Capítulo cuarto

MUNDO INCREÍBLE

Farris se despertó y, durante un confuso momento, se preguntó qué le había sobresaltado tanto. Entonces se dio cuenta.

Era la luz del día. Se apagaba y encendía cada pocos minutos. La oscuridad nocturna llenaba la habitación y, de pronto, había un repentino estallido de la aurora, un breve período de luz brillante, y de nuevo la noche.

Iba y venía, se iluminaba y obscurecía cada pocos instantes mientras él contemplaba el fenómeno. Parecía el latir lento y estable de un gigantesco pulso, sístole y diástole de luz y oscuridad.

¿Días reducidos a minutos? ¿Cómo podía ser? Y entonces, mientras acababa de despertar, lo recordó.

—¡Estoy hunati! ¡Me ha inyectado esa sustancia clorofílica en las venas! —exclamó.

Sí, ahora él también estaba hunati. Vivía a un ritmo cien veces más lento de lo normal.

Y por eso los días y las noches parecían transcurrir cien veces más deprisa de lo normal. ¡Desde que había despertado, habían pasado ya varios días!

Se puso en pie, tambaleándose. Al hacerlo, tocó la pipa que estaba sobre el brazo del asiento.

La pipa no cayó al suelo. Desapareció al instante y, en el momento siguiente, estaba en el suelo.

—Se ha caído, pero tan rápido que no he alcanzado a verlo.

Farris sintió que su cerebro reaccionaba al impacto de algo tan sobrenatural. Se descubrió temblando intensamente.

Luchó por sobreponerse. Aquello no era brujería. Era una ciencia secreta y demoníaca, pero no sobrenatural.

Él se sentía tan normal como siempre. Sólo lo que le rodeaba, sobre todo el rápido cambio de noches y días, le daba a entender que estaba cambiando.

Escuchó un grito y salió a toda prisa de la sala del bungalow. Lys llegó corriendo hasta él.

Todavía llevaba la chaqueta y los pantalones, señal evidente de que había estado excesivamente preocupada por su hermano para acostarse del todo. Y en su rostro había una expresión de terror.

—¿Qué ha sucedido? —gritó—. La luz… Farris la tomó por los hombros.

—Lys, no pierdas la calma. Lo que sucede es que ahora también nosotros estamos hunati. Ha sido tu hermano. Nos puso un narcótico en la cena y después nos inyectó ese compuesto de clorofila.

—Pero ¿por qué? —sollozó Lys.

—¿No lo comprendes? Él quería volverse hunati otra vez y regresar a la jungla y si nosotros seguíamos normales, podíamos atraparle y traerle de regreso. Para evitarlo, nos cambió también a nosotros.

Farris fue a la habitación de Berreau. Allí confirmó sus sospechas: el francés no estaba.

—Iré tras él —dijo secamente—. Tiene que volver, porque estoy seguro de que tiene un antídoto para esta maldita droga. Tú espera aquí.

Lys se asió a él.

—¡No, aquí sola, de esta manera, me volvería loca!

Farris advirtió que la muchacha estaba al borde de la histeria. No le extrañaba. El lento latido de los días y las noches bastaba por sí solo para desequilibrar la razón de cualquiera.

—Está bien —accedió—. Pero aguarda un momento.

Volvió a la habitación de Berreau y tomó un gran machete filipino, denominado bolo, que había visto apoyado en un rincón.

Entonces vio otra cosa, algo que brillaba a la luz titilante, sobre la mesa del laboratorio del botánico.

Farris se lo llevó al bolsillo. Si no conseguía hacer volver a Berreau por la fuerza, la amenaza de aquel objeto quizá sirviera para convencerle.

El y Lys corrieron a la galería y bajaron la escalera. Entonces se detuvieron, pasmados.

La gran jungla que se alzaba ante ellos era ahora una visión de pesadilla. Se agitaba y extendía con una vitalidad no terrestre; las grandes ramas se aplastaban y se enroscaban unas con otras luchando por la luz mientras los zarcillos se retorcían entre aquéllas a increíble velocidad, en un crujiente rugido de vida vegetal exuberante y agitada. Lys palideció.

—¡La selva ha cobrado vida!

—Es la misma de siempre —la animó Farris—. Somos nosotros los que hemos cambiado. Ahora vivimos con tal lentitud que las plantas parecen moverse deprisa.

—¡Y André está ahí metido! —gritó ella, con un estremecimiento. Por fin, el valor volvió a sus pálidas facciones—. Pero no tengo miedo —añadió.

Iniciaron la marcha por la jungla hacia la meseta de los árboles gigantescos. En aquel mundo increíble reinaba una sensación tremenda de irrealidad.

Farris notó la diferencia en sí mismo. No tenía sensación alguna de ralentización. Sus propios movimientos y percepciones le parecían normales. Lo único que sucedía era, simplemente, que a su alrededor la vegetación tenía una salvaje movilidad que, por su rapidez, parecía propia de animales.

Las hierbas crecían bajo sus pies como pequeñas espadas verdes alzándose hacia la luz. Los capullos se hinchaban, estallaban, extendían al aire sus brillantes pétalos, esparcían su fragancia…, y morían.

De cada brote surgían nuevas hojas para vivir su breve e intenso momento, antes de amarillear y caer. La selva era un calidoscopio de colores en constante cambio, desde el verde pálido al marrón amarillento, que formaba pequeñas y rápidas olas conforme sus componentes nacían o morían.

Sin embargo, aquella vida de la jungla no tenía nada de pacífica o serena. Hasta entonces, a Farris le había parecido que las plantas de la tierra existían en una plácida inercia absolutamente distinta a la vida animal, que constantemente cazaban o eran cazados. Ahora comprendía lo equivocado que había estado.

Cerca de ellos, un almez tropical crecía junto a un helecho gigante. Como un pulpo, los zarcillos del primero se enroscaron alrededor del helecho, que se agitó. Sus frondas dieron violentas sacudidas mientras sus tallos pugnaban por liberarse. Sin embargo, los aguijones de los zarcillos le causaron rápidamente la muerte.

Las lianas reptaban como grandes serpientes entre los árboles, rodeando los troncos y enterrando sus hambrientas raíces parásitas en la corteza viva de los mismos.

Y los árboles las combatían. Farris vio cómo las ramas se sacudían y golpeaban las lianas asesinas; era como la lucha de un hombre contra una gigantesca pitón.

Sí, era muy parecido. Porque los árboles, las plantas, tenían conciencia. De un modo extraño, muy diferente, pero eran tan conscientes como sus hermanos más rápidos.

Cazadores y cazados. Lianas estranguladoras, orquídeas hermosas y mortíferas que eran como cánceres corroyendo troncos sanos, hongos que se arrastraban como lepra: eran los lobos y chacales de aquel mundo vegetal.

Incluso entre los árboles, Farris observó el desarrollo de una lucha sorda e interminable por la existencia. Los árboles de algodón y los bambúes y ficus…, también ellos conocían el dolor, el temor y la amenaza de muerte.

Podía escucharlos. Con sus nervios aurales amortiguados hasta una receptividad increíble, escuchó la voz de la jungla, la auténtica voz que no tenía nada que ver con el familiar sonido del viento en las ramas.

Era la voz primordial del nacimiento y la muerte que hablaba ya mucho antes de que el hombre apareciera en la Tierra, y que seguiría hablando mucho después de que desapareciera.

Al principio, sólo había notado un enorme rugido crujiente. Ahora distinguía diversos sonidos: los agudos gritos de la hierba y de los brotes de bambú al surgir de la tierra, el jadeo y el gemido de las ramas enzarzadas y agonizantes, la risa de las hojas jóvenes allá en lo alto, el susurro furtivo de los zarcillos.

Y casi alcanzaba a oír pensamientos que hablaban dentro de su mente. Los remotos pensamientos de los viejos árboles.

Farris sintió una terrible amenaza, y no quiso escuchar los pensamientos de los árboles.

La lenta y constante pulsación de luz y oscuridad prosiguió. Días y noches corrían a tremenda velocidad sobre los hunati.

Lys, a su lado, tambaleándose por el camino, emitió un grito de terror. Un zarcillo negro serpenteante había surgido de entre los árboles y se lanzaba sobre ella con la rapidez de una cobra, enroscándose hábilmente para rodear su cuerpo.

Farris blandió su machete y lo dejó caer sobre la planta. Sin embargo, ésta volvió a la carga, creciendo con asombrosa rapidez y alargando el extremo hacia él. Descargó otro golpe, horrorizado, y empujó a la muchacha hacia delante, por la ladera de la meseta.

—¡Tengo miedo! —gimió ella—. ¡Puedo oír los pensamientos…, los pensamientos de la selva!

—Es tu imaginación —replicó él—. ¡Ignóralos!

¡Pero él también los escuchaba! Muy leves, como sonidos en el límite de la capacidad auditiva. Le pareció que a cada minuto —a cada día reducido aun aparente minuto— podía entender con más claridad los impulsos telepáticos de aquellos organismos que tenían una vida consciente propia, paralela a la humana pero prohibida, eternamente a éste, salvo cuando el hombre estaba hunati.

Le pareció que el humor de la jungla había cambiado; que tras el daño producido al zarcillo se había percatado de su presencia. Como una multitud llevada por la ira, los árboles que les rodeaban se volvieron amenazadores. Un gruñido y un murmullo surgió entre ellos.

Las ramas golpearon a Farris y a la muchacha, las lianas se cernieron sobre ellos con sus ciegas cabezas y su gracia serpenteante. Los arbustos y zarzas se clavaron en sus carnes con crueldad, extendiendo sus espinosas ramas para desgarrarles. Los delgados árboles jóvenes les azotaron como látigos, y las cañas de bambú, de rapidísimo crecimiento, intentaron bloquear su avance, mientras vibraban golpeándose unas con otras, como si estuvieran furiosas.

—¡Es nuestra imaginación! —le aseguró a la muchacha—. Como la jungla vive al mismo ritmo que nosotros, nos parece que sabe de nuestra presencia.

¡Tenía que creérselo él mismo, era imprescindible!

—¡No! —gritó Lys—. ¡No! La jungla sabe que estamos aquí.

Un acceso de pánico amenazó con romper el autocontrol de Farris, mientras el salvaje rugido de la selva aumentaba. Echó a correr, arrastrando con él a la muchacha, cubriéndola del ataque de la enfurecida jungla con su cuerpo.

Siguieron adelante, internándose en la impresionante arboleda sobre la meseta, bajo el latir del transcurso de los días y las noches.

Ahora, los árboles les parecían gigantes en plena lucha; los grandes árboles de algodón y los ficus se golpeaban mutuamente con estrépito mientras sus ramas pugnaban por alcanzar el cielo despejado y azul, como dos gigantescos combatientes cubiertos de hojas bajo los cuales los dos seres humanos eran unos pigmeos.

Sin embargo, los arbustos y árboles menores de la jungla que quedaban bajo su posición seguían lanzando con malicia sus zarcillos y sus lianas hacia ellos, y desgarraban a los humanos con las espinas. La mente enfebrecida de Farris volvió a captar, con más nitidez y limpieza, el leve impacto de unos impulsos telepáticos incomprensibles.

Después, amortiguando todos aquellos pensamientos mortecinos y enfurecidos, llegaron otros avasalladores, dominantes, de una acusada majestuosidad, unas voces silenciosas, intensas, potentes y extrañas como la voz de una tierra primordial.

—¡Detenedles! —parecían repetir en la mente de Farris—. ¡Detenedles! ¡Matadles! ¡Ellos son nuestros enemigos!

Lys emitió un tembloroso grito:

—¡André!

En aquel instante, Farris le vio. Berreau estaba delante de ellos, de pie a la sombra de los monstruosos banianos. Tenía los brazos alzados hacia los impresionantes colosos, como si los adorara. Sobre él se cernían los gigantes verdes, dominando toda la jungla.

—¡Detenedles! ¡Matadles!

Las majestuosas voces mentales resonaban ahora tan alto que la mente de Farris apenas podía escuchar nada más. Cada vez estaba más cerca de ellos…, más…

Entonces lo comprendió, aunque su mente se negaba a reconocer que así era. Supo de dónde partían aquellas voces, y por qué Berreau adoraba a los banianos.

Naturalmente que eran como dioses, aquellos colosos verdes que habían vivido eras, cuyos brazos alcanzaban el cielo y cuyas raíces aéreas caían y se extendían y se agarraban como cientos de manos…

Violentamente, Farris intentó apartar de sí el pensamiento. Él era un hombre, de un mundo humano, y no debía adorar a dioses extraños.

Berreau se había vuelto hacia ellos. Los ojos del francés estaban rojos de furia, y Farris, antes incluso de que Berreau dijera una palabra, se dio cuenta de que éste se había vuelto loco.

—¡Iros los dos! —ordenó—. ¡Habéis sido unos estúpidos al venir por mí! Mientras veníais habéis matado, ¡y la jungla lo sabe!

—¡Escuche, Berreau! —gritó Farris—. ¡Olvide esta locura y regrese con nosotros!

Berreau emitió una carcajada espeluznante.

—¿Es una locura que los Señores descarguen ahora sus palabras encolerizadas sobre vosotros? Podéis escucharlas en vuestro cerebro, pero tenéis miedo de escuchar. ¡Hace bien en tener miedo, Farris! Lleva muchos años sacrificando árboles, igual que acaba de descargar ese machete, y la jungla sabe que es su enemigo.

—¡André!

Lys, con el rostro semienterrado entre las manos, estaba sollozando.

