Capítulo cuarto
RADIODIFUSIÓN EN EL TIEMPO
El Tuerto señaló hacia la boca de una cueva y chapurreó violentamente a Yancey. El cazador palmeó el hombro del otro y el Tuerto bailoteó de alegría.
—Ésta debe ser —dijo Yancey.
—Así lo espero —dijo Cameron—. Ha costado mucho tiempo hacerle comprender lo que queríamos. Yo mismo aún no acabo de entender cómo lo hicimos.
Cabot sacudió la cabeza.
—Tampoco yo entiendo ni gorda —confesó—. Un neandertalense extrayendo diamantes tallados. Y diamantes tan grandes como el puño de un hombre.
—Bueno, bajemos y veámoslo por nosotros mismos —sugirió Yancey.
El Tuerto precedió la marcha por la escalonada y deslizante entrada de la cueva, que abría a una caverna escasamente iluminada, repleta de una suerte de diminutos destellos que se filtraban desde la boca de la cueva hasta el suelo llano, situado más arriba.
Cabot encendió una linterna y gritó excitadamente.
Amontonadas sobre el piso de la caverna, apiladas contra las rocosas paredes hasta muy arriba, había infinidad de joyas que relampagueaban y parpadeaban a la luz de la linterna.
—¡Helo aquí! —gritó Cameron.
Pascal, de rodillas frente al montón de joyas, hundió sus manos en ellas, alzó un puñado y luego las dejó caer. En la caída, llenaron la caverna de leves murmullos.
Cabot recorrió la cueva con la luz. Vieron pilas de joyas; limpios amontonamientos de lingotes de oro, acabados de fundir aparentemente; barras de iridio de blanco plateado; de platino argentado; cofres de bronce y cobre trabajado; bolsas de piel de cabra llenas de genuinas pepitas de oro.
Yancey extendió una mano y se apoyó debilitado contra la pared.
—Dios mío —murmuró—. ¡Aquí hay el precio de un imperio!
—Pero —dijo Pascal, lenta y calmadamente, aunque su rostro, repetidamente iluminado por la linterna de Cabot, estaba torcido por el descreimiento— ¿cómo ha venido todo esto aquí? Éste es un mundo primitivo. El arte de la orfebrería y la joyería son desconocidos aquí.
La voz de Cameron vino fríamente de la oscuridad.
—Tiene que haber una explicación. Alguna razón. Alguna civilización anterior. Algún depósito de esa civilización.
—No —le dijo Pascal—, imposible. Mira esas barras de oro. Nuevas. Fundidas recientemente. Sin ningún signo de antigüedad. Y el platino… es un descubrimiento relativamente reciente. El iridio es más reciente todavía.
La voz de Cabot explayó un deje de fría orden.
—Podemos discutir sobre cómo vino a parar aquí una vez lo hayamos sacado de este sitio —dijo—. Pascal, tú y Hugh id y traed el tractor. Yancey y yo subiremos esto a la superficie ahora mismo.
Yancey subió con esfuerzo la entrada de la cueva. Alcanzada la superficie, deslizó el saco de joyas de su hombro y se secó la frente.
—Qué trabajo —dijo a Cameron.
Cameron asintió.
—Pero ya casi está terminado —se alivió—. Unas cuantas horas más y habremos cargado el último lote en el tractor. Luego nos iremos de aquí.
Yancey asintió.
—No me siento demasiado seguro —admitió—. Alguien ocultó todo esto en la cueva. Cómo se hizo es algo de lo que no tengo la más remota idea. Pero tengo cierta sensación de que no se nos tratará muy amablemente si somos atrapados.
Pascal salió de la cueva y dejó caer una barra de oro de su hombro.
Se limpió la frente con una manga de la camisa.
—Voy al tractor a beber agua antes de cargar de nuevo —dijo.
Yancey se detuvo para recoger su saco de yute. El grito de Pascal retumbó.
En la ladera que había bajo el tractor no había hasta aquel momento más que unos cuantos pedrejones esparcidos y árboles.
Ahora había allí una máquina, una grotesca máquina de metal negro, de perfiles definidos, alas en forma de cañón, que sugería una especie de aeroplano. Cuando Yancey lo avistó por vez primera, le pareció algo confuso, imperfecto, como si lo estuviera viendo a través de una cortina de humo. Luego, fue haciéndose más claro, más perfilado.
Como una bofetada le vino la certeza de que allí estaba la respuesta a los vagos temores que había sentido. Allí debían estar los propietarios del tesoro.
Su mano bajó veloz hasta su muslo y la pistola emergió de la funda.
En la extraña máquina, una puerta comenzaba a abrirse y por ella descendió un hombre, aunque no del todo un hombre. La criatura tenía una larga cola y estaba cubierta de escamas. Cuernos retorcidos, de unas tres pulgadas de altura, brotaban de su frente.
El recién llegado portaba algo en la mano, algo parecido a una pistola, pero no una pistola como las que Yancey viera con anterioridad. Vio cómo el arma estaba dirigida hacia él y su 45 estalló en su mano. Mientras la llama brotaba de su pistola, vio el 45 de Cameron empuñado y luego escuchó el segundo disparo de su propia arma, seguido por el ruido mortal de un percutor que se amartillaba.
El primero de los hombres escamosos estaba en tierra. Pero los otros surgían ya de la extraña maquinaria.
La pistola de Cameron ladró y una vez más sintió Yancey la confortante dureza de la culata del 45 contra la palma de su mano, advirtiendo lejanamente que había apretado el gatillo.
De una de las pistolas de los hombres con escamas brotó un haz de llama purpúrea. Yancey experimentó su ardiente contacto pasando muy cerca de su mejilla.
Pascal estaba ante el tractor del tiempo, tendido, inerte, como un saco vacío. Sobre él estaba Cabot, disparando su arma. Otra de aquellas llamaradas purpúreas apareció, alcanzando un pedrejón junto a Yancey. El pedrejón enrojeció a causa de la súbita subida de temperatura, comenzando a resquebrajarse.
A rápidos y amplios saltos, Yancey descendió la pendiente, yendo a caer junto a Pascal. Zarandeó al viejo científico por el hombro y luego lo dejó en tierra. Mientras se enderezaba, contempló la extraña máquina en la que habían llegado los hombres con escamas. A través de la puerta abierta logró ver la masa de la maquinaria, con bancos de resplandecientes tubos.
Entonces, la máquina produjo una explosión semejante al trueno. La parte trasera pareció borrarse de la existencia. Durante un rápido segundo miró hacia arriba y vio en la cara de Cabot una maligna sonrisa de triunfo, y supo que había disparado y alcanzado la máquina de los hombres con escamas.
El suelo pareció agitarse bajo los pies de Yancey. Con esfuerzo sobrehumano caminó hacia la puerta del tractor del tiempo, llevando consigo a Pascal. Unas manos se tendieron para ayudarla, cayendo en el interior.
Lentamente se aclaró su cerebro. Estaba sentado en el piso del tractor. Junto a él yacía Pascal y veía ahora que el científico estaba muerto. Su pecho había sido carbonizado por uno de los haces de llama púrpura.
Cabot accionó el mecanismo de cierre de la puerta y penetró en la habitación.
—¿Qué eran, Jack? —preguntó Yancey, aún con la cabeza confusa.
Cabot sacudió la cabeza con gesto de cansancio.
—¿No los reconociste? —preguntó Cameron—. Cuernos, pezuñas, rabos. Hemos visto hoy al diablo en persona. Son los que originaron las viejas leyendas sobre el demonio.
Yancey se puso en pie y observó a Pascal.
—A éste le ha ido peor —susurró—. Era un tipo regular.
Cameron asintió, sintiéndose torpe.
Cabot habló desde una portilla.
—Esos diablos subieron del infierno para algo —dijo—. Seguramente estarán aguardando ahora para darnos de tizonazos.
Se volvió a Cameron.
—¿Puedes sacarnos de aquí, Hugh?
Cameron consideró la cuestión.
—Probablemente puedo —dijo—, pero preferiría no hacerlo por ahora. Creo que aquí estamos a salvo, al menos por un rato. Ese cerebro de tiempo es una red muy delicada. Sé su funcionamiento y con el tiempo podría descifrarlo, de manera que puedo hacer una prueba. Dadme una oportunidad.
Se acercó basta el aparato del cerebro-tiempo y asió el interruptor. El cerebro brilló con una extraña luz verde.
—Aquello que vimos era sin duda una máquina del tiempo —dijo Yancey—. Otra máquina del tiempo explicaría el tesoro acumulado. Apostaría a que esos pájaros lo han ido robando a través del tiempo y lo han estado trayendo hasta aquí para esconderlo. Muy ingenioso.
—Y aterrizaron en un tiempo posterior para depositar algún botín y descubrieron que faltaba. Entonces retrocedieron en el tiempo para ver qué es lo que andaba mal —continuó Cabot.
Cameron se golpeó el muslo con fuerza.
—Escuchad —dijo—. Si eso es cierto, significa que los viajes en el tiempo son cosa conocida en el futuro. Tenemos que llegar hasta allí. Esos fulanos deben ser fugitivos de la ley. Si es así, podríamos recibir alguna ayuda.
—Pero ¿cómo llegaremos al futuro? —preguntó Cabot—. ¿Cómo se sabrá que necesitamos ayuda?
—Es sólo una alternativa —dijo Cameron—. Una mera alternativa. Si no da resultado, siempre puedo intentar el regreso al siglo veinte, aunque tenemos una oportunidad entre diez. Puedo matar a todos intentándolo.
—Pero ¿cómo? —insistió Cabot.
—Pascal dijo que la «fuerza de tiempo», o lo que sea que genere el cerebro, es similar a la electricidad. Aunque con diferencias. Esas diferencias son importantes. No las conozco, no lo bastante todavía. El mecanismo del tiempo corre por la fuerza generada por el cerebro, aunque gozamos de electricidad regular para la operatividad del tractor.
Cameron meditó.
—Me pregunto —murmuró— si la fuerza de tiempo será tan parecida a la electricidad como para operar en la radio.
—¿Qué diferencia, habría? —dijo Yancey.
—Podríamos radiotransmitir en el tiempo —propuso Cameron.
—Pero ese cerebro genera muy poca fuerza —protestó Yancey.
—Quizá no necesitemos mucha —dijo Cameron—. Es sólo un palo ciego, un riesgo que corremos…
—Suena plausible —aceptó Yancey—, demos entonces un buen palo.
Cameron desconectó el mecanismo del cerebro y con extensiones de alambre conectó la radio al mecanismo. Luego volvió a conectar el cerebro. El aparato emisor zumbó con fuerza.
—Mejor comenzar cuanto antes —dijo Cabot—. Esos tipos de allí están empezando a bombardearnos. Están lanzando ese fuego púrpura contra el tractor.
La voz de Cameron resonó por el micrófono.
—S.O.S… S.O.S… expedición de viajeros del tiempo encallada en valle del Támesis, junto a la localidad de Aylesford, aproximadamente a setenta mil años antes del siglo veinte. Atacados por seres que recuerdan a los diablos de la mitología. S.O.S… S.O.S… expedición de viajeros del tiempo encallada en el valle del Támesis…
La voz de Cameron fue emitida una y otra vez.
Yancey y Cabot miraban más allá de las portillas.
Los diablos-hombres habían formado un anillo en torno al tractor, lanzando rayos púrpura contra la máquina. Permanecían inmóviles, como estatuas, sin la menor traza de emoción en sus facciones.
El tractor comenzaba a caldearse. El aire se hacía cálido y el metal quemaba ya al tacto.
El interior del tractor relampagueó súbitamente con un verde inicio de llama.
Yancey y Cabot se dieron la vuelta.
El mecanismo del cerebro era una masa de metales retorcidos.
—Ha reventado —dijo Cabot—. Debe ser algo que poseen los rayos púrpura. Si no da resultado la radioemisión, éste es nuestro fin. No podemos poner en marcha el mecanismo del tiempo sin el cerebro.
—¡Allí! —gritó Cabot desde una portilla.
Cameron y Yancey corrieron junto a él.
Balanceándose y descendiendo hacia el tractor se veía una nave negra, una reproducción exacta de la máquina del tiempo de los diablos-hombres.
Como amenazante meteoro, el negro artefacto cayó. De su morro brotaron relámpagos de fuego verde y vividos rayos luminosos detonaron entre los diablos-hombres.
Aterrorizados, éstos corrieron fuera de su alcance, pero los rayos les persiguieron, les alcanzaron y les achicharraron reduciéndoles a cenizas.
—¡Una nave del futuro! —tartamudeó Yancey—. ¡Nuestra radio funcionó!