasarela abajo.

—¡Sorn! —decía impacientemente la voz de la radio de pulsera—. Sorn, ¿qué le ha ocurrido?

En la semioscuridad que rodeaba la pantalla, los hombres y la chica escuchaban las palabras del Tobor en la radio de Gregson. Desde su puesto observaban cómo miraba Sorn las imágenes de la pantalla.

—Sorn, su último informe era que se encontraba usted cerca de donde estaba el refugio de Noventa y dos…

Rice puso una pesada mano sobre la radio de Gregson para bloquear la expansión del sonido, y susurró:

—Eso fue cuando le permití que lo hiciera. Muchacho, fue una gran idea llevar conmigo un cilindro de tu gas, Gregson. Le disparé una dosis a cincuenta pies de distancia y ni siquiera supo lo que lo había alcanzado.

—Sorn, sé que sigue usted vivo. Puedo oír cómo murmura.

—Tendremos que ser prudentes en las dosificaciones futuras —dijo Rice—. Está prácticamente dispuesto a devorar las imágenes. Tú mismo puedes verlo… la guerra Tobor-humanos es cachonda, pero está concluida.

Gregson observó en silencio cómo el, en un tiempo, dirigente Tobor arañaba con ardor la pantalla. Una docena de chicas se exhibían junto a una piscina. Periódicamente, se sumergían en el agua. Había instantánea de esbeltos miembros desnudos, espaldas morenas, emergiendo y saliendo a continuación todas las chicas. Aquello se repetía una y otra vez.

El problema consistía en que cada vez que Sorn intentaba atrapar una de las imágenes, su sombra caía sobre la pantalla y tapaba aquéllas. Frustrado, corría hasta otra imagen, sólo para ver cómo ocurría lo mismo que antes.

—¡Sorn, responda!

Esta vez, el Tobor hizo una pausa. La respuesta qué recibió sur duda agitó a todo el cuartel general Tobor, alcanzando el efecto al ejército Tobor esparcido por el mundo.

Gregson rodeó con su brazo la cintura de Juanita (todavía llevaba puesta la bata que abriría las gracias con las que tenía que conducirlo hasta la seguridad) mientras escuchaba las fatales palabras.

—Mujeres —estaba diciendo Sorn—, ¡son maravillosas!