Capítulo primero

A TRAVÉS DE LAS OLAS

No, no… no más café. Gracias. Me he dormido, ¿eh? Bueno, no hay para tanto. Gracias por despertarme. ¿Qué día es hoy?

Jueves, ¿eh? Entonces he estado dos días dormido… oh, ¿no? Entonces estuve nueve días. Más bien es eso. Fue la lluvia, ¿comprende? Intenté volver a mi tienda pero la tormenta vino demasiado de prisa. Es el olor de las cosas verdes húmedas en una lluvia. Los doctores me dijeron que es autohipnosis. Se equivocan. M’Camba me dijo que siempre me ocurriría lo mismo al oler el aroma de la jungla. Se mete en mis venas la enfermedad del sueño. Por eso vine al desierto. Aquí no llueve más que dos o tres veces al año.

Cuando llueve, el olor de la selva vuelve y la enfermedad del sueño se apodera de mí. Es curioso cómo mi memoria regresa al pasado después de esos largos períodos de sueño. Era el pan drogado, lo llamaban king-kee; pero el lenguaje nunca fue transcrito. Era una especie de charla tranquila entre monos.

No está aquí, sobreviene en la sombra de esta calma de Josué. Es mejor así.

¿Ha estado alguna vez en el mar? ¿No? Entonces no comprenderá.

Fue lejos de la costa de África. Todo puede suceder lejos de la costa de África. Después de las tormentas, el polvo del Sahara llega y tiñe los aparejos de blanco. Sí, señor, trescientas millas adentrado en el mar. Yo lo he visto. Y hasta cien millas uno puede percibir el olor de las junglas. Cuando el viento es levante. Era un vendaval horrible. No se ven de ésos a menudo. Intentamos soltar la carga de madera de cubierta, pero las cadenas estaban atascadas. El holandés se puso a farfullar oraciones una tras otra. Eran un montón de arrodillados devotos. Sólo el irlandés estaba en su puesto. Era un maldito diablo.

Se hizo con un hacha. La carga había escorado y nosotros escorábamos hacia babor. El holandés con sus oraciones incesantes, y el irlandés sobre la maldita madera. Una ola se lo llevó y, luego, otra ola lo devolvió. Lo vi con mis propios ojos. No cedió. Sino que blasfemó más que nunca. Y soltó las cadenas también. La carga de cubierta se deslizó y la nave se enderezó.

No obstante, hacía un tiempo terrible y empeoró. El cielo era una masa de viento arremolinado y el agua de una ola apenas tenía tiempo de haberse retirado cuando ya había sido cubierta por otra ola.

El timón fue arrastrado. Creí que todo estaba perdido, pero la nave sobrevivía. Fuimos impulsados hasta casi la orilla misma. Cuando cesó el vendaval, pudimos verla. Había una especie de palmeras azotando el cielo, eran árboles altos, y bajo ellos había una masa sólida de verde espeso, y hedía. Todo estaba pudriéndose y echando vapor como un tronco húmedo corrompiéndose. El viejo era uno de esos tipos malos. Era una nave maldita y nada más. Había estado borracho y quería volver a estarlo. Tenía trece libras en mi bolsillo cuando sentí que la bebida me golpeaba la cabeza. Entonces me di cuenta, pero ya era demasiado tarde. Lo último que recuerdo es la mueca sonriente en el rostro del vendedor mirándome a través del humo azul.

La comida estaba podrida. El viejo era un diablo cuando estaba sobrio, y peor aún cuando estaba borracho. El compañero irlandés blasfemaba constantemente, blasfemaba y trabajaba. Entre los dos guiaban a los hombres, nos guiaban como ovejas.

La luna estaba semillena. Después de la tempestad, las olas rodaban bajo una buena brisa marítima. No había crestas. El viento sólo amontonaba agua hasta que las olas alcanzaban una altura de catorce pies antes de arremolinarse y lanzarse a la playa.

No obstante, las olas no parecían mal desde la cubierta del barco. No, a la luz de la media luna no estaban mal. Trabajamos en el timón y sobre la borda había una balsa. Yo estaba vigilando, y el viejo estaba borracho, horriblemente borracho. No sé cuándo se me ocurrió la idea, pero parece que la hubiera tenido siempre. Simplemente afloró cuando tuvo oportunidad.

Había bajado media cuerda cuando me di cuenta realmente de lo que estaba haciendo. Mi pié desnudo tocó la balsa y mi cuchillo marinero estaba trabajando la cuerda antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que estaba ocurriendo.

Pero tuve oportunidad una vez en ruta, sorteando las olas. Incluso pude tan pronto como la cuerda estuvo cortada. El viejo vino y se plantó en la borda, para mirar el tiempo, demasiado borracho para saber lo que estaba mirando, pero aguzando su ojo legañoso hacia el cielo más que de costumbre.

Podía haberme visto, con todo lo borracho que estaba, si hubiese mirado abajo, pero no lo hizo. Si me hubiera pillado entonces, yo hubiese sido despellejado vivo. Se habría puesto sobrio especialmente para tal ocasión.

Derivé para alejarme de él. La luna estaba al otro lado del casco, convirtiéndolo en sólo una gran mancha sombría ondulante en el agua, agitándose en el cielo. Entonces derivé hacia fuera de la sombra y hacia el agua dorada. La luna brillaba encima del bote, y los tiburones empezaron a rondar.

Había oído decir que no atacan a un hombre que esté luchando. Tal vez sea verdad. Me mantuve en movimiento, manos y pies. La balsa sólo se metía una o dos pulgadas en el agua y era estrecha. Los tiburones cortaban el agua como sombras silbantes. Temía que uno de ellos me atrapara una mano o un pie y me llevara consigo, pero no fue así. Podía mantener el resto de mí fuera del agua pero no mis manos y mis pies. Me tenía que impulsar con ellos para alcanzar la orilla antes de que cambiaran el viento y la marea. Naturalmente no quería quedarme dando vueltas a la deriva por allí sin vela ni comida; sólo con tiburones.

Desde el barco, las olas parecían fáciles y perezosas. Cuando las vi de cerca, me parecieron monstruos. Se erguían y hacían desaparecer toda la tierra, incluso las copas de los altos árboles. Justo antes de romper, lanzaban flámulas de espuma hacia los cielos. Luego caían con estruendo.

Pero yo no podía volverme atrás. Los tiburones, el viento y la marea estaban contra mí, y el viejo me habría matado.

Me monté en un par de olas y, entonces, la tercera rompió detrás de mí. La balsa y yo, y tal vez los tiburones, nos embrollamos. Mis pies tocaron la arena, pero no podían permanecer allí.

La fuerte resaca apartaba la arena debajo de mis pies. La podía sentir remontándose por encima de mis dedos y después retroceder y descender.

La resaca me sorbió hasta debajo de otra ola, algo viviente me frotaba la espalda, y, entonces, cayeron sobre mí toneladas de agua. Esa vez, estaba en el fondo, y rodé tragando arena y agua. Creí que era el final, pero hubo un intervalo entre las mayores y llegaron dos pequeñas que me hicieron rodar y me lanzaron a la playa.

Estaba más muerto que vivo, el agua me había dejado groggy y estaba dolorido por las sacudidas que había recibido. Me fui tambaleándome de la franja de arena y me introduje en la selva.

Caminando un poco hacia dentro había una cueva, y dentro de la cueva me dejé caer. De mi interior brotó tanta agua como si fuera una esponja empapada. Mis pulmones, mi estómago y mis orejas estaban llenos. Intenté ponerme sobre un tronco y dejar que mis órganos se escurrieran, pero estaba demasiado débil. Sentí cómo todo se me oscurecía.

Lo siguiente que percibí fue que estaba amaneciendo y alrededor pululaban formas sombrías. Pensé que eran ángeles negros y que me iban a ahogar. Exhalaban un hedor rancio y se sentaron sobre mí.

Entonces pude percibir la sangre corriendo sobre mi piel. Cogí una pequeña linterna y pude ver. Estaba en una cueva de murciélagos y regresaban. Me habían encontrado y llegaban en grupos a chuparme la sangre.

Intenté sacármelos de encima, pero era como luchar contra la niebla. A veces, los golpeaba, pero se limitaban a surcar el aire evitándome y yo no podía herirlos. Todo el tiempo estaban aleteando a mi alrededor buscando una oportunidad de conseguir más sangre.

Me los sacudí de encima, no obstante, y me arrastré afuera de la gruta. Me siguieron durante un trecho; pero cuando llegué adonde estaba claro volvieron atrás hacia la cueva. La luz, allí en el trópico, es muy fuerte, y hiere sus ojos.

Me lancé sobre la arena y me dormí.

Cuando desperté, oí pasos. Sonaban como de tropa. Se acercaban con regularidad, despacio, sin apresuramientos, deliberadamente. El solo bum, bum, bum de aquellos pasos me erizaba los pelos.

Arrastrándome, me adentré en la arena más espesamente sombreada por la maleza y la vegetación colgante. Hombres y mujeres desnudos salían hacia la playa.

Los observé.

Eran de color chocolate, y hablaban un curioso lenguaje chillón. Después descubrí que algunas de las palabras eran fanti y otras eran de otro evolucionado. El fanti nunca fue transcrito. Es una de las lenguas tshi. Los ashantis y los fantis y una o dos tribus más hablan ramas del mismo idioma. Pero aquella gente hablaba parte de fanti y parte de lenguaje de mono evolucionado.

Y entre ellos había un hombre-mono. Era un tipo divertido. Estaba recubierto de un tosco pelaje y tenía un esbozo de rabo. Sus grandes dedos de los pies no estaban conjuntados como los míos, eran prensibles como el pulgar de mi pie.

No, no me fijé en los dedos de los pies entonces. Lo averigüé más tarde, cuando estaba sentado sobre uno de sus miembros y a punto de dispararme una flecha envenenada. A cada minuto pensaba que era el último, y fue entonces cuando me di cuenta del modo en que su pie envolvía su miembro. Es curioso cómo un hombre puede percatarse de pequeños detalles cuando está cerca de la muerte.

De todos modos, aquella tribu descendió y se dirigió hacia el agua, hombres, mujeres y niños. Se lavaron por encima de la cintura, en una especie de ceremonia. No mojaban, en absoluto, el resto de sus cuerpos. Salieron y se untaron los brazos, el pecho y el rostro con una especie de óleo.