Farris sintió que la mente se le rompía bajo el impacto de aquella escena de locura. El latir incesante y acelerado de la luz y la oscuridad, el crujir y gemir de la jungla viva a su alrededor, los zarcillos que se extendían como áspides y las ramas que les golpeaban y los banianos gigantes meciéndose airados sobre ellos…

—¡Éste es el mundo donde el hombre pasa toda su vida y jamás llega a ver o sentir! —gritaba Berreau—. He venido a él una y otra vez. ¡Y en cada ocasión he oído con más claridad la voz de los Mayores!

»Son las criaturas más antiguas y poderosas de nuestro planeta. Hace tiempo, el hombre lo sabía y las adoraba por la sabiduría que podían conceder. Sí, las adoraba como a Ygdrasil, y al Roble del Druida, y al Árbol Sagrado. Pero el hombre moderno ha olvidado esta otra tierra. ¡Todos menos yo, Farris…, todos menos yo! He encontrado en este mundo una sabiduría como jamás podría soñar. ¡Y vuestra estúpida ceguera no va a arrancarme de su lado!

Farris comprendió que era demasiado tarde para hacer entrar en razón a Berreau. El francés había frecuentado y profundizado en exceso aquella otra tierra, tan extraña para la humanidad como si se encontrara en el otro extremo del universo.

Precisamente por temor a ello, Farris había llevado en el bolsillo de su chaqueta el objeto que recogiera en el laboratorio de Berreau. Aquello era lo único que podía obligar a Berreau a obedecerle.

Farris lo extrajo del bolsillo y lo sostuvo en alto para que el francés pudiera verlo.

—¡Ya sabe qué es esto, Berreau! ¡Y ya sabe qué puedo hacer con ello si me obliga!

En los ojos de Berreau hubo un destello de tremendo temor al reconocer el pequeño tubo de ensayo de su propio laboratorio.

—¡La plaga birmana! ¡No sería capaz, Farris! ¡No sería capaz de dejar eso suelto aquí!

La furia, el odio y el temor se fundieron en la mirada de Berreau al contemplar el inocente tubo de ensayo tapado con un corcho que contenía el polvillo gris verdoso.

—¡Le mataré por esto! —añadió el francés, con los dientes apretados.

Lys emitió un grito. Unas lianas negras habían raptado hasta ella mientras la muchacha ocultaba el rostro entre las manos. Ahora, las lianas se habían enroscado a sus piernas como serpientes agitadas y ahora tiraban de ella para derribarla al suelo.

La jungla pareció emitir un rugido de triunfo. Los zarcillos, ramas, zarzas y plantas trepadoras se alzaron hacia ellos. Las extrañas voces telepáticas latieron en sus mentes, mortecinamente atronadoras.

—¡Matadles! —decían los árboles.

Farris se lanzó contra la masa de lianas y zarzas, descargando su machete sobre ellas. Cortó los zarcillos que retenían a la muchacha y las ramas que les azotaban furiosamente a ambos.

Entonces, desde atrás, Berreau descargó un golpe furioso sobre el codo de Farris e hizo caer el machete de la mano de éste.

—¡Ya le dije que no matara, Farris, se lo dije!

—¡Matadles! —latió el pensamiento telepático de los árboles.

Sin apartar la mirada de Farris, Berreau dijo a su hermana:

—¡Huye, Lys! Sal de la jungla. Este asesino debe morir.

Al mismo tiempo que lo decía, se lanzó sobre Farris, pálidas las facciones y con los puños cerrados.

El norteamericano tuvo que retroceder unos pasos y tropezó con un baniano gigante. Los dos hombres cayeron al suelo, agarrados el uno al otro. Los zarcillos se lanzaron inmediatamente hacia ellos, rodeándoles y dificultando sus movimientos hasta dejarles inmovilizados.

Y entonces, la jungla emitió un chillido.

Un grito a la vez telepático y audible, cargado de terror. Una expresión de extraña agonía más allá de todo lo humano.

Las manos de Berreau soltaron el cuello de Farris. El francés, confundido con su rival entre los zarcillos y zarzas, alzó la mirada con aire horrorizado.

Entonces Fams se dio cuenta de lo sucedido. El pequeño tubo de ensayo, el contenedor de la plaga, se había roto sobre el tronco del baniano cuando Farris se golpeó con él.

Y aquella pequeña mancha de hongos verdegrisáceos corría ahora por la jungla como si fuera un incendio. La plaga, aquel asesino de otra zona selvática muy alejada, se propagaba con asombrosa y terrible rapidez.

—Dieu! —gritó Berreau—. Non…, non…!

Incluso en condiciones normales, las plagas de hongos parecen extenderse con rapidez. Ahora, ralentizados como estaban Farris y los dos hermanos, los hongos parecían un furioso fuego mortífero.

La mancha de la epidemia cubría los troncos, las ramas y las raíces aéreas de los majestuosos banianos, engullendo sus hojas, sus brotes y sus esporas. Los hongos corrían triunfalmente por el suelo, sobre lianas, hierbas y arbustos, consumiendo otros árboles y aprovechando las aéreas lianas.

Y atacó también a los zarcillos que mantenían medio inmovilizados a los dos hombres. Zarzas y lianas se agitaron en furiosas agonías hasta quedar rígidas y secas.

Farris sintió el húmedo y frío hongo colársele en la boca y en las fosas nasales y notó la tensión de unos cables acerados que aplastaban la vida en su interior. Entonces, el mundo pareció obscurecer…

Entonces, una cuchilla de acero silbó y refulgió, y la presión disminuyó. Llegó a sus oídos la voz de Lys, cuya mano intentaba arrancarle de las lianas rígidas y agonizantes que había conseguido cortar parcialmente. Farris se encontró libre, por fin.

—¡Mi hermano! —gimió la muchacha.

Farris utilizó el machete para abrirse paso entre la densa masa de zarcillos moribundos que se agitaban como serpientes, rodeando todavía a Berreau.

Por fin, mientras apartaba las plantas, pudo ver el rostro del francés. Tenía un color rojo púrpura, rígido, y con la mirada fija y apagada. Las poderosas lianas se habían enroscado alrededor de su cuello hasta estrangularle.

Lys se arrodilló a su lado, llorando desconsoladamente. Sin embargo, Farris hizo que se pusiera de pie.

—¡Tenemos que salir de aquí! Está muerto…, pero nos llevaremos el cuerpo.

—No —sollozó ella—. Déjale aquí, en la jungla.

Los ojos muertos del francés contemplando la muerte de aquel mundo vivo y extraño cuya frontera había cruzado ahora definitivamente. Sí, a Farris le pareció un simbolismo adecuado.

Al alejarse con Lys del lugar, a través de la jungla que se agitaba enfurecida en sus estertores agónicos, a Farris se le encogió el corazón.

A su alrededor, cada vez a mayor distancia, la muerte verdegrisácea se extendía por la verde espesura. Y, cada vez más débiles, llegaban hasta ellos los extraños gritos telepáticos que Farris nunca estaría seguro de haber escuchado en realidad.

—¡Morimos, hermanos! ¡Morimos!

Entonces, cuando a Farris le parecía que su salud mental cedería bajo el peso de aquella extraña agonía, se produjo un repentino cambio.

El latir de los días y las noches alternados se hizo más lento, y cada período de luz y de oscuridad fue haciéndose más y más prolongado…

Farris recuperó la conciencia tras un período de confusa semiinconsciencia. Él y la muchacha se encontraban de pie, tambaleándose bajo un brillante sol en la jungla agostada por la plaga.

Y dejaron de estar hunati.

Aquel fármaco clorofílico había perdido fuerza en sus organismos y, por fin, habían regresado al ritmo normal de la vida humana.

Lys alzó la vista, confusa, hacia la jungla que ahora parecía estática, apacible, inmóvil… y en la que la plaga verdegrisácea avanzaba ahora con tal lentitud que resultaba imposible apreciarlo a simple vista.

—Es la misma jungla, y sigue agonizando, consumiéndose —murmuró Farris con voz ronca—. Pero ahora vivimos otra vez a la velocidad normal y no podemos apreciarlo.

—¡Vámonos, por favor! —jadeó ella—. ¡Vámonos de aquí en seguida!

Tardaron una hora en regresar al bungalow y recoger todo lo que podían transportar. Por fin, tomaron el sendero hacia el Mekong.

El atardecer les vio salir de la zona consumida por la epidemia, ya avanzada la marcha hacia el río.

—¿Acabará realmente con toda la jungla? —susurró la muchacha.

—No. La jungla se defenderá, frenará y vencerá a esa plaga de hongos. Tardará muchos años, décadas incluso, según nuestro ritmo vital. Sin embargo, para ellos, para los árboles, la fiera lucha sigue desarrollándose en cada instante.

Y mientras continuaban su avance, a Farris le pareció que en su mente aún latía débilmente, procedente de la zona que dejaban atrás, aquel extraño y lacerante gemido telepático.

—¡Morimos, hermanos!

No volvió la vista atrás, pero se dio cuenta de que jamás podría volver a aquella selva ni a ninguna otra, que su profesión había terminado, y que nunca más volvería a matar un árbol